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Según mis cálculos, se bautizan en el mundo unos dos o tres personajes imaginarios por segundo. Por eso tengo siempre ciertos reparos a integrarme en esa masa inconmensurable de san juanes bautistas. Pero qué he de hacer, de alguna manera tengo que llamarles. Para que esta vez quede claro que mi heroína me pertenece a mí y a nadie más (estoy más ligado a ella que a ninguna otra persona) le pongo un nombre que nunca ha llevado ninguna mujer: Tamina. Me la imagino hermosa, alta; aún no ha cumplido cuarenta años y nació en Praga.

La veo andando por una calle de una ciudad de provincias en Europa Occidental. Efectivamente, su observación es acertada: a Praga, que está lejos, la llamo por su nombre, mientras que a la ciudad en la que ahora transcurre mi historia la dejo en el anonimato. Esto va en contra de todas las reglas de la perspectiva, pero no tienen ustedes más remedio que aceptarlo.

Tamina trabaja de camarera en una taberna que es propiedad de un matrimonio. Ganaban tan poco que el marido se buscó algún empleo y le confió a ella el puesto vacante. La diferencia entre el miserable salario del propietario en su nuevo puesto de trabajo y el salario aún más miserable que le dan a Tamina constituye la pequeña ganancia del matrimonio.

Tamina sirve el café y el calvados a los clientes (no son muchos, la taberna está sistemáticamente semivacía) y vuelve a situarse tras la barra del bar. En la banqueta del bar casi siempre hay alguien que quiere charlar con ella. Todos la quieren. Y es que Tamina sabe escuchar lo que gente le cuenta.

¿Pero escucha de verdad? ¿O sólo mira atentamente y en silencio? No lo sé y ni siquiera es tan importante. Lo importante es que no les interrumpe. Ya saben ustedes lo que ocurre cuando dos personas están charlando. Uno habla y el otro le interrumpe. Eso es lo mismo que me pasa a mí, yo… y comienza a hablar de sí mismo hasta que el otro no logre de nuevo decir: eso es lo mismo que me pasa a mí, yo…

La frase eso es lo mismo que me pasa a mí, yo… parece como si continuase los pensamientos del otro, como si enlazase con ellos dándoles la razón, pero eso es falso: en realidad se trata de una rebelión brutal contra una brutal violencia, de un intento de liberar de la esclavitud la propia oreja y ocupar por la fuerza la oreja del contrario. Porque toda la vida del hombre entre la gente no es más que una lucha por la oreja ajena. Todo el secreto de la simpatía que despierta Tamina consiste en que no desea hablar de sí misma. Acepta a los ocupantes de su oreja sin resistencia y nunca dice: eso es lo mismo que me pasa a mí, yo…