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Hubo una época en la que Marketa no quería a su suegra. Eso era cuando vivían con Karel en la casa de ella (entonces vivía aún su suegro) y tenía que enfrentarte diariamente con su susceptibilidad y sus broncas. No aguantaron mucho tiempo y se cambiaron de casa. Su consigna era entonces lo más lejos posible de mamá. Se fueron a una ciudad que estaba en el otro extremo de la república y así lograron no ver a los padres de Karel más de una vez por año.

Después murió el suegro y mamá se quedó sola. Se encontraron con ella en el entierro; estaba sumisa e infeliz y les pareció más pequeña que antes. Los dos tenían en la cabeza la misma frase: mamá, no puedes quedarte sola, vendrás a vivir con nosotros.

La frase les sonaba en la cabeza, pero no dejaron que llegase a los labios. Y menos aún después de que durante un nostálgico paseo, al día siguiente del entierro, pese a ser desgraciada y pequeñita, mamá les echase en cara, con una agresividad que les pareció inadecuada, todo lo que alguna vez le habían hecho.

—No hay nada que pueda hacerla cambiar —le dijo después Karel a Marketa cuando estaban ya sentados en el tren—. Es triste, pero para mí seguirá todo igual: lejos de mamá.

Pero los años corrieron y si es cierto que mamá no cambió, entonces cambió probablemente Marketa, porque de repente le pareció que todas aquellas ofensas que había recibido de la suegra eran en realidad tonterías inocentes, mientras que el verdadero error lo había cometido ella al darle tanta importancia a sus reprimendas. Antes había visto a la suegra como un niño ve a un adulto mientras que ahora se habían cambiado los papeles: Marketa es una persona mayor y mamá le parece, a la distancia, pequeña e indefensa como un niño. Sintió hacia ella una paciencia indulgente e incluso comenzó a escribirle. La vieja señora acostumbró rápidamente, contestaba con toda prolijidad y requería más y más cartas de Marketa, afirmando que eran lo único que le permitía soportar la soledad.

La frase que había nacido durante el entierro del padre, había empezado en los últimos tiempos a sonar otra vez en sus cabezas. Y fue nuevamente el hijo el que apaciguó la bondad de la nuera, de manera que en lugar de decirle mamá, ven a vivir con nosotros, la invitaron a pasar una semana con ellos.

Era en semana santa y el hijo de ellos, que tenía diez años, se iba de vacaciones con su colegio. Al final de la semana, el domingo, vendría Eva. Estaban dispuestos a pasar con mamá toda la semana menos el domingo. Le dijeron: de sábado a sábado estarás con nosotros. El domingo tenemos un compromiso. Salimos fuera. No le dijeron nada más preciso porque no querían hablar demasiado de Eva. Karel se lo repitió dos veces más por teléfono: de sábado a sábado. El domingo tenemos un compromiso. Salimos fuera. Y mamá les dijo: Sí, hijos, sois muy buenos, ya sabéis, yo me voy cuando queráis. Lo único que quiero es escapar un rato de mi soledad.

Y el sábado por la noche, cuando Marketa quería ponerse de acuerdo con ella sobre la hora de la mañana siguiente a la que tenían que llevarla a la estación, mamá declaró pura y simplemente que se iba el lunes. Marketa la miró sorprendida y mamá continuó:

—Karel me dijo que el lunes teníais un compromiso, que salíais fuera y que el lunes ya tenía que largarme.

Claro que Marketa podía haberle dicho mamá, te equivocas, salimos ya mañana, pero no tuvo valor. No fue capaz de inventar rápidamente a qué sitio iban. Se dio cuenta de que habían descuidado la preparación previa de la excusa, no dijo nada y se conformó con la idea de que mamá se quedaría también el domingo. Se consoló pensando que la habitación del nieto, donde mamá dormía, estaba en el otro lado de la casa y que no les iba a molestar.

—Por favor, no seas malo —recriminó a Karel—. Fíjate en ella. Si es que da pena. Se me parte el corazón de verla.