«¿CUÁNDO se jodió Perú?», se pregunta Vargas Llosa en una de sus novelas. Es la pregunta que hice a todos los colaboradores de Suárez que he consultado. ¿Cuándo «se jodió»? ¿Cuándo empieza la decadencia de Adolfo Suárez? Hay varios factores: su decaimiento personal, el ambiente conspirador de su partido, la distancia del rey, la durísima oposición del Partido Socialista y, finalmente, el hastío y la soledad.
Según interpreta José Pedro Pérez-Llorca, Adolfo Suárez sufrió muchas amarguras. Sufrió las de sus ministros, entre los que no encontró ni apoyos ni estímulos unánimes. También la de su partido. Y la del PSOE. Y de la prensa. Y sufrió, sobre todo, las de sus enfermedades, que terminaron por rendirlo. Pérez-Llorca arrastra la duda de si los ministros debieron insistirle más en que no presentara su dimisión. Nunca tendrá respuesta a esa incógnita personal.
Lo primero fue su decaimiento personal. Según la interpretación de dos de sus colaboradores más próximos como su secretario y cuñado Aurelio Delgado y Alberto Aza, su jefe de gabinete, las quiebras de su salud han sido fundamentales y le restaron capacidades y tiempo. Primero, por la rotura de un pie. Inmediatamente después, por su problema dental, dicen que mal diagnosticado y nunca bien curado. «Una crisis de salud bestial», define Aza. Sobre todo, con sus muelas. Se pasaba largas horas en el dentista. Era muy difícil trabajar, concentrarse y rendir con un dolor de boca casi constante, que al final terminó por dejarle un tic. Demasiadas veces se le percibía buscando con la lengua el hueco, el lugar de la intervención o la zona dolorida. Y eso le provocó debilitamiento. «Aumentó su inseguridad —certifica Aza—. No es más que una interpretación —matiza—; pero es una explicación razonable, porque hasta la aparición de los dolores de boca ejerció el liderazgo del país sin ningún tipo de debilidad ni fisura. Y aun después ganó por segunda vez las elecciones».
Mi tesis es la misma, pero sólo a efectos de su capacidad y su fuerza política. A efectos externos, básicamente de la veneración que la prensa sentía hacia él, la crisis de Suárez empieza ligada a un hombre de negocios llamado Antonio Van de Walle, hoy desconocido para la inmensa mayoría de la sociedad. La historia es ésta:
Un día se publica que Adolfo Suárez piensa hacer sus próximas vacaciones con ese hombre de negocios. ¿Y quién fue Antonio Van de Walle? En apariencia, y según el testimonio de Aurelio Delgado, «un tipo muy atractivo, de gusto exquisito, propietario de las casas más bonitas de España y con detalles de seducción para sus interlocutores. Por ejemplo, se ganó a Gutiérrez Mellado con unos puros llamados Culebra». Algunos le atribuían relaciones con la CIA, y otros lo comparaban con Paesa, quizá porque había alguna relación entre ambos. Una parte de su influencia en el Gobierno era debida a que presumía de tener información sensible sobre el MPAIAC y sus movimientos en Argelia, lo cual motivó un discreto viaje del muy discreto Alberto Aza al norte de África, del que éste nunca facilitó información más que al presidente del Gobierno, a pesar de la insistencia de algunos cronistas, como el que suscribe. Van de Walle era empresario turístico, y entabla relación con Suárez cuando éste era presidente de Entursa, Empresa Nacional de Turismo.
Van de Walle le hace una oferta seductora a Suárez: le ofrece su barco para pasar las primeras vacaciones (verano de 1977, después de las primeras elecciones generales). Suárez acepta, porque necesita un lugar de descanso discreto, alejado de las cámaras y que no supusiera un grave problema para los servicios de seguridad.
Se publica el anuncio, y se produce un hecho extraordinario: empiezan a sonar los teléfonos del despacho del jefe de prensa de La Moncloa. Fueron decenas de llamadas de gente desconocida para este periodista que quieren decirle quién es Van de Walle y por qué se oponen a que el presidente del Gobierno veranee con él. Se trataba de personas que probablemente no sabían a quién llamar, y terminaron por telefonear al periodista de La Moncloa. Yo respondí a todas y tomé nota. Al principio, sin darles importancia. Pero en cuanto llegan a la media docena, percibo que hay un problema. Y las llamadas continúan. Llegué a llenar un dossier completo con las opiniones que Van de Walle provocaba en la parte de la sociedad que lo conocía.
Con ese dossier bajé al despacho del presidente en palacio: «Presidente, creo que no puedes hacer vacaciones con Van de Walle». Empecé a relatarle los datos y opiniones que me habían sido transmitidas, y él cortó en seco mi exposición: «Yo hago mis vacaciones con quien me sale de los cojones». No había más que hablar, y no se habló. Me retiré, como solíamos decir entonces, en primer tiempo de saludo.
Suárez hizo sus vacaciones como le pedía el cuerpo. Por una vez pesaron en él más sus impresiones que las del mensajero y la parte de opinión pública que le había llamado por teléfono. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: que Van de Walle manchó la figura de Suárez. A la semana siguiente de terminar sus vacaciones, la revista Interviú publicó un descalificador reportaje sobre Van de Walle y, en consecuencia, abrió la crítica al presidente. No la crítica política, sino la crítica moral. Entre ambos personajes no hubo relaciones comerciales ni nada que pudiera suponer tratos económicos de favor. Mucho menos, tráfico de influencias ni ninguna figura delictiva. Pero se le perdió el respeto periodístico a Suárez. A partir de ahí se agravaron las agresiones informativas, se llegó a publicar que «tiene la boca podrida», expresión textual, y en la tropa periodística siempre se respiró un cierto clima de conspiración para el derribo. Van de Walle, sin proponérselo, abrió la veda. Todos los demás episodios de falta de respeto tuvieron su raíz en esas vacaciones, en apariencia tan intrascendentes.
Añado a este relato una pequeña consideración personal: todos los grandes políticos de la Transición han cometido un error, grande o pequeño, que les costó su prestigio o indicó el comienzo de su caída. En el caso de Felipe González quizá haya sido aquel célebre «me enteré por la prensa», al referirse al escándalo Filesa de financiación de su propio partido. En el de José María Aznar, la apoteósica boda de su hija en el monasterio de El Escorial, con aires de celebración principesca. En el de Rodríguez Zapatero, el negarse a aceptar la existencia de la crisis. El de Rajoy todavía no ha llegado en el momento de escribir esta larga crónica. Y en el caso del rey Juan Carlos, es clarísimo que una cacería en Botsuana significó la gran caída de su popularidad. Guía para gobernantes: un solo fallo, una sola respuesta a los periodistas, un solo gesto, una sola equivocación, un detalle insignificante, puede arruinar una biografía política.
Van de Walle no arruinó la figura de Suárez; pero fue el punto de despegue del cerco a la persona, sin tener en cuenta la dimensión y la calidad de su servicio. En esas vacaciones comenzó a perder el respeto de la prensa. Se le cayó del pedestal. Mostró sus debilidades.
La caída política, sin embargo, empezó a producirse con las elecciones generales de 1979. Las ganó clarísimamente Suárez, pero es difícil encontrar en la historia electoral de España una peor administración de una victoria en las urnas. Por un malhadado juego de circunstancias, esa administración de la victoria consiguió abrir tres frentes de hostilidades al mismo tiempo: el del Partido Socialista, el de la UCD y el de la opinión pública.
El PSOE estaba convencido de ganar, y así lo indicaban también algunas encuestas internas que manejaba. El peor escenario era el del sondeo de El País, que otorgaba 153 escaños a UCD y 140 al PSOE, una diferencia mínima que se podía cambiar con una levísima oscilación del voto indeciso. Felipe González estaba seguro de que lo conseguiría, y Adolfo Suárez lo temía. Por eso el presidente decidió lanzarse con descaro a la conquista de ese indeciso. Y lo hizo con toda eficacia: la noche anterior a la jornada de reflexión, el 27 de febrero, utilizó su tiempo de propaganda electoral en televisión para hacer el discurso electoralmente más rentable que había hecho en su vida; quizá incluso más que el del «Puedo prometer y prometo». Y como ya hemos recordado en otro lugar de este libro, atacó directamente al PSOE en lo que mayor influencia podía tener en los ciudadanos en aquel momento: «Difícilmente podemos creer en la moderación centrista de que hace gala el PSOE. El programa del XXVII Congreso, por ejemplo, defiende el aborto libre y, además, subvencionado por el contribuyente, la desaparición de la enseñanza religiosa, y propugna un camino que nos conduce hacia una economía colectivista y autogestionaria».
La contundencia nunca utilizada antes por Suárez, el ataque directo, el aprovechamiento de las debilidades ideológicas del adversario, y una vez más su audacia consiguieron el efecto deseado: UCD se alzó con 171 escaños, al borde de la mayoría absoluta, y dejó al PSOE en 116. El estado mayor de los socialistas, con Felipe González a la cabeza, no se lo podía creer. Alguien dijo que Suárez era imbatible si se lo proponía. Había jugado con la legalización del PCE para quitarles votos en 1977. Los había arruinado con un solo discurso en 1979. ¿Cuál sería su próxima jugada? Quien pudo, adoptó la gran decisión: la prioridad de la legislatura era cargarse a Suárez. Y esa misma noche, sin esperar a una reflexión más pausada, se determinó el objetivo siguiente: o la cabeza de Suárez, o un largo peregrinaje por el desierto. Y además, romper UCD.
No hace falta decir que se emplearon a fondo. No hubo operación de derribo del presidente donde no se viera su mano. Alentaron las conspiraciones. Instigaron a sus «comandos» en los medios informativos. E incluso no tuvieron inconveniente en hablar con militares, finalmente golpistas, como el almuerzo de Ciurana, Raventós y Múgica con el general Armada en Lérida. Por cierto: cuando años después se concedió el indulto a Armada, Enrique Múgica era ministro de Justicia.
El punto culminante de la presión socialista fue la moción de censura presentada el 21 de mayo de 1980. Felipe González la perdió, pero tuvo la fabulosa oportunidad de proponer un programa moderado y alzarse como ganador moral de la contienda. Ahí fue donde se vio por primera vez el reparto de papeles entre él y Alfonso Guerra. Felipe actuó como presidente de verdad, con un discurso tedioso, pero consistente. Y Alfonso Guerra se encargó del ataque furibundo, como había hecho tantas veces y siguió haciendo después. En esa sesión dijo: «El señor Suárez ya no soporta más democracia. La democracia ya no soporta más a Suárez. Cualquier avance democrático exige la sustitución de Suárez». Se confirmaba el objetivo: sustituir a Suárez.
Lo malo fue que Suárez dio facilidades. Empezó a darlas en la sesión de investidura, donde se llevó a cabo el mencionado ridículo debate, sin intervención del propio presidente, y obligando al presidente de la cámara, Landelino Lavilla, a actuar de equilibrista sobre el hilo de las leyes y el reglamento del Congreso. Las críticas de la prensa fueron feroces. Algún ministro ha confesado después que había sentido bochorno. No es fácil encontrar una explicación a lo ocurrido, pero lo cierto es que sucedió. El propio Suárez reconoció en alguna ocasión que aquél había sido el gran error de su presidencia.
Pasado el tiempo, incluso sus partidarios seguimos sin entenderlo. La única explicación generosa (muy generosa) es que Adolfo Suárez no quiso personalizar su política y entendió que prestaba un servicio a su partido y a la democracia presentando su programa de Gobierno como una labor colectiva de su equipo. La explicación más plausible es apelar a su proverbial turbación ante el Parlamento, lo que Valdano llamaría «miedo escénico», o su timidez, tan disimulada por los gestos de audacia que caracterizaron su mandato.
Aquello, como digo, perjudicó su imagen y lo hizo aparecer como un hombre inseguro. Pero peores fueron sus efectos en los líderes de UCD. Unos, los más críticos, afianzaron su idea de que Suárez había perdido capacidad de liderazgo. Otros, los más comprensivos, empezaron a preguntar qué le pasaba al presidente. Y comenzó la segunda gran operación, finalmente la decisiva, la operación derribo por parte del creciente sector crítico de su propio partido. La propia UCD quería matar al fundador.
Hay que recordar que la Unión de Centro Democrático fue un invento de última hora: la formación política que hubo de crearse para que Suárez pudiera concurrir a las elecciones con un partido detrás. Hubo que inventar algo, porque pudimos ser testigos de una de las fantásticas contradicciones de la Transición: el hombre que había defendido en las Cortes todavía franquistas la legalización de los partidos, el hombre que había arriesgado tanto para que todos los partidos pudieran concurrir a las elecciones, resulta que no tenía partido propio. Había creado la Unión del Pueblo Español, pero era una asociación política con sabor a pasado.
La Transición, pues, tenía líder, pero no partido. Y el líder necesitaba el partido para seguir avanzando hasta la Constitución. Por eso son extrañas las versiones que cuentan que el rey se disgustó cuando Suárez le comunicó su decisión de presentarse a las primeras elecciones. Y resulta más extraño todavía el hecho de que el mismo rey, en persona, se encargara de pedir dinero a los amigos árabes para financiar UCD. Y lo hizo como un favor «a la monarquía española». Se habla de una recaudación real de unos setecientos millones de dólares.
Al hacer memoria de la creación de la Unión de Centro Democrático, se puede decir, copiando el título de una famosa película, que fue «Suárez y la extraña familia». Ahí estaban los democristianos, de quienes se dijo que llevan dentro el germen de la destrucción de los lugares donde se meten. Estaban los socialdemócratas, que tenían más querencias hacia el PSOE que hacia el partido del que pasaban a formar parte. Estaban los liberales, que lo eran tanto que actuaban por libre. Estaban los «azules», forma amable de denominar a los que procedían del franquismo o habían pasado por la Falange, el Movimiento o los sindicatos del régimen. Y estaban las individualidades, divididas a su vez en dos partes: los amigos, como Fernando Abril Martorell, y los recién llegados, como Pío Cabanillas, que procedía del Partido Popular (nada que ver con el PP actual), que habían sido críticos con Suárez, pero tenían intuición para seguir los vientos del poder. Eso sí: todos eran brillantes, todos tenían un alto concepto de sí mismos y en cada uno de ellos había un presidente del Gobierno en potencia. Construir una fuerza política uniforme con ideas tan distintas parecía un prodigio, y Suárez lo consiguió, aunque sólo temporalmente. Tiempo después, cuando ya miraba hacia atrás, confesó que tenía gran experiencia en gobiernos de coalición porque «había presidido un Gobierno y un partido de coalición».
Para Rodolfo Martín Villa, la UCD, más que un partido político, era una empresa con un objetivo social: hacer la Transición. Alcanzado ese objetivo, tenía que disolverse. Era, por tanto, una fuerza política provisional, engrandecida por la figura de Suárez y con capacidades individuales para cumplir bien su misión. Se le aprecia en un momento, se le ensalza y después, como le ocurrió a Churchill, no se le respalda.
Lo que sucedió al final era previsible desde el principio, a poco que no hubiéramos renunciado a la capacidad de análisis y previsión. Lo que ocurrió es que entonces había mucha gente que creía en eso y al ciudadano español le sonaba bien. Cuando ser de izquierdas tenía una connotación de posibles represalias y ser de derechas se identificaba con el franquismo, con el búnker, con la caverna y con el autoritarismo, contar con una fuerza de centro aliviaba las tensiones. Daba buena vitola. Garantizaba el equilibrio en medio del temor popular a «volver a las andadas». «Lo bueno de la derecha y lo bueno de la izquierda», decía alguno de los también improvisados eslóganes. Y, ciertamente, fue hermoso mientras duró y mientras el poder le dio cohesión.
Lo malo comenzó cuando hubo que proceder al reparto de ese poder; es decir, cuando se confeccionaron las listas. Se agudizó la misma noche del recuento electoral del 15 de junio de 1977, donde cada uno empezó a preguntar qué habría de lo suyo, porque había que comenzar a repartir la tarta. Y se fue agudizando cada vez que se hacía un nombramiento o se adoptaba una decisión de Gobierno que no recogía debidamente las sanas aspiraciones de cada uno o se inclinaba hacia los deseos del otro. Fue una coalición, pero sin la mentalidad ni la generosidad de las coaliciones. La primera señal de alarma de los virus que aquello llevaba dentro tardó solamente un año en verse; en marzo de 1978 se produjo el suceso de partido más insólito que hemos visto en democracia: se explicó una crisis de Gobierno en el Congreso de los Diputados y se aprobó una resolución que consideraba «insuficiente» la explicación. ¿Y recuerdan lo que hizo la UCD? ¡Se abstuvo! ¡El partido del Gobierno se abstiene a la hora de votar una explicación del Gobierno! Se anunciaban grandes emociones que entusiasmaban a los periodistas.
Por eso es llamativo que a Suárez nadie le discutiera el liderazgo hasta que tuvo su propia formación política. Pero fue crearla y empezar las dificultades. Y así, pasó de tener un Gobierno de leales (los penenes) a tener después de las primeras elecciones —sobre todo, después de las segundas de 1979— un Gobierno de cuyos miembros no se podía fiar.
Todo ha tenido en aquel tiempo, y sigue teniendo ahora, un irresistible aroma de conspiración. Y, por parte de Suárez, una reacción inevitable de desconfianza. Desconfiaba especialmente de Francisco Fernández Ordóñez. Me cuenta Ventura Pérez Mariño, que compartió con Suárez muchas horas y muchos días de intimidad y confesiones, que en algún momento el presidente no aguantó más y le dijo a Ordóñez: «El señor ministro puede salir a contar a sus amigos del PSOE lo que acabamos de aprobar».
Paco Ordóñez tenía, en efecto, esa fama: la de contar a la dirección del PSOE el estado del Gobierno, sus proyectos y debates internos. Desde luego, lo que puedo confirmar personalmente es que todos los viernes salía varias veces del Consejo de Ministros a hacer llamadas. Adónde y a quién las hacía y qué decía a sus interlocutores es algo que probablemente figura en los archivos de los Servicios de Inteligencia.
Otro díscolo era Joaquín Garrigues, con una ventaja sobre Ordóñez: planteaba directamente sus quejas y discrepancias. Dotado de un extraordinario sentido del humor, un día preguntó en Consejo de Ministros cómo se llamaba el peluquero de Agustín Rodríguez Sahagún, que iba siempre muy rapado y con el «pelo a cepillo», como se decía entonces. A Suárez, según un amigo de ambos, «lo puteaba desde posiciones intelectuales». Las ironías que gastaba sobre él eran como ésta: «El único que entre todos sabe de política es él». Y en una reunión de la Comisión Permanente de UCD hizo el ataque de profundidad: acusó al presidente de acumular todo el poder, mientras los ministros se enteraban de las decisiones por la prensa. Y planteó la alternativa de la ruptura: «O gobernamos contigo, o gobiernas tú solo. Esto hay que aclararlo desde el principio, porque si no, yo me voy a la oposición dentro del partido».
Sin embargo, Joaquín Garrigues era limpio y sincero. Encantador como persona, bien equipado intelectualmente y con gran claridad en sus posiciones políticas. Un día estaba reunido con el presidente en su despacho de La Moncloa. Les separaba la mesa de Narváez. Suárez apoyó los codos, miró a Joaquín a los ojos y le preguntó de forma abrupta: «Pero vamos a ver, Joaquín, ¿tú qué coño es lo que quieres?». Y Joaquín Garrigues respondió: «Lo que yo quiero es ocupar tu silla, estar sentado ahí». Se comportaba como un conspirador, es cierto; pero un conspirador a cara descubierta. Y lo decía. En la ejecutiva de UCD del 13 de octubre de 1979 se despachó así: «Todos los que estamos aquí querríamos sentarnos en el sillón de Adolfo Suárez, aunque sólo yo soy capaz de decirlo en voz alta».
En esa reunión de la ejecutiva empezó a quedar claro que UCD no tenía remedio. Poseía capacidad de convocatoria, porque en 1979 llegó a tener 140.000 militantes, cifra notable para un partido con dos años de vida. Era un buen aparato de poder, había conquistado la mayoría en el Congreso y el Senado, el Gobierno de la nación y un importante poder territorial, con sus gobernadores civiles, la mayoría de las diputaciones provinciales, 4.000 alcaldes y unos 30.000 concejales. Gobernaba la mitad de los municipios españoles.
Pero fallaba por arriba. Era un partido joven, que no había tenido rodadura en la oposición democrática. Se encontró de golpe con el poder, pero no por méritos propios, sino estrictamente porque se lo había regalado Adolfo Suárez desde los carteles electorales. En su funcionamiento, no tenía una buena estructura ni una ideología coherente que le diera cohesión. Su presidente, Adolfo Suárez, estaba más entregado a las tareas de Gobierno que a la arquitectura partidista que, en el fondo, consideraba como un mero apoyo y sostén del Gobierno. El propio Suárez carecía de formación de partido y le costaba entender sus mecanismos. Y la dirección era el escenario de todas las ambiciones, porque en ella estaban precisamente los cabezas visibles de las formaciones que habían dado luz al centro político. Y todos eran aspirantes a la presidencia del Gobierno, aunque sólo Joaquín Garrigues lo confesara.
¿Se ejerció una permanente conspiración contra Suárez? En las apariencias, sí. Pero, en el fondo, era una guerra de todos contra todos, cuya victoria pasaba por cargarse a Suárez. Garrigues no podía descabalgar a Ordóñez si Suárez seguía en la presidencia, y así sucesivamente. Para cada uno de los barones, la caída de Suárez era la primera batalla de esa guerra.
Resulta llamativo que personalidades tan sólidas, con aspiraciones tan altas y con tan demostradas ambiciones, no trataran de darle a UCD su propio barniz político; es decir, hacer de su propia ideología la ideología dominante del partido. Que yo recuerde, esa intención no se ha percibido nunca. La mayoría se conformó con las cuotas de poder que le tocaban o le habían tocado en el reparto, trataba de aumentarlas y las disensiones las llevaban por la vía de la crítica a la organización, a los fallos de la comunicación interna o la ausencia de un programa político más claro. Esto se decía en el año 1979, el mismo año en que se habían ganado las segundas elecciones legislativas. Nunca un partido se descompuso en un plazo más corto de tiempo y en pleno disfrute de una victoria electoral. Debería pasar a la antología de los ridículos políticos.
Después llegaron las elecciones municipales, y UCD obtuvo un buen resultado: el 43,9 por ciento de los concejales y prácticamente la mitad de los alcaldes (el 49,4). Pero el PSOE y el PCE firmaron el que se llamó «Pacto de Progreso», y se repartieron sobre todo las ciudades, que gobernaron hasta la euforia del voto PP en 2005. UCD comenzó a sonar como el partido derrotado en esas urnas. Y empezó a tener aspecto de partido rural.
El suicidio político de UCD y el asesinato político de Adolfo Suárez se fueron perfilando sobre esas bases. La reunión de la ejecutiva mencionada puede considerarse el gran estallido de la sublevación o, por lo menos, el día en que se empezaron a enseñar claramente los dientes, y el presidente pudo percibir que sus defensores a ultranza eran minoría.
Así se llegó a la famosa y tormentosa reunión que se celebró en la llamada Casa de la Pradera. Fueron dos días de encierro en una finca del Patrimonio Nacional a cuarenta kilómetros de Madrid. Y fue una catarsis de la que todos salieron con heridas. Sobre todo, Suárez, que llegó a ausentarse durante una hora para que los asistentes —¿habría que decir los amotinados?— pudieran debatir con toda libertad sobre su continuidad al frente del partido.
No era la primera vez que Suárez planteaba la posibilidad de marcharse. Tras la moción de censura presentada por Felipe González (mes de mayo), comenta a su partido que no tiene ningún afán de perpetuarse. Por lo tanto, si el partido cree que es bueno el recambio, en él no encontrarán resistencia. Ya sabe que no es el político más deseado de la España constitucional: su popularidad, su índice de aceptación, que se había acercado al 80 por ciento en la primavera de 1977, no llegaba ahora al 40 por ciento. Medio Suárez se había quedado por el camino. Y algo peor: un diario tan solvente como El País comenzaba a dar cabida en sus páginas a noticias de las maniobras para sustituirle.
De 1980 se puede decir que fue el año del derrumbe. Comenzó por el referéndum de Andalucía y las citas electorales en el País Vasco y Cataluña, que fueron erróneamente interpretadas por todos y dramáticamente interpretadas por UCD. Hoy sabemos que Andalucía tiene un fuerte sentido identitario y era un coto electoral del PSOE, que gobernó en solitario la comunidad hasta 2012. En mirada retrospectiva, José Oneto cree que la caída de Suárez y de todo el proyecto de UCD comenzó en esa consulta popular de Andalucía y convocarla fue el mayor error de cálculo del Gobierno.
Hoy sabemos también que el PNV es una fuerza hegemónica en el País Vasco, y se ha demostrado a lo largo del tiempo, aunque en 2008 lo haya descabalgado provisionalmente Patxi López, con un pacto con Antonio Basagoiti (Partido Popular) que, según las encuestas, nunca fue aceptado por la sociedad vasca. Y hoy sabemos que en Cataluña Convergència i Unió ha sido la coalición reinante, que gobernó siempre con mayoría absoluta o suficiente hasta que Artur Mas cometió el error de adelantar elecciones con el espejismo de la independencia y le regaló sus votos a Esquerra Republicana. Hoy sabemos, en fin, que las tres comunidades, especialmente Cataluña, votan distinto en las elecciones generales y en las autonómicas. En las generales, con mentalidad estatal; en las autonómicas, con voluntad regional.
Pero entonces nada de eso se sabía. Se interpretaron las tres elecciones en clave estatal, y a Suárez le tocó pagar las consecuencias. «Y van tres», decía la revista Cambio 16 después de las urnas catalanas. Era la gota de desánimo que colmaba el vaso de la desorientación. Y faltaban todavía las elecciones parciales al Senado en Sevilla y Almería, y las desgracias nunca vienen solas: en ambas circunscripciones UCD perdió los tres escaños que se jugaban en las urnas. Todo parecía diseñado para desmoralizar al presidente.
A la vista de la situación, la prensa comenzó a ver un Suárez decadente, y un periodista representativo de la época como el citado José Oneto empezó a captar en «círculos políticos imparciales» de Madrid la necesidad de que el presidente pidiera un voto de confianza al Congreso de los Diputados: «Tiene que someterse al veredicto del Parlamento y pronunciarse públicamente sobre la forma en que se van a desarrollar y articular las autonomías». A la crisis de partido se empezaba a unir la inquietud por la unidad nacional que pasados los años se transformaría en la demanda del «derecho a decidir» por parte de los nacionalismos vasco y catalán.
Pero lo que realmente amargaba a Suárez era su partido, la UCD. Jorge Trías Sagnier extrajo de los papeles que le han entregado para custodia un testimonio que Eduardo Navarro pone en boca de Suárez y que es extraordinariamente revelador: «Nadie ha creído algo que es absolutamente cierto: después de las elecciones de 1979, la descomposición de UCD en facciones y el intento de algunas de éstas en marchar rápidamente al campo contrario, hacían imposible la tarea de gobernar con seriedad. Nunca olvidaré el año 80, ni la moción de censura que presentó el PSOE ni la cuestión de confianza, ni todas y cada una de las votaciones del Congreso durante ese año. Cada una de ellas se desarrolló bajo la amenaza de que un grupo numeroso de diputados abandonaba el grupo parlamentario de UCD y se pasaba al campo contrario. Las críticas a la persona del presidente —a mi persona— provenían de todos lados: de la derecha, de la izquierda y de mi propio partido. Había pasado de ser el protagonista del proceso democrático a un malvado encantador de serpientes. Yo pensé que estas críticas influían en la clase política pero no en el pueblo español. Es posible que me equivocara. Ante esta situación decidí dimitir».
No quedan muchos testigos directos de los días finales de Suárez como presidente del Gobierno. No resulta fácil, por tanto, meterse en la intimidad del hombre cuando empieza a reflexionar sobre la opción de dejarlo todo.
Pero hay un colaborador próximo, José Julián Barriga Bravo, que entonces era director general de Relaciones Informativas en la Secretaría de Estado de Comunicación, que sí ha visto a Suárez en un momento expresivo y que retrata la casi trágica soledad de un gobernante que se encontraba contra las cuerdas.
«Es —recuerda Julián Barriga— una de las imágenes que en mi opinión mejor representan el declive del presidente Suárez». Ocurrió una tarde muy señalada; una tarde, además, que debiera haber sido de celebración, porque acababa de ganar la cuestión de confianza en el Congreso de los Diputados.
Era en septiembre de 1980, y Julián Barriga lo revive así:
El presidente regresó a su despacho de Moncloa, digamos que en estado melancólico. Alguien de su secretaría me alertó de que tal vez convenía acompañarle para comentar el desarrollo de la sesión parlamentaria. Con el pretexto de mostrarle los despachos que a lo largo del día habían transmitido las agencias, bajé a su oficina. El despacho, el mismo que meses más tarde sirvió para grabar la alocución de su dimisión, era un espacio mal amueblado, con ínfulas de despacho histórico, pero bastante impostado, como lo era prácticamente todo el edificio de Moncloa.
Allí estaba el principal protagonista de la Transición en semioscuridad. Sólo iluminaba la estancia la luz mortecina de una lámpara de mesa. Aquel dirigente político era la más viva representación del abandono y del abatimiento, a pesar de que acaba de refrendar su mandato en las Cortes.
En aquellos tiempos era habitual entre quienes más le frecuentábamos esta cuestión: ¿qué le pasa al presidente o qué le pasa a Adolfo? Muy pocos se atrevieron a aventurar alguna interpretación más personal, diferente a la de la intriga política. Indudablemente aquel personaje fuerte, intuitivo, optimista, arrollador, se había convertido en un dirigente con inapetencia política, alguien diría que indolente, resignado, en trance de derrota, como así sucedió poco más tarde.
Un hombre abatido. Lo que se desprende de la visión de Julián Barriga en aquel despacho era que Suárez había perdido lo que parecía más suyo: la ilusión. Ya no le ilusionaba ni una victoria en el Parlamento que significaba nada menos que su continuidad como jefe del Gobierno. En su cabeza rondaba el tentador pájaro de la dimisión.
Rondaba tanto, que creo que no sabía cómo hacerlo. Y así, según contó Josep Melià en su libro sobre la caída, encargó a su equipo dos discursos para el Congreso de UCD de 1981: uno, de apertura y otro por si perdía el congreso, para marcharse. Hubo al menos un par de ministros que fueron sondeados por él para saber si estaban dispuestos a asumir la presidencia.
Su equipo de entonces recuerda muestras de indolencia en detalles aparentemente menores, como hacer esperar mucho a las visitas. Le pregunté a Julián Barriga si tuvo alguna vez la misma sensación y me lo confirmó: una de las imágenes que conserva en su retina es ver a un alto militar en una sala de espera durante mucho tiempo. Suárez bajaba al despacho más tarde de lo habitual o, estando en el despacho, se sumía en profundas y largas reflexiones.
Más sensible resulta el aspecto humano. Los tiempos finales de Suárez en La Moncloa fueron muy amargos para un hombre que había cambiado España y se encontraba con una enorme ingratitud. Los ingredientes que le fueron empujando al abandono han sido los mencionados de cerco del PSOE, acoso de su propios compañeros y el distanciamiento del rey. Pero Suárez estaba preparado para combatir todo eso. Para lo que no estaba preparado era para no sentirse querido. Y hubo dos gestos que le hicieron replantear su vida.
Uno ocurrió una tarde que se dirigía al Congreso de los Diputados. Su coche paró en un semáforo en la Gran Vía. Al lado había otro automóvil cuyo conductor miraba interesado para comprobar si su ocasional vecino era el presidente del Gobierno, al que no todos los días se puede encontrar en la calle. Adolfo preparó su mejor sonrisa para saludarle, le hizo un gesto con la mano, y el conductor torció la cara: tenía interés por comprobar si lo era, pero no quería cruzar su mirada con él. Aquello fue para Adolfo una cuchillada en el corazón. No se detuvo en pensar que toda persona tiene adversarios o enemigos. No quiso analizar siquiera que podía ser un militante de la extrema derecha que tanto le odiaba. Nada de eso. Yo creo que se imaginó, en el pesimismo de aquellos días, que aquel conductor representaba a todo el pueblo español.
Creo poder decir que había sido muy eficaz determinada propaganda: la misma que movía la aversión de los militares. Para los ciudadanos más conservadores —no me atrevo a decir menos demócratas— Suárez era el traidor que había destrozado la obra del Caudillo, que había traído unas libertades que desembocaron en el libertinaje, que la había abierto las puertas a los rojos, que había pactado con los separatistas, que había terminado con el nacionalcatolicismo y había cometido la herejía de autorizar el divorcio… Suárez era gente de la peor calaña, que quizá no merecía siquiera ser español.
Quienes tenían esas creencias estaban muy cerca de él. Gente que iba a misa y coincidía en la iglesia después de su dimisión y lo mortificaba cruelmente negándole la paz, algo que Ventura Pérez Mariño recuerda todavía con asombro. Eran, quizá, de la misma ideología básica que los exaltados de extrema derecha que en febrero de 1979 lo habían recibido en Badajoz al grito de «asesino» y «traidor».
Lo que vivió Victoria Lafora en la campaña electoral del CDS (ya en 1982) fue también cruel, porque Suárez iba por los pueblos derrochando simpatía, recibía muchos afectos, aplausos y gritos de «Presidente, presidente», pero también había gente que le imprecaba. Lo más duro quizá, según el recuerdo de Victoria, fue entrar en un bar de Valencia en compañía de Eduardo Punset a picar algo antes de un mitin y escuchar cómo le llamaban traidor. Diré que estos insultos le afectaban, cómo no, pero no le humillaban, porque los había escuchado en los cuarteles, que impresionan un poco más. Por desgracia, la salud le impidió volver a los mismos lugares y comprobar que quienes entonces le menospreciaban hoy estarían orgullosos de hacerse una foto con él.
Pero en aquellos momentos no sabía que se le haría justicia histórica. En aquellos momentos se veía como le contó a la periodista Josefina Martínez del Álamo en una entrevista que le concedió en Perú y que ABC tardó más de un cuarto de siglo en publicar: «Soy un hombre absolutamente desprestigiado». Confesión dramática. No era así. Era criticado, estaba cercado, era consciente de sus errores, los más críticos le habían perdido el respeto y él quizá se comparaba con sus días de rosas y se veía así, desprestigiado. Y está muy claro: cuando un hombre tiene esa percepción tan negativa, está pensando en tirar la toalla.
La suma de todos esos factores (ejército, partido, prensa, entorno popular) agotaron su capacidad de resistencia y su proverbial capacidad de adaptación. Por si faltara algo, la patronal CEOE parecía a veces un nido de conspiración contra él porque lo veían como un enemigo que hacía política contra los intereses empresariales. Y por si siguiera faltando algo, se presentó el proyecto de Ley de Divorcio, que suscitó una profunda oposición de la Conferencia Episcopal. Alberto Aza me confesó que desde junio de 1977 tenía la Ley de Divorcio en su cajón, como «arma de entretenimiento social» si se ponían mal las cosas y convenía sacarla en un momento determinado. Tuvo que ser Fernández Ordóñez quien la sacara en un momento que resultó inadecuado, porque sirvió para incrementar el ambiente crítico.
Harto de traiciones, desprotegido, incomprendido y, sobre todo, cansado, Suárez empezó a asumir que la dimisión era una hipótesis razonable de salida. Primero la aceptó, después se encariñó con ella, finalmente la consideró una liberación. No conozco a nadie que haya sido consultado. Pero sí me consta que un día acudió al despacho del ministro de Asuntos Exteriores, José Pedro Pérez-Llorca, con la disculpa de que no conocía aquel edificio, y terminó preguntando a José Pedro si estaría dispuesto a asumir la presidencia. Fue su primer gesto visible, pero sumamente discreto, de busca de sucesor.
El paso definitivo lo dio el 27 de enero de 1981. Ese día, bien documentado por Sabino Fernández Campo, acudió al Palacio de la Zarzuela. Le comunicó la decisión de marcharse al propio Sabino. Almorzó con los reyes. Le sirvieron el café en el despacho del rey. Y se lo dijo. Don Juan Carlos se limitó a preguntarle si lo había pensado bien, le aconsejó que «le diera otra vuelta» y él le explicó las razones de tan drástica decisión.
Un día, lejos ya del poder y alejado por completo de cualquier ambición política, le pregunté a Suárez qué habría hecho si don Juan Carlos no le hubiera aceptado la dimisión, y él me respondió:
—No lo sé, Fernando, pero no tiene sentido darle vueltas a eso. Sé que hice lo que tenía que hacer. Y creo que el rey hizo también lo que tenía que hacer.
El último compañero y amigo que intentó convencerle de que no dimitiera fue Jaime Lamo de Espinosa, su ministro de Agricultura con quien había tenido tantas confidencias. A las nueve de la mañana se presentó en el Palacio de la Moncloa, que estaba todavía desierto. El bedel mayor del palacio enciende las luces del Salón de Columnas, y Suárez le recibe en tirantes. Estaba sonriente, recuerda Lamo.
—Vengo a convencerte de que no te vayas; a pedirte que reconsideres tu decisión.
Y Suárez:
—No te esfuerces, no hay marcha atrás.
Acto seguido, le narra las razones que tiene para irse. Entre ellas destaca ésta: en UCD ya no hay voluntad centrista; el mapa de España se va a romper en derecha e izquierda. Su misión ha terminado. Y le pide que le acompañe a La Zarzuela.
Camino de la residencia del rey le enseña la carta de dimisión. Jaime Lamo observa que lleva la fecha cambiada, porque había sido escrita el día anterior. Suárez no le da importancia: en La Zarzuela se la pueden transcribir, porque allí siempre hay papel timbrado del presidente del Gobierno. Llegan a palacio, entran en el despacho de Sabino Fernández Campo, Suárez le pide que reescriban la carta, pero «léela tú antes, por favor». Y ahí se produce la famosa frase: «Le he pedido a Jaime que venga conmigo para que haya un testigo de que me voy por mi propia voluntad y nadie me echa».
Al recordar aquel momento, Jaime Lamo de Espinosa ensalza la rapidez mental de Adolfo Suárez: todo eso se le ocurrió en el instante mismo de verlo en La Moncloa. Algo así como un alivio: «Vaya, ya tengo un testigo»; porque, como resalta Jaime, nunca le había pedido que le acompañara. Fue un recurso de última hora para la historia.
Intentemos ahora una interpretación de los hechos. Al final, la presidencia del Gobierno se convirtió en un calvario. Adolfo Suárez se encontró sin nada a que agarrarse. Sus compañeros de travesía no estaban. Los que más le habían ayudado en la operación histórica del gran cambio se habían marchado: Alfonso Osorio, Fernando Abril… Llevaba demasiados divorcios políticos en su cuenta, al final dolorosa.
Sus hijos habían crecido y se empezó a dar cuenta de que los había descuidado. Amparo le preguntaba por qué tenía que aguantar todo aquello.
El parlamentarismo que había creado era incómodo y no le gustaba. El PSOE le agredía de forma inmisericorde y no le dejaba respirar: parecía que tenía infiltrados en todos los ministerios, a juzgar por la información que lucían, que le echaban a la cara, en los debates del Congreso. Se palpaba que Felipe González reunía más adhesiones y simpatías, porque era el hombre del futuro.
Los índices de aceptación popular caían, y él tampoco tenía ganas de ponerse a seducir a los ciudadanos.
La prensa era sumamente crítica con la marcha del país y con él personalmente.
Los militares, como hemos visto, buscaron su cabeza hasta el final y después del final.
Y el ambiente externo era de una interminable conspiración. Uno de los signos distintivos de Suárez es que siempre pareció que había alguien, algún grupo, que quería quitarle el puesto. A muchos no les cabía en la cabeza que pudiera gobernar un partido de centro: tenía que ser de izquierda o de derecha. Otros no aceptaban que no representase a ningún poder fáctico. Y otros, sencillamente, querían apartarle porque lo consideraban una máquina de ganar elecciones.
Desestabilización de larga historia. Ya en abril de 1978 aparece en escena la Operación Gran Derecha o Nueva Mayoría, como si la mayoría de UCD, gobernando con el apoyo puntual de la Minoría Catalana y el Partido Socialista de Andalucía de Rojas Marcos, no tuviese suficiente apoyo. Se trataba, en realidad, de movimientos —algunos bastante obscenos— para devolver el poder a la derecha política.
Después, sobre todo a lo largo de 1980, los términos conspiratorios dominan los comentarios y los corrillos políticos y financieros. Tarradellas aparece para hablar de un «Gobierno de unidad». El general Fernando de Santiago propugna en un artículo un Gobierno para «salvar España». En la prensa se acogen y comentan conceptos como «Gobierno de salvación nacional», «Operación golpe de timón», «Gobierno de coalición», «Gobierno de gestión», «Gobierno de concentración»… También circulan expresiones más inquietantes como «golpe blando», «golpe de timón», que quizá condujo el 23-F, o «golpe a la turca». Y casi terminando ese año, es decir, a dos meses de la dimisión de Suárez, Miguel Ángel Aguilar sorprende a los lectores de El País con esta información: «Sectores financieros, eclesiásticos y militares propugnan un Gobierno de gestión con Alfonso Osorio». Estas denominaciones, sumadas al clima de opinión que se estaba creando, indicaban que había un ambiente de conspiración de todos los sectores para provocar la caída de Suárez y algo peor: para incitar a los militares a algo parecido a lo que tramaba el general Alfonso Armada.
En este ambiente, la idea de dimitir era una hipótesis razonable de trabajo. Adolfo Suárez incubó la idea de hacerlo en el otoño de 1980. En diciembre lo tenía decidido. Si tardó en comunicárselo al rey, fue porque le faltaba el argumento final. O quizá el sucesor. Se dijo mucho que mantuvo a Calvo-Sotelo alejado de las tensiones del partido para preservarlo «virgen», porque era el sucesor deseado. Es discutible, porque me consta que sondeó a varias personas. Por ejemplo, acudió a visitar a Pérez-Llorca en el Ministerio de Asuntos Exteriores, noticia que sorprendió a todos los que conocieron esa visita y provocó celos en los demás ministros.
Según mis fuentes, no fue una visita protocolaria ni de cumplido, ni fruto de su interés por los problemas del mundo. Respondía exclusivamente a que Suárez estaba buscando sucesor. Y no le ofreció la presidencia; simplemente le hizo una pregunta polivalente: «¿Qué opinarías si te propusiese…?». Pérez-Llorca no ha querido confirmármelo. Se limitó a decirme: «Ni habría sido capaz de aceptar la presidencia del Gobierno, ni habría tenido apoyos suficientes».
Jaime Lamo de Espinosa, que vivió desde muy cerca aquellos momentos, considera que hay cuatro hechos básicos que le empujan a renunciar: la prensa, que «lo elevó y lo tumbó»; el partido, que le hizo la vida imposible; las diferencias con el rey, que se fueron incrementando, y una pregunta que le obsesionaba: «Si Fernando Abril me ha fallado, ¿qué más tengo que perder?».
Así se marchó. Se marchó desinflado por un ambiente hostil. Se lo dijo a Jaime Peñafiel en una entrevista para Hola un año después de su retirada: «No, yo no tiré la toalla. Llegué a la conclusión profunda de que mi dimisión era necesaria para la vida política española, porque yo, en aquellos momentos, tenía frente a mí muchísimos sectores de la vida española y una parte importante también de mi propio partido».
Pero hay dos factores que resultaron definitivos para la retirada: la presión militar y lo que Suárez entendió como desafecto del rey. En su discurso de dimisión, que en este momento me permito volver del revés, dijo: «No me voy por cansancio» y pienso que no dijo toda la verdad. Quizá la expresión que más se aproximaría a sus sentimientos sea otra que él nunca pronunciaría: «Me voy harto». Harto (utilizo palabras de su discurso) de que no se reconociera que era el político que «a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, ha permanecido tanto tiempo gobernando democráticamente España». Harto de que se recurra a «la inútil descalificación global, a la visceralidad o al ataque personal porque creo que se perjudica el normal funcionamiento de las instituciones democráticas». Harto de que no se reconozca que «mi desgaste personal ha permitido articular un sistema de libertades, un nuevo modelo de convivencia social y un nuevo modelo de Estado».
Esas amarguras, así interpretadas, están, como digo, en su discurso de despedida. Y la frase enigmática: «Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España». La importancia de estas palabras no está en ellas mismas, sino en las que las preceden: «como ocurre frecuentemente en la historia, la continuidad de una obra exige un cambio de personas». Adolfo Suárez se sacrificó para que su obra continuase. ¿Quiénes querían deshacerla? Los generales golpistas que conspiraban continuamente y lo habían declarado el enemigo a batir. Tenía razón Lamo de Espinosa: «Dimitió para evitar el 23-F». No lo echaron los militares. Sirvió él su propia cabeza para hacer posible la continuidad de la normalidad democrática que él había construido.
¿Le retiró el rey su confianza, como se ha escrito? Nunca. Jamás le hizo la menor indicación de que abandonara la presidencia, ni siquiera como consecuencia de la presión militar. Únicamente manifestaba su insatisfacción por la marcha del país, como gran parte de los ciudadanos. Y hubo un cierto desapego, que a Suárez le hizo pensar que algo había ocurrido y que el rey ya no era el mismo Juan Carlos que se presentaba en La Moncloa para darle ánimos a él y a sus ministros. Inevitablemente empezó a pensar que estaba llegando al final de una hermosa historia de amor. Se había acabado la magia, después de que se hubiera terminado la pasión. Suárez había sido un instrumento de máxima utilidad para crear el sistema de libertades, ahora se imponía continuar la historia.
Creo que sí, que la sensación de desamor fue la que echó a Suárez. Primero, la falta de fe de los suyos, tan conspiradores. Después, la de los ajenos. De forma permanente, la de los enemigos. Y por último, la de un cómplice, amigo, confidente, llamado Juan Carlos de Borbón.
Don Juan Carlos, cuando se escribe este libro, no tiene conciencia de haber influido para nada en su decisión de dimitir. Al revés: todo es afecto y gratitud. Las satisfacciones anteriores y quizá alguna nostalgia posterior terminaron por dominar y esconder los desencuentros en el recuerdo del rey.
Pero Suárez, en aquellos momentos de duda, cerco y zozobra, necesitaba ser muy querido. Necesitaba sentirse muy querido.
O crea el CDS, o revienta. Creyó en serio que podía volver a La Moncloa. Pero el PSOE le había quitado el sitio.
Después buscó ese cariño directamente en el pueblo. Fue cuando, desengañado de los cercos de UCD, aspiró a tener su propia fuerza política, a su imagen y semejanza. Y fundó el CDS. ¡Lo que hace el paso del tiempo! La mayoría de la gente cree que la vida política de Adolfo Suárez (bueno, de los que recuerdan a Adolfo Suárez) se acabó el día 29 de enero de 1981 cuando se levantó de su silla en el Palacio de la Moncloa ante las cámaras de televisión, después de decir «gracias a todos y por todo», y con una prórroga que le llevó al acto heroico frente a los golpistas a los dos minutos del asalto de Tejero.
No. A Adolfo Suárez todavía le quedaba mucha cuerda. Todavía le quedaba la cuerda del Centro Democrático y Social, el CDS, cuya letra final de las siglas coincidía también con su apellido y el imaginario popular interpretó: «Centro Democrático de Suárez». ¿Se debió meter en esa aventura? Hay dudas. Hay quien sostiene que, si no lo hubiera hecho, arrastraría la tentación y la frustración durante toda su vida. Por el contrario, Pilar Cernuda sostiene que «un presidente no puede montar un partido cuando deja el poder».
Cualquiera que haya sido su nivel de discutible acierto, se podría decir que, si Suárez no promueve ese partido, «revienta». Lo tenía que hacer por necesidad personal, porque la política era su vida y sin la política no podía vivir. Lo tenía que hacer para convencerse a sí mismo de que era capaz de tener un partido propio. Y por la más inconfesable de las razones, es decir, la necesidad del desahogo después del fiasco, los desengaños y los desamores de la UCD. Tenía que hacerlo, por último, por la más profunda de sus convicciones: era preciso disponer de una fuerza política de centro que evitase la confrontación entre la izquierda y la derecha.
De manera que se lanzó. Para este cronista fue el reencuentro, porque me pidió colaboración en la aportación de ideas. Contribuí con folios en abundancia y creo que una única ocurrencia: efectuada con éxito la transición política, España necesitaba acometer la transición económica.
En aquella aventura Suárez rejuveneció. Volvió a la batalla política con ímpetu, y creo que con algo de ingenuidad. Trabajaba sin parar. Aprovechaba los viajes para hacer o rehacer discursos de mitin. Llevaba muy interiorizada la memoria de UCD. Seguía dolido y se le notaban las ansias de imponerse a aquellos desagradecidos líderes. «Le salían los agravios en cuanto mencionabas aquellas siglas», recuerda uno de los cronistas. Se rodeó de un magnífico y ocurrente equipo de fuerte presencia catalana que sacaban eslóganes sin parar. Yo conservo todavía una chapa que reza: «Yo también tengo problemas con la banca».
Los informadores electorales de la última campaña ingeniaron una maldad: bautizar la caravana electoral como «la caravana de Juana la Loca», que paseaba a Felipe el Hermoso por los pueblos de España. Pero Suárez no se sentía en absoluto un cadáver, sino el resucitado. Estaba eufórico. Irradiaba entusiasmo. Hablaba largo y tendido con los periodistas y les contaba intimidades, como las ya expuestas que me transmitió Victoria Lafora. Se sumaba a los periodistas que cantaban «la bilirrubina».
Hoy, revisado el manifiesto del CDS de 1986, sigue teniendo validez en casi todos sus diagnósticos: «uno de cada dos jóvenes se encuentra en busca de su primer empleo»; «se empieza a extender un sentimiento de frustración que puede destrozar el mejor capital con que cuenta una nación, su capital humano»; «la clase política es rechazada de una forma implacable»… Y, sobre todo, pretende hacerse un hueco entre las dos Españas: «… hombres y mujeres que no desean el enfrentamiento de nuestro pueblo y por eso no creen en la virtualidad de los extremismos o de las actitudes dogmáticas». Suárez en su pura esencia.
La nueva aventura comenzaba el 31 de julio de 1982, tres días después de darse de baja como militante de UCD. No tenía más medios que un crédito bancario de cien millones de pesetas (algo más de medio millón de euros) avalado por los propios promotores del partido. Su salida al ruedo resultó excesivamente apresurada. Tuvo sólo tres meses de rodadura y lanzamiento, porque las elecciones se celebraron el 28 de octubre. Y compareció en mal momento: cuando España decidía cambiar su mapa político, le daba a Felipe González una mayoría nunca vista de 202 escaños, ascendía a la Coalición Popular a la categoría de alternativa pasando de nueve a 107 escaños, y despedía al centrismo sin agradecerle mucho los servicios prestados, con la humillación añadida de hacerle pasar de 168 diputados a 12. El CDS empezó su andadura parlamentaria con dos modestísimos escaños e integrado en el Grupo Mixto, donde Adolfo Suárez iba a coincidir otra vez con Santiago Carrillo. En opinión de Antonio Casado, era lo que tenía que ocurrir: Suárez iba a pescar el voto progresista, casi el socialdemócrata; tenía vitola centrista, pero era de centroizquierda. Y ese voto ya se había enamorado de Felipe González. Suárez se quedó aplastado, por lo menos achicado, entre un Felipe esplendoroso y un Fraga creciente.
Pero el ex presidente no se desmoralizó. Siguió batallando. Fue peleón ante el referéndum de la OTAN y contra la permanencia de España. Y, en las elecciones de 1986, llegó el premio: de un 3 por ciento escaso de los votos conseguido en 1982, al 10 por ciento, y de dos míseros escaños, a diecinueve. Ya se había constituido un grupo parlamentario, con todas sus ventajas. Y era un partido influyente. Aquello prometía. Y siguió prometiendo al obtener siete escaños en las elecciones europeas. Y todavía siguió prometiendo en las municipales, en las que no sólo creció, sino que llegó a conseguir la presidencia del Gobierno canario y, por extraños y bien jugados movimientos de los pactos, colocó a Rodríguez Sahagún como alcalde de Madrid. Añadamos sus éxitos de imagen, con la incorporación de personalidades como Ramón Tamames, Raúl Morodo o Federico Mayor Zaragoza.
Sin embargo, por alguna jugada del destino, aquel 1986 fue el cénit del CDS, pero también el comienzo de la nueva y definitiva caída. Suárez buscó el paraguas económico protector de Mario Conde, del que obtuvo ayuda financiera, pero no garra política. En las siguientes elecciones europeas ya pierde respaldo. En las generales de octubre de 1989 pierde cinco escaños y el 2 por ciento de los votos, y pasa a ser la quinta fuerza parlamentaria.
¿Qué ocurrió para que se desencadenara tal decadencia? Posiblemente que se quedó sin espacio político, porque el bipartidismo se estaba asentando. Se estaba produciendo un visible debilitamiento del PSOE, que estaba siendo acosado por los primeros escándalos, pero no lo suficiente para dejar terreno a otro partido de centroizquierda, y empezaba a vislumbrarse el ascenso del Partido Popular. La dureza de la oposición de José María Aznar no sólo atraía adeptos a sus filas, sino que radicalizaba la vida política, y se desvanecía el sueño suarista del dique intermedio que evitase la confrontación.
A ese ambiente general había que añadir la estrategia de alianzas del CDS, que nunca tuvo la coherencia que exigía la sociedad. En los ayuntamientos y autonomías pactó con la derecha, lo cual produjo el desencanto de su sector más progresista. En cuanto al Gobierno central, mantuvo una relación de diálogo y cooperación con el PSOE que nunca fue bien entendida por la opinión pública. Aunque se trató de un escándalo menor, comparado con los que vinieron después, en la primavera de 1990 estalló el «caso Juan Guerra», y Suárez no se mostró beligerante mientras la prensa prorrumpía en clamor y exigía el cese o la dimisión de su hermano Alfonso. Su experiencia y sentido de Estado no le permitía siquiera el lujo de aplicar al entonces todopoderoso vicepresidente lo que decía Miquel Roca i Junyent: «A usted, señor Guerra, lo que le ocurre es que hay mucha gente que le tiene ganas». Suárez, que había sido el más ofendido por él, si también le tenía esas ganas, renunció a la venganza. Quizá por eso Alfonso Guerra se convirtió después en un fervoroso defensor de Suárez y de su obra. En medio de aquellos quereres, Javier González Ferrari le preguntó, irritado, por qué apoyaba así a Felipe. Y Suárez le respondió:
—Lo importante es sobrevivir.
«Y envolvió la respuesta —dice Ferrari— en una de esas sonrisas y con la palmada en la espalda que no sabes si es picardía o busca de complicidad».
El caso es que esa aproximación al Gobierno de Felipe González no fue bien entendida y le pasó factura. En la noche electoral del 26 de mayo de 1991 (urnas autonómicas y municipales), Adolfo Suárez presentó su dimisión como presidente del CDS. La muerte de Agustín Rodríguez Sahagún le había afectado. Sentía otra vez la amarga sensación de soledad, ciertamente visible en dos historias que vivió José Ramón Verano como cronista de su campaña electoral. En Murcia, Suárez pasó junto a unos novios que se casaban, subió la escalinata del hotel donde estaban los invitados, y nadie lo miró. En Madrid, hubo que simular un fallo eléctrico en el cine donde iba a dar un mitin, a la espera de llenar la sala, que estaba medio vacía. Teixidó, su gran aliento catalán, debía tener noticias del abatimiento de Suárez, porque el último día de campaña les dijo a los periodistas: «Pasado mañana, pocas bromas». Aquella noche de la dimisión José Ramón Verano vio cómo los militantes recibían el mensaje de renuncia: con lágrimas en los ojos.
Cinco meses después, renunciaba a su acta de diputado. Ahí terminaba la carrera política de Adolfo Suárez y empezaba su tragedia familiar: la larga y penosa enfermedad de Amparo, el cáncer de Marian, el otro cáncer de Sonsoles, las dificultades económicas sin cuento y otra vez la vuelta a la soledad, mientras su memoria se iba perdiendo, mientras el país le volvía a querer, mientras la prensa le volvía a apreciar, mientras brotaba la nostalgia de su forma de gobernar…