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Efectivamente, desde que murió su marido, Tamina no había hecho el amor con ningún hombre. No se trataba de una cuestión de principios. Por el contrario, aquella fidelidad hasta después de la muerte le parecía casi ridícula y no se jactaba de ella ante nadie. Pero cada vez que se imaginaba (y se lo imaginaba con frecuencia) que se desnudaba delante de algún hombre, se le aparecía la figura del marido. Sabía que en ese momento lo vería. Sabía que vería su cara y sus ojos observándola.

Era por supuesto algo estúpido y fuera de lugar y ella así lo entendía. No creía ni en la inmortalidad del alma del marido ni pensaba que fuese a dañar el recuerdo de su marido por tener un amante. Pero no había nada que hacer.

Incluso se le ocurrió esta curiosa idea: Si hubiera engañado al marido durante su vida, ahora todo sería mucho más fácil. Su marido era un hombre alegre, fuerte, afortunado; ella se sentía mucho más débil que él y le parecía que no podría herirle ni aunque quisiera.

Pero ahora era todo distinto. Hoy lastimaría a alguien que no puede defenderse, que está en sus manos como un niño. Su marido muerto no tiene a nadie en el mundo más que a ella, ¡ay!, ¡a nadie más que a ella!

Por eso, en cuanto pensaba apenas en la posibilidad del amor físico con otra persona, la imagen del marido aparecía y con ella una mortificante añoranza y con la añoranza ganas inmensas ganas de llorar.