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Poco después de que los rusos ocuparan mi país en 1968, me echaron de mi trabajo (como a otros millares y millares de checos) sin que nadie tuviera derecho a darme otro empleo. Entonces solían venir a buscarme amigos jóvenes, que eran demasiado jóvenes como para estar ya en las listas de los rusos y podían permanecer en las redacciones, en la enseñanza, en los estudios de cine. Esos buenos amigos, cuyos nombres no diré nunca, me ofrecían sus nombres para firmar obras de teatro, guiones de cine, de radio y de televisión, artículos, reportajes, de modo que pudiera ganar lo necesario para vivir. Utilicé algunos de esos servicios, pero por lo general los rehusaba, porque no alcanzaba a hacer todo lo que me proponían y también porque era peligroso. No para mí, sino para ellos. La policía secreta quería hacernos pasar hambre, reducirnos por la miseria, obligarnos a capitular y a retractarnos públicamente. De ahí que vigilara insistentemente las salidas de emergencia por las cuales intentábamos burlar el cerco, castigando duramente a quienes cedían su nombre.
Entre esos generosos donantes había una joven llamada R. (nada tengo que ocultar en este caso ya que todo fue descubierto). Esta joven tímida, fina e inteligente, era redactora de una revista para la juventud que tenía una tirada fabulosa. Como ahora la revista estaba obligada a publicar una increíble cantidad de artículos políticos indigestos que cantaban loas al fraternal pueblo ruso, la redacción buscaba el modo de atraer la atención de la masa. Había decidido para ello apartarse excepcionalmente de la pureza de la ideología marxista y publicar una sección de astrología.
Durante esos años en que viví excluido, hice millares de horóscopos. Si el gran Jaroslav Hasek pudo ser vendedor de perros (vendía muchos perros robados y hacía pasar a muchos bastardos por ejemplares de pura sangre), ¿por qué no podía yo ser astrólogo? Tiempo atrás había recibido de amigos parisienses todos los tratados de astrología de André Barbault, cuyo nombre iba orgullosamente seguido del título de vicepresidente del Centro Internacional de Astrología; deformando mi letra había escrito a pluma en la primera página: A Milan Kundera con admiración, André Barbault. Los libros dedicados estaban discretamente colocados sobre la mesa y yo explicaba a mis asombrados clientes praguenses que durante algunos meses había sido en París asistente del ilustre Barbault.
Cuando R. me pidió que me ocupara en forma clandestina de la sección de astrología de su revista, mi reacción fue, naturalmente, de entusiasmo y le ordené que anunciara a la redacción que el autor de los textos era un importante físico atómico que no quería revelar su nombre por miedo a las burlas de sus colegas. Nuestra empresa me parecía doblemente protegida: por el sabio inexistente y por su seudónimo.
Escribí pues, bajo un nombre imaginario, un extenso y hermoso artículo sobre astrología y luego, cada mes, un texto breve y bastante estúpido sobre los diferentes signos, para los cuales yo mismo dibujaba las figuras de tauro, capricornio, virgo o piscis. Las ganancias eran ridículas y la cosa en sí misma no tenía nada de divertido ni de notable. Lo único divertido del asunto era mi existencia, la existencia de un hombre borrado de la historia, de los manuales de literatura y de la guía de teléfonos, de un hombre muerto que volvía a la vida en una sorprendente reencarnación para predicar a centenares de miles de jóvenes socialistas la gran verdad de la astrología.
Un día R. me anunció que el redactor jefe estaba muy interesado por su astrólogo y quería que le hiciera su horóscopo. Quedé encantado. ¡El redactor jefe había sido colocado al frente de la revista por los rusos y había perdido la mitad de su vida estudiando marxismo-leninismo en Praga y en Moscú!
Le daba un poco de vergüenza decírmelo, me explicaba R. sonriendo. No quiere que se sepa que cree en esas supersticiones medievales. Pero le atraen terriblemente.
—Muy bien —dije satisfecho. Conocía al redactor jefe. Además de ser el jefe de R. era miembro de la comisión superior de cuadros del partido y había arruinado la vida de muchos amigos míos.
—Quiere mantener una discreción total. Tengo que darle a usted su fecha de nacimiento pero usted no tiene que saber de quién se trata.
—¡Mejor así! —dije con satisfacción.
—Le dará cien coronas por su horóscopo.
—¡Cien coronas! —sonreí—. ¡Qué se ha creído ese avaro!
Tuvo que enviarme mil coronas. Rellené diez páginas con la descripción de su carácter y describí su pasado (sobre el que estaba suficientemente informado) y su futuro. Trabajé en mi obra durante toda una semana, haciéndole detalladas consultas a R. Mediante un horóscopo se puede influir magníficamente e incluso dirigir la conducta de las personas. Sin duda se les pueden recomendar ciertos actos, prevenirles contra otros y conducirles a la humildad, haciéndoles prevenir con finura futuras catástrofes.
Cuando volví a ver a R. nos reímos mucho. Me dijo que el redactor jefe había mejorado tras la lectura del horóscopo. Gritaba menos. Comenzaba a desconfiar de su propia severidad, contra la que había sido prevenido en el horóscopo y se preocupaba de aquella parcela de bondad de la que era capaz; en su mirada, que a menudo fijaba en el vacío, se podía reconocer la tristeza de un hombre que sabe que las estrellas no le auguran para el futuro más que sufrimientos.