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La reunión con R. en el piso prestado fue para mí decisiva. Aquella vez comprendí definitivamente que me había convertido en un repartidor de desgracias y que no podía seguir viviendo entre personas queridas sin hacerles daño. Que por lo tanto no tenía otra alternativa que irme de mi país.
Pero hay otra cosa más por la que recuerdo aquella última reunión con R. Siempre la quise del modo más inocente y menos sexual posible. Como si su cuerpo hubiera estado siempre perfectamente escondido tras su resplandeciente inteligencia, tras la corrección de su comportamiento y el buen gusto de su vestimenta. Aquella chica no me había dejado ni el más pequeño intersticio a través del cual poder apreciar el relámpago de su desnudez. Y de repente el miedo la abrió como el cuchillo de un carnicero. Me pareció como si estuviera ante mí igual que una ternera abierta en canal, colgada de un gancho en la carnicería. Estábamos sentados en el sofá del piso prestado, desde el retrete se oía el ruido del agua que llenaba la cisterna y a mí me atacó un deseo furioso de hacerle el amor. Más exactamente: el deseo furioso de violarla. De echarme encima de ella y estrecharla en un solo abrazo con todas sus contradicciones insoportablemente excitantes, con sus vestidos perfectos y sus tripas rebeldes, con su inteligencia y su miedo, con su orgullo y su vergüenza. Me pareció que en aquellas contradicciones se escondía su esencia, aquel tesoro, aquella pepita de oro, aquel diamante oculto en sus profundidades. Quise saltar sobre ella y arancarlo para mí, quise abarcarla con su mierda y su alma imperecedera.
Pero veía los ojos angustiados que se fijaban en mí (dos ojos angustiados en una cara inteligente) y cuanto más angustiados estaban aquellos ojos, mayor era mi deseo de violar y al mismo tiempo más absurdo, más estúpido, más escandaloso, más incomprensible y más irrealizable.
Cuando ese día dejé el piso prestado y salí a la calle desierta del suburbio praguense (ella se quedó aún allí, tenía miedo de salir junto conmigo, de que alguien nos viese juntos) no pensé durante mucho tiempo en nada más que en aquel inmenso deseo de violar a mi simpática amiga. Aquel deseo quedó dentro de mí, apresado como un pájaro en un saco, como un pájaro que a veces se despierta y golpea con sus alas.
Es posible que aquel demencial deseo de violar a R. haya sido sólo un desesperado intento de aferrarme a algo en medio de la caída. Porque desde que me echaron del corro sigo cayendo sin parar, sigo cayendo hasta ahora y aquella vez sólo me dieron un nuevo empujón para seguir cayendo, aún a mayor profundidad, desde mi tierra hasta el espacio vacío del mundo en el que suena la horrible risa de los ángeles que cubre con su estruendo todas mis palabras.
Yo sé que en algún lugar está Sarah, la muchacha judía Sarah, mi hermana Sarah ¿pero dónde encontrarla?
Nota: Los párrafos citados corresponden a los libros: Parole de femme, Annie Leclerc, 1976; Le visage de la paix, Paul Éluard, 1951; Le rhinocéros, Eugène Ionesco, 1959