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Papá era pequeñito y enfermizo y cuando, tiempo atrás, iba por la calle de la mano de Tamina, ponía cara de orgullo, como si le mostrase a todo el mundo el monumento a la noche heroica en que la había concebido. A su yerno no le quería y mantenía con él una guerra constante. Cuando hace un rato le propuso a Tamina mandarle un abrigo de piel (que seguramente le habría dejado alguna pariente muerta) no le había movido la preocupación por la salud de su hija sino su vieja rivalidad. Quería que ella diese prioridad al padre (el abrigo) frente al marido (el paquete de correspondencia).

Tamina se horrorizó al comprobar que el destino de su paquete estaba en manos enemigas, en las del padre y la suegra. Con frecuencia cada vez mayor se imaginaba que sus diarios eran leídos por ojos extraños y le parecía que las miradas extrañas eran como la lluvia que borra lo que se escribe en las paredes. O como la luz que cae antes de tiempo sobre el papel fotográfico que se está revelando y estropea la fotografía.

Se daba cuenta de que el valor y el sentido de sus recuerdos escritos consiste en que están dirigidos solo a ella. En el momento en que perdiesen esta propiedad, se cortaría el lazo íntimo que la ata a ellos y ya no sería capaz de leerlos con sus propios ojos, sino que los vería con esa mirada con la que el público examina un documento ajeno. Incluso aquel que los escribió se convertiría entonces para ella en un ser extraño. La curiosa semejanza que, sin embargo, se conservaría entre ella y el autor de los diarios le haría el efecto de una parodia y una burla. ¡No, ella ya nunca podría leer sus diarios si los hubieran leído antes ojos extraños!

Se apoderó así de ella la impaciencia y sintió el deseo de tener aquellos diarios y aquellas cartas lo más rápido posible, antes de que la imagen del pasado que en ellos se conservaba fuese destruida.