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Entre su coche y el de los sociales apareció de repente un automóvil deportivo rojo, conducido por un chófer salvaje. Mirek pisó el acelerador. Estaban llegando a una ciudad pequeña. Entraron en una curva. Mirek se dio cuenta de que en ese momento sus perseguidores no lo veían y dobló hacia una calle secundaria. Los frenos chirriaron y un niño que quería cruzar la calle apenas alcanzó a saltar hacia un lado. Por el retrovisor vio pasar por la carretera principal al coche rojo. Pero el coche de los perseguidores todavía no había llegado. Consiguió doblar rápidamente por otra calle y desaparecer así de su vista definitivamente.

Salió de la ciudad por una carretera que iba en una dirección completamente distinta. Miró hacia atrás por el retrovisor. Nadie lo seguía, la carretera estaba vacía.

Se imaginó a los pobres sociales buscándolo, con miedo de que el comisario les eche la bronca. Se rio en voz alta. Disminuyó la velocidad y miró el paisaje. En realidad nunca había mirado el paisaje. Siempre iba a alguna parte a resolver y a discutir algo, de manera que el espacio del mundo se había convertido para él sólo en algo negativo, en una pérdida de tiempo, en un obstáculo que frenaba su actividad.

A corta distancia se inclinan lentamente hacia el suelo dos barreras a rayas blancas y rojas. Para.

De repente siente que está inmensamente cansado. ¿Por qué fue a casa de ella? ¿Por qué quería que le devolviese las cartas?

Todo lo absurdo, lo ridículo y lo pueril de su viaje se le viene encima. No lo había llevado hasta allí ningún propósito o un interés práctico, sino tan sólo un deseo invencible.

El deseo de llegar con la mano hasta muy lejos en el pasado y pegar un puñetazo. El deseo de apuñalar la imagen de su juventud. Un deseo apasionado que era incapaz de controlar y que iba a quedar ya insatisfecho.

Se sentía enormemente cansado. Probablemente ya no iba a poder sacar de su casa los escritos comprometedores. Le seguían los pasos y ya no lo soltarían. Es tarde. Sí, ya es tarde para todo.

A lo lejos oyó el jadeo del tren. Junto a la caseta estaba una mujer con un pañuelo rojo en la cabeza. El tren llegó, un lento tren de pasajeros; a una de las ventanas se asomaba un viejo con una pipa y escupía hacia afuera. Después sonó la campana de la estación y la mujer del pañuelo rojo fue hacia las barreras y dio vueltas a la manivela. Las barreras se levantaron y Mirek puso el coche en marcha. Entró en un pueblo que no era más que una sola calle interminable y al final de la calle estaba la estación: una casa pequeña, baja y blanca, a su lado un cerco de madera a través del cual se veían el andén y las vías.