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¿Por qué me imagino que tenía en la boca un anillo de oro?
No puedo remediarlo, me lo imagino así. Y de repente recuerdo una frase: un tono callado, claro, metálico; como cuando un anillo de oro cae sobre una bandeja de plata.
Cuando Thomas Mann era aún muy joven, escribió un cuento ingenuamente fascinante sobre la muerte: en ese cuento la muerte es hermosa, como lo es para todos los que sueñan con ella cuando son muy jóvenes y la muerte es aún irreal y encantadora, como la voz azulada de las distancias.
Un joven mortalmente enfermo toma un tren, se baja luego en una estación desconocida, va hasta una ciudad cuyo nombre desconoce y en cierta casa, propiedad de una anciana cuya frente está cubierta por un eccema, alquila una habitación. No, no quiero contar qué más ocurrió en ese piso alquilado, quiero sólo recordar un acontecimiento insignificante: cuando aquel joven enfermo atravesaba la habitación le pareció que entre el resonar de sus pasos venía de al lado, de las otras habitaciones, una especie de sonido, un tono callado, claro, metálico; pero es posible que no fuera más que una ocurrencia. Como cuando un anillo de oro cae sobre una bandeja de plata, pensó…
Ese pequeño acontecimiento acústico no tiene en el cuento ninguna continuación ni explicación. Desde el punto de vista de la mera trama podría eliminarse sin consecuencias. Aquel sonido simplemente se produjo; sin ningún propósito, sin más ni más.
Pienso que Thomas Mann hizo sonar ese tono callado, claro, metálico, para que surgiera el silencio. Lo necesitaba para que se oyese la belleza (porque la muerte de la que hablaba era la muerte-belleza) y la belleza para poder ser apreciada necesita una cierta proporción mínima de silencio (cuya medida es precisamente el sonido de un anillo de oro caído sobre una fuente de plata).
(Si, ya lo sé, ustedes no saben de qué estoy hablando, porque hace ya tiempo que desapareció la belleza. Desapareció bajo la superficie del ruido —el ruido de las palabras, el ruido de los coches, el ruido de la música, el ruido de las letras— en el que vivimos constantemente. Está hundida como la Atlántida. No quedó de ella más que una palabra cuyo significado, con el paso de cada año, es cada vez menos comprensible.)
Por primera vez oyó Tamina ese silencio (precioso como un trozo de estatua de la Atlántida hundida) cuando se despertó tras su huida de Bohemia en un hotel alpino rodeado de bosques. Por segunda vez lo oyó cuando nadaba en el mar con el estómago lleno de pastillas, que en lugar de la muerte le trajeron una paz inesperada. Quiere guardar ese silencio con su cuerpo y en su cuerpo. Por eso la veo en su sueño, de pie contra una valla de alambre de espino, con un anillo de oro en la boca convulsivamente cerrada.
Frente a ella hay seis cuellos largos con cabecitas pequeñas y picos achatados, que se cierran y se abren sin ser oídos. No les entiende. No sabe si le amenazan, le advierten, le recriminan o le ruegan. Y como no sabe nada siente una angustia inmensa. Tiene miedo de perder el anillo de oro (ese sintonizador del silencio) y lo guarda convulsivamente dentro de la boca.
Tamina no sabrá nunca qué es lo que han venido a decirle. Pero yo lo sé. No han venido a advertirle, ni a llamarle la atención, ni a amenazarle. No se interesan en absoluto por ella. Vinieron a hablarle cada uno de sí mismo. De cómo había dormido, de cómo había comido, de cómo había ido corriendo hasta la valla y de lo que allí había visto. De que había pasado su importante infancia en la importante aldea Ruru. De que su importante orgasmo había durado seis horas. De que había visto detrás de la valla a una vieja con un pañuelo en la cabeza. De que nadó, se enfermó y luego sanó. De que cuando era joven anduvo en bicicleta y hoy comió un saco de hierba. Todos están frente a Tamina y todos hablan a un tiempo, con belicosidad, urgencia y agresividad, porque en el mundo no hay nada más importante que lo que quieren decirle.