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Vivió con su marido en Bohemia once años y también eran once los diarios que quedaron en casa de la suegra. Poco después de la muerte del marido se compró un cuaderno y lo dividió en once partes. Es cierto que logró evocar muchos acontecimientos y situaciones semiolvidadas, pero no fue capaz de determinar a qué parte del cuaderno correspondían. La correlación cronológica se perdía irremisiblemente.
Intentó entonces recuperar en primer lugar aquellos recuerdos que pudieran servir como puntos de orientación en el correr del tiempo y formar el esqueleto básico para la reconstrucción del pasado. Por ejemplo sus vacaciones. Tuvieron que ser once, pero sólo fue capaz de acordarse de nueve. Dos se perdieron para siempre.
Intentó situar aquellas nueve vacaciones encontradas en las correspondientes partes del cuaderno. Sólo pudo hacerlo con seguridad cuando el año había sido excepcional por algún motivo. En 1964 a Tamina se le murió su madre y un mes más tarde fueron a pasar unas tristes vacaciones en los montes Tatra. Y recuerda que al año siguiente fueron al mar, a Bulgaria. Se acuerda también de las vacaciones de 1968 y de las del año siguiente porque fueron las últimas que pasaron en Bohemia.
Pero si fue capaz de construir a duras penas la mayoría de las vacaciones (a pesar de que algunas no lograba situarlas), naufragó plenamente cuando intentó recordar las navidades y los años nuevos. De once navidades encontró en los rincones de su memoria sólo dos y de doce fines de año, sólo cinco.
Quiso también recuperar todos los nombres con que la llamaba. Su verdadero nombre no lo había utilizado, seguramente, más que los primeros catorce días. La ternura de él era una máquina que fabricaba ininterrumpidamente un apodo tras otro. Ella tenía muchos nombres y él, como si aquéllos se gastasen en seguida, le ponía sin parar otros nuevos. A lo largo de los doce años que estuvieron juntos tuvo ella unos veinte o treinta nombres y cada uno pertenecía a una etapa determinada de su vida.
¿Pero cómo descubrir de nuevo la ligazón perdida entre el apodo y el ritmo del tiempo? Tamina sólo es capaz de reconstruirla en muy pocos casos. Se acuerda, por ejemplo, de los días que siguieron a la muerte de su madre. Su marido le susurraba al oído su nombre (el de aquel tiempo y aquel instante) con insistencia, como si la despertase de un sueño. Se acuerda de aquel mote y puede apuntarlo con seguridad en la sección correspondiente a 1964. Pero todos los demás nombres flotan loca y libremente fuera del tiempo, como pájaros que se hubieran escapado de su jaula.
Por eso desea tan desesperadamente recuperar el paquete de los diarios y las cartas.
Sabe, por supuesto, que en los diarios hay también muchas cosas que están lejos de ser hermosas, días de insatisfacción, de peleas y hasta de aburrimiento, pero no es eso lo que le importa. No pretende devolverle al pasado su poesía. Quiere devolverle el cuerpo perdido. Lo que la empuja no es la sed de belleza. Es el deseo de vivir.
Y es que Tamina está sentada en la barca que se desliza y mira hacia atrás, sólo hacia atrás. El volumen de su ser es sólo aquello que ve allá atrás, a lo lejos. Y a medida que su pasado se hace más pequeño, se pierde y se diluye, también Tamina disminuye y pierde sus rasgos.
Quiere tener los diarios para que el endeble esqueleto de acontecimientos que se formó en el cuaderno comprado, crezca; para que se levanten sus paredes y se convierta en una casa en la que pueda vivir. Porque si la lábil construcción de recuerdos se derrumba como una tienda de campaña mal levantada, quedará de Tamina sólo el presente, ese punto invisible, esa nada que se desliza lentamente hacia la muerte.