4

Tamina y su marido salieron de Checoslovaquia ilegalmente. Se apuntaron en un viaje turístico a la costa yugoslava organizado por la empresa de viajes del estado. Allí abandonaron la expedición y se dirigieron hacia Occidente atravesando Austria.

Para no llamar la atención durante la excursión, sólo cogieron una maleta grande cada uno. En el último momento no se atrevieron a llevar un paquete de considerable tamaño que contenía la correspondencia mantenida entre ambos y los diarios de Tamina. Si un policía de la Bohemia ocupada les hubiera abierto el equipaje durante la revisión en la frontera, habría resultado inmediatamente sospechoso el llevar, para un viaje de catorce días al mar, todo el archivo de su vida íntima. Y como no querían dejar d paquete en su propia casa, ya que sabían que sería confiscada por el estado después de su partida, lo depositaron en casa de la suegra de Tamina, en el escritorio abandonado y ahora ya en desuso del fallecido padre de su marido.

En el extranjero el marido enfermó y Tamina sólo pudo mirar como la muerte se lo llevaba poco a poco. Cuando murió, le preguntaron si prefería enterrarlo o incinerarlo. Dijo que incinerarlo. Le preguntaron si quería conservarlo en una urna o esparcir las cenizas. No tenía ningún hogar en ningún sitio y le dio miedo pensar en llevar al marido toda la vida como un bolso de mano. Por eso hizo que esparcieran las cenizas.

Me imagino al mundo creciendo hacia arriba alrededor de Tamina como una pared circular, y ella es un pequeño trozo de césped allá abajo en el fondo. De ese césped crece el recuerdo del marido como una única rosa.

O me imagino que el presente de Tamina (compuesto de servir el café y de ofrecer su oreja) es una barca que se desliza por el agua, y ella va sentada en esa barca y mira hacia atrás, sólo hacia atrás.

Pero en los últimos tiempos está desesperada, porque el pasado palidece cada vez más. Lo único que conserva de su marido es la fotografía del pasaporte, todas las otras fotos quedaron en la casa confiscada de Praga. Mira el retrato manoseado, al que le falta una esquina; el marido aparece de frente (como un delincuente fotografiado por un fotógrafo policial) y no guarda demasiada semejanza con el original. Diariamente realiza con esa fotografía una especie de ejercicio espiritual. Intenta imaginarse al marido de perfil, de medio perfil, de cuarto perfil. Intenta reproducir la línea de su nariz, de su mentón y diariamente se asusta al comprobar que en ese dibujo imaginario hay nuevos lugares dudosos en los que su memoria de dibujante titubea.

Durante estos ejercicios hizo un esfuerzo por evocar su piel, con su color y todos sus pequeños defectos, lunares, pecas, venillas. Fue difícil, fue casi imposible. Los colores que empleaba su memoria eran irreales y con ellos no se podía imitar la piel humana. Eso la condujo a una técnica especial de evocación. Cuando estaba sentada frente a algún hombre utilizaba su cabeza como material para una escultura: lo miraba fijamente y remodelaba en su imaginación su cara, le ponía un tono más oscuro, le colocaba pecas y lunares, disminuía sus orejas y le pintaba los ojos de azul.

Pero todo aquel esfuerzo lo único que hacía era demostrar que el aspecto de su marido huía irremisiblemente. Cuando comenzaron sus relaciones le había pedido que llevase un diario y anotase allí para ambos el transcurso de su vida común (era diez años mayor que ella y tenía ya por lo tanto una cierta idea de la miseria de la memoria humana).

Lo amaba demasiado como para aceptar que lo que ella consideraba inolvidable pudiera ser olvidado. Claro que al fin le hizo caso, pero sin entusiasmo. Las anotaciones, por eso mismo, tenían muchas páginas en blanco y se limitaban a lo más esencial.