11
Karel miró a Eva sin poder convencerse de que oía bien:
—¿A Nora? ¿A la señora Nora?
Se acordaba perfectamente, de su infancia, de la amiga de mamá. Era una mujer deslumbradoramente bella, alta con una hermosa cara mayestática. Karel no la quería porque era orgullosa e inaccesible, pero no podía quitarle la vista de encima. Por Dios, ¿qué parecido hay entre ella y la alegre Eva?
—Sí —prosiguió mamá—. ¡Nora! ¡Fíjate bien! ¡Esa altura! ¡Hasta la manera de andar! ¡Incluso la cara!
—Ponte de pie, Eva —dijo Karel.
Eva tenía miedo de ponerse de pie porque no estaba segura de si la pequeña combinación le cubriría suficientemente el pubis. Pero Karel insistió tanto que no tuvo más remedio que obedecer. Estaba de pie y con los brazos pegados al cuerpo estiraba la combinación disimuladamente hacia abajo. Karel la observaba atentamente y de repente le dio realmente la impresión de que se parecía a Nora. El parecido era lejano, difícilmente perceptible, se manifestaba sólo en cortos destellos, que volvían a apagarse de inmediato, pero que Karel se esforzaba por mantener, porque deseaba ver durante mucho tiempo en Eva a la hermosa señora Nora.
—Date la vuelta —le ordenó.
Eva no quería darse la vuelta porque seguía pensando en que estaba desnuda por debajo de la combinación. Pero Karel seguía en sus trece, a pesar de que ahora protestaba incluso mamá:
—¡No puedes darle órdenes a la chica como si fuera un soldado!
—No, no; yo quiero que se dé la vuelta —insistió Karel y Eva finalmente le obedeció.
No olvidemos que mamá veía muy mal. Las piedras que marcaban el borde del camino le parecían una aldea, confundía a Eva con la señora Nora. Pero bastaba con entrecerrar los ojos y el propio Karel podía creer que las piedras eran casas. ¿Es que no le había envidiado a mamá su perspectiva durante toda la semana? Cerró por lo tanto los ojos y vio delante suyo, en lugar de Eva, a la antigua beldad.
Guardaba de ella un recuerdo secreto e inolvidable. Tenía unos cuatro años, mamá y la señora Nora estaban con él en algún balneario (no tiene ni idea de cuál era el sitio) y él tenía que esperarlas en un vestuario vacío. Se quedó allí pacientemente, abandonado entre los vestidos femeninos. Entonces entró en la habitación una hermosa y alta mujer desnuda, le dio la espalda al niño y se estiró para alcanzar su traje de baño que colgaba de la pared. Era Nora.
Nunca se le borró de la memoria la figura de ese cuerpo desnudo estirado, visto desde atrás. Él era pequeñito, lo miraba desde abajo, desde la perspectiva de una rana, como si hoy mirase desde abajo una estatua de cinco metros de alto. Estaba al lado suyo y sin embargo inmensamente lejano. Doblemente lejano. Lejano en el espacio y en el tiempo. Aquel cuerpo se erguía sobre él más lejos en la altura y estaba separado de él por una cantidad inescrutable de años. Aquella doble distancia le producía vértigo a un muchacho de cuatro años. Ahora volvía a sentirlo de nuevo dentro de sí, con una enorme intensidad.
Miraba a Eva (seguía de espaldas a él) y veía a la señora Nora. Estaba de él a una distancia de dos metros y de uno o dos minutos.
—Mamá —dijo—, has sido muy amable de venir a charlar con nosotros. Pero las chicas tienen que irse a la cama.
Mamá se marchó humilde y obediente y él enseguida les contó a las dos mujeres su recuerdo de la señora Nora. Se acachó delante de Eva y volvió a darle vuelta para que quedara de espaldas y poder así seguir las huellas de la antigua mirada del muchacho.
De repente el cansancio había desaparecido. La arrastró al suelo. Ella estaba acostada boca abajo y él agachado junto a sus pies dejando deslizar la mirada con sus piernas hacia arriba, hacia el trasero, entonces se lanzó encima de ella y le hizo el amor.
Y sintió como si ese salto hacia su cuerpo hubiese sido un salto sobre un tiempo inmenso, el salto de un muchacho que se lanza de la edad de la infancia a la edad del hombre. Y cuando después se movía encima de ella, hacia atrás y hacia adelante le pareció que seguía haciendo ese movimiento desde la infancia a la madurez y vuelta, el movimiento desde el muchacho que mira desvalido el enorme cuerpo de una mujer hasta el hombre que abraza y doma ese cuerpo. Ese movimiento que por lo general mide apenas quince centímetros, era largo como tres decenios.
Las dos mujeres se adaptaron a su ferocidad y él pasó enseguida de la señora Nora a Marketa y luego otra vez a la señora Nora y de vuelta otra vez. Llevaba mucho tiempo así y tuvo que descansar un rato. Tenía una sensación maravillosa, se sentía fuerte como nunca. Se tumbó en el sillón mirando a las dos mujeres que delante suyo yacían en el ancho sofá. En ese corto rato de pequeño descanso no veía delante suyo a la señora Nora sino a sus dos viejas amigas, testigos de su vida, Marketa y Eva, y se veía a sí mismo como a un gran ajedrecista que acaba de derrotar a sus contrincantes en dos tableros. Esa comparación le encantó y no fue capaz de callarse:
—Soy Boby Fischer, soy Boby Fischer —gritó riéndose.