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Yo también bailé la rueda. Era primavera de 1948, los comunistas acababan de triunfar en mi país, los ministros socialistas y cristianos huyeron al extranjero y yo me cogía de la mano o de los hombros con otros estudiantes comunistas, dábamos dos pasos en el sitio, un paso adelante, levantábamos la pierna primero hacia un lado y después hacia el otro y hacíamos esto casi todos los meses, porque siempre festejábamos algo, algún aniversario o algún acontecimiento, las antiguas injusticias se iban reparando, las nuevas injusticias comenzaban a perpetrarse, las fábricas eran nacionalizadas, miles de personas iban a la cárcel, la atención médica era gratuita, a los estanqueros les quitaban sus estancos, los viejos obreros iban por primera vez de vacaciones a las residencias confiscadas y nosotros teníamos en la cara una sonrisa de felicidad. Luego un día dije algo que no tenía que haber dicho, me expulsaron del partido y tuve que salirme de la rueda.

Entonces tomé conciencia del significado mágico del círculo. Si nos alejamos de la fila, podemos volver a entrar en ella. La fila es una formación abierta. Pero el círculo se cierra y no hay regreso posible. No es casual que los planetas se muevan en círculo y que cuando una piedra se desprende de ellos sea arrastrada inexorablemente hacia afuera por la fuerza centrífuga. Igual que el meteorito despedido, volé yo también del círculo y sigo volando hasta hoy. Hay gentes a las que les es dado morir dentro de la órbita y hay otras que se destrozan al final de la caída. Y estas otras (a las que pertenezco) llevan dentro de sí permanentemente una callada añoranza por el corro perdido, porque al fin y al cabo somos todos habitantes de un universo en el que todo gira en círculos.

Era otra vez el aniversario de quién sabe qué y otra vez había en las calles praguenses corros de jóvenes que bailaban. Yo deambulaba alrededor de ellos, estaba de pie justo a su lado, pero no me era permitido entrar en ningún corro. Era junio de 1950 y un día antes había sido colgada Milada Horakova. Era diputada del partido socialista y un tribunal comunista la acusó de conspiración contra el estado. Junto a ella colgaron también a Zavis Kalandra, un surrealista checo, amigo de André Breton y de Paul Eluard. Y los jóvenes checos bailaban y sabían que en aquella misma ciudad se habían balanceado el día anterior una mujer y un surrealista, bailaban aun con mayor pasión porque su danza era una manifestación de su inocencia, de su limpieza que refulgía en contraste con la negra culpabilidad de los dos colgados que habían traicionado al pueblo y a sus esperanzas.

André Breton no creyó que Kalandra hubiera traicionado al pueblo y a sus esperanzas y dirigió un llamamiento en París a Eluard (en carta abierta del día 13 de junio de 1950) para que protestase contra la absurda acusación e intentase salvar a su antiguo amigo praguense. Pero Eluard estaba en ese preciso momento bailando en un inmenso corro entre París, Moscú, Varsovia, Praga, Sofía, Grecia, entre todos los países socialistas y todos los partidos comunistas del mundo, y en todas partes recitaba sus hermosos versos sobre la alegría y la hermandad. Cuando leyó la carta de Breton dio dos pasos en el sitio, un paso hacia adelante, negó con la cabeza, se negó a defender a un traidor al pueblo (en la revista Action del 19 de junio de 1950) y, en lugar de eso, recitó con voz metálica:

Vamos a colmar la inocencia

de la fuerza que durante tanto tiempo

nos ha faltado

no estaremos nunca más solos.

Y yo deambulaba por las calles de Praga, junio a mí bailaban corros de checos sonrientes y yo sabía que no estaba con ellos, sino con Kalandra, que también se había desprendido de su trayectoria circular y había caído y caído hasta aterrizar en un ataúd carcelario, pero aunque no estaba con ellos, les miraba, sin embargo, bailar con envidia y nostalgia y no podía quitarles los ojos de encima. Y entonces lo vi, justo frente a mí.

Estaba cogido con ellos de los hombros, cantaba con ellos esos dos o tres tonos sencillos y levantaba una pierna hacia un lado y luego la otra pierna hacia el otro lado. ¡Sí, era él, el niño mimado de Praga, Eluard! Y de repente los que con él bailaban se callaron, siguieron moviéndose en completo silencio y él gritaba al ritmo de los golpes de sus pies:

Huiremos del descanso, huiremos del sueño,

Tomaremos a toda velocidad el alba y la primavera

y prepararemos días y estaciones

a la medida de nuestros sueños.

Y luego todos, bruscamente, cantaron esos tres o cuatro tonos sencillos y aceleraron el paso de la danza. Huían del descanso y del sueño, tomaban a toda velocidad el tiempo y llenaban de fuerza su inocencia. Todos se sonreían y Eluard se inclinó hacia la chica que tenía cogida del hombro:

El hombre, presa de la paz, siempre tiene una sonrisa

Y ella sonrió y golpeó entonces aún más fuerte sobre el suelo con el pie, de modo que se elevó un par de centímetros por encima del empedrado y arrastró a los demás tras ella, cada vez más alto, y al cabo de un rato ya ninguno de ellos tocaba el empedrado, daban dos pasos en el sitio y un paso adelante sin tocar la tierra, sí, se elevaban sobre la plaza de Wenceslao, su corro parecía una gran corona flotante y yo corría abajo en la tierra y miraba hacia ellos en lo alto y ellos seguían volando, levantando la pierna primero hacia un lado y después hacia el otro y debajo de ellos estaba Praga con sus cafés llenos de poetas y sus prisiones llenas de traidores al pueblo y en el crematorio quemaban en ese preciso momento a una diputada socialista y a un surrealista, el humo subía hacia el cielo como un presagio feliz y yo oí la voz metálica de Eluard:

El amor se ha puesto a trabajar y es infatigable.

Y corrí por las calles tras esa voz para no perder de vista a aquella maravillosa corona de cuerpos que flotaban sobre la ciudad y supe con angustia en el corazón que ellos vuelan como pájaros y yo caigo como piedra, que ellos tienen alas y que yo ya estoy para siempre sin alas.