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En el auricular debería haberse oído un grito de alegre sorpresa, pero en lugar de eso sonó con bastante frialdad:

—¿Qué pasa que te has acordado de mí?

—Ya sabes que estoy mal de dinero. El teléfono es caro —se disculpó Tamina.

—¡Puedes escribir! ¡Los sellos de correos no son tan caros! Ya ni me acuerdo cuando recibí tu última carta.

Tamina se dio cuenta de que la conversación con la suegra empezaba mal y por eso pasó un largo rato preguntándole cómo estaba y qué hacía, antes de atreverse a decirle:

—Quiero pedirte algo. Cuando nos fuimos dejamos en tu casa un paquetito.

—¿Un paquetito?

—Sí. Mirek y tú lo guardasteis con llave en el antiguo escritorio de su padre. ¿Te acuerdas de que tenía ahí un cajón que era suyo? Y la llave te la dejó a ti.

—No sé nada de ninguna llave.

—¡Pero mamá! ¡Tienes que tenerla! ¡Seguro que Mirek te la dio! Yo estaba con vosotros.

—No me disteis nada.

—Hace ya muchos años, puede que te hayas olvidado. Lo único que quiero es que te fijes si tienes la llave. Estoy segura de que la encontrarás.

—¿Y qué tengo que hacer con la llave?

—Lo único que quiero es que te fijes si el paquetito está donde tiene que estar.

—¿Y por qué no iba a estar? ¿Lo habéis puesto ahí?

—Sí, lo pusimos.

—¿Entonces por qué tengo que abrir el cajón? ¿Creéis que hice algo con vuestros diarios?

Tamina se quedó cortada: ¿Cómo es que la suegra sabe que lo que había en el cajón eran diarios, si estaban envueltos y el paquete estaba cuidadosamente pegado con muchas tiras de cinta adhesiva? Pero no puso de manifiesto su sorpresa:

—Yo no he dicho nada de eso. Lo único que quiero es que te fijes si todo está en orden. El resto te lo diré la próxima vez.

—¿Y no puedes explicarme de qué se trata?

—Mamá, no puedo seguir hablando mucho tiempo. ¡Es tan caro!

La suegra se puso a llorar:

—¡Entonces no me llames si es tan caro!

—No llores, mamá —dijo Tamina. Conocía su llanto de memoria. Cuando se la quería obligar a que hiciera algo, siempre lloraba. Con su llanto la acusaba y no había nada más agresivo que sus lágrimas. Los gemidos sacudían el auricular y Tamina dijo—: Mamá, hasta luego, volveré a llamar.

La suegra lloraba y Tamina no se atrevía a colgar el teléfono hasta no oír el saludo de despedida. Pero el llanto no paraba y cada lágrima costaba mucho dinero.

Tamina colgó.

—Señora Tamina —dijo la dueña de la taberna con voz compungida, señalando hacia el contador del teléfono—: Estuvo hablando muchísimo tiempo —y sacó la cuenta de lo que había costado la conversación con Checoslovaquia y Tamina se asustó de la enorme suma. Tenía que contar hasta el último céntimo para que le alcanzase el dinero hasta fin de mes. Pero pagó sin pestañear.