EN carta al autor de este libro, Adolfo Suárez confiesa cómo le atormentó la falta de atención a su familia, cómo planteó la Transición y cuál ha sido su mayor gloria: por primera vez, una España sin vencedores ni vencidos.
El día 20 de febrero de 1995 el autor de estas páginas recibía una carta con un membrete escueto: «Adolfo Suárez González». Era una respuesta a la carta que el cronista había leído en el programa Protagonistas de Luis del Olmo en Onda Cero. Aunque se trata de un documento privado, me tomo la libertad de extraer algunas de sus reflexiones porque retratan sus sentimientos humanos, el poso de sus recuerdos, sus inquietudes familiares y es una confesión de cómo se planteó dirigir la Transición. Para mí, es como su testamento político.
¿Qué contenía mi carta para moverle a una respuesta escrita? «Ha venido a resolver —confiesa ya en su primera línea— uno de los grandes problemas humanos que me atormentaban durante mi mandato como presidente del Gobierno. Yo te hacía partícipe del mismo, te lo confiaba en medio del trabajo político de la presidencia: ¿qué pensarían mis hijos, Marian, Adolfo, Laura, Sonsoles y Javier, de lo que ya estaba haciendo por entonces?»
«¿Qué pensarían pasados unos años —sigue escribiendo Adolfo Suárez—, de mis proyectos, mis esfuerzos, mis tentativas para lograr una España normal, más libre, más justa, en la que todos los españoles pudieran sentirse “ciudadanos” y no se excluyera a nadie de la convivencia democrática nacional?»
Es cierto que me hacía esas confesiones. Y me las hacía por un doble motivo: porque no podía dedicarles tiempo y porque, como se cuenta en estas páginas, ignoraba el impacto que podrían tener en ellos las críticas —tantas veces despiadadas— que se le hacían en los medios de comunicación. La falta de tiempo para su familia era su tormento. Apenas conseguía almorzar con sus hijos. Cuando llegaba a casa, o bien los chicos estaban dormidos, o bien el cansancio y los problemas hacían que la atención a aquellos cinco niños pudiera esperar. Quizá, hasta el próximo fin de semana. Quizá, hasta las próximas vacaciones. Y él, profundamente familiar, notaba sus propias ausencias. Le dolían. Se sentía culpable. Me resulta tremendo que arrastrara ese pesar durante quince años, desde enero de 1981 hasta febrero de 1995; hasta esa carta en Protagonistas: «Has traído consuelo y amistad a mi familia», me dice en insólita confidencia.
Unas líneas más abajo, ese padre de familia llamado Adolfo Suárez confiesa también cómo ha encontrado ese consuelo: «Ellos han comprendido, han aceptado, han perdonado muchas de mis ausencias y mis faltas como padre en aquellos días de trabajo abrumadores. Y no sólo se consideran partícipes de mis tareas, se consideran —y con razón— partícipes de las mismas. Sin ellos, sin Amparo y sin mis hijos, sin su presencia, necesariamente escasa, pero siempre advertida y valorada por mí, yo no hubiera sido capaz de dar lo mejor de mí mismo en servicio de España».
Hasta aquí, la confidencia familiar y humana. A continuación, su juicio sobre su propia obra de gobierno y las circunstancias que lo rodearon.
Su recuerdo escrito es de un tiempo de urgencias y durezas: «Fueron años duros y difíciles. Todos los problemas que aquejaban a los españoles —y todos a la vez— estaban, palpitantes, sobre la mesa de mi despacho».
La sociedad española reclamaba a los poderes públicos: «Había que encontrar para todos los problemas urgente y adecuada solución».
El desafío era dar satisfacción a quienes hasta entonces se consideraban fuera del sistema: «Estas soluciones tenían que venir dadas, además, por los mismos que, en ocasiones, tan agriamente las requerían».
La primera fórmula era contar con todos en aquellos delicados momentos: «Las soluciones no podían venir caídas del cielo; o las buscábamos entre todos o no era posible encontrarlas».
La segunda, actuar con lo que en la actualidad podríamos llamar recetas Suárez; es decir, el consenso: «Había que verter en el país toneladas de comprensión, de tolerancia, de entendimiento común, de solidaridad».
La tercera, desarrollar una labor didáctica ante una sociedad que no había vivido en democracia: «Había que hacer entender a los españoles que la sustancia de la democracia consiste en discrepar de un adversario al que se comprende. Y esa comprensión era el primer mandamiento nacional que teníamos que implantar en el corazón y en la voluntad de los españoles».
La cuarta, recoger las lecciones de la historia: «El enfrentamiento de que tantos ejemplos ha dado nuestra historia moderna siempre ha conducido a empeorar los problemas, a aumentar la carga que pesa sobre el pueblo español, de sangre, lágrimas y angustias».
Todo, con el noble objetivo de evitar el conflicto civil: «Había que romper, de una vez por todas, con la dialéctica de los enfrentamientos civiles».
Y al final, su propio balance. Adolfo Suárez cree que ha conseguido que el triunfo de la democracia fuese obra de todos y expresa una especial gratitud: «En ese “todos” hubo algunos que arriesgaron mucho, que dejaron la piel por la paz, la libertad y la democracia, por la sensatez y el sentido común». El gran mérito que se reconoce a sí mismo es haber triunfado frente a quienes habían querido crear «nuevos vencedores y nuevos vencidos». Y concluye: «Frente a eso luchamos unos cuantos y hoy, de la transición política, de la democracia española, no se puede hablar de vencedores ni de vencidos. Es nuestra mayor gloria».
Palabra de Adolfo Suárez.
FERNANDO ÓNEGA
Agosto de 2013