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Eva dormita al ritmo del traqueteo del tren, Marketa ha vuelto de la estación y duerme ya (dentro de una hora tendrá que levantarse otra vez y prepararse para el trabajo), y ahora le toca a Karel el turno de llevar a mamá hasta la estación. Ésta es una mañana de trenes. Otras dos horas más tarde (para entonces ya estarán los dos esposos en el trabajo) bajará al andén su hijo para poner el punto definitivo a esta historia.
Karel está todavía lleno de la belleza de la noche. Sabe perfectamente que de mil o dos mil veces que se hace el amor (¿cuántas veces ha hecho el amor en la vida?) sólo quedan dos o tres verdaderamente esenciales e inolvidables, mientras que las demás son sólo regresos, imitaciones, repeticiones o recuerdos. Y Karel sabe que la de ayer fue una de esas dos o tres veces y lo llena una especie de inmensa gratitud.
Lleva a mamá en coche a la estación y mamá habla durante todo el camino.
¿De qué habla?
Ante todo le agradece: se ha sentido muy bien en casa del hijo y la nuera.
En segundo lugar le recrimina: se han portado muy mal con ella. Cuando vivían aún con Marketa en su casa no la tomaban en cuenta, eran impacientes y con frecuencia incluso groseros, mamá lo pasaba muy mal. Sí, reconoce que esta vez han sido muy amables, distintos a otras veces. Han cambiado. ¿Pero por qué han tenido que cambiar tan tarde?
Karel escucha la larga letanía de reproches (la conocía de memoria) pero no se enfada ni siquiera un poco. Mira con el rabillo del ojo a mamá y se sorprende otra vez de lo pequeña que es. Como si toda su vida fuese un proceso de empequeñecimiento gradual.
¿Pero de qué empequeñecimiento se trata?
¿Es el empequeñecimiento real del hombre que abandona sus dimensiones de la madurez e inaugura así el largo camino que pasa por la vejez y la muerte y va hasta aquellas lejanías donde ya sólo es la nada sin dimensiones?
¿O es ese empequeñecimiento sólo una ilusión óptica producida porque mamá se aleja y está en un sitio distinto del suyo, porque la ve a gran distancia y parece una ovejita, una muñeca, una mariposa?
Cuando mamá por un momento detuvo su letanía, le preguntó:
—¿Qué ha sido de la señora Nora?
—Ya lo sabes, es ya una viejecita. Casi completamente ciega.
—¿La ves alguna vez?
—¿Es que no lo sabes? —dijo mamá afectada. Las dos mujeres riñeron hace mucho tiempo, ofendidas, peleadas y nunca harán las paces. Karel debería recordarlo.
—¿Y no sabes dónde fue que estuvimos con ella de vacaciones cuando yo era pequeño?
—Cómo no iba a saberlo —dijo mamá, y nombró un balneario checo. Karel lo conocía bien pero nunca supo que era allí donde estaba el vestuario en el que vio desnuda a la señora Nora.
Veía ahora como si estuviera ante sus ojos el paisaje suavemente ondulado de aquel balneario, el paseo con sus columnas talladas en madera, y todo alrededor los montes con los prados en los que pastaban las ovejas que hacían sonar sus cencerros. Sobre este paisaje colocó ahora (como el creador de un collage pega un grabado recortado sobre otro grabado) la figura desnuda de la señora Nora y por la cabeza se le cruzó la idea de que la belleza es una chispa que arde cuando, a través de la distancia de los años, de repente se tocan dos edades. Que la belleza es una ruptura de la cronología y una rebelión contra el tiempo.
Y estaba repleto hasta el borde de esa belleza y de una sensación de agradecimiento por ella. Entonces dijo de repente:
—Mamá, hemos estado pensando con Marketa si de verdad no querrías vivir con nosotros. No es ningún problema cambiar la casa por otra un poco mayor.
Mamá le acarició la mano:
—Eres muy bueno, Karel. Muy bueno. Estoy contenta de que me lo digas. Pero es que mi caniche ya está acostumbrado allí. Y además conozco a las vecinas.
Después suben al tren y Karel busca para mamá un compartimento. Todos le parecen demasiado llenos e incómodos. Al fin la deja en primera clase y se va a buscar al revisor para pagarle la diferencia. Y como tiene la cartera en la mano saca de ella un billete de cien coronas y se lo pone a mamá en la palma de la mano, como si mamá fuese una niña pequeña que sale sola al mundo, y mamá coge el billete de cien, sin extrañarse, como algo normal, como una colegiala que está acostumbrada a que las personas mayores de vez en cuando le pasen algún dinero.
Y luego el tren se pone en marcha, mamá está junto a la ventana, Karel en el andén y la despide con la mano durante mucho, mucho tiempo, hasta el último momento.