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En la habitación contigua el olor a pis era más fuerte. Dormía allí la hija de Bibi.

—Ya sé que no os habláis —susurraba Tamina—, pero no tengo otra manera de sacárselo. La única posibilidad es que vayas allí y lo cojas. Si no encuentra la llave la obligas a romper la cerradura. Son cosas mías. Cartas y eso. Tengo derecho a tenerlas.

—¡Tamina, no me obligues a hablar con ella!

—Papá, haz un esfuerzo, hazlo por mí. Ella te tiene miedo y no se atreverá a decirte que no.

—¿Sabes lo que haremos?, si tus amigos vienen a Praga les daré para ti un abrigo de piel. Eso es más importante que unas cartas viejas.

—Pero yo no quiero un abrigo. ¡Lo que quiero es ese paquete!

—¡Habla en voz alta! ¡No te oigo! —le dijo el padre, pero la hija hablaba en voz baja a propósito, porque no quería que Bibi oyera su frases en checo, que hubieran puesto inmediatamente en evidencia que había llamado al extranjero y que el dueño del teléfono tendría que pagar muy caro cada segundo de conversación.

—¡A mí lo que me interesa es el paquete y no el abrigo! —repitió.

—A ti lo que te interesa son siempre estupideces.

—Papá, el teléfono es carísimo. Por favor ¿verdad que irás a buscarlo?

La conversación era difícil. El padre a cada rato le pedía que repitiese lo que había dicho y se negaba en redondo a ir a ver a la suegra. Por fin dijo:

—Llámale a tu hermano. Que vaya él. Él puede traerme el paquete.

—¡Pero mi hermano no la ha visto nunca!

—Ésa es una ventaja —se rio el padre—. Si no fuera así no iría de ninguna manera.

Tamina pensó con rapidez. No es tan mala idea mandar a casa de la suegra a su hermano que es enérgico y dominante. Pero Tamina no tiene ganas de llamarle. Desde que está en el extranjero no se han escrito ni una sola carta. El hermano tenía un puesto muy bien pagado y lo conservó sólo gracias a que cortó toda clase de relaciones con su hermana exiliada.

—Papá, yo no le puedo llamar. ¿No podrías explicárselo tú? ¡Por favor, papá!