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En los pupitres había unos veinticinco jóvenes de diversas nacionalidades mirando distraídos a Micaela y Gabriela que estaban de pie, nerviosas, junto a la cátedra en la que se sentaba la profesora Rafael. Cada una de ellas tenía en la mano varias hojas con el texto de la conferencia y además de eso un extraño objeto de papel provisto de una goma.
—Vamos a hablar de la obra de Ionesco: El rinoceronte —dijo Micaela, y agachó la cabeza para colocarse en la nariz un tubo de papel adornado con papelillos de colores y ajustárselo con la goma en la nuca. Gabriela hizo lo mismo. Las dos muchachas se miraron entonces y emitieron un sonido corto, alto y entrecortado.
La clase comprendía fácilmente lo que las dos chicas querían dar a entender: en primer lugar, que el rinoceronte tiene en lugar de la nariz un cuerno; en segundo lugar que la obra de Ionesco es cómica. Habían decidido expresar ambas conclusiones no sólo con palabras sino también con la acción del propio cuerpo.
Los largos tubos se les balanceaban en la cara y la clase cayó en una especie de estado de compasión embarazosa, como si alguien delante de sus pupitres les enseñase un brazo amputado.
Sólo la profesora Rafael se entusiasmó con la ocurrencia de sus queridas chicas y respondió a aquel sonido alto y entrecortado con otro similar.
Las chicas balancearon satisfechas sus largas narices y Micaela comenzó a leer la parte que le correspondía de la conferencia.
Entre las alumnas estaba también la joven judía Sarah. Hacía poco tiempo les había pedido a las dos americanas que le dejasen ver su cuaderno de notas (todo el mundo sabía que no se les escapaba ni una sola palabra de la profesora), pero ellas se negaron: eso te pasa por ir a la playa en horas de clase. Desde entonces las odiaba sinceramente y ahora se complacía al ver tu estupidez.
Micaela y Gabriela leían por turnos su análisis del rinoceronte y los largos cuernos de papel sobresalían de sus rostros como una vana plegaria. Sarah se dio cuenta de que se le presentaba una oportunidad que sería una pena no aprovechar. Cuando Micaela hizo una pequeña pausa en su lectura y se volvió hacia Gabriela, dándole a entender que había llegado su turno, Sarah se levantó del pupitre y se dirigió hacia las dos chicas. Gabriela, en lugar de tomar la palabra apuntó hacia la compañera que se acercaba el orificio de su sorprendida nariz de papel y se quedó callada. Sarah llegó hasta las dos estudiantes, pasó junto a ellas (las americanas, como si aquella nariz suplementaria pesase demasiado sobre sus cabezas, no fueron capaces de darse vuelta y mirar lo que estaba pasando a sus espaldas), tomó impulso, le dio a Micaela una patada en el culo, volvió a tomar impulso y le dio otra patada a Gabriela. Cuando lo hubo hecho, regresó a su pupitre con calma y hasta con una cierta dignidad.
En un primer momento el silencio fue absoluto.
Después comenzaron a correr las lágrimas por los ojos de Micaela y al cabo de un instante también por los de Gabriela.
Después estalló en la clase una risa inmensa.
Después se sentó Sarah en su banco.
Después la Sra. Rafael, que al principio se había quedado sorprendida y perpleja, comprendió que la acción de Sarah había sido cuidadosamente preparada como parte de la broma organizada por las estudiantes para mejor comprensión del tema a estudiar (es necesario explicar la obra de arte no sólo a la antigua, teóricamente, sino también en un sentido moderno: a través de la praxis, del acto, del happening); no vio las lágrimas de sus amadas chicas (estaban de espaldas mirando a la clase y por eso agachó la cabeza y se rio aprobándola con alegría.
Micaela y Gabriela cuando oyeron a sus espaldas la risa de la amada profesora se sintieron traicionadas. Las lágrimas fluyeron entonces de sus ojos como el agua de un grifo. El sentimiento de humillación las torturaba de tal modo que se retorcían como si tuvieran espasmos intestinales.
La Sra. Rafael creyó que las contorsiones de sus amadas alumnas formaban parte de una danza y una especie de fuerza, más potente que su seriedad profesoral, la arrancó en ese momento de la silla. Se reía hasta llorar, extendía los brazos y su cuerpo se estremecía de modo que la cabeza se movía sobre su cuello, hacia adelante y hacia atrás, como cuando el sacristán sostiene la campanilla hacia arriba y toca a rebato. Llegó hasta las muchachas que se retorcían y cogió a Micaela de la mano. Estaban ahora las tres de pie frente a los pupitres, se retorcían y a las tres les salía agua de los ojos. La Sra. Rafael dio dos pasos en el sitio, luego levantó una pierna hacia un costado, la otra pierna hacia el otro y las muchachas comenzaron a imitarla tímidamente. Las lágrimas les corrían a lo largo de las narices de papel y ellas se retorcían y daban saltitos en el sitio. Entonces la profesora cogió de la mano también a Gabriela, formando así frente a los pupitres un círculo, las tres cogidas de la mano, dando pasos en el sitio y a los costados, dando vueltas y vueltas por el parqué de la clase. Levantaban primero una pierna y luego la otra y las muecas de llanto de los rostros de ambas muchachas se convertían imperceptiblemente en risa.
Las tres mujeres bailaban y se reían, las narices de papel se balanceaban y la clase callada miraba aquello con silencioso horror. Pero las mujeres que bailaban en aquel momento ya no se fijaban en los demás, estaban concentradas en sí mismas y en su placer. De repente la Sra. Rafael golpeó con el pie un poco más fuerte, se elevó un par de centímetros por encima del piso de la clase, de modo que al dar el paso siguiente ya no tocaba la tierra. Atrajo consigo a las dos amigas y al cabo de un rato las tres daban ya vueltas sobre el parqué y se elevaban lentamente en espiral hacia arriba. Sus cabellos tocaban ya el techo que comenzó a abrirse lentamente. Seguían elevándose por aquella abertura, las narices de papel ya no se veían, ya asomaban por el agujero sólo tres pares de zapatos, por fin desaparecieron éstos también y los alumnos estupefactos oyeron desde las alturas las relumbrantes risas de tres arcángeles que se alejaban.