1981
02/01/1981 | Antonio Díaz García | Dueño de una discoteca | Rentería |
14/01/1981 | José Luis Oliva Hernández | Trabajador autónomo | Bilbao |
17/01/1981 | Leopoldo García Martín | Policía Nacional | San Sebastián |
29/01/1981 | José María Ryan Estrada | Ingeniero | Zaratamo |
En tan sólo seis años, más de 250 víctimas del terrorismo de ETA, es decir, una sistematización de la violencia de magnitudes escalofriantes.
Al mismo tiempo, se secuestra a Javier Rupérez en un clarísimo chantaje al Estado, y se intenta secuestrar a Gabriel Cisneros. Y nótese que el mismo 29 de enero de 1981, el día que Suárez pronuncia su discurso de dimisión, secuestran y asesinan al ingeniero José María Ryan en el País Vasco. Para entonces hace tiempo que Adolfo Suárez duerme con una pistola en su mesilla de noche.
¿Intentó Suárez negociar? Naturalmente. El hombre que lo negociaba todo no podía ser una excepción en esto. Creo que el mejor resumen de los contactos lo escribió Raquel Quílez para un especial del diario El Mundo. Según reconstruye Raquel, las primeras tomas de contacto entre representantes del Gobierno de la UCD y las dos ramas de ETA, se produjeron muy pronto, después de la aprobación de la Ley para la Reforma Política (1976).
La iniciativa de negociar fue de Ángel Ugarte, jefe del SECED (antiguo servicio secreto) en el País Vasco entre 1974 y 1979, quien en su libro Espía en el País Vasco cuenta cómo la banda le tanteó para dialogar, cómo pidió permiso a Suárez, a través del director del SECED, Andrés Cassinello, y cómo éste dio el visto bueno. El día 30 de noviembre de 1976 se establecieron contactos en Ginebra (Suiza) entre el propio Ugarte y la rama político-militar (p-m). Ugarte ya había contactado con los etarras durante el franquismo. Esta vez, sus interlocutores fueron Jesús María Muñoa Galarraga («Txaflis») y Javier Garayalde, «Erreka», mano derecha de Pertur y principal impulsor de la idea de crear un partido que participara en el proceso democrático.
El SECED eligió el lugar —una suite en el hotel D’Avelles de Ginebra, repleta de cámaras y micrófonos ocultos— y la fecha, el 30 de noviembre de 1976. Ugarte se citó con los etarras en un edificio de Correos a las 8.30 de la mañana. Juntos partieron hacia el hotel, recorriendo las calles de la ciudad. Al principio la charla fue tensa, pero después se creó un ambiente distendido. «Eran gente seria, con la que se podía negociar», confesó Ugarte a Raquel Quílez casi treinta años después. A este encuentro le sucedieron otros, a los que se sumaron miembros de ETA militar, con los que resultaba más difícil hablar, y terminaron por radicalizarse.
En 1977 se produjeron cuatro contactos. El primero, en Ginebra, con un representante desconocido del Gobierno e identificado como «Estíbaliz», y Garayalde Velar y Muñoa Galarraga de ETA (p-m). Al segundo, en la misma ciudad, se incorporó «Peixoto», de ETA militar. El Gobierno no aceptó sus condiciones, con lo cual se interrumpió el diálogo de forma abrupta. En las dos siguientes y últimas, celebradas en Francia y Vitoria respectivamente con la presencia del comisario Andrés Gómez Margarida y Garayalde Velar, tampoco hubo acuerdo.
Suárez quería obtener algo muy importante: necesitaba que las elecciones del 15-J se celebraran sin ningún tipo de baño de sangre por el bien del país y el éxito de la cita democrática. Según recuerda José Manuel Otero Novas, la reflexión de Suárez era ésta: ETA puede jugar a provocar el estado de excepción en el País Vasco. No lo conseguirá, pero va a intentarlo porque unas elecciones en un País Vasco en estado de excepción no serían creíbles y, si tal cosa sucedía, se echaría por la borda todo el esfuerzo anterior. Había que conseguir la paz o una tregua por encima de todo.
El Gobierno Suárez eligió como intermediario para el diálogo al político y abogado Miguel Castells Arteche, cuñado de José Ramón Recalde, socialista, que sería consejero del Gobierno vasco y que, tiempo después, logró él mismo sobrevivir a un atentado de ETA. A José Manuel Otero Novas, el presidente le encargó a su vez que fuera el intermediario entre él y Castells. ¿Y hasta dónde se puede llegar?, preguntó Otero. «No necesito decirte qué se puede negociar y qué no». A pesar de ello, Suárez cogió un papel y escribió cinco notas, entre las que figuraban no aceptar el concepto de «Ejército Vasco de Liberación Nacional», rechazar la idea de negociar con las Fuerzas Armadas españolas, ceder a las facilidades, pero no a la negociación de condiciones políticas y, por encima de todo, defender la dignidad del Estado. Tal era la obsesión principal de Suárez: el Estado no puede sufrir en su dignidad.
Cuando yo comencé a trabajar en La Moncloa, todo eso ya había ocurrido, por lo tanto no tuve conocimiento directo. Es Otero Novas quien me informa y me facilita el acceso a sus memorias, que tiene previsto publicar. Lo que se negoció y acordó fue que ETA se comprometía a no atentar durante el proceso electoral, y el Gobierno conmutaría penas de prisión por extrañamiento. Pero quiso la desgracia que Javier Ybarra, que había sido secuestrado, apareciera asesinado. Otero Novas llama a Castells. «Un momento —le dice el abogado—, que llamo al otro lado». Llamó y obtuvo, como tantas veces, esta explicación: «Han sido los incontrolados».
Sin embargo, Suárez seguía en su empeño. La normalidad democrática dependía ahora del País Vasco. Necesitaba unas elecciones sin sangre y, desde luego, sin verse obligado a acudir al recurso extremo de privar de derechos y libertades a los ciudadanos mediante un estado de excepción. Como tantas veces, se produjo un golpe de fortuna, y aparece en escena Juan María Bandrés. Una noche éste llama a Marcelino Oreja, vasco como él, y le transmite un mensaje alarmante, que el entonces ministro de Exteriores cuenta en su libro Memoria y esperanza: «Si no se libera a sus clientes [los etarras presos] ello podría provocar un desestimiento de los partidos nacionalistas en las elecciones». Ése era el nuevo desafío. No bastaba sólo con celebrar unas elecciones sin bombas ni tiros en la nuca, sino que ahora aparecía el riesgo de que no todos los partidos concurrieran a esas elecciones.
¿Jugada de farol de Bandrés? ¿Aprovechamiento astuto de un estado de necesidad? Nunca llegaremos a saberlo. El caso es que eran las once de la noche. Marcelino duda si guardar esa explosiva información hasta el día siguiente, pero la situación es de emergencia. Llama a Suárez. Y éste le dice «que fuéramos juntos a La Moncloa a hablar con él». «¿Cuándo?», le pregunta el ministro. Y Suárez responde: «Pues ahora». Se celebró el encuentro, y no me consta si en el mismo o en reflexiones posteriores, apareció la luz: no se podía amnistiar a los etarras, el ejército no lo soportaría, pero sí se podía extrañarlos; enviarlos a otros países. «Como a los jesuitas», diría unos de los afectados al conocer la propuesta.
Lo que ocurrió entre esa reunión con nocturnidad y el 20 de mayo de 1977, ya a menos de un mes de las elecciones, sólo se conoce bien en su parte oficial. Hubo fuertes polémicas con el director general de Prisiones, el señor Moreno Moreno, que además vivía momentos tormentosos por la conflictividad en las cárceles. La COPEL, por ejemplo, había prometido «ajusticiarle». Marcelino Oreja se dedicó a consultar qué países podrían acoger a los presos. Sólo Panamá estaba dispuesto a abrir plenamente sus puertas de acogida. Al final consiguió que Bélgica, Austria y Noruega los aceptaran también.
Cuando Suárez dispuso de ese mapa, convocó a Bandrés a su despacho. Me crucé con él en el vestíbulo del palacio. Tenía cara de mucho cansancio: «Es que he viajado por carretera toda la noche». Entre Suárez y Bandrés ya había pleno acuerdo sobre la solución del extrañamiento, y sólo faltaba que los presos lo aceptaran. Todo se llevó a cabo con la máxima discreción, para no soliviantar a las Fuerzas Armadas. A algunos generales sólo les faltaba saber que, después de legalizar a los comunistas, se echaba de la cárcel a los asesinos de ETA.
Bandrés mantuvo unas cuantas reuniones, todas ellas de varias horas de duración, con sus clientes, porque él era abogado de etarras. La conclusión fue la que publicó Mario Onaindia en su libro El precio de la libertad y que pone en boca de uno de los presentes: «Saldremos extrañados a los países que nos envíen sólo para facilitar que se celebren las elecciones con garantía de que el pueblo vasco se centre en elegir una representación democrática que tendría que negociar el autogobierno. Pero para evitar caer en la maniobra que nos pueda tender el Gobierno de Suárez y sea una manera de escatimar la amnistía, volveremos ilegalmente en cuanto se celebren las elecciones». «Y algunos volvieron», certifica Otero Novas.
Una hora más tarde, se anunció a los presos la visita de un fotógrafo. No iba a renovar su ficha policial. Iba a hacer las fotos para el pasaporte.
Meses después (vuelvo a la documentación de Raquel Quílez), algunos de estos protagonistas pagaron las que podrían considerarse como las inevitables consecuencias de sus actos: Margarida fue cesado de la Jefatura Superior de Policía de Galicia, al declarar «Soy el hombre que más contacto directo tuvo con ETA», el periodista José María Portell, director de Diario de Navarra, que había prestado sus servicios, fue asesinado, literalmente acribillado por la banda en junio de 1978, y Etxabe fue víctima de un atentado días después. Como tantas veces en su historia, ETA termina por matar a quienes se acercaron a ella en busca de diálogo o de una salida política. Es decir, pacífica.
Añado una nota: obsérvese que en la relación de víctimas hay un vacío entre el 20 de mayo de 1977, fecha en la que asesinan a Javier Ybarra, y el 8 de octubre del mismo año, en que cae el guardia civil Antonio Hernández. Puede concluirse de esto que ETA respetó la campaña electoral, como pretendía Suárez, y prolongó su tregua cuatro meses más. Aunque después volvió a una ofensiva terrible.
Bajo la presidencia de Leopoldo Calvo-Sotelo se siguió negociando, pero sólo con la ETA político-militar, los «polis-milis». Juan José Rosón mantuvo largos diálogos con Bandrés y Onaindia. El 30 de septiembre de 1982, un mes antes de la gran victoria electoral de Felipe González, ETA p-m VII Asamblea se disolvió. Gran parte de sus miembros, encabezados por Onaindia, se integran en un partido legal llamado Euskadiko Ezkerra.
Mario Onaindia ha dejado escrita en su libro esta perplejidad: «¡Qué raro e imprevisible estaba resultando esto de la Transición!».
Cómo una policía represora se hizo demócrata y cómo estuvo a punto de la sublevación.
No hay más que ver la relación de víctimas de este período (y de toda la existencia de ETA y demás terrorismos) para comprobar que el mayor número de víctimas lo sufrió la Policía y la Guardia Civil. Se ha escrito poco del papel de esos dos cuerpos de seguridad en la primera fase de la Transición.
Para ello, situémoslos primero en el esquema del sistema que heredaron el rey y Suárez. Dentro del sistema había, como venimos anotando, lo que ya estaba: una clase política resistente, activamente resistente al cambio, unos ejércitos que se consideraban garantes de la legalidad franquista, con quienes habían ganado una guerra y administrado la victoria, y unos cuerpos policiales también franquistas, formados bajo su doctrina y «contratados» para perseguir antifranquistas, lo que se consideraba una forma de delincuencia.
Suárez, por tanto, heredaba también una policía no democrática, que había sido fiel a Franco, había servido a su régimen y había sido el gran instrumento de la represión. Toda la generación de políticos destinada a construir la nueva democracia había pasado al menos por alguna comisaría, había dormido alguna noche en los calabozos y sabía muy bien lo que significaba un interrogatorio con uno de los famosos comisarios de la época. Los universitarios de finales del régimen recordamos vivamente una imagen de la época: la disolución de manifestaciones en la Ciudad Universitaria por policías a caballo. Nunca podré olvidar cómo teníamos que entrar en las facultades —especialmente en la de Ciencias Políticas y Económicas, medio curso cerrada— «con el carnet en la boca» cada vez que se abría. Ángela Rodrigo, mi mujer, cuenta que casi todos los recuerdos de su infancia madrileña se resumen en la estampa de guardias persiguiendo manifestantes a porrazos por los entornos de la estación de Atocha y cazándolos en los portales. Eran «los grises», así llamados por el color de su uniforme. Su medio de transporte, las famosas «lecheras».
Con esa policía había que construir (y se construyó) la democracia. He tratado de rehacer con el entonces comisario Agustín Linares el estado de ánimo de aquellos guardias en los días cruciales de la Transición. Afirma que se trataba de un cuerpo con miedo. Con un triple miedo:
En primer lugar, miedo a la memoria de Portugal, donde la Revolución de los Claveles, tan pacífica y digna de imitar, había supuesto la depuración de la PIDE, la policía política de la dictadura de Salazar; temor de que en España ocurriese lo mismo si se producía la ruptura, y también de la disolución, sobre todo del Cuerpo Superior de Policía, al que se podía considerar la PIDE española. Ese miedo desapareció cuando se nombró a Arias Navarro presidente del Gobierno, y pensaron que quien había sido su ministro no sería su depurador, contando, por lo demás, con antecedentes represores en Málaga muy superiores al del policía más torturador. El temor regresó con su dimisión, pero el nombramiento de Suárez les trajo nueva tranquilidad porque «procedía del régimen», recuerda Linares.
En segundo lugar, miedo a la opinión pública. Los guardias y sus dirigentes veían cómo estaba cambiando la sociedad. Palpaban su evolución hacia la convicción democrática. Se notaban signos de rechazo y de represalia por su anterior abuso de poder. En las manifestaciones se les llamaba «asesinos». Y no sólo en las manifestaciones: este cronista ha visto cómo una noche, en el madrileño barrio del Pilar, la gente salía a las ventanas a gritarles «asesinos» a los miembros de una patrulla que trataba de detener a dos jóvenes cuando robaban un coche. No sólo estaba cambiando la idea de autoridad, sino el principio de respeto. En la calle no había ambiente de revancha, pero sí heridas abiertas, y los policías las notaban. Dentro de los diversos cuerpos se produjo una enorme evolución: pasaron de ser agentes de la represión a la necesidad de hacerse perdonar.
Por último, el miedo al terrorismo. La policía, igual que la Guardia Civil y el ejército, se sabían objetivos de ETA y de los demás grupos armados que se formaron en la Transición. Hubo un momento donde la policía española se sintió cercada por todo: la evolución política, la aceptación ciudadana y el golpe de la violencia. Uno de los hechos más graves se produjo el 30 de agosto de 1978, cuando la Asociación Profesional de Funcionarios del Cuerpo General de Policía difundió un comunicado en el que repetía hasta seis veces la expresión «estamos dolorosamente hartos». Dolorosamente hartos de «huecas declaraciones políticas»; de pactos que impiden medidas de autoridad; de medidas de gracia; o de la «alarmante desprotección de la sociedad», y terminaban llamando a los ciudadanos a expresar «su exigencia de orden, seguridad y justicia». Era toda una rebelión de palabra contra las políticas seguidas.
Uno de los puntos de cita de la indignación era el entierro de las víctimas. Agustín Linares recuerda que la policía asistía al sepelio y a los funerales de sus compañeros con «tremendo hermetismo. Había gritos, pero de otra gente. Hemos contribuido mucho a la Transición, no sólo por lo que hicimos, sino por lo que no hicimos».
¿Y qué fue eso que no hicieron los policías españoles? No rebelarse ante el goteo de víctimas; aguantar estoicamente los zarpazos de la violencia. A mí me parece uno de los muchos prodigios de la Transición: cómo un grupo tan amplio de gentes armadas, agitadas por los sectores más resistentes a la democracia y «calentadas» por los mismos que azuzaban a los militares a sublevarse, no hicieron ningún intento serio de sublevación. Se lo comento a Linares, y él me ofrece su interpretación: «En el fondo, puede decirse que la policía española ha sido, sobre todo, profesional». Acto seguido recuerda una reunión de mandos de policías europeos en Luxemburgo. Estando allí, le llega la noticia de un atentado. El jefe de la policía francesa de entonces le dice: «No sé cómo podéis aguantar todo eso. Nosotros no podríamos soportarlo». Poco después, varios policías franceses murieron en un tiroteo, y Charles Pascua se tuvo que enfrentar a una rebelión de sus guardias.
En España, a pesar de sufrir una situación mucho más tensa, delicada y prolongada en el tiempo, no ocurrió nada parecido. Pero sí hubo momentos donde la policía estuvo a punto de hacer saltar por los aires la convivencia. Uno fue el conocido como «los sucesos de Rentería»: a mediados de julio de 1978, una unidad de policías armados, que habían sido enviados a esa localidad guipuzcoana como apoyo a la Guardia Civil, se dedicó a asaltar pistola en mano establecimientos públicos: un acto de vandalismo como no se recuerda. El acto más bochornoso de los Cuerpos de Seguridad del Estado durante toda la Transición.
«Es que estaban averiados mentalmente», recuerda mi hermano José Ramón Ónega, que fue gobernador civil de Vizcaya en el período de Leopoldo Calvo-Sotelo. «Vivían —añade— bajo la enorme presión de los atentados. Salían de su casa o de los cuarteles por la mañana, sin saber si volverían vivos. Veían caer a sus compañeros como pajarillos. No podían entrar en un bar sin ser delatados. Es un milagro que hayan sabido y podido mantener la disciplina».
José Ramón Ónega vivió escenas que pudieron producirse perfectamente en la etapa de Adolfo Suárez o de Felipe González, pero a él le tocó vivirlas con Calvo-Sotelo. Una de ellas fue el cerco de coches policiales al ayuntamiento de Bilbao, por un incidente de un policía local con otro policía nacional. Terminó tan pronto como lo supo José Ramón y ordenó al jefe superior la retirada de los coches del asedio.
Otra resultó mucho más delicada: por momentos se temió que las Fuerzas de Seguridad del Estado lincharan al presidente del Gobierno. Se había producido un atentado en Sestao, con el resultado de dos policías nacionales muertos, un herido grave y una chica que les acompañaba fallecida también. Un comando de ETA los había descubierto almorzando en un restaurante y los ametralló. El ministro del Interior, Juan José Rosón, no pudo asistir al entierro porque se encontraba en el extranjero, por lo cual acudió el presidente Calvo-Sotelo. Según la versión de mi hermano, fue una jornada de pánico. En el funeral, en el que se encontraban también Laína y Carlos Garaikoetxea, unas señoras se pusieron a gritar contra el Gobierno y «Ejército al poder». Eran, por lo visto, habituales de esas ceremonias y fueron expulsadas del recinto.
Pero, acabado el funeral, y con el séquito que se dirigía al aeropuerto para enviar a las víctimas a sus lugares de nacimiento, una multitud cortó el tráfico en la plaza de Indautxu, cercó y zarandeó el coche el presidente del Gobierno, y obligó a la comitiva a refugiarse en una iglesia. Se trataba de policías y guardias civiles de paisano, a los que seguramente se había unido algún militar. La comitiva oficial sólo sintió sensación de seguridad cuando Leopoldo Calvo-Sotelo embarcó en su avión de regreso a Madrid.
He citado estos casos como muestra de la ira policial, a consecuencia de las bajas que los terroristas producían en sus filas. Ser guardia civil o policía en el País Vasco durante la Transición era como verse condenados a un atentado. Tras este paréntesis, que me parece muy ilustrativo, vuelvo a los efectos del asalto de Rentería, que fueron analizados días después por el gobernador civil de Guipúzcoa, señor Oyarzábal, en el diario El País: estropeó los avances en mejora de la imagen de la policía e hizo visible la presencia de la extrema derecha en las filas de la misma. Esa identificación con la extrema derecha fue una penosa acompañante de la policía durante todo ese tiempo. Cuando se produjo la matanza de Atocha, por ejemplo, el primer rumor apuntaba a la autoría de los cuerpos policiales del Estado. Sobre los hechos concretos de Rentería, Oyarzábal declaró: «Tanto yo como los mandos de la policía estamos interesados en erradicar cualquier ligazón de las fuerzas de orden público con la extrema derecha a través de actuaciones individuales de funcionarios».
Adolfo Suárez asistía a estos hechos con la filosofía general de su presidencia: a las insubordinaciones, todo el peso de la ley; al general de los funcionarios, todos sus derechos, incluido el de la indignación. Pero depuraciones, ninguna.
Llegó a tener encima de la mesa el decreto de disolución del Cuerpo Superior de Policía, que dejaría fuera del servicio a seis mil profesionales. El decreto contemplaba incluso la depuración de todos aquellos sobre los que recayeran responsabilidades penales. Sin embargo, nunca llegó a firmarlo. Para esa negativa tenía cinco argumentos básicos: 1) Eso es lo que pedían los partidarios de la ruptura, y nunca estuvo previsto en la hoja de ruta de la reforma. 2) Era mucho más operativo ir contra la experiencia de los viejos policías que meterse a formar equipos nuevos, desconocedores de las tramas terroristas, por lo demás lo único que se podía perseguir en democracia. 3) La disolución del Cuerpo Superior no contaba con demanda social que la justificase y, en cambio, podía provocar un notable descontento. 4) No le parecía equitativo que se beneficiasen de la amnistía los terroristas y no se pudiesen aplicar los mismos beneficios a quienes habían servido la legalidad vigente, aunque esa legalidad fuera a cambiarse de forma radical. Y 5) entendía que los policías heredados del franquismo debían tener la misma oportunidad de incorporarse y servir a la democracia que los demás colectivos: los funcionarios de la Organización Sindical y del Movimiento.
Pasados más de treinta años, la policía, la Guardia Civil y las Fuerzas Armadas son, según los barómetros del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), las tres instituciones más valoradas por la sociedad española.