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El asesinato de Allende en Chile eclipsó rápidamente el recuerdo de la invasión de Bohemia por los rusos, la sangrienta masacre de Bangladesh hizo olvidar a Allende, el estruendo de la guerra del desierto del Sinaí ocultó el llanto de Bangladesh, la masacre de Camboya hizo olvidar al Sinaí, etcétera, etcétera, etcétera, hasta el más completo olvido de todo por todos.
En las épocas en las que la historia avanzaba aún lentamente, los escasos acontecimientos eran fáciles de recordar y formaban un escenario bien conocido, delante del cual se desarrollaba el palpitante teatro de las aventuras privadas de cada cual. Hoy el tiempo va a paso ligero. Un acontecimiento histórico, que cayó en el olvido al cabo de la noche, resplandece a la mañana siguiente con el rocío de la novedad, de modo que no constituye en la versión del narrador un escenario sino una sorprendente aventura que se desarrolla en el escenario de la bien conocida banalidad de la vida privada de la gente.
Ningún acontecimiento histórico puede ser considerado como bien conocido y por eso tengo que relatar hechos que sucedieron hace unos pocos años como si hubieran transcurrido hace más de mil: En el año 1939 el ejército alemán entró en Bohemia y el estado checo dejó de existir. En el año 1945 entró en Bohemia el ejército ruso y el país volvió a llamarse república independiente. La gente estaba entusiasmada con Rusia, que había expulsado del país a los alemanes, y como veía en el partido comunista checo el fiel aliado de Rusia, le traspasó sus simpatías. Así fue que los comunistas no se apoderaron del gobierno en febrero de 1948 por la sangre y la violencia, sino en medio del júbilo de aproximadamente la mitad de la nación. Y ahora presten atención: aquella mitad que se regocijaba era la más activa, la más lista y la mejor.
Ustedes digan lo que quieran pero los comunistas eran más listos. Tenían un programa magnífico. Un plan para construir un mundo completamente nuevo en el que todos encontrarían su sitio. Los que estaban contra ellos no tenían ningún sueño grandioso sino tan sólo un par de principios morales, gastados y aburridos, con los que pretendían coser unos remiendos para los pantalones rotos de la situación existente. Por eso no es extraño que los entusiastas y los magnánimos hayan triunfado fácilmente sobre los conciliadores y los cautelosos y hayan comenzado rápidamente a realizar su sueño, aquel idilio justiciero para todos.
Lo subrayo una vez más: idilio y para todos, porque todas las personas desde siempre anhelan lo idílico, anhelan aquel jardín en el que cantan los ruiseñores, el territorio de la armonía en el que el mundo no se yergue como algo extraño contra el hombre ni el hombre contra los demás, en el que por el contrario el mundo y todas las personas están hechos de una misma materia y el fuego que flamea en el cielo es el mismo que arde en las almas humanas. Todos son allí notas de una maravillosa fuga de Bach y los que no quieren serlo no son más que puntos negros, inútiles y carentes de sentido, a los que basta con coger y aplastar entre las uñas como a una pulga.
Desde el comienzo hubo gente que se dio cuenta de que no servía para el idilio y que quiso irse del país. Pero como la esencia del idilio consiste en ser un mundo para todos, los que quisieron emigrar se mostraron como impugnadores del idilio y en lugar de irse al extranjero acabaron tras las rejas. Pronto los siguieron otros miles y decenas de miles y finalmente muchos comunistas, como por ejemplo el ministro de asuntos exteriores Clementis, que le había prestado una vez su gorro a Gottwald. En las pantallas de los cines los tímidos amantes se cogían de la mano, la infidelidad matrimonial se castigaba severamente en los tribunales de honor ciudadanos, los ruiseñores cantaban y el cuerpo de Clementis se balanceaba como una campana que llama al nuevo amanecer de la humanidad.
Y entonces fue cuando aquella gente joven, lista y radical tuvo de repente la extraña impresión de que sus propios actos se habían ido a recorrer el mundo y habían comenzado a vivir su propia vida, habían dejado de parecerse a la imagen que de ellos tenía aquella gente, sin ocuparse de quienes les habían dado el ser. Aquella gente joven y lista comenzó entonces a gritarle a sus actos, a llamarlos, a reprocharles, a intentar darles caza y a perseguirlos. Si escribiese una novela sobre la generación de aquella gente capaz y radical le pondría como título La persecución del acto perdido.