10
La llegada de mamá fue una mano que a Karel le tendió sonriente algún dios alegre. Cuanto más a destiempo llegaba, más oportuna era. No necesitó disculparse; el propio Karel le hizo multitud de preguntas cordiales: qué había estado haciendo toda la tarde, si no se había aburrido y por qué no había venido a verlos.
Mamá se puso a explicarle que la gente joven tiene siempre mucho de que hablar y que los viejos tienen que darse cuenta y no molestar.
Y ya se oían las alegres voces de las dos chicas que se disponían a abrir la puerta. La primera en entrar fue Eva, vestida con una combinación azul oscura que le llegaba precisamente hasta el sitio en donde terminaba el vello negro del pubis. Al ver a mamá se asustó, pero ya no podía retroceder y se vio obligada a sonreírle y avanzar hacia el sillón con el que pretendía cubrir rápidamente su apenas velada desnudez.
Karel sabía que inmediatamente después aparecería Marketa y adivinaba que saldría con el vestido de noche, lo cual en su idioma común significaba que tendría sólo un collar en el cuello y en la cintura una faja de terciopelo rojo. Se daba cuenta de que era necesario hacer algo para impedir su entrada y evitar que mamá se asustase. ¿Pero que hubiera podido hacer? ¿Tenía que haber gritado acaso no entres? ¿O vístete enseguida, está aquí mamá? A lo mejor hubiera sido posible encontrar una manera más astuta de detener a Marketa, pero Karel no tenía para pensarlo más que uno o dos segundos y durante ese tiempo no se le ocurrió absolutamente nada. Al contrario, lo invadió una especie de flojera eufórica que le quitaba toda presencia de ánimo. Así que no hizo nada y Marketa llegó hasta el umbral de la habitación, efectivamente desnuda, únicamente con el collar y la faja en la cintura. Y precisamente en ese momento mamá se dirigió a Eva y le dijo con una sonrisa afable:
—Vosotros ya querréis ir a dormir y yo os estoy estorbando.
Eva, que veía con el rabillo del ojo a Marketa, dijo que no, casi gritando, como si quisiera cubrir con su voz el cuerpo de su amiga, que por fin reaccionó y retrocedió hasta la antesala.
Cuando regresó al cabo de un rato, vestida con una bata larga, mamá repitió lo que un rato antes le había dicho a Eva:
—Marketa, os estoy estorbando, seguro que tenéis ganas de ir a dormir.
Marketa estuvo a punto de decirle que sí, pero Karel hizo un alegre gesto afirmativo con la cabeza:
—Qué va, mamá, estamos contentos de que estés con nosotros.
De modo que por fin mamá pudo contarles cómo había sido lo del recitado en la fiesta del liceo después de la primera guerra mundial, cuando se deshizo Austria-Hungría y el director invitó a su antigua alumna a que viniera a recitar un poema patriótico.
Ninguna de las dos mujeres sabía de qué estaba hablando mamá, pero Karel la escuchaba con atención. Quiero precisar esta afirmación: la historia de la estrofa olvidada no le interesaba. La había oído varias veces y otras tantas la había olvidado. Lo que le interesaba no era la historia que contaba mamá sino mamá contando la historia. Mamá y su mundo que se parece a la gran pera sobre la que se sentó un tanque ruso como una mariquita. La puerta del retrete sobre la que golpea el bondadoso puño del señor director estaba por delante de todo y la ansiosa impaciencia de dos mujeres jóvenes quedaba oculta por completo detrás de ella.
Karel disfrutaba. Miró con satisfacción a Eva y a Marketa. La desnudez de las dos aguardaba impaciente bajo la combinación y la bata. Y tanto más disfrutaba él haciéndole nuevas preguntas sobre el señor director, el liceo y la primera guerra mundial, hasta que al final le pidió a mamá que recitase aquel verso patriótico cuya última estrofa se había olvidado.
Mamá se concentró y comenzó a recitar muy atentamente el poema que había dicho en la fiesta del colegio cuando tenía trece años. No era un poema patriótico sino un verso sobre el arbolito de navidad y la estrella de Belén, pero nadie se dio cuenta del defecto, ni siquiera ella. Sólo pensaba en si sería capaz de acordarse de la última estrofa. Y se acordó. La estrella de Belén relucía y los tres reyes llegaban al pesebre. Aquel éxito la dejó completamente excitada, sonreía y hacía con la cabeza gestos de asombro.
Eva empezó a aplaudir. Cuando mamá la miró se acordó de repente de lo más importante que había venido a decirles:
—Karel, ¿sabes a quién me recuerda vuestra prima? ¡A Nora!