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Mira por el espejo retrovisor y se da cuenta de que tiene detrás siempre el mismo coche. Nunca dudó de que lo seguían, pero hasta ahora lo habían hecho con una discreción perfecta. Hoy ha habido un cambio sustancial: quieren que sepa que lo siguen.
A unos veinte kilómetros de Praga hay una gran valla en medio del campo y detrás de la valla un taller mecánico. Tiene allí un amigo y quiere que le cambie el arranque que funciona mal. Detuvo el coche frente a la entrada, cerrada por una barrera a rayas rojas y blancas. Junto a la barrera estaba una vieja gorda. Mirek pensó que iba a abrir la barrera, pero ella se quedó mirándole, sin hacer el menor movimiento. Tocó el claxon, pero sin resultado. Sacó la cabeza por la ventanilla. La vieja dijo:
—¿Aún no lo metieron en la cárcel?
—No, aún no me metieron en la cárcel —contestó Mirek—. ¿Podría levantar la barrera?
Se quedó mirándolo impasible durante unos largos segundos y luego bostezó y se metió en la portería. Se aposentó detrás de la mesa y ya no volvió a mirarlo.
Mirek bajó del coche, pasó junto a la barrera y entró en el taller a buscar a su amigo el mecánico. Éste le acompañó y levantó la barrera (la vieja seguía impasible en la portería) para que pudiera entrar con el coche al patio.
—Ves, eso te pasa por haber salido tanto en televisión —dijo el mecánico—. Todas las viejas te conocen de vista.
—¿Y quién es? —preguntó Mirek y se enteró de que la invasión del ejército ruso, que había ocupado Bohemia e imponía su influencia en todas partes, había despertado en ella una vitalidad poco corriente.
Vio a personas que estaban situadas por encima de ella (y todo el mundo estaba situado por encima de ella) a las que la menor acusación les quitaba el poder, la posición, el empleo y hasta el pan y eso la excitó: empezó a delatar por su cuenta.
—¿Y cómo es que sigue de portera? ¿Ni siquiera la ascendieron?
El mecánico se sonrió:
—No sabe contar hasta cinco. No la pueden ascender. Lo único que pueden es confirmarle su derecho a denunciar. Ésa es toda la retribución. —Levantó el capó y se puso a revisar el motor.
En ese momento Mirek se dio cuenta de que a su lado, a dos pasos de distancia, había un hombre. Lo miró: llevaba puesta una chaqueta gris, una camisa blanca con corbata y pantalones castaños. Sobre el cuello grueso y la cara hinchada se rizaba el pelo canoso ondulado a la permanente. Permanecía de pie mirando al mecánico agachado bajo el capó.
Al cabo de un rato el mecánico se dio cuenta de su presencia, se levantó y dijo:
—¿Busca a alguien?
El hombre del cuello grueso y el pelo ondulado contestó:
—No. No busco a nadie.
El mecánico volvió a agacharse sobre el motor y dijo:
—En la plaza de Wenceslao, en Praga, hay un hombre vomitando. Otro hombre pasa a su lado, lo mira y hace un triste gesto afirmativo con la cabeza: «Le acompaño en el sentimiento…».