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Mientras Eva le hacía a mamá una pregunta tras otra, Karel la miraba con emocionada simpatía. La conoce desde hace diez años y siempre ha sido igual. Espontánea y valiente. Se hizo amiga de ella, (aún vivía con Marketa en casa de sus padres) con la misma rapidez con la que la conoció un par de años más tarde su mujer. Un día le llegó al trabajo una carta de una chica desconocida. Parece que lo conoce de vista y se decidió a escribirle porque para ella no existen las convenciones cuando un hombre le gusta. Karel le gusta y ella es una cazadora. Una cazadora de experiencias inolvidables. No le interesa el amor. Sólo la amistad y la sensualidad. La carta iba acompañada de una foto de una chica desnuda en una postura provocativa.
Al principio Karel tuvo miedo de responder porque pensó que alguien le estaba tomando el pelo. Pero después no pudo resistirse. Le escribió a la dirección fijada y la invitó a la casa de un amigo suyo. Eva vino, alta, delgada y mal vestida. Parecía un jovencito alargado, vestido con las ropas de su abuela. Se sentó frente a él y le contó que para ella las convenciones no tenían ningún significado cuando le gustaba un hombre. Que lo único que le importaba era la amistad y la sensualidad. Su cara estaba cubierta por la inseguridad y el esfuerzo y Karel sintió por ella más bien compasión fraternal que deseo. Pero luego se dijo que era una lástima perder cualquier oportunidad:
—Es maravilloso —dijo para darle aliento—, cuando se encuentran dos cazadores.
Fueron las primeras palabras con las que interrumpió la declaración apresurada de la muchacha y Eva se recuperó inmediatamente, como si se hubiera deshecho del peso de la titilación que durante inedia hora había estado soportando heroicamente ella sola.
Le dijo que estaba hermosa en la fotografía que le había enviado y le preguntó (con voz provocativa de cazador) si la excitaba mostrarse desnuda.
—Soy una exhibicionista —dijo con el mismo tono que si hubiese reconocido que era jugadora de baloncesto.
Le dijo que quería verla.
Se estiró con un gesto de felicidad y le preguntó si había un tocadiscos.
Sí, había tocadiscos pero su amigo sólo tenía música clásica, Bach, Vivaldi y óperas de Wagner. A Karel le parecía extraño que la chica se desnudase con música de Isolda. Tampoco Eva estaba contenta con la música.
—¿No hay nada moderno?
No, no había nada. No hubo más remedio y al fin tuvieron que poner en el tocadiscos una suite para piano de Bach. Se sentó en un rincón de la habitación para ver bien. Eva intentó seguir el ritmo pero al cabo de un rato dijo que era imposible.
—¡Desnúdate y no hables! —le dijo con severidad.
La música celestial de Bach llenaba la habitación y Eva seguía arqueando las caderas. La dificultad de bailar al son de aquella música hacía que su actuación fuese especialmente difícil y a Karel le pareció que el camino, desde que arrojó el primer suéter hasta que al final se deshiciera de las bragas, debía ser para ella interminable. El piano sonaba en la habitación, Eva se contorsionaba en movimientos de baile y tiraba al suelo, una tras otra, las piezas de su vestido. A Karel ni lo miraba. Estaba completamente concentrada en sí misma y en sus movimientos, como un violinista que toca de memoria una pieza difícil y no puede perder la atención mirando al público. Cuando estuvo completamente desnuda se dio vuelta, se apoyó con la frente en la pared y llevó la mano a la entrepierna. Karel también se desnudó y se quedó mirando extasiado la espalda temblorosa de la chica que se masturbaba. Fue maravilloso y es perfectamente comprensible que desde aquel momento no permitiese que nadie se metiera con Eva.
Por lo demás, era la única mujer a la que no le molestaba el amor de Karel por Marketa.
—Tu mujer tiene que comprender que la quieres pero que eres un cazador y que esa caza no es para ella ningún peligro. Pero eso no hay mujer que lo comprenda. No, no hay mujer que pueda comprender a un hombre —agregó con tristeza, como si ella misma fuese ese hombre incomprendido.
Después le ofreció a Karel hacer todo lo que fuese necesario para ayudarle.