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Estamos en 1971 y Mirek dice: la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido.
Quiere justificar así lo que sus amigos llaman imprudencia: lleva cuidadosamente sus diarios, guarda la correspondencia, toma notas de todas las reuniones en las que analizan la situación y discuten sobre lo que puede hacerse. Les explica: No hago nada que esté en contra de la Constitución. Esconderse y sentirse culpable sería el comienzo de la derrota.
Hace una semana, cuando trabajaba con su cuadrilla en el techo de un edificio en construcción, miró hacia abajo y le dio un mareo. Se tambaleó y se cogió de una viga que estaba suelta. La viga se desprendió y le cayó encima. En un primer momento la herida parecía terrible, pero cuando comprobó que se trataba de una simple rotura de brazo pensó con satisfacción que iba a tener un par de semanas de descanso y que por fin iba a poder ocuparse de las cosas para las que hasta el momento no había tenido tiempo.
Por fin les dio la razón a los compañeros más prudentes. Es verdad que la Constitución garantiza la libertad de expresión, pero las leyes castigan todo lo que pueda ser definido como subversión. Uno nunca sabe cuándo va a empezar a gritar el Estado que tal o cual palabra lo subvierte. Por eso se decidió, finalmente, a llevar los escritos comprometedores a un lugar más seguro.
Pero antes quiere arreglar el asunto de Zdena. Le llamó a su ciudad pero no consiguió comunicarse. Así perdió cuatro días. Ayer por fin logró hablar con ella. Le prometió que hoy por la tarde lo esperaría.
Su hijo, que tiene diecisiete años, se opuso a que Mirek condujese con el brazo escayolado. Y efectivamente, no fue fácil conducir. El brazo herido se balanceaba, colgando del vendaje, inútil e inservible. Para cambiar las velocidades tenía que soltar por un momento el volante.