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Una revista ha publicado esta fotografía: una fila de hombres uniformados con el fusil al hombro y cubiertos con un casco con visera protectora de plexiglás, vuelven la mirada hacia unos jóvenes en vaqueros y camiseta que se dan la mano y bailan en rueda delante de ellos.
Se trata evidentemente de un momento de espera antes del choque con la policía que vigila una central nuclear, un campo de entrenamiento militar, el secretariado de un partido político o las ventanas de una embajada. Los jóvenes aprovecharon ese tiempo muerto para formar un círculo y, acompañándose de un sencillo estribillo popular, daban dos pasos en el sitio, uno adelante, levantaban la pierna izquierda primero y la derecha después.
Creo comprenderlos; tienen la sensación de que el círculo que describen en el suelo es mágico y que los une como un anillo. Y en su pecho se extiende un intenso sentimiento de inocencia: lo que los une no es, como a los soldados o a los comandos fascistas, una marcha, sino, como a los niños, un baile. Quieren escupir su inocencia al rostro de los policías.
Así los vio el fotógrafo, poniendo de relieve ese contraste elocuente: de un lado la policía en la falsa unidad de la fila (impuesta y dirigida); por otro lado los jóvenes en la unidad real (sincera y orgánica) del círculo; de aquel lado la policía, en la triste actividad del acecho y de éste, ellos, en la alegría del juego.
El baile en corro es mágico y nos habla desde las profundidades milenarias de la memoria humana. La profesora Rafael ha recortado esta foto de la revista y la mira soñando. También ella querría bailar en un corro así. Durante toda su vida ha estado buscando un círculo de hombres y de mujeres a quienes dar la mano para bailar una rueda; primero lo buscó en la iglesia metodista (su padre era un fanático religioso), luego en el partido comunista, luego en el partido trotskista disidente, luego en el movimiento contra el aborto (¡el niño tiene derecho a la vida!), luego en el movimiento pro legalización del aborto (¡la mujer tiene derecho a su cuerpo!), lo buscó en los marxistas, en los psicoanalistas, en los estucturalistas, lo buscó en Lenin, en el budismo zen, en Mao-Tse-tung, entre los adeptos al yoga, en la escuela del nouveau-roman, en el teatro de Brecht y en el teatro pánico y, para concluir, quiere estar al menos en perfecta armonía con sus alumnos, formar un todo con ellos, lo que significa que los obliga siempre a pensar y a decir lo mismo que ella, a ser con ella un mismo cuerpo y una sola alma, un mismo círculo y una misma danza.
En ese momento sus alumnas Gabriela y Micaela están en su habitación de la residencia de estudiantes. Están inclinadas sobre el texto del rinoceronte de Ionesco y Micaela lee en voz alta:
«El lógico, al anciano: Tome una hoja de papel, calcule. Si se le quitan dos patas a dos gatos ¿cuántas patas le quedarán a cada gato?
»El anciano al lógico: hay muchas soluciones posibles. Un gato puede tener cuatro patas, el otro dos. Puede haber un gato de cinco patas y otro gato de una. Quitando dos patas de ocho, podemos tener un gato de seis patas y un gato sin ninguna pata.»
Micaela interrumpió su lectura:
No entiendo cómo se le pueden quitar las patas a un gato ¿es que pretende cortártelas?
—¡Micaela! —exclamó Gabriela.
—Y tampoco entiendo como un gato puede tener seis patas.
—¡Micaela! —exclamó de nuevo Gabriela.
—¿Qué? —preguntó Micaela.
—¿Es que lo has olvidado? ¡Tú misma lo dijiste!
—¿Qué? —preguntó de nuevo Micaela.
—Este diálogo está destinado sin duda a crear un efecto cómico.
—Tienes razón —dijo Micaela, y miró feliz a Gabriela. Las dos jóvenes se miraron a los ojos y luego el orgullo estremeció las comisuras de sus labios y finalmente sus bocas dejaron escapar un sonido breve y entrecortado en un tono alto. Luego otro sonido igual y una vez más el mismo sonido. Una risa forzada. Una risa ridícula. Una risa tan ridícula que tuvieron que reírse de ella. Luego vino la verdadera risa, una risa plena y las transportó a una liberación inmensa. Una risa restallante, repetida, sacudida, desbocada, explosiones de risa magníficas, orgullosas y locas… Se rieron de su risa hasta el infinito de su risa… ¡Oh risa! Risa del goce, goce de la risa…
Y en alguna parte, la Sra. Rafael deambulaba abandonada por las calles de la pequeña ciudad de la costa mediterránea. De repente levantó la cabeza como si oyera de lejos un fragmento de melodía en alas del viento, o como si un lejano aroma golpeara en sus narices. Se detuvo y oyó en su alma el grito del vacío que se rebelaba y quería ser colmado. Le ha parecido que en algún sitio, no lejos de ella, tiembla el fuego de la gran risa, que quizás en alguna parte, allí cerca, hay personas que se toman de la mano y bailan en corro.
Se quedó así por un instante, mirando nerviosa a su alrededor y luego, de pronto, esa música misteriosa se calló (Micaela y Gabriela han dejado de reír; de pronto tienen cara de aburrimiento y por delante una noche vacía sin amor), y la Sra. Rafael, extrañamente inquieta e insatisfecha vuelve a su casa por las calles calientes de la pequeña ciudad de la costa.