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—Tamina —dijo Hugo cuando estuvieron charlando hace poco en la taberna vacía—, yo sé que con usted no tengo ninguna esperanza. Así que no voy a intentar nada. ¿Pero puedo invitarla a comer el domingo?

El paquete está en una ciudad de provincias, en casa de la suegra y Tamina quiere trasladarlo a Praga, a casa de su padre, para que Bibi pueda recogerlo allí. Se diría que no hay nada más fácil, pero ponerse de acuerdo con personas mayores, llenas de caprichos, le va a costar mucho tiempo y dinero. El teléfono es caro y el sueldo apenas le alcanza para el alquiler y los gastos indispensables para comer.

—Sí —acepta Tamina, pensando en que Hugo tiene teléfono en su casa.

Vino a buscarla en coche y fueron a un restaurante en las afueras de la ciudad.

La miserable situación de ella debería hacerle más fácil a él su papel de conquistador indiscutido, pero él ve detrás de su figura de camarera mal pagada la experiencia secreta de la extranjera y la viuda. Se siente inseguro. La amabilidad de Tamina es como una coraza que no puede ser atravesada. ¡Él quisiera llamar la atención de ella sobre su persona, atraerla, meterse dentro de su cabeza!

Buscó algo que pudiera ser interesante para ella. Detuvo el coche antes de llegar, para que pudiesen dar un paseo por el jardín zoológico que estaba en el parque de un hermoso palacio campestre. Se paseaban entre los monos y los papagayos, con las torres góticas al fondo. Estaban completamente solos en aquel sitio en el que no había nadie más que un jardinero que barría con su escoba las hojas caídas de los anchos senderos. Dejaron atrás al lobo, al castor, al mono y al tigre y llegaron basta un amplio espacio vallado con alambre de espinos, detrás del cual estaban los avestruces.

Eran seis. Cuando vieron a Hugo y a Tamina corrieron hacia ellos. Formaban un apretado grupo junto a la valla, estirando sus largos pescuezos, fijaban los ojos en ellos y abrían sus anchos picos achatados. Los abrían y cerraban con una velocidad increíble, febrilmente, como si hablasen a gritos y se interrumpiesen los unos a los otros. Sólo que aquellos picos estaban irremisiblemente mudos y no producían ni el más ligero sonido.

Los avestruces eran como mensajeros que hubiesen aprendido de memoria un mensaje importante, pero en el camino el enemigo les hubiese cortado las cuerdas vocales y ellos, al llegar a su objetivo, no pudieran más que mover la boca en silencio.

Tamina los miraba como extasiada y los avestruces seguían hablando, cada vez con mayor urgencia y luego, cuando ella y Hugo se fueron, corrieron tras ellos a lo largo de la valla y siguieron abriendo y cerrando los picos y siguieron advirtiéndole de algún peligro y ella no sabía cuál era.