El permanente ruido de sables

TODOS los días, presión militar hasta el estallido final. Reuniones, conspiraciones y salas de banderas. El rey, Suárez y Armada. Suárez había hecho un curso para estar preparado para un secuestro.

Adolfo Suárez tuvo que enfrentarse demasiadas veces con la resistencia militar. Fue una de las constantes de su mandato. Gobernó bajo el riesgo permanente de un golpe de Estado, que se produjo cuando iba a entregar los poderes a Calvo-Sotelo. Fue, quizá, la nota más amarga de su gobernación y la que puso más a prueba su autoridad. Hay que decir que ejerció esa autoridad con fortaleza y poniéndose a sí mismo en riesgo físico. Pero sin ceder ni un milímetro en su dignidad, como demuestra su diálogo con el general Fernando de Santiago: «No olvides que en el Código de Justicia Militar sigue vigente la pena de muerte». Sin embargo, pasado todo, Rodolfo Martín Villa le escuchó esta confesión: «A los únicos que no he conseguido poner en su sitio ha sido a los militares». Ésta es la historia de un desafío.

El llamado estamento militar recibió a Suárez con muchos recelos. No sólo no lo había cuidado, sino que tenía un antecedente reciente de provocación o imposición: los sucesos de Vitoria a los que me he referido al principio de esta obra. Ahí tuvo que imponerse al capitán general de Burgos, que estaba decidido a enviar al ejército para restablecer el orden, y fue Suárez quien se opuso. No era fácil en la época que un teniente general viese disminuida su autoridad por un ministro que no pertenecía al Ejército, ni al Aire, ni a la Marina. Si para Suárez constituyó una demostración de criterio, en el ámbito castrense se interpretó como una humillación. Y ese hombre había sido nombrado presidente del Gobierno.

Por esta y otras razones, tampoco era, ni mucho menos, el presidente ideal para las Fuerzas Armadas. De todo lo que se ha publicado sobre el recibimiento en los ejércitos, hay un testimonio de autoridad del teniente general José Faura, jefe del Estado Mayor del Ejército en 1976, que escribe en su libro Las Fuerzas Armadas. Veinte años de democracia: «Se hubiera preferido a cualquiera de los otros dos de la terna [López Bravo y Silva Muñoz] […] El presidente aparece como un osado. Sorprendía su altanería, su desenvoltura […] Este conjunto de características levanta ciertos recelos en el seno de las Fuerzas Armadas, porque se interpretan como signos inequívocos de pequeñas traiciones que puedan conducir a otras mayores».

Estas impresiones fueron confirmadas por los hechos a lo largo de todo el mandato. Como ha demostrado la historia, el principal enemigo de la democracia que el rey y Suárez estaban construyendo era el ejército. Matizo: la parte del ejército que se puede considerar involucionista, porque hubo grandes militares que, sin contar con una trayectoria democrática, tenían un alto sentido de la lealtad y la disciplina y aceptaron, invocando el patriotismo, el espíritu de la reforma.

Pero los resistentes constituyeron una oposición constante. Durante todo su mandato. Y además, de forma creciente, como lo muestran los hechos: la relación con Suárez empezó en una reunión en el otoño de 1976 donde se oyó un «viva la madre que te parió» y terminó en un golpe de Estado.

Fue, quizá, la dificultad más grande y persistente de todo el proceso. Así como Suárez consiguió desmontar las estructuras políticas del franquismo, logró que las Cortes todavía franquistas se hicieran el harakiri y pudo anular las trampas que el búnker iba poniendo en su camino, tuvo que luchar permanentemente contra la resistencia militar. Y demasiadas veces se vio obligado a sentir cómo su esfuerzo democratizador podía ser, como dijo en su discurso de dimisión, un paréntesis en la historia de España.

Durante toda su gobernación, más la de Calvo-Sotelo, los militares de todas las graduaciones se consideraron a sí mismos vigilantes, tutores o condicionantes del proceso democratizador. Se veían traicionados cada vez que se daba un paso aperturista. Cada avance les parecía una desviación de la ortodoxia que ellos representaban. Y casi todos los días se escuchaban estertores en las salas de banderas. Si no había un fondo de conspiración en los cuarteles, sí había un estado de cabreo permanente que recogían los estudios de opinión y que se manifestaba en las conversaciones privadas y, muy singular y expresivamente, en los entierros de militares asesinados por el terrorismo, de ETA y de los GRAPO. Hemos vivido bajo un largo ruido de sables. Esas expresiones crípticas (ruido de sables, salas de banderas…) formaron parte natural de la crónica periodística de aquel tiempo. Fueron las incómodas compañeras de la salutación y goce de la democracia. El ruido de sables ha sido como la banda sonora de la Transición.

¿Tuvo algo que pueda considerarse positivo, una vez que la democracia está asentada y todo aquello parece una historia tan inverosímil como lejana? Probablemente sí. Uno de los ingredientes que hizo posible el éxito de la Transición ha sido el factor miedo. Miedo a repetir la historia y miedo a que el golpismo tradicional de España reapareciese con sus acrisoladas costumbres. La amenaza de golpe de Estado, vista con perspectiva histórica, ha sido una sombra de la Transición, un martirio de los gobernantes, un factor que siempre coartó, limitó y condicionó la alegría ciudadana por la conquista de la libertad, pero quizá ha sido también el factor decisivo para que triunfara la reforma sobre la ruptura. Su peor herencia quizá haya sido que impidió un tratamiento diferenciado para Cataluña, el País Vasco y Galicia, las nacionalidades históricas, y de ahí procedió parte del descontento de esas comunidades y, singularmente, del crecimiento del independentismo catalán. La igualdad de competencias se fue convirtiendo en un nuevo agravio a Cataluña «hasta que llegaría un punto —avisó Enric Juliana en su obra La España de los pingüinos—, en que la única diferencia posible con el resto de España sería la independencia».

Aquel ejército se sentía prolongación y garante del régimen de Franco. Así se lo mandaba su Generalísimo en su testamento, que se enmarcó y se colgó en las paredes de todos los cuarteles de España. Sin Generalísimo que fuese su cabeza visible, y con un jefe supremo de las Fuerzas Armadas al que obedecían pero del que no terminaban de fiarse, se sentían en la obligación de controlar el cambio, se irritaban cuando la hoja de ruta no coincidía con sus principios, y nunca faltaba algún líder local o nacional que se convertía en referencia para encabezar el retorno a la autenticidad. Y los había en abundancia. En el puro prestigio militar, Miláns del Bosch. En la raíz doctrinaria de la Falange, Iniesta Cano…

Como estímulo de los militares de mayor antigüedad, funcionaba un resorte mágico: ¿es que iban a ganar ahora la Guerra Civil los que la habían perdido hacía cuarenta años? Esa idea estaba en la literatura política de la época y se puede encontrar en multitud de artículos, singularmente del diario El Alcázar, el periódico preferido por los militares, y en libros de escritores de éxito, como Fernando Vizcaíno Casas. En efecto, abrir las puertas del Gobierno y de las instituciones a los socialistas, los nacionalistas y no digamos a los comunistas era como darle la vuelta a la historia. Para aquellos militares, tantas veces calificados como heroicos, columna vertebral de la patria, históricos y únicos vencedores del comunismo en todo el mundo, el espectáculo que iba a producirse ante sus ojos era como perder la guerra cuarenta años después.

Contra ese estado de ánimo en los cuarteles había tres instrumentos. Primero, el prestigio y la autoridad del rey Juan Carlos —al fin y al cabo designado sucesor por el mismísimo Franco—, que siempre fue obedecido, contra el que nunca se conspiró de forma clara, y cuyos discursos en la Pascua Militar el día 6 de enero de cada año eran el termómetro para medir la temperatura del estamento. Según la intensidad del estado de ánimo, así recurría Su Majestad al argumento de la unidad y, sobre todo, de la disciplina, el lenguaje que mejor se entendía en los cuarteles. Su empuje moral queda para la historia en el mensaje que dirigió a los nuevos ministros del primer Gobierno Suárez: «No tengáis miedo».

El segundo instrumento era la capacidad de seducción y equilibrio del presidente Suárez. Una vez agotada, tuvo que acudir al argumento de la autoridad y de la primacía del poder civil.

Y el tercero, lo indiscutible de la hoja de ruta de la Transición, que, como ha sido reiteradamente repetido, se hizo con estricto respeto a la legalidad y a los procedimientos previstos en las leyes. Incluso en las leyes del franquismo.

Con eso tuvo que convivir (¿qué digo?, contra eso tuvo que luchar) el presidente Suárez. Gobernó con la mirada puesta en los ejércitos, para que la ilusionante aventura que estaba dirigiendo no se transformase en lo que dijo en su discurso de dimisión: un paréntesis en la historia de España.

Por eso, antes de aprobar la Ley para la Reforma Política se vio obligado a un gesto que hoy sería innecesario: reunirse con toda la cúpula militar, con todo el generalato, para explicar la misión que tenía entre manos. Los servicios de información le venían transmitiendo que el estamento militar estaba inquieto, por tal motivo no aspiraba a incorporarlo de lleno al espíritu democrático, pero sí pretendía inspirar sosiego para que le dejaran hacer. Esa entrevista marcó todo su mandato y fue una losa para sus más importantes decisiones. Especialmente una: la legalización del Partido Comunista.

¿Era una petición de permiso para la reforma política?, le pregunté en una ocasión. Y él me respondió irritado:

—¿Cómo iba a ser una petición de permiso? Era explicarles lo evidente: que una España sin Franco no se podía sostener como si Franco estuviera vivo; que había que acomodarse a la nueva situación, y que ninguna reforma iba a poner en peligro ninguno de los pilares de la patria: su unidad, la Corona y la función de las Fuerzas Armadas.

Se ha discutido mucho, y puede leerse en todos los libros sobre la Transición y sobre Suárez, si el presidente los engañó cuando le preguntaron si pensaba legalizar al Partido Comunista. Este cronista se hizo muchas veces la pregunta contraria: qué habría ocurrido si en aquel momento (recordemos, otoño de 1976, cuando él sólo llevaba un trimestre en el Gobierno y no era más que una incógnita para todos) anuncia a los generales que habían hecho la guerra que iba a legalizar a la ideología más demonizada por el régimen y por ellos mismos durante cuarenta años. No hace falta que escriba la respuesta.

Suárez sabía que le plantearían esa cuestión. Dedicó mucho tiempo y pidió mucho consejo para salir airoso del desafío. No podía decir que sí, ni podía decir que no. Pero no por falta de criterio personal, sino porque no disponía de datos para responder. No había hablado con Carrillo. El Partido Comunista no había dado las muestras de acatamiento a la nueva legalidad que tanto sorprendieron después. Lo más sincero era decir lo que dijo: que en las «circunstancias actuales», y de acuerdo con los estatutos vigentes del partido, el PCE no podía ser legalizado. Decía la verdad. La verdad de aquel momento. Para legalizar, el Partido Comunista cambió después sus estatutos y aceptó los símbolos de la monarquía. Pero eso parecía muy difícil de entender por los vigilantes uniformados de la Transición.

Para la historia, sin embargo, quedó la duda de si había engañado al generalato. Para quienes lo hemos conocido de cerca quedó la seguridad de que dijo lo que podía decir. Y para el proyecto político que estaba desarrollando quedó lo más importante: el visto bueno para sacar adelante lo que después se llamaría el «harakiri del franquismo», la Ley para la Reforma Política. Si a las dificultades del búnker que hubo que dominar con astucia en las Cortes se hubiera añadido la resistencia militar, seguramente esa ley no se habría podido sacar adelante.

Pese a todo, el ruido de sables continuó, y lo hizo por multitud de razones: por la situación económica del país, por el desarrollo de las autonomías, por el terrorismo y, sobre todo, porque determinados militares se consideraban garantes de que el régimen de Franco tenía que perdurar. No habían ganado una guerra para que ahora la ganasen los perdedores.

En Suárez había como una predisposición a enfrentarse con los militares. Era como un designio. Ya antes de ser presidente, cuando le tocó sustituir a Fraga y se produjeron los sucesos de Vitoria, «tuvo que poner en su sitio al capitán general de Burgos», en expresión de Rodolfo Martín Villa, que añade que con esa actuación «Suárez ganó mucho prestigio en el Gobierno». ¿Qué había ocurrido? Que el teniente general Prada Canillas, capitán general de la región, a la que pertenecía Vitoria, había amenazado con utilizar las tropas si quienes llevaban los féretros de los muertos llegaban al Gobierno Civil y provocaban incidentes. Suárez se lo prohibió. De forma suave, sin broncas ni órdenes taxativas, sino simplemente invocando la calma. Por cierto, el general Prada Canillas fue el que gritó «¡Viva la madre que te parió!» en la reunión de septiembre, en pleno entusiasmo con las explicaciones de Suárez.

La verdad es que las Fuerzas Armadas de la época tenían la tentación de intervenir cada vez que se producía algún problema serio de orden público. Llamaban por teléfono a Madrid, a su ministro o al propio presidente, acuartelaban fácilmente las tropas, lo cual creaba una rápida alarma social. Preguntaban por qué no se decretaba el estado de excepción. Y dejaban que se extendiera el rumor de que estaban preparados «por si la patria los necesitaba».

Tales aires se respiraban en el ambiente. Incluso en el ambiente exterior. La prueba está en que, cuando el primerizo Suárez concede su primera entrevista a Le Point, se le pregunta: «¿No hay cierta ebullición en el ejército?». Y Suárez responde como si le preguntaran si temía un golpe de Estado: «¿Por qué voy a tener miedo del ejército de mi país?». El periodista insiste en el desasosiego militar. Y Suárez entonces saca a relucir sus mejores dotes diplomáticas: «El ejército español está agrupado alrededor del rey. No son los militares los que me ponen a menudo de mal humor». Quien le pone de mal humor, aclararía después, es la clase política española «que no se adapta a las verdaderas necesidades del Estado». Fue una auténtica premonición, porque esa clase política, sobre todo la más próxima y la que él había encumbrado, se encargó de amargarle la vida.

Lo que hacía el ejército, mientras tanto, era dejarse «calentar» por los ultras, que no hacían una manifestación donde no gritaran «¡Iniesta al poder!». Y lo malo es que los militares más reacios al cambio estaban instalados en el propio Gobierno. Suárez había heredado de Arias Navarro nada menos que al vicepresidente, el teniente general Fernando de Santiago. Cuando Suárez acomete una de sus primeras reformas, la sindical, que equivalía a dar legalidad a los sindicatos de clase, prohibidos durante todo el franquismo, el general De Santiago se opone de forma radical en el Consejo de Ministros, y termina por presentar su dimisión, aunque está documentado que fue Suárez quien le invitó a marcharse. Ese teniente general no podía aceptar que la UGT, el veterano sindicato socialista, disfrutase de los beneficios de la legalidad. Y mucho menos, Comisiones Obreras, a la que tanto había combatido el Generalísimo.

Lo dijo en una carta dirigida a sus compañeros de armas: «… se autoriza la libertad sindical, lo que supone, a mi juicio, la legalización de las centrales sindicales CNT, UGT y FAI, responsables de los desmanes cometidos en la zona roja, y de las CC.OO., organización del Partido Comunista […] Ni mi conciencia ni mi honor me permiten responsabilizarme y aún menos implicar a nuestras Fuerzas Armadas…».

Ése era el clima. Treinta y cinco años después, parece inconcebible que existiera esa mentalidad, pero ahí están las hemerotecas para demostrarlo. El mérito histórico de Adolfo Suárez es que no se amilanó ante esos tonos. Al revés: le hicieron crecerse y revestirse de un aire de autoridad que inspiraban una actitud simultánea de resistencia y empuje. Si hubiera una frase que pudiera resumir su talante ante la presión militar, sería la que en algún momento le dijo al rey sobre el general Armada: «O él, o yo».

El resto lo puso la fortuna, también histórica, que acompañó los momentos más delicados de la Transición. En este caso, la fortuna tenía el nombre del teniente general Gutiérrez Mellado, que aceptó la vicepresidencia para Asuntos de la Defensa y ha sido, sin duda, un soporte imprescindible para el éxito de la reforma, un toque de prestigio, un colaborador leal del presidente y, por lo mismo, el hombre sobre el que empezaron a caer los gritos de «traidor». Así le llamó, además de «masón» y «espía», el general Atarés durante una visita oficial a Cartagena.

La aportación de Gutiérrez Mellado a la creación y consolidación de la democracia es reconocida hoy por todos los historiadores y partidos políticos. Fue el gobernante que sentó las bases de la neutralidad política de las Fuerzas Armadas. Y además, lo hizo desde el día anterior a su nombramiento, en un escrito que pide que se abandonen las ideas y criterios propios «en cuanto entremos por la puerta de nuestros cuarteles». Y remataba: quien no sea capaz de aceptarlo «debe abandonar el ejército, y muy honrosamente, por cierto».

No se sabe de nadie que lo haya hecho. Suárez continúa su tarea, y en las salas de banderas se sigue hablando de política. Los informes sobre estados de opinión de los militares adquieren el carácter de mercancía muy valiosa en el mercado informativo. Se ha creado un gran debate en la prensa sobre la función de las Fuerzas Armadas. El diario El País llegó a hablar en un editorial de quienes «desde la muerte de Franco tratan de excitar los cuartos de banderas».

Desde fuera, la llamativa conjunción de terrorismos de ETA y Grapo, unidos a las réplicas de la extrema derecha, más vociferantes que violentas, aumentan la inquietud del Gobierno, pero también el nerviosismo de los militares, que son azuzados por golpistas de rostro oculto, pero también por alguna fuerza política. En enero de 1977, Fuerza Nueva advierte o amenaza: «Si el poder no es capaz de garantizar el ejercicio de los derechos cívicos y políticos, acudirá a los medios legítimos para suplir tal deficiencia». El diario El Alcázar incitaba en un editorial: «Hace tiempo que se ha tocado ya el límite máximo de lo que es tolerable». Adolfo Suárez, de acuerdo con los ministros militares, tiene que pedir serenidad a los capitanes generales.

Y hay que decir que la obtuvo. Durante la semana trágica de enero de 1977, todo parecía desmoronarse. En La Moncloa se vivieron las horas más tensas de la transición política. Pero los ejércitos no se movieron. Sufrían en sus carnes el latigazo de los terrorismos, eran alentados por los sectores más reaccionarios, pero el avance de la democracia se asentó. En el entierro de los asesinados en el despacho laboralista de Atocha, el Partido Comunista ganó su credencial para ser legalizado. El Partido Socialista dio muestras de una gran templanza y disposición a colaborar: se sentía ya un partido de Gobierno.

Suárez dirigió el país con una mano tendida a la oposición, con la excelente colaboración de Gutiérrez Mellado y con un Martín Villa que comunicaba las malas nuevas al país y dirigía las investigaciones.

Este periodista fue llamado a La Moncloa una vez más para poner en discurso los pensamientos del presidente. Y el presidente transmitió a la nación: «De entreguismo a la subversión, nada; de actitudes tibias hacia las provocaciones, nada; de despreocupaciones ante los grandes temas que pueden rozar la independencia de la patria, nada […] De actitud y predisposición al diálogo pacífico, todo; de abrir el juego político para normalizar la vida ciudadana, todo; de reconocimiento a la peculiaridad y personalidad de las regiones, todo; de hacer posible que las diversas opciones políticas puedan desarrollar sus legítimas aspiraciones al poder, absolutamente todo».

En medio de la tempestad, surgía el hombre que calmaba al país, le transmitía seguridad y en pocas palabras despejaba otra vez el horizonte democrático.

Después hubo episodios aislados, sobre todo en el entierro de víctimas del terrorismo, en los que Gutiérrez Mellado era insultado por algún oficial. Y Suárez continuaba su tarea de construir el Estado nuevo y hacer posible la reconciliación nacional. ¿Conocía puntualmente y con detalle todo lo que ocurría y se decía en el estamento militar? Según Alberto Aza, en aquella Moncloa se tenía una información parcial, pero no bastante clara, porque los conspiradores sabían cómo tramar sin ser vistos ni levantar sospechas. Las conspiraciones no se hacen a la luz del día ni suelen dejar huella. Pero sí se tenía la información suficiente para saber que siempre se estaba tramando algo. A veces, con actuaciones concretas. A veces, sólo como expresión de un deseo. Suárez, en todo caso, se cuidaba mucho de hablar de eso con nadie, salvo con Gutiérrez Mellado. Según le confesó a Victoria Lafora, no quería que se transmitiera ninguna inquietud golpista, para no crear alarma en la sociedad. Contaba con todo lo que ocurrió, «pero —le confesó a Victoria— la virulencia sobrepasó todas nuestras previsiones».

Construir el Estado nuevo y hacer posible la reconciliación nacional: ése era su norte y hacia él se encaminan todos sus pasos. Uno de los hechos más elocuentes, aunque quizá menos recordados, fue la decisión de quitar el gigantesco yugo y flechas que lucían en la sede de la Secretaría General del Movimiento, en la calle Alcalá, 44, de Madrid. ¿Qué tiene que ver esto con los movimientos militares? Algo muy concreto: si esa medida fue todo un símbolo, no lo fue menos cuando se hizo: en torno al 1 de abril, fecha emblemática del franquismo, porque significó el triunfo de la España «nacional» sobre la España «roja». Fue durante cuarenta años el «Día de la Victoria». De los 365 días que tiene el año, Suárez decidió hacerlo en torno a esa fecha. Y en esa fecha desapareció también el llamado «Desfile de la Victoria». El mensaje que quería mandar el presidente es que ya no había lugar para la España de los vencedores y los vencidos. Más de un general se retorció en su asiento.

Pero las movidas no terminaban ahí. Faltaba la gran prueba, la legalización del Partido Comunista. Se produjo el famoso «Sábado Santo Rojo» de 1977, y se juntaron las hambres con las ganas de comer: el recuerdo de aquella reunión donde Suárez había dicho «no en las actuales circunstancias» o «no con los estatutos actuales», y el hecho mismo de permitir que los rojos de Carrillo, de Pasionaria, de Paracuellos, de los cuarenta años de intentos de derribar al régimen, pudieran tener los mismos derechos que quienes habían servido lealmente al régimen.

El primero en saltar fue el almirante Pita da Veiga, ministro de Marina. Antes de presentar su dimisión a bombo y plantillo, se encargó personalmente de que ningún otro almirante aceptara la cartera, en una actitud sediciosa que buscaba el ridículo de Suárez y de Gutiérrez Mellado. A punto estuvo de conseguirlo, si no fuese porque se encontró un mirlo blanco algo mayor, pero de total lealtad al rey: el almirante Pery Junquera, que aceptó el puesto.

Los cuarteles estaban en ebullición. Se detectaron movimientos sediciosos que pretendían destituir a Suárez invocando el malestar castrense. José Ramón Saiz (Los mil días del presidente) habla de dos operaciones, dos complots. Uno, para destituirle directamente. Otro, para evitar que se presentara a las elecciones, que se celebrarían en el plazo de dos meses. Las informaciones que llegaban a La Moncloa eran confusas, con protagonistas no identificados, pero inquietantes. Había que hacer algo, y ese algo fue convocar una reunión extraordinaria del Consejo Superior del Ejército. En la reunión se debió escuchar de todo, porque el propio Gutiérrez Mellado la calificó de «tormentosa». Fueron cinco horas de máxima tensión y se salvó la paz con un comunicado final que revela que el consejo «no ve con buenos ojos la legalización», expresa por tanto «cierta repulsa», la acepta «por patriotismo y considerándolo un deber de servicio a la patria», pero avisa que el ejército está «indisolublemente unido» en unas cuantas cuestiones. Entre ellas, «la defensa de la unidad de la patria, de la bandera nacional, de la permanencia de la Corona».

A Suárez, obviamente, no le gustó el comunicado, pero había conseguido salvar los muebles ante la opinión pública y ante su propio proyecto. Sabía que no podía esperar nada mejor. De todas formas, quienes habían aceptado la legalización «por patriotismo» podían considerarse como el «ejército oficial». Por debajo seguiría el ruido de sables, con abundante rumorología alentada por informaciones como la publicada por el diario El Alcázar: «El Ejército está dispuesto a resolver los problemas por otros medios, si fuera preciso». Y hubo políticos que se encargaron de cargar el ambiente, como don Manuel Fraga, que llegó a calificar la legalización del PCE como «una farsa jurídica» y «un verdadero golpe de Estado».

Frente a ellos, una vez más, la prensa; la prensa como intérprete de la sociedad civil. Los cronistas y comentaristas de la época fueron la resistencia cívica frente al ambiente de intentona golpista. Y todos los periódicos de Madrid, con la excepción de ABC y El Alcázar, publicaron un editorial conjunto: «De modo premeditado se ha querido provocar a los militares y crear un ambiente de peligro nacional […] El compromiso democratizador de la Corona y las aspiraciones del pueblo español de constituirse pacíficamente en una sociedad libre y soberana no pueden ser malversados por grupos minoritarios que pretenden secuestrar valores y símbolos comunes y empujar a las Fuerzas Armadas al intervencionismo».

Con esos calentones, que aquello no haya saltado por los aires con tanques por la calle casi parece un milagro. Hubo mucho trabajo discreto del rey, que envió emisarios a hablar con los capitanes generales. Entre ellos, según le contó Alfonso Osorio a Charles Powell, y de forma que ahora resulta sorprendente, el mismísimo general Armada. La audacia de Suárez podía volver así a funcionar. Pero aún quedaban sobresaltos.

La calma cuartelera que siguió a estos acontecimientos fue pura apariencia. Se puso a funcionar una maquinaria del boca a boca, que trataba de abrir un abismo entre Suárez y las Fuerzas Armadas. En La Moncloa de aquellos días no se percibía ningún miedo a un golpe de Estado, pero sí resultó visible la campaña organizada por algunos dirigentes militares. Llegaron incluso al rey —nada difícil, dada la proximidad de Alfonso Armada—, con la intención de asustar al monarca, mediante el mecanismo de invocar un enfrentamiento entre el poder político y el militar que podría provocar una tragedia y hundir la propia Corona. Sería ingenuo pensar que la expulsión de Suárez de la vida pública era el único objetivo. No. Todo era mucho más ambicioso: se pretendía detener la reforma. Ése es el sentido de lo que escribió Federico Silva Muñoz: «necesidad de corregir la línea de marcha».

El rey no se dejó llevar por esa campaña ni retiró un miligramo de confianza a su presidente de Gobierno. Pero es probable que haya comenzado a sentir un conflicto entre el corazón y la razón. La razón le decía, se lo había dicho siempre, que la decisión de legalizar el Partido Comunista era la correcta. El corazón le hacía sentirse incómodo, porque profesionales de la milicia que él apreciaba le estaban anunciando todo tipo de desgracias. Como dice un colaborador de la época, si todos los días te están diciendo que la forma de gobernar del presidente «se lo va a cargar a usted», por lo menos te entra la duda. A partir de esos días, alguien metió la duda en la cabeza del monarca. No suficiente para perder la confianza, pero sí bastante para mirarle de otra forma y dejar una base para la distancia final.

Nunca sabremos cuál ha sido exactamente el papel del secretario de la Casa Real, el general Alfonso Armada. Pero, si se dedicaba a decirle a un ministro como Leopoldo Calvo-Sotelo que «del Gobierno será la responsabilidad de lo que suceda», ¿qué no le estaría diciendo con similar contundencia al rey en sus largos despachos?

Esa conversación es recreada por Leopoldo Calvo-Sotelo en sus memorias. Fue en el propio Palacio de la Zarzuela, y el general Armada le comunicó el máximo malestar de las Fuerzas Armadas, más o menos como si estuvieran a punto de saltar. Don Leopoldo le rectificó diciendo que conocía el malestar, pero que no creía que estuvieran en peligro la lealtad ni la disciplina de los ejércitos; es decir, que no veía que se fuese a producir un golpe de Estado. «Me estremece la poca información que tenéis —le replicó Armada—. Se puede hacer cualquier cosa con las bayonetas, menos sentarse encima».

Calvo-Sotelo no resistió ese diálogo insolente, hizo cuadrarse al general y se lo contó a Suárez. Era lo que al presidente le faltaba escuchar. Hizo que se interviniera su teléfono de inmediato, aunque desde su casa siguió teniendo línea directa con el rey. Y, según le contó después él mismo a Victoria Lafora, se plantó ante don Juan Carlos y le dijo: «O Armada o yo. Si sigue Armada aquí, renuncio a la presidencia».

Y el rey accedió. Sabía que Suárez hablaba en serio. Aunque le costase prescindir de Armada, tuvo que acceder a la exigencia del presidente, y Armada terminó en Lérida, donde pasó de todo: conversaciones para formar un Gobierno de salvación nacional, diálogos sobre el tema con socialistas como Enrique Múgica…

Hasta que un día Armada vuelve a Madrid. Y nada menos que como segundo jefe del Estado Mayor. Y alguien asegura que le escuchó a Suárez: «El golpe de Estado ya no tiene remedio».

¿Qué ocurrió para ese retorno? ¿Se había ablandado Suárez? ¿Yo no tenía energías suficientes para impedirlo? ¿Había sido el rey quien esta vez le había presionado a él? Ocurrió, sencillamente, que Suárez acababa de presentar su dimisión. Seguía siendo presidente, pero en funciones. Digamos que estaba ya en retirada formal, política y personal. Agustín Rodríguez Sahagún lleva su nombramiento al Consejo de Ministros, y Suárez no interviene. Ya no es asunto suyo. Entiende, quizá, que el rey está detrás de la propuesta y considera conveniente no hacerle ese desaire.

Hablé del general Armada con el rey. Es, probablemente, una de sus grandes decepciones humanas:

—Habíamos trabajado juntos durante diecisiete años. Habíamos tenido una relación afectuosa. Durante esos diecisiete años no tuve ni la menor queja de su trabajo. ¿Cómo no iba a confiar en su lealtad? Por eso le propuse como segundo jefe del Estado Mayor, con la seguridad de que, por sus méritos y preparación, llegaría a ser jefe. Por eso ha sido doloroso tener que decirle a Suárez el 24 de febrero, el día después del golpe, que me había equivocado con el nombramiento y Armada tenía que ir a la cárcel.

Un año antes, en febrero de 1980, ocurre otro hecho importante. El presidente de Venezuela, Herrera Campins, viaja a España, en visita más privada que oficial. Quiere cumplimentar al rey Juan Carlos, pero, por las razones que sean y por falta de comunicación previa, la audiencia no se puede celebrar. Entonces, el presidente venezolano viaja a Canarias, a conocer los lugares originarios de su familia, inaugurar un centro cultural y saludar a los parientes que todavía viven. Era una promesa que se había hecho a sí mismo.

Según recuerda Aurelio Delgado, Adolfo Suárez no quiere que Herrera Campins se vaya de España con la sensación de que ha sido ignorado, y viaja a cumplimentarlo acompañado de García Díez, Bustelo, Alberto Aza y el propio Delgado. Eran los carnavales de Tenerife. Suárez, además de entrevistarse con Herrera, aprovecha para reunirse con el capitán general, coinciden en una recepción y juntos ven el desfile de carnaval.

Pero la relación de ese día entre González del Yerro y Adolfo Suárez no ha sido tan festiva. En algún momento, el general le hizo una grave advertencia al presidente, según el testimonio de los periodistas Díaz Herrera e Isabel Durán (Los secretos del poder): González del Yerro aprovechó la oportunidad para advertir a Suárez con toda crudeza que si continuaban «terrorismo, separatismo y pornografía» y los políticos son incapaces de arreglar este estado de cosas, «el ejército en un momento u otro tendrá que intervenir».

A todo esto, hay que añadir la famosa Operación Galaxia, que nunca se supo si había sido una simple «charla de café», según la versión de sus actores principales y la levedad de la condena, o fue realmente el nacimiento de una acción golpista de largo alcance.

Lo cierto es que el ruido de sables que acompañó a Suárez durante toda la presidencia se convirtió en un auténtico movimiento de inquietud y presión en los últimos cuatro meses de su mandato. Se suceden las reuniones de la cúpula militar. En esas reuniones unos capitanes generales calientan a otros. Todos piden verse con el rey para explicarle la gravedad de la situación y avisarle de que se puede producir un levantamiento.

Por aquellos días (noviembre de 1980) se habla de un documento elaborado por varios tenientes generales y elevado al presidente Suárez en el que le pedían que ejerciese su autoridad ante el deterioro de la situación. El terrorismo y el peligro de ruptura de la unidad nacional, que tardaría casi tres decenios en expresarse como real, primero con el Plan Ibarretxe y mucho después con el proyecto de «transición nacional» de Artur Mas, eran sus principales argumentos.

Hay diversas versiones sobre lo que ocurrió el 23 de enero de 1981, exactamente un mes antes del 23-F. La que aquí cuento es de Jaime Lamo de Espinosa, que la tiene documentada. Comienza con una cacería en una finca del ICONA en Lugar Nuevo, provincia de Jaén, a la que asisten muchos de los invitados habituales. Don Juan Carlos recibe una llamada telefónica de La Zarzuela que le indica que debe volver a palacio urgentemente. ¿Motivo? Atender a un grupo de militares que pedían una reunión, al parecer ineludible, con Su Majestad. El rey avisa por teléfono a Adolfo Suárez desde el helicóptero que lo traslada al palacio. Jaime Lamo sostiene la teoría de que lo ocurrido en esa reunión ha sido determinante para su dimisión: «Dimite para evitar el 23-F», afirma con toda seguridad.

La existencia de esa y otras muchas reuniones podrá ser discutible o matizada en sus fechas, en su contenido y en su lugar. Se podrá incluso negar, y este cronista no ha conseguido la confirmación de Su Majestad. Si las cito, es por la fiabilidad de la fuente y, en todo caso, porque lo cierto es que, de una forma u otra, en los meses finales de 1980 hubo un ambiente de conspiración militar. Si antes había quejas individuales, expresión de malestar castrense, preocupación por el terrorismo y cabreos directos con Suárez, en 1980 se pasa a la reunión clandestina, a la utilización grosera del descontento del rey con la marcha del país, y a pensar en la solución del espadón, de tanta tradición en España. Cuando sólo faltaba una semana para la dimisión formal de Suárez, el 22 de enero de 1981, el colectivo Almendros, famoso por sus consignas golpistas en la época, sigue propugnando en El Alcázar un Gobierno distinto «de amplios poderes», que en los círculos castrenses se interpreta como lo que es: no un Gobierno democrático, salido de las urnas, sino impuesto. Es decir, que Almendros se fija más en los poderes que en el Gobierno.

Por eso no se entiende muy bien que el día de su dimisión Suárez haya dicho tanto a su cuñado Aurelio Delgado como a Josep Melià la frase que éste divulgó: «Los poderes fácticos, salvo el ejército, me han ganado la batalla». No se entiende, porque quienes más han conspirado contra él ante el mismísimo rey han sido miembros de ese ejército. Si lo dijo, quizá lo hizo pensando en la cantidad: de todos los militares profesionales, no más de una docena se movieron; pero se trataba de los que podían desestabilizar el país. Aunque creo que ésa es una explicación poco sostenible. La verdad quizá sea la que ya cité de Rodolfo Martín Villa en la presentación del libro de Manuel Campo Vidal: «A los únicos a los que no he podido poner en su sitio ha sido a los militares». Y la verdad quizá sea que no quiso admitir la victoria militar, si es que la hubo. No arriesgó tanto y durante tantos años frente a los sectores más duros de las Fuerzas Armadas para regalarles ahora el trofeo de su cabeza. No era compatible con el orgullo del político que a veces le hacía decir: «Os vais enterar de lo que vale un chico de Cebreros».

Lo que sí había hecho Suárez, como queda patente en este capítulo, es imponer su autoridad cuando se producía un conflicto de indisciplina. Como también algunos gestos elocuentes, como el de dar un plantón de tres horas al capitán general de Valencia, Miláns del Bosch, para demostrarle quién tiene, a quién corresponde y dónde está el poder. «El poder sólo es civil», repetía constantemente Suárez, como si se tratase de una religión.

El caso es que Suárez dimite, pero el golpe no se para. Si durante más de cuatro años el adversario a batir era él, ya lo habían conseguido. Esa consideración, tan elemental, hace pensar que el golpe de Estado ya no era contra él, sino contra la situación. Respondía al ansia de llevar al ejército al poder. Y a que un grupo de militares y el exaltado Antonio Tejero se habían erotizado con la idea del golpe y no estaban dispuestos a renunciar, aunque Suárez se hubiera marchado. No querían dar a Leopoldo Calvo-Sotelo ni la oportunidad de enderezar las cosas. Y, desde luego, pretendían desbaratar la obra de Suárez.

Aquí cabe una pregunta: ¿por qué el rey habla tanto con los militares en esa época? La respuesta podría estar en el memorándum del ministro de Asuntos Exteriores de Irlanda, Fritz Gerald, después de una visita a España en marzo de 1977. Lo recoge Eduardo Martín de Pozuelo en su larga crónica «El difícil comienzo de la Transición», publicada en La Vanguardia: el rey tenía que dedicar muchísimo tiempo a «mantener contento al ejército». Se estableció así una delicada relación de fuerzas, con una situación paradójica: el rey propiciaba las reformas que los militares rechazaban y, al mismo tiempo, los militares eran leales al rey, aunque intuyeran que él estaba detrás. No es extraño que para un informe británico también recogido por Martín de Pozuelo, «las cosas eran muy complejas». Y añadía ese informe: los militares «se han mostrado leales al rey porque creen que en las actuales circunstancias no hay ninguna otra alternativa razonable».

Don Juan Carlos habla mucho con los militares, tiene abierta para ellos las puertas de La Zarzuela, para contener el golpismo. Ni más ni menos. «Para tenerlos contentos». O dicho de otra forma: para mantener la Corona. Ése fue otro de los dificilísimos equilibrios de la Transición. Visto a la distancia, había un pacto Corona-Gobierno que consistía en que el Gobierno hiciera la labor ordinaria (¡extraordinaria!) de cambio político, mientras don Juan Carlos se ocupaba de tranquilizar a las Fuerzas Armadas. En una crónica publicada en ABC el 6 de enero de 1980, Pedro J. Ramírez analizaba un período de calma en el ruido de sables con estas palabras: «El mérito primero de esta evolución corresponde a don Juan Carlos, absolutamente permeable, cual buen capitán general de los ejércitos, a cuantas inquietudes genera la esfera castrense».

Lo malo de las últimas reuniones de militares en La Zarzuela, en grupo o individualmente, fue que coincidieron con el descontento real con Suárez. Y algo de ese descontento se debió desprender de palabras o gestos del monarca, porque los generales de las audiencias se sintieron indirectamente empujados a resolver las cosas por su cuenta y manera, que es la manera militar.

Pío Cabanillas, siempre ingenioso, lo explicaba con el símil del jefe que quiere seducir a su secretaria, pero no se atreve a dar el primer paso. Un día dan las ocho de la tarde, y la secretaria retrasa su marcha a casa. El jefe no le da importancia. Al día siguiente, la secretaria vuelve a prolongar su horario sin necesidad aparente, y el jefe ya se empieza a fijar en el detalle. Al tercer día ocurre lo mismo, y el jefe empieza a soñar que la chica está a gusto con él. Al cabo de una semana de repetir el retraso, el sueño se convierte en tentación y el jefe piensa que su secretaria se le está insinuando.

Con el rey ha ocurrido algo parecido, ingeniaba Cabanillas, con la diferencia de que el rey hacía el papel de la secretaria. Los jefes militares le estaban diciendo que la situación de España era muy mala, y el rey no podía negarlo. Utilizaban como argumento la poca eficacia de la lucha contra el terrorismo, y el rey coincidía. Los nacionalismos podrían constituir una amenaza para la unidad de España, ¿y cómo no estar de acuerdo? Le argumentaban que se debía producir un cambio, y el rey también lo pensaba. El cambio era un golpe de timón, y al rey no le sonaba mal, porque era una expresión habitual. Y llegó un momento en que interpretaron que el rey daba el visto bueno para la intervención.

Naturalmente, no es más que la versión ocurrente del ocurrente Pío Cabanillas Gallas, pero se la escuché poco después del 23-F, y siempre me pareció que, por lo menos, tenía coherencia. Y ahora añado: incluso es verosímil. Un rey nunca expresa sus intenciones de modo directo, sino que habla por gestos, medias palabras o conceptos genéricos. El militar erotizado por su convicción de que él puede arreglar las cosas entiende los gestos, las medias palabras y los conceptos genéricos del rey como un mandato. Conclusión: si el rey también es crítico con la situación, si también está agobiado por el terrorismo y si es receptivo ante la demanda de un cambio o un golpe de timón, me está permitiendo actuar. Resulta muy chusco, quizá algo peliculero, pero posible. Todo el mundo, en un momento determinado de su vida, entiende lo que quiere entender.

Esta tesis puede sostenerse también con un texto del historiador Juan Francisco Fuentes: «Miláns convocó a su despacho a sus principales colaboradores, Ibáñez Inglés y Mas Oliver. Le dijo, según Ibáñez Inglés, que en sus recientes visitas a Baqueira el que fuera secretario de la Casa Real había llegado a la conclusión de que don Juan Carlos “quería ‘un golpe de timón’ a la situación”. Días después, el propio Miláns desveló en un conciliábulo golpista celebrado en Madrid un aspecto clave del testimonio de Armada sobre sus conversaciones con el rey: “Que está harto de Suárez”. Y era verdad» (Adolfo Suárez).

De ese modo se explica que haya habido una bicefalia en el golpe de Estado del 23 de febrero: porque hubo militares de máximo descontento, como González del Yerro, que no entendieron así al rey, y hubo mandos como Miláns del Bosch que confundieron sus deseos con la realidad de los mensajes reales.

Y así se entiende la participación del general Armada, que apareció aquella noche en el Congreso como un descolocado, pero que iba a poner en práctica lo que había anunciado a sus interlocutores en la famosa reunión de Lérida y que había pactado con Miláns: un Gobierno de concentración o de salvación con diputados que estaban secuestrados por guardias civiles en el hemiciclo. Y le creo perfectamente cuando dice que todo lo hizo por lealtad al rey. Es verdad: fue por lealtad; lealtad equivocada, la lealtad más peligrosamente equivocada de la historia, pero lealtad.

El rey, treinta años después, recuerda una cena con Armada en Baqueira. Fue el 6 de febrero de 1981, dieciocho días antes del tejerazo. Armada le informa de que «hay mucho ruido en los cuarteles, los coroneles están nerviosos».

—¿Hay peligro de algo? —le pregunta el rey.

—No, no hay ningún peligro —responde Armada.

Primer engaño o desinformación.

El día del golpe, el rey llama a Armada a preguntarle qué pasa. Armada se escabulle:

—Si espera un momento, pregunto, me subo unos planos y le voy a ver.

A continuación llama el general Yuste, de la División Acorazada, con intención de averiguar si Armada está allí. Ese hecho es el que alerta al rey: la presencia de Armada en La Zarzuela era el detonante. Bastaba que estuviera en el palacio para hablar «en nombre del rey». Con lo cual, reacción inmediata. Don Juan Carlos vuelve a telefonear a Armada y le comunica con toda elegancia:

—Alfonso, no hace falta que vengas.

Al mismo tiempo, Su Majestad llama uno a uno a los capitanes generales. El recuerdo de hoy es que más del 90 por ciento del ejército estaba en contra del golpe. Merecen la pena algunas respuestas, como la del general Antonio Elícegui, capitán general de Zaragoza, que había acuartelado las tropas:

—A sus órdenes, majestad. Todo tranquilo. Pero a sus órdenes.

O la del general González del Yerro, que había mostrado su indignación al propio Suárez:

—A sus órdenes. Aquí no se mueve un gato. No se preocupe.

Y el diálogo telefónico con Miláns del Bosch, que había sacado los tanques a la calle:

REY: Oye, coño, o metes los tanques en los cuarteles, o mando a alguien que los meta.

MILÁNS: Yo lo hago por lealtad, señor.

REY: Pues demuestra tu lealtad metiendo los carros en los cuarteles.

Si aquello no salió y se quedó en un ensayo cómico de golpe de Estado, fue por todas estas razones:

Primero, y por supuesto, porque lo frenó el rey, que mantenía intacta su autoridad y la ejerció, como demuestra este último diálogo. También porque no había ansia ni necesidad social de golpe. De lo que realmente había necesidad era de un Gobierno más eficaz («que el país funcione», diría Felipe González), pero no de la solución militar, que sólo inspiraba pánico. Otra razón consiste en que los militares, empezando por los capitanes generales, estaban divididos. Todos estaban descontentos por la situación, pero una de las grandes injusticias del momento ha sido considerarlos en conjunto como golpistas. Ni mucho menos, como se demostró en la negativa del general Yuste a movilizar la División Acorazada. Asimismo por la mala información de Tejero, que creía que iba a un golpe duro, el golpe definitivo de la extrema derecha, y se encontró con un Armada que metía rojos en su lista de Gobierno. Y, por último, por la aportación de la radio. La radio, en concreto la Cadena SER, que me había encomendado la dirección de sus Servicios Informativos dos semanas antes, transmitió información y serenidad, con la excelente dirección de Eugenio Fontán y un impecable equipo profesional que aquel día la consagró como medio informativo. No evolucionaría de la misma forma un golpe de Estado basado en rumores y bulos y sujeto a cualquier manipulación que con una información solvente y profesionalmente administrada. Durante veinte horas mantuvimos informado al país con todas las noticias que llegaban desde el Congreso, de la Casa Real, del «Gobierno Laína», de la Jefatura de Estado Mayor y de la calle. Y eso tranquilizó a los ciudadanos, desanimó a los golpistas y sus simpatizantes y llevó aliento al Congreso de los Diputados: se hizo famoso el transistor de Fernando Abril Martorell que, con nuestras informaciones, hizo que los diputados no cayeran en la histeria después de tantas horas aislados del mundo. Sólo hice un acto de censura aquella noche: negarme a emitir un comunicado de Comisiones Obreras de Oviedo que incitaba a la militancia a tomar la calle. Me pareció una incitación altamente cívica, pero altamente peligrosa.

Suárez y Gutiérrez Mellado afirman que si no hubieran mostrado ambos la autoridad que mostraron en aquel momento, todo el Estado habría sido humillado por un grupo de facinerosos.

La periodista Victoria Lafora le preguntó un día a Suárez, ya pasados varios años, de dónde había sacado el valor para quedarse sentado cuando se oyeron los disparos y entró Tejero amenazante. Y Suárez respondió:

—¿Valiente por qué? Yo representaba al Estado. ¿Cómo me iba a tirar al suelo?

Existe otra razón puramente física: Adolfo Suárez se había entrenado con un psicólogo para un posible secuestro de ETA. Le pedí a Jaime Lamo de Espinosa que me ayudara a rehacer aquella historia posterior a mi estancia en La Moncloa y que, por tanto, desconocía de forma directa. Y Jaime me la confirmó: se sometió a ese entrenamiento, pero no para soportar un secuestro largo, sino para que lo mataran. Adolfo quería salir muerto de un secuestro, porque entendía que un presidente de Gobierno secuestrado por terroristas suponía un enorme peligro para la democracia. Y eso, añade Lamo, explica su arrojo el 23-F, cómo permaneció sentado en su escaño, cómo se enfrentó a Tejero y sus guardias: aprendió a valorar más al Estado que a su propia vida; sabía que la dignidad importa más que su propia persona. Tenía un altísimo sentido de la dignidad.

Lo divulgó Jorge Trías Sagnier, extraído de un documento de Eduardo Navarro, que narra lo que pusieron en común con Suárez después del golpe: «Muchas veces he comentado los sucesos de aquella noche con el presidente Suárez y he oído su relato. Su actitud aquella tarde y aquella noche acalló a sus críticos y a sus adversarios. Mientras él permaneció sentado en el hemiciclo, los críticos y los adversarios estaban tumbados en el suelo». En efecto, reinaba un clima en la clase política, en su propio partido UCD, en el Partido Socialista y en la mismísima Zarzuela, muy hostil al presidente, un clima similar al que se produjo cuando Arias le presentó al rey su dimisión en 1976. Suárez lo explica así: «Mi única idea durante los primeros momentos del golpe fue mantener la dignidad del presidente del Gobierno de España. La dignidad de la democracia. Varias veces se me pasó por la cabeza qué dirían los titulares de los periódicos que podían hacer referencia a mi persona, si el golpe triunfaba: “El presidente murió de un tiro en la espalda cuando estaba tumbado en el suelo”. Eso me rebeló. Si me mataban tenía que ser cara a cara. En aquellos instantes mi único instinto fue dar la cara».

Por los caprichos del destino, los dos civiles que permanecieron sentados en el momento del golpe, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez, tuvieron finales políticos parecidos: como recordó el comunista, ninguno de ellos obtuvo renta electoral de aquella valentía y, pasado el tiempo, los dos se quedaron sin partido.

Suárez no quiso utilizar nunca aquella imagen en las campañas del CDS, aunque hubo asesores que se lo aconsejaron. Le parecía injusto tratar de diferenciarse así del resto de los diputados. Y le parecía miserable buscar el voto con la imagen más dramática de la política de la Transición. Pero queda, en todo caso, para la historia. Lo escribió muy bien Juan Francisco Fuentes: «Adolfo Suárez dejó para la posteridad la intervención más elocuente del parlamentarismo español».