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Junto al pecho se le balancea el brazo escayolado y las mejillas le arden como si hubiera recibido una bofetada.

Sí, claro, sus cartas han tenido que ser terriblemente sentimentales. ¡No podía ser de otro modo! ¡Tenía que demostrar a cualquier precio que no era la debilidad y la miseria sino el amor lo que le ataba a ella! Y sólo una pasión inmensa podría justificar una relación con una mujer tan fea.

—Me escribiste que era tu compañera de lucha ¿te acuerdas?

Se pone aún más colorado si es posible. La infinitamente ridícula palabra lucha. ¿Cuál era su lucha? Se pasaban la vida sentados en reuniones interminables, tenían ampollas en el trasero, pero en el momento en que se levantaban para manifestar una opinión muy radical (es necesario castigar aún más al enemigo de clase, hay que formular de un modo aún más inflexible tal o cual idea) les daba la impresión de que parecían personajes de escenas heroicas: él cae al suelo, con una pistola en la mano y una herida sangrante en el brazo y ella, con otra pistola en la mano, sigue hacia adelante, hasta donde él no fue capaz de llegar.

Tenían entonces la piel llena de tardías erupciones pubertales y para que no se notasen se ponían en la cara la máscara de la rebelión. Él les contaba a todos que se había separado para siempre de su padre, que era campesino. Al parecer, había escupido en la cara a las tradiciones seculares del campo, atadas a la tierra y a la propiedad. Contaba la escena de la disputa y el dramático abandono de la casa. Todo mentira. Cuando hoy mira hacia atrás, no ve más que leyendas y mentiras.

—Entonces eras otro hombre —dice Zdena.

Y él se imagina que se lleva las cartas. Se para junto al cubo de basura más cercano, coge el paquete con repugnancia, con dos dedos, como si fuese un papel manchado de mierda, y lo tira a la basura.