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Diecisiete años después de su ejecución, Kalandra fue totalmente rehabilitado, pero algunos meses más tarde irrumpieron los tanques rusos en Bohemia e inmediatamente otras decenas de miles de personas fueron acusadas de traición al pueblo y a sus esperanzas, una minoría fue encarcelada y la mayoría echada de su trabajo y dos años más tarde (es decir, exactamente veinte años después de que Eluard se elevase sobre la plaza de Wenceslao), uno de los nuevos acusados (yo) escribía sobre astrología en una revista de la juventud checa. Desde el último artículo sobre Sagitario había pasado un año más (era por lo tanto diciembre de 1972), cuando un día me visitó un joven desconocido. Me dio un sobre en silencio. Lo abrí y leí la carta, pero tardé un rato en comprender que era de R. Su letra estaba completamente cambiada. Debía haber estado muy nerviosa cuando la escribía. Intentaba formular las frases para que no las entendiera nadie más que yo, de modo que yo mismo las entendí sólo en parte. Sólo comprendí que mi autoría había sido descubierta.

En aquella época tenía yo un apartamento en Praga en la calle Bartolomejska. Es una calle corta pero famosa. Todas las casas a excepción de dos (en una de las cuales vivía yo) pertenecen a la policía. Cuando miraba hacia fuera desde mi amplia ventana de la cuarta planta, veía hacia arriba, sobre los techos, las torres del castillo de Praga y hacia abajo los patios de la policía. Por arriba se paseaba la gloriosa historia de los reyes checos, por abajo la historia de los gloriosos presidiarios. Todos habían pasado por aquí incluidos Kalandra y Horakova y Clementis y mis amigos Lederer y Hübl.

El joven (todo indicaba que era el novio de R.) miraba inseguro a su alrededor. Evidentemente suponía que la policía espiaba mi apartamento con micrófonos secretos. Nos hicimos un gesto en silencio y salimos a la calle. Anduvimos un rato sin palabras y sólo al llegar a la ruidosa avenida Nacional me dijo que R. quería verme y que un amigo suyo, al que yo no conocía, nos prestaría para este encuentro secreto su piso en un suburbio de Praga.

Así hice al día siguiente un largo viaje en tranvía hasta las afueras de Praga, estábamos en diciembre, tenía las manos ateridas y el barrio aparecía en aquellas horas de la mañana completamente abandonado. De acuerdo con las instrucciones encontré la casa precisa, subí en ascensor hasta la tercera planta, comprobé el nombre del dueño del piso en la placa de la puerta y luego llamé al timbre. El piso estaba en silencio. Volví a llamar pero nadie me abría. Salí una vez más a la calle. Paseé durante media hora, soportando el frío, alrededor de la casa, suponiendo que R. se habría retrasado y que me encontraría con ella cuando llegase desde la estación del tranvía por la acera vacía. Pero no llegaba nadie. Volví a subir en ascensor hasta la tercera planta y llamé una vez más. Al cabo de unos segundos oí desde el interior del piso el sonido del agua de una cisterna. Fue como si alguien hubiera apoyado sobre mí la barra de hielo de la angustia. Sentí repentinamente dentro de mi propio cuerpo el miedo de la muchacha, que no era capaz de abrirme la puerta porque la angustia le retorcía las vísceras.

Abrió, estaba pálida pero sonreía y trataba de ser amable como siempre. Hizo un par de bromas tontas acerca de que por fin íbamos a estar solos en un apartamento vacío. Nos sentamos y ella me contó que hacía poco tiempo le habían llamado de la policía. La interrogaron durante todo un día. Las dos primeras horas le preguntaron sobre un montón de cosas sin importancia y ella, sintiéndose ya dueña de la situación, bromeaba con ellos y les preguntaba con descaro si creían que por semejantes tonterías iba a perder el almuerzo. En ese momento le preguntaron: estimada señorita R. ¿quién es el que le escribe para su revista los artículos sobre astrología?, se ruborizó e intentó hablar del famoso físico cuyo nombre debía permanecer en el anonimato. Le preguntaron: ¿y no conoce usted al señor Kundera?, dijo que me conocía ¿hay algo malo en eso? Le contestaron: no hay nada de malo ¿Pero sabe usted que el señor Kundera se dedica a la astrología? No sé nada de eso. ¿Usted no sabe nada? Se sonrieron. Toda Praga habla del asunto y usted no sabe nada. Estuvo otro rato hablando del físico atómico hasta que uno de ellos comenzó a gritarle que no lo negase.

Les dijo la verdad. Querían tener en la revista una buena sección de astrología, no sabían a quién dirigirse, me conocía y por eso me pidió ayuda. Está segura de no haber violado ninguna ley checoslovaca. No, asintieron, no ha violado ninguna ley. Sólo ha violado los reglamentos internos que prohíben colaborar con determinadas personas que han abusado de la confianza del partido y del estado. Arguyó que no había pasado nada del otro mundo: el nombre del Sr. Kundera había quedado oculto por el seudónimo y no había podido ofender a nadie. Y los honorarios que el Sr. Kundera había recibido eran insignificantes. Volvieron a estar de acuerdo con ella: es cierto que no se trata de nada serio, sólo se limitarán a redactar una declaración sobre lo que ha pasado, ella la va a firmar y no tiene que tener miedo de nada.

Firmó la declaración y dos días más tarde la llamó el redactor jefe y le anunció que estaba despedida de inmediato. Ese mismo día fue a la radio donde tenía amigos que hacía tiempo que le habían ofrecido trabajo. La recibieron con alegría, pero cuando al día siguiente fue a formalizar el contrato, el jefe del departamento de personal, que la apreciaba, puso cara de desolación: qué tontería has hecho, chiquilla, te has destrozado la vida, no puedo hacer por ti absolutamente nada.

Al principio tenía miedo de hablar conmigo porque había tenido que prometerle a la policía que no le diría nada a nadie sobre el interrogatorio. Pero cuando recibió una nueva citación de la policía (tiene que ir mañana) decidió que tenía que encontrarse conmigo en secreto y ponernos de acuerdo para que no hiciéramos declaraciones distintas si por casualidad me llamaban a mí también.

Entiendan ustedes, R. no era miedosa, era simplemente joven y no sabía nada sobre el mundo. Había recibido ahora un primer golpe incomprensible e inesperado que nunca sería ya capaz de olvidar. Comprendí que había sido elegido como cartero para llevarle a la gente advertencias y castigos y empecé a tener miedo de mí mismo.

—¿Usted cree —dijo con voz agarrotada— que están enterados de las mil coronas del horóscopo?

—No tenga miedo. Una persona que estudió en Moscú tres años de marxismo-leninismo no puede confesar nunca que se hizo hacer un horóscopo.

Se rio y esa risa que apenas duró medio segundo sonó para mí como una tímida promesa de salvación. Era precisamente esa risa la que había deseado mientras escribía aquellos estúpidos artículos sobre piscis, virgo y Capricornio, era precisamente aquella risa la que yo había imaginado como recompensa y aquella risa no llegaba porque mientras tanto, en todo el mundo, los ángeles habían ocupado todos los puestos decisivos, todos los estados mayores, habían dominado a la izquierda y a la derecha, a los árabes y a los judíos, a los generales rusos y a los disidentes rusos. Nos observaban desde todas partes con su mirada gélida que arrancaba nuestro simpático ropaje de alegres mistificadores y nos convertía en míseros estafadores que trabajan en una revista de la juventud socialista, pese a que no creen ni en la juventud ni en el socialismo, que escriben un horóscopo para el redactor jefe, pese a que se ríen del redactor jefe y del horóscopo, que se ocupan de naderías cuando todos los que están a su alrededor (la derecha y la izquierda, los árabes y los judíos, los generales y los disidentes) luchan por el futuro de la humanidad. Sentíamos sobre nosotros el peso de su mirada que nos convertía en insectos dignos de ser aplastados.

Dominé mi angustia e intenté inventar para R. la estrategia más sensata posible para su interrogatorio de mañana en la policía. Durante la conversación se levantó varias veces para ir al wáter, sus regresos iban acompañados del sonido del agua de la cisterna y de sus timideces virginales. Aquella muchacha valerosa se avergonzaba de su miedo. Aquella mujer exquisita se avergonzaba de sus entrañas que se desmadraban ante los ojos de un extraño.