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Mientras Karel gritaba que se sentía como Boby Fischer (que aproximadamente por aquella época ganaba en Islandia el campeonato del mundo de ajedrez), Eva y Marketa yacían apretadas una a la otra en el sofá y Eva le susurraba a su amiga al oído:

—¿Vale?

Marketa le respondió que valía y pegó sus labios con fuerza a los de ella.

Cuando estaban solas en el cuarto de baño —hace una hora— Eva le pidió que alguna vez fuese, en compensación, a visitarla a ella. Le gustaría invitarla junto con Karel, pero tanto Karel como el marido de Eva son celosos y no soportan la presencia de otro hombre.

A Marketa le pareció al principio que era imposible aceptar y no dijo nada, sólo se sonrió. Un par de minutos más tarde, sentada en la habitación, mientras por sus oídos pasaban las historias de la mamá de Karel, la oferta de Eva le pareció tanto más irrechazable cuanto más inaceptable le había parecido al comienzo. El espectro del marido de Eva estaba con ellas.

Y después, cuando Karel gritaba que era un niño de cuatro años, se ponía en cuclillas y miraba desde abajo a Eva, le pareció como si de verdad tuviese cuatro años, como si hubiese huido de ella a su infancia y ellas dos se hubiesen quedado solas, solas con su cuerpo extraordinariamente eficiente, tan mecánicamente en forma que parecía impersonal, vacío y era posible ponerle cualquier alma. Por ejemplo el alma del marido de Eva, ene hombre perfectamente desconocido, sin rostro y sin apariencia.

Marketa dejaba que ese cuerpo mecánico masculino le hiciera el amor y luego veía a ese cuerpo lanzarse contra las piernas de Eva pero se esforzaba por no verle la cara para poder pensar que era el cuerpo de un desconocido. Era un baile de máscaras. Karel le puso a Eva la máscara de Nora, a sí mismo la máscara de un niño y Marketa le quitó al cuerpo de Karel la cabeza. Era aquél el cuerpo de un hombre sin cabeza. Karel desapareció y se obró el milagro: Marketa estaba libre y alegre. ¿Pretendo con esto quizás dar por buena la sospecha de Karel de que sus pequeñas orgías caseras habían sido hasta entonces para Marqueta sólo un abnegado sufrimiento?

No, ésa sería una simplificación excesiva. Marketa de verdad deseaba, con el cuerpo y los sentidos, a las mujeres que creía amantes de Karel. Y las deseaba también con la cabeza: fiel al presagio del viejo profesor de matemáticas, quería —al menos en el marco del infeliz contrato— llevar la iniciativa, ser traviesa y sorprender a Karel.

Sólo que cuando se encontraba con él desnuda en el ancho sofá, las fantasías voluptuosas se le iban de la cabeza y una simple mirada al marido la devolvía a su papel, al papel de aquella que es mejor y a la que se lastima. Aun cuando estaba con Eva, a quien quería y de quien no tenía celos, la presencia de un hombre demasiado querido se le venía encima y amortiguaba el placer de los sentidos.

En el momento en que le quitó la cabeza del cuerpo sintió el desconocido y embriagador contacto de la libertad. La anonimidad de los cuerpos era un paraíso repentinamente hallado. Con una rara satisfacción, alejaba de sí su alma lastimada y excesivamente vigilante y se convertía en un simple cuerpo sin pasado y sin memoria y por eso más atento y ávido. Acariciaba con ternura la cara de Eva mientras el cuerpo sin cabeza se movía poderosamente encima suyo.

Y entonces, de repente, el cuerpo sin cabeza dejó de moverse y con una voz que desagradablemente le recordó a Karel dijo una frase increíblemente estúpida: Soy Boby Fischer, soy Boby Fischer.

Fue como si un despertador la hubiese despertado de un sueño. Y fue en ese momento cuando se pegó a Eva (tal como el que duerme se pega a la almohada para esconderse de la luz turbia del día), y Eva le preguntó ¿vale? y ella le dijo que sí y besó con fuerza sus labios. Siempre la había querido pero hoy por primera vez la quiso con todos los sentidos, por ser ella misma, por su cuerpo y por su piel y aquel amor corporal la embriagaba como un descubrimiento repentino.

Después se quedaron acostadas boca abajo las dos juntas, con los traseros levemente levantados y Marketa sintió en la piel que aquel cuerpo inmensamente eficiente volvía a dirigir su mirada hacia ellas y que dentro de un rato volvería a hacerles el amor. Se esforzaba por no oír la voz que afirmaba ver a la señora Nora, se esforzaba por ser sólo un cuerpo que no oye, que se arrima a una dulce amiga y a un hombre sin cabeza.

Cuando todo terminó, su amiga se durmió en un segundo. Marketa le envidia ese sueño animal, quiere respirarlo de su boca, quiere dormirse con su ritmo. Se arrimó a ella y cerró los ojos para engañar a Karel que creyó que las dos se habían quedado dormidas y se fue a acostar a la habitación de al lado.

A las cuatro y media de la mañana ella abrió la puerta de la habitación. Él la miró medio dormido.

—Duerme, yo me ocuparé de Eva —dijo, y le dio un beso tierno. Se dio la vuelta hacia el otro lado y se durmió de inmediato.

En el coche Eva volvió a preguntarle:

—¿Entonces, vale?

Marketa ya no estaba tan decidida como la noche pasada. Sí, querría incumplir aquellos viejos contratos nunca escritos. Querría dejar de ser la mejor. ¿Pero cómo hacerle y no destruir el amor? ¿Cómo hacerlo si sigue queriendo tanto a Karel?

—No tengas miedo —dijo Eva—, él no se puede dar cuenta. En vuestro caso ya está establecido de una vez por todas que eres tú la que sospecha y no él. No hay peligro de que se le ocurra hacerlo.