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Banaka era feo y difícilmente podía despertar la sensualidad adormecida de alguna mujer. Tamina le sirvió el té y él se lo agradeció con mucha reverencia. Por lo demás todos se sentían a gusto en casa de Tamina y el propio Banaka interrumpió enseguida la conversación y se dirigió con una sonrisa a Bibi:

—Oí decir que quiere escribir un libro. ¿De qué se trata?

—Es muy sencillo —dijo Bibi—: Una novela. Sobre la forma en que veo el mundo.

—¿Una novela? —preguntó Banaka, y en su voz se reflejó un desacuerdo evidente.

—No tiene por qué ser precisamente una novela —se corrigió indecisa Bibi.

Banaka dijo:

—Imagínese una novela. Muchos personajes distintos. ¿Pretende usted que creamos que sabe todo acerca de ellos? ¿Que sabe qué aspecto tienen, lo que piensan, cómo se visten, de qué familia provienen? ¡Tiene usted que reconocer que eso no le interesa en absoluto!

—Es verdad —reconoció Bibi—, no me interesa.

—Mire usted —dijo Banaka—, la novela es fruto de la ilusoria idea de que podemos comprender a los demás. ¿Pero qué sabemos sobre los demás?

—Nada —dijo Bibi.

—Es cierto —dijo Zuzu.

El profesor de filosofía asintió con un gesto.

—Lo único que podemos hacer —dijo Banaka—, es dar testimonio cada uno sobre sí mismo. Todo lo demás es extralimitarnos en nuestras atribuciones. Todo lo demás es mentira.

Bibi asintió entusiasmada.

—¡Es cierto! ¡Absolutamente cierto! ¡Por supuesto que no quiero escribir ninguna novela! Me he expresado mal. Lo que quiero escribir es exactamente lo que usted dijo, sobre mí misma. Dar testimonio sobre mi propia vida. Pero lo que no quiero ocultar es que mi vida es bastante trivial, corriente, y que en realidad no me ha ocurrido nada extraordinario.

Banaka se sonrió:

—¡Eso no tiene ninguna importancia! Visto desde fuera a mí tampoco me ha ocurrido nada de particular.

—Sí —dijo Bibi— ¡bien dicho! Visto desde fuera no me ha ocurrido nada especial. ¡Visto desde fuera! Lo que yo siento es que mi experiencia interior vale la pena que la escriba y que les podría interesar a todos.

Tamina volvió a servirles té a todos y estaba contenta de que los dos hombres que habían descendido hasta su casa desde el Olimpo del espíritu fueran amables con su amiga.

El profesor de filosofía fumaba su pipa y se escondía detrás del humo como si le diese vergüenza.

—Desde los tiempos de James Joyce sabemos —dijo— que la mayor aventura de nuestra vida es la falta de aventuras. Ulises, que luchó en Troya y volvió por los mares capitaneando su propio barco, que tenía en cada isla una amante, no, no es esa nuestra vida. La Odisea de Homero se trasladó al interior. Se internalizó. Las islas, el mar, las sirenas que nos seducen, Ítaca que nos llama de regreso, ésas son hoy las voces de nuestro interior.

—¡Claro! ¡Así es como lo siento! —gritó Bibi y se dirigió una vez más a Banaka—: Por eso quería preguntarle cómo hacerlo. Tengo con frecuencia la sensación de que todo mi cuerpo está repleto de deseos de expresarse. De hablar. De manifestarse. Algunas veces pienso que me voy a volver loca porque me siento llena y me parece que voy a estallar, hasta el punto de que me dan ganas de gritar; usted, señor Banaka, debe saber cómo es eso. Querría expresar mi vida, mis sentimientos que son, yo lo sé, completamente especiales, pero cuando me siento frente a una hoja de papel, de repente no sé sobre qué escribir. Por eso me dije que se trata evidentemente de una cuestión de técnica. Seguro que me falta saber algo que usted conoce. Usted que ha escrito unos libros tan hermosos…