La máquina de seducir

SUÁREZ convenció de su reforma como un vendedor ambulante: puerta a puerta y persona a persona. El hombre que quería ser Felipe González.

Adolfo Suárez no sólo tenía que desmontar el régimen de Franco, que no era un régimen cualquiera, sino uno que estaba bien inmiscuido en la sociedad, cuya mitad de la población no había conocido a otro jefe de Estado ni otro sistema. Tenía que sustituir a la clase política de aquel régimen por otra que comenzaba a tener y a dispensar las credenciales de democracia. Sin contar con esa clase política emergente, no había reforma que valiera. O los nuevos valores (algunos, perseguidos; otros, exiliados; otros instalados en la clandestinidad interna, y todos con amplio eco mediático y credibilidad política) se incorporaban al proyecto democrático, o de poco valdrían las leyes y reformas.

Y la tarea no era fácil. Tuvo que acometerla casi persona a persona, grupo a grupo. De ahí que una vez confesara a algunos de sus colaboradores: «Vivo convenciendo». De aquella relación, que se podría llamar de apostolado de sus intenciones, se pueden establecer las siguientes fases. Primero, la incredulidad, porque ¿quién se podía fiar de un presidente que acababa de ser nada menos que ministro secretario general del Movimiento, es decir, la creación franquista por antonomasia? Segundo, la sorpresa al mantener las primeras conversaciones y comprobar los primeros proyectos, que ayudaban a creer que la reforma democrática iba en serio. Tercero, la seducción, que Adolfo Suárez acometió personal y pacientemente. Primero se trató de una seducción de la persona y, después, de los hechos que confirmaban el proyecto. Y cuarto, la colaboración, que siempre ha sido la justa, quizá con la excepción de Santiago Carrillo. En todo caso, se puede decir que había dos oposiciones, aunque hayan coincidido en documentos unitarios: la tolerada al final del franquismo y la que fue perseguida incluso en los primeros tiempos de la monarquía. Ambas debían ser integradas en el proyecto.

Si al final tuvo éxito, se debe a su capacidad carismática y a la credibilidad que Adolfo Suárez transmitía. Por decirlo de una forma un poco brusca, a los herederos del franquismo, Adolfo Suárez les aplicó la legislación. A quienes querían transformarlo o derribarlo, les dedicó su encanto. José Luis Graullera cree que uno de los aciertos iniciales de Suárez ha sido «abrirse al diálogo político con la oposición emergente desde la decisión de no recordar políticamente el pasado histórico que había dividido a los españoles».

Tampoco este empeño parecía fácil. Cuando llegó a la presidencia todavía se conjugaban una especie de libertad tolerada y, por tanto, restringida y el uso de la represión. Quince días antes de su designación como presidente (el día 12 de junio) era puesto en libertad Antonio García Trevijano, que había sido detenido por el delito de dar una rueda de prensa sobre Coordinación Democrática. Pero, al mismo tiempo, en esos días previos, partidos todavía ilegales y la calle empiezan a moverse. En los últimos días de junio se reúne en Madrid la Federación de Partidos Socialistas, y en el Palau Blaugrana de Barcelona se celebra el primer mitin socialista, organizado por el PSC. Se produce un fuerte tira y afloja de prohibiciones y rechazos. En Madrid se prohíbe la Asamblea General de Comisiones Obreras. Coordinación Democrática rechaza la Ley de Asociación Política y acuerda que ninguno de los partidos integrados se legalizarían con las condiciones que imponía esa ley.

Este breve recuerdo de algunos hechos ayuda a reconstruir una realidad política compleja en la que todos los agentes van tomando posiciones. Fraga, por ejemplo, se va alejando del poder en muchas de sus declaraciones. En abril se había apartado de las corrientes dominantes al declarar al Giornale d’Italia que no quedaban problemas pendientes de la Guerra Civil cuando, en realidad, todo el país era un clamor por la reconciliación. Y añadió que muchas cuestiones habían quedado resueltas por el indulto del rey, cuando en las calles se sucedían las manifestaciones, cada vez con mayor intensidad y periodicidad, que reclamaban la amnistía.

Por el lado de los partidos todavía ilegales, las expresiones públicas se caracterizaban por un gran radicalismo. El PSOE de Felipe González, por ejemplo, se mostraba partidario de la autodeterminación de los pueblos de España. Cuando Suárez era ya presidente, el PSOE se define en Gijón como partido marxista, democrático, federal, autogestionario, internacionalista, de clase, de masas y revolucionario. Nicolás Redondo, en el XXX Congreso de UGT, el primero en ser autorizado, se pronuncia a favor de la ruptura. Y, en general, la llamada oposición democrática, que integraba a todas las fuerzas políticas no comprometidas con el franquismo, mostraban prisas por borrar el régimen anterior, depurar responsabilidades y proceder urgentemente a la instauración de un nuevo régimen. Eso era la ruptura. Gran parte de las energías políticas de la época se consumieron en la dialéctica reforma-ruptura.

La labor de Suárez ha sido la de un paciente apostolado para ganar adeptos a la reforma. Seguramente no hubo un dirigente político en la historia de España que haya dedicado tanto tiempo a hablar. Conversaba con quien lo necesitaba y con quien se lo pedía. A La Moncloa llegaban comisiones de todo tipo y nadie se marchaba sin ser atendido. Cuando el presidente no podía hacerlo y tampoco había ningún alto cargo disponible, se le encomendaba a este modesto jefe de prensa. Especialmente, si se trataba de alguna misión gallega. Me correspondió atender, escuchar y serenar a misiones de agricultores desesperados y marineros cargados de demandas justas. La consigna era escuchar a quien tenía algo que decir o algo que reclamar.

Suárez comienza a hablar con la oposición al día siguiente de ser nombrado, el día 5 de julio. Pero empieza por lo suave: el entonces líder socialdemócrata Antonio García López, al que se podía considerar un «hombre fácil» para el consenso, sin muchos seguidores, pero con fama de intrigante y de conocer muy bien los movimientos y las personas de los grupos de oposición. Dos días después, el 6 de julio, contacta con los líderes catalanes Josep Pallach y Trías Fargas. El día 14 recibe a Luis Gómez Llorente, miembro de la ejecutiva del PSOE; el 20, a Fernando Álvarez de Miranda. El día 21, a Carlos Ollero; el 27, a Joaquín Ruiz-Giménez. No existe siquiera pausa en pleno mes de agosto, cuando se suceden las entrevistas con Raúl Morodo (día 3), la primera entrevista con Felipe González (día 10), con una delegación del Consell catalán (Pallach, Jordi Pujol, Heribert Barrera, Joan Raventós, día 11), así como con gentes del Movimiento: Cruz Martínez Esteruelas, Gonzalo Fernández de la Mora y José María Ruiz Gallardón.

Por esas fechas, el ministro de Relaciones Sindicales, Enrique de la Mata, inicia contactos con la oposición sindical. Alfonso Osorio, vicepresidente, dialoga con miembros de la oposición moderada. El 2 de septiembre tiene lugar la segunda entrevista con Felipe González, y dos días después se celebra la reunión con Enrique Tierno Galván, presidente del PSP, Partido Socialista Popular.

El 8 de septiembre es el día de la célebre reunión del «viva la madre que te parió» (frase pronunciada por Mateo Prada Canillas, capitán general de Burgos, al tener noticia de que no se legalizaría el PCE) con la cúpula militar. Y ya en el año 1977, se suceden los encuentros con Santiago Carrillo, la llegada de Tarradellas a La Moncloa y la normalidad del diálogo que desembocaría en el pacto nacional para una nueva Constitución.

Que se sepa, Suárez nunca habló, por ejemplo, con algún dirigente de Fuerza Nueva. Las relaciones con Fraga fueron distantes. Se dedicó, básicamente, a atraer a la causa de la reforma a todos quienes propugnaban la ruptura. El clima que los interlocutores transmitían a la opinión pública no era siempre feliz. Unos creían a medias a Suárez. Otros dudaban de su sinceridad. A otros les costaba hacer un elogio del nuevo tiempo y se escudaban en frases de compromiso.

La oposición política vivía también en un debate permanente y en la contradicción de aceptar una fórmula de transición reformista cuando habían consumido tantas energías —y a veces penas de cárcel— por luchar contra el régimen que el establishment sólo quería reformar.

De todas esas conversaciones, hay cuatro que pasarán a la historia detallada de la Transición: la de Felipe González, porque era la interlocución con el partido llamado a ser la alternancia; la de Santiago Carrillo, que tiene todas las características de un pacto histórico por la reconciliación; la de Tierno Galván, por el respeto intelectual que imponía el futuro alcalde de Madrid y su legitimidad de izquierdas, y la de Josep Tarradellas, que significó la vuelta de un símbolo del exilio y la recuperación de las instituciones de Cataluña.

Todas ellas están bien relatadas en las biografías de nuestro protagonista y en las historias de la Transición. Y todas ellas dieron un fruto fantástico, que es una de las grandes claves del momento: la renuncia de cada uno a algo, para que todos pudieran caber en el nuevo edificio. «Suárez logró —recuerda Jaime Lamo de Espinosa— que todo el mundo, todas las personas renunciaran a algo a favor de los intereses comunes del Estado, de la nación española». Y ahí están las renuncias de don Juan a sus propios derechos dinásticos; la del rey a los privilegios que la Constitución recortó; la de las últimas Cortes franquistas (que desistieron de sus propias convicciones); la del Partido Comunista, que renunció a su bandera y otros símbolos; la del Partido Socialista Obrero Español, que abandonó su programa máximo y finalmente el marxismo; la de la Iglesia a algunos de sus derechos y a su primacía; la de las Fuerzas Armadas y su concepción de garantes del testamento de Franco…

El mérito histórico de esas infinitas horas de conversación lo valora el periodista Miguel Platón: «Introdujo el factor de la buena relación personal entre los políticos, que era una de las grandes deficiencias de España y se había perdido especialmente en la Segunda República. Suárez estableció relaciones sinceras con todos: con Carrillo, con Tarradellas, con Felipe, con Tierno. Partía del supuesto de que todos eran distintos, pero podían hablar de cuestiones personales y construir juntos el futuro de la nación. Ésa ha sido una aportación fundamental de Adolfo Suárez».

FELIPE GONZÁLEZ, LA DESCONFIADA CONFIANZA

Historia de una relación compleja, con trampas, amenazas y, al final, el afecto.

Entre los personajes a los que había que convencer estaba Felipe González, llamado a ser el gran adversario de Suárez. La historia de la relación entre ambos es una historia de tanteos, confianza-desconfianza, desafíos, afectos, trampas mutuas, trabajo conjunto, identidad de objetivos que, al final, desembocó en una guerra abierta, en un abrupto empeño de los socialistas por destruir a Adolfo Suárez, en una magnífica disposición del CDS a dialogar y pactar con el Gobierno socialista y, finalmente, en un arrepentimiento de los dirigentes del PSOE por el asedio al que habían sometido al presidente.

Ante Felipe González, Adolfo Suárez sentía una atracción especial. Admiraba el halo mágico que le rodeaba, como esperanza de futuro. Lo veía como su alternativa, lo cual le creaba una sensación de recelos, un incómoda ansiedad. Le preocupaba, al principio, ver que parecía respaldado con más votos que él en las encuestas periodísticas que se publicaban sobre políticos con futuro. Sentía algo de envidia por la legitimidad democrática de que estaba investido. Le gustaría tener un partido como el PSOE, sometido a disciplina, con ideas compartidas por toda la militancia y un liderazgo no discutido. A Suárez, en el fondo, le gustaría ser Felipe González. De momento, su objetivo era incorporarlo a su causa. ¿Cómo? Convenciéndole de la sinceridad del proyecto democrático.

No resultó fácil, ni la actitud de Felipe González ha sido siempre de colaboración abierta. Pasados los años, se puede decir que hubo cordialidad en las palabras en los primeros tiempos, pero seguida siempre de obstáculos, desplantes y necesidad de alguna amenaza. El PSOE siempre tuvo que ser arrastrado a las decisiones más importantes, como su inscripción en el registro o su participación en los Pactos de la Moncloa.

Encontrarse con Felipe González y conseguir un pacto histórico con él fue una de las primeras obsesiones de Adolfo Suárez, aunque se tratara del séptimo líder de la oposición democrática con quien se reunió. Lugar: el domicilio de Joaquín Abril Martorell, hermano del entonces ministro de Agricultura, situado en la calle Padre Damián de Madrid. La anécdota del encuentro: la sospecha de ambos de que pudieran ser espiados, les obligó, como primera acción, a revisar personalmente todos los rincones de la casa en busca de micrófonos. A juicio de Juan Francisco Fuentes (Adolfo Suárez), «a falta de un verdadero espacio público que sirviera para encontrarse y negociar a la luz del día, tenían que verse, generalmente de noche, en una especie de tierra de nadie, llena de acechanzas».

¿Qué ocurrió en ese reunión? Suárez le contó su proyecto al líder socialista. Hubo un punto de acuerdo básico: la democracia debe ser plena. Hubo menos claridad respecto a la legalización del Partido Comunista, que a Felipe González le pareció deseable, pero no imprescindible. Y, en el aspecto formal, todo salió «de cine», en expresión de Carmen Díez de Rivera. Suárez contó después que su interlocutor era «inteligente y patriota», según recoge Alfonso Osorio en sus Memorias. Y a Felipe González le quedó grabado lo mismo que a todos: la simpatía de Adolfo y su capacidad de comunicación «en el tú a tú».

Fue la reunión de un presidente del Gobierno más parecida a una cita clandestina. Política o amorosa. Si ambos estuvieran tramando una conspiración contra el sistema, no la habrían programado ni hecho de otra forma: con desconocimiento de todo el mundo, sobre todo de la policía. Si hubiera sido un encuentro de amantes que se enfrentan a su primera cita sin conocimiento de la familia, los vecinos y los amigos, sólo la habrían programado como lo hicieron: por medio de cómplices discretos y en una casa de secreto garantizado. Y salió bien, dadas las condiciones y el grado de fidelidad que cada uno de los amantes debían a sus parejas.

La segunda reunión Suárez-González tuvo lugar en el domicilio de Rafael Anson, en la urbanización Las Lomas-El Bosque de Madrid. Fecha: menos de un mes después, el 2 de septiembre de 1976. Otra vez en una casa particular, con ese aroma a clandestinidad y parecido resultado de encantamiento. Contaban con la ventaja de que ya se conocían, ya habían tanteado sus intenciones, y se pudieron permitir testigos como Javier Solana de la parte socialista y Manuel Ortiz, de parte del Gobierno.

La reunión transcurrió con cordialidad, pero la reacción fue también la propia de una pareja clandestina. Coincidían en los fines, pero nada más. Felipe no quería seguir el calendario que le marcaba el ritmo de la reforma, ni estaba dispuesto a regalarle poder a Suárez, sabiéndose como ya se sabía el hombre del futuro. Dicho en palabras de Landelino Lavilla, aquél no era su proyecto, con lo cual opuso resistencias y comenzaron los problemas de relación y de confianza.

Quiero citar tres casos elocuentes de esa resistencia felipista. El primero ha sido su oposición a la Ley para la Reforma Política. Digo en otro lugar que en su interior deseaba que saliese adelante, pero de cara al exterior fue una oposición contundente. «Fue —diría años después Suárez— el último intento de reconducir el proceso a un planteamiento de ruptura». Incluso utilizaron armas de peso: el 23 de noviembre de 1976, poco antes de comenzar la campaña del referéndum para aprobar dicha ley, y a iniciativa de Felipe González, se pidió a la Comisión Política del Parlamento Europeo una resolución de apoyo a la oposición y al PSOE y de rechazo a la solución reformista. No tuvo éxito, pero se intentó el boicot. A Suárez no se le dio ninguna facilidad.

El segundo se produjo durante el proceso de legalización de los partidos, que para el PSOE no suponía otra cosa que su simple inscripción en el registro del Ministerio del Interior. Felipe González entendía que un partido con el bagaje del PSOE no podía pasar por esa humillación, sino que ya estaba legalizado por su trayectoria, que conectaba directamente con la legalidad de la Segunda República, algo que asomaría después en toda la filosofía política de Rodríguez Zapatero.

La situación fue tan tensa, porque Suárez tenía el tiempo tasado para completar el proceso, que hubo que utilizar la presión sobre el PSOE. José Manuel Otero Novas llama a Enrique Múgica y le amenaza directamente. Le da un ultimátum:

—Si no estáis inscritos en el registro en un plazo máximo de quince días, el Gobierno montará otro Partido Socialista y desapareceréis como opción de Gobierno.

A Múgica se le escapó una carcajada:

—Sería demasiado chusco y pondríais en contra del Gobierno español a toda la Internacional Socialista.

Le pregunté a Otero Novas en quién estaban pensando para formar ese nuevo Partido Socialista, y me dijo que podría ser Antonio García López, uno de los primeros interlocutores de la oposición con Adolfo Suárez y con quien seguramente se habrían mantenido conversaciones en ese sentido.

Quizá por ese ultimátum, cuando el Partido Socialista Histórico de Rodolfo Llopis es legalizado, Felipe González reacciona airadamente y saca la artillería más pesada: en una reunión con los directivos de los Servicios de Inteligencia amenaza con no presentarse a las elecciones. Era una carga de profundidad. Unas elecciones generales sin el Partido Socialista carecerían de todo valor, no serían aceptadas por los gobiernos extranjeros ni los organismos internacionales y supondrían el fracaso de la vía reformista. Fue otro momento de vértigo y la primera vez en que Suárez y Felipe González tienen que enviarse mensajes de fuerza.

Pero Felipe no contaba con la capacidad estratégica del presidente, y Suárez tardó solamente unas horas en enseñarla: ¡el Partido Comunista! ¡Oh, eso era perfecto, y solamente lo vio Adolfo Suárez! «Si salía bien —escribió después Alfonso Osorio—, es audaz y eficacísimo».

Claro que era audaz. Legalizar al PCE en las condiciones de la España de entonces sólo se le podía ocurrir a un tipo tan lanzado e ingenioso como Adolfo Suárez. Y desde luego que era eficaz: sólo con saber que el Partido Comunista podía participar en unas elecciones, cambiaba completamente el panorama de la izquierda en este país. El PSOE pasaría a ser una fuerza política con mucha historia, pero sin visión de presente. Para gran parte de la opinión pública representaría el único partido que ponía palos en la rueda del carro democrático. Y, a efectos electorales, resultaría demoledor: un Partido Comunista convertido en la gran alternativa de izquierda dejaría a los socialistas en un desierto que tardarían muchos años en cruzar. ¿Hizo estas reflexiones Felipe González? Que nadie tenga la menor duda.

El tercer caso tuvo lugar en los Pactos de la Moncloa. Hoy todo el mundo elogia aquellos acuerdos por lo que supusieron de voluntad de diálogo, de capacidad de renuncia y de generosidad de todos para que la reforma económica acompañase a la reforma política. Ya se habían celebrado las primeras elecciones democráticas, el PSOE había pasado por el aro de la inscripción en el registro y había asomado como única alternativa de Gobierno y, por tanto, era una fuerza política contrastada, que no tenía que hacer otra cosa que inspirar confianza a la sociedad y crecer. Pero llegó la convocatoria de los Pactos y volvió a carecer de generosidad. Santiago Carrillo se adhirió a la idea antes que Felipe González. Y Felipe González se resistió hasta el último minuto. Se hizo desear como una fruta prohibida. Se hizo desear tanto, que Alberto Aza, jefe del gabinete del presidente, le tuvo que llamar la víspera de la primera reunión para convencerle. Y lo consiguió, pero con poco entusiasmo. Le he pedido a Alberto una interpretación de aquella resistencia, y me ofrece ésta:

—Felipe González pensaba que los Pactos de la Moncloa eran una maniobra del Gobierno para sobrevivir.

Si eso es cierto, añado yo, era la segunda vez que el PSOE jugaba sin éxito a la caída de Suárez. En esta ocasión, a su desgaste y deterioro. Su ascenso al poder pasaba inevitablemente por horadar los cimientos de Suárez. Pero en este caso concreto el PSOE ofrecía más indicios de partidismo que de patriotismo. Felizmente Felipe González supo corregir eso, aunque fuese en el último minuto.

Después, ya en la normalidad del juego poder-oposición, ocurrió lo que tenía que ocurrir. El PSOE funcionó con toda la dureza con la que podía funcionar. Llegó el «caso Blanco», la agresión de la policía al diputado socialista cántabro Jaime Blanco, y los socialistas llevaron el episodio al Congreso. Se oyeron palabras durísimas contra Martín Villa por parte de Alfonso Guerra: «Ustedes, señor Martín Villa, son los fascistas», le decía apuntándole con el dedo desde la tribuna.

Y llegó, sobre todo, el discurso de petición de voto de Adolfo Suárez en la televisión el 27 de febrero de 1979, en vísperas de la jornada de reflexión. Las encuestas se mostraban muy ajustadas. En algunas, la diferencia de previsión de escaños a favor de la UCD no llegaba a la decena. Se estaba en lo que se llama empate técnico. Cualquier giro de los indecisos daría la victoria a los socialistas. Ante ese panorama sombrío, Suárez tuvo la intuición de detectar dónde estaban los indecisos y fue por ellos con una decisión y una falta de piedad con el adversario que no le habíamos visto ni oído nunca. Atacó directamente a la yugular del PSOE, negó que fuese un partido moderado y lanzó el gran ataque, con descaro y en busca del voto conservador: «El programa del XXVII Congreso, por ejemplo, defiende el aborto libre y, además, subvencionado por el contribuyente, la desaparición de la enseñanza religiosa, y propugna un camino que nos conduce hacia una economía colectivista y autogestionaria».

Fue de una eficacia sin precedente. Nunca se han ganado más votos en sólo diez minutos de alocución. Heterodoxo, porque se dedicó más a atacar al adversario que a defender su idea. Pero está claro que fue el mensaje que deseaban escuchar las llamadas «buenas gentes de España», temerosas o dubitativas ante la llegada de la izquierda al poder. Dos días después, el 1 de marzo, lo demostraban las urnas: del empate técnico se pasó a una diferencia de 55 escaños: 171 para la UCD, al borde de la mayoría absoluta, 116 para el PSOE. Los socialistas quedaban más lejos del poder que antes de las elecciones y, encima, decepcionados. Y, además, airados contra un Suárez que había arruinado sus expectativas. Se acababa de declarar la guerra.

Lo cierto es que en esa guerra vivió Suárez hasta su dimisión. La hostilidad socialista iba a ser una constante y uno de los cercos que le condenaron a la soledad. Felipe González presentó una moción de censura que, como es natural, se dedicó a desprestigiar toda la obra del Gobierno. Un socialista tan representativo como Enrique Múgica participó en una reunión con Alfonso Armada en Lérida donde se habla de un golpe civil para crear un Gobierno de concentración o de salvación nacional. En el Parlamento se ejerce una oposición contundente, agresiva y documentada. Se trabajan las redacciones, donde el socialismo cuenta con más adictos que el centrismo. En los discursos, Felipe González trata de agrandar la figura de Fraga Iribarne («el Estado le cabe en la cabeza») para disminuir la figura de Suárez. Se lanza un discurso que defiende que Fraga es el líder natural de gran parte de la bancada centrista. Y al PSOE le entran ganas inusitadas de provocar la caída del Gobierno de Suárez por todos los medios. No parecían dispuestos a soportar una travesía del desierto de cuatro años… para que al final una intervención electoral de Adolfo les hiciera esperar cuatro años más. Felipe González era joven, pero impaciente. Y no sé si más impaciente que joven.

En ese clima, de sus filas surgieron agresiones verbales directas y desvergonzadas como no se recordaban. Felipe González, que ya había desarrollado la estrategia de ser él el bueno del socialismo y el hombre de Estado que no agrede a nadie, no pasó de hacer esta comparación de Suárez: «Como Luis XIV de Francia, piensa que el Estado es él», pero dejó el ataque verbal a su número dos, Alfonso Guerra, que hizo época con frases como: «A usted, señor Suárez, no le cabe más democracia»; «Algunos se preguntan si será el momento de que el general Pavía entre a caballo en el Parlamento y lo disuelva. Yo me pregunto si el actual presidente [Adolfo Suárez] no se subiría a la grupa de ese caballo» (1978); «Suárez, lo mismo puede presidir el Gobierno que regentar una güisquería» (1979); «Suárez es como un tahúr del Misisipí con chaleco floreado» (1980); «Suárez es un perfecto inculto procedente de las cloacas del franquismo» (1980); «Entre Suárez y Fraga sólo hay una diferencia: Fraga se pela con los pelos de punta y Suárez lo hace hacia atrás» (1980), o «Suárez llegó a perder toda credibilidad. Se convirtió en una bailarina de pasos contrarios» (1982).

Después pasó lo que pasó: el Partido Socialista ganó las elecciones en 1982, conoció la experiencia y la dificultad de gobernar, perdió las elecciones, las volvió a ganar con Zapatero, y a aquellos feroces críticos de los años 1978-1982 les entró una especie de arrepentimiento de sus palabras y actitudes. El más arrepentido ha sido precisamente Alfonso Guerra, que pasó de crítico feroz a gran defensor de Suárez… cuando Suárez ya no podía valorar su arrepentimiento. Y Suárez, además, no guardó el mínimo rencor por las agresiones. Ambos detalles pueden comprobarse en el libro Adolfo Suárez, el presidente inesperado, de Manuel Campo Vidal.

Manuel Campo recoge una frase que le dijo Suárez a Guerra en una «grata conversación de sobremesa» once meses después de dimitir: «En lo personal, tengo totalmente superada la erótica del poder. Estoy dispuesto a aportar todo lo poco o mucho de activo político que me queda para hacer posible vuestra gobernación del país como vosotros me habéis ayudado a mí».

Y Alfonso Guerra, a su vez, ha cambiado de actitud, como atestigua el texto ya citado de Campo Vidal: «Concluye Guerra su narración: “Mi reflexión aquella noche fue: ‘No ha dejado ni un día de pensar en España’”».

Felipe González limitó más su generosidad. Según me contó una vez Adolfo Suárez, Felipe le prometió: «Algún día diré que eres un gran hombre de Estado». Quizá lo haya hecho en privado, no lo sé, pero no tengo ningún testimonio público del cumplimiento de tal promesa. Hizo elogios, tuvo gestos cariñosos, en especial con motivo de la enfermedad de Marian; sus testimonios de respeto fueron aumentando a medida que pasaba el tiempo, pero la frase literal de «hombre de Estado» no consiguió salir de su boca. Y eso que tuvo muchas oportunidades. Por ejemplo, cuando se le pidió que grabase algún mensaje para el Museo Adolfo Suárez y la Transición que se ha construido en Cebreros. Allí están los testimonios de Fraga o de Santiago Carrillo, pero no el de González. Le hice notar esa ausencia al alcalde de Cebreros, Ángel Luis Alonso Muñoz, y me respondió: «No ha querido grabar nada».

LOS PERIODISTAS, ESE PODER

Lo auparon y lo denostaron, lo hicieron caer y lo levantaron. Y lo llevan en andas por la historia.

Quiero introducir en este capítulo de las seducciones-repulsiones un aspecto que ha sido muy importante en la ascensión de Suárez, en su consolidación como presidente, en su caída y en la posterior recuperación de su memoria histórica: la prensa.

El autor de esta crónica tuvo cinco etapas distintas en su relación con el presidente Suárez: la relación a distancia hasta mayo de 1977 (comparable a la figura de asesor externo), la incorporación a su equipo como director de la oficina de prensa, el desapego, el reencuentro en la campaña electoral del CDS y lo que podríamos llamar el reencuentro tiempo después.

Un día de 1976 me llamó a su despacho, como se cuenta en otro capítulo, para redactar el discurso de defensa del proyecto de Ley del Derecho de Asociación Política. Otro, para hacer el breve mensaje que dirigió a los españoles al ser designado presidente del Gobierno. Y más tarde, me solicitó para todos los discursos que pronunció ante las cámaras de Televisión Española.

Por lo que pude saber después, por el libro de Ana Romero sobre Carmen Díez de Rivera, la jefa de su Gabinete Técnico le venía insistiendo: «Adolfo, tienes que nombrar un portavoz». Y me correspondió esa tarea. Entré para quedarme en el Palacio de la Moncloa tres semanas antes de las elecciones generales de junio de 1977. Se nota que tenía confianza absoluta en que Suárez las ganaría. Y entré pletórico de entusiasmo, del entusiasmo propio de un joven de veintinueve años, y también lleno de gran ingenuidad, que aún hoy sigue causándome algún bochorno por su osadía. Mi primera declaración personal, al margen de la nota de prensa de la dimisión de Carmen Díez de Rivera, fue tan atrevida como ésta: «Vengo a combatir el complejo de silencio de la Administración española». Con dos narices.

Allí sólo había un periodista, Ramón Castillo Meseguer, un buen técnico de la comunicación sin excesiva proyección externa, pero que conocía perfectamente los vericuetos de la Administración y sus burocracias y que se coordinaba también a la perfección con los Servicios Informativos del Ministerio de Información y Turismo.

Y no había nada más. Las relaciones con la prensa —y singularmente con la prensa extranjera— habían estado a cargo de Carmen Díez de Rivera, y en la secretaría del presidente caían las demandas de entrevistas o las consultas de agenda. Me ubicaron en un despacho en el edificio Semillas o Semillas Selectas, que parece su nombre oficial, en su primera planta, con una secretaria en turno de mañana y otra en turno de tarde. A la entrada del edificio había siempre un policía armado, todavía de gris, con una metralleta en ristre y posición de «prevengan». Al pasar y dar los buenos días, el agente respondía con amabilidad, pero se giraba con su metralleta y acojonaba. Ése era también todo el servicio de seguridad y control de Semillas, adonde se accedía directamente desde la calle sin ningún otro control previo. Como dicen en los pueblos, «si no pasó algo fue porque no estaba de Dios».

Con ese guardia en la puerta y la ilusión juvenil intacta, nos pusimos a trabajar. Lo primero fue dar nombre al invento: Dirección de Prensa de la Presidencia del Gobierno. Lo segundo, dejar por escrito en un par de hojas las funciones y competencias del nuevo organismo, que el presidente aprobó supongo que sin leerlas. Lo tercero fue encargar tarjetas, folios, cuartillas y sobres donde figurase esa denominación. Cuando vi los folios en que se leía «El director de prensa de la Presidencia del Gobierno» me di cuenta de la importancia que tiene un artículo. «El» daba sensación de autoridad. Quedaría muy bien cuando enviase cartas de pésame a mi pueblo.

Después vino el reparto de poder, algo consustancial con una presidencia de Gobierno que se precie. Y quedó de este modo: jefe, este mismo cronista; subjefe y encargado de viajes y logística, Ramón Castillo Meseguer; redactor, encargado de la comunicación interna (resúmenes de prensa), pero sin despacho ni sitio fijo donde trabajar, José Cavero Jáñez. Si Cavero se ponía enfermo, no había resumen de prensa. Ramón Castillo nunca se permitió el lujo burgués de enfermar. Y un servidor todavía no había empezado a hacer amistades médicas.

A los dos días ya me había dado cuenta de que diseñar funciones y competencias de la oficina de prensa de un presidente del Gobierno no tiene ningún sentido. Basta con sentarse en la silla y esperar que suene el teléfono. Si sonaba el más pequeño de los aparatos, de una sola línea, que había en la mesa, mal asunto: te estaban llamando de palacio, y de palacio nunca llaman para algo bueno. Si sonaba el otro aparato más grande y ostentoso, con varias líneas y que pasaba por secretaría, era algún periodista.

Puedo prometer y prometo que una de las líneas, y con frecuencia las tres, estaban siempre ocupadas. Aquello parecía un consultorio telefónico. Allí telefoneaban todas las agencias de prensa, todos los periódicos, todas las emisoras de radio. La única que no llamaba ni lo necesitaba era Televisión Española, cuyos cauces informativos estaban reglamentados y cuyos directores generales (Rafael Anson primero, y Fernando Arias-Salgado después) tenían hilo directo con el presidente. Cada día entraban o salían de aquel despacho de Semillas entre el medio centenar y el centenar de llamadas telefónicas.

Los periodistas de la época eran de una astucia espectacular. Recuerdo especialmente los de la agencia Europa Press. Una de las trampas que me tendieron fue puramente anecdótica, pero resulta un buen reflejo de su ingenio para obtener información que en La Moncloa considerábamos reservada y que había que tratar con la máxima discreción. Uno de esos días en que parecía que el Estado se desmoronaba quisieron saber si estaba reunido el gabinete de crisis, definición que nunca hemos utilizado para no crear alarma. En su lugar, la complicidad de los medios y la Administración favoreció que apareciera la frase «la empresa» para referirse al núcleo duro del Gobierno, que se reunía en los momentos de tensión y adoptaba decisiones de urgencia que, según su alcance, después validaba el Consejo de Ministros.

Llegó uno de esos días de tensión, y como es lógico las agencias buscaban conocer la reacción del Gobierno. Nosotros queríamos transmitir una sensación de normalidad, de que en los ministerios se seguía trabajando con la misma entrega, y todo eso convencional de las crisis. ¿Y qué hicieron los de Europa Press? Primero comprobaron qué ministros estaban en sus despachos. Al final de la mañana llegaron a la conclusión de que faltaban los cinco de «la empresa». Por tanto, «la empresa» estaba reunida. ¿Y dónde podía estar reunida? En un lugar tan reservado y al mismo tiempo tan ordinario como la presidencia del Gobierno. La llamada del redactor de Europa Press no fue para confirmarlo, sino sencillamente para preguntar si La Moncloa iba a dar algún comunicado o convocar a la prensa. Y el periodista de La Moncloa no tuvo más remedio que desdecirse de todo lo que había negado antes y confirmar la reunión. Aquellos meses fueron de un gran aprendizaje: del poder por dentro y de astucias informativas.

Pese a esas limitaciones, la verdad es que fuimos unos héroes. Como diría Cristóbal Montoro, dejemos la modestia «para otro día». Con aquellos elementales medios le echamos valor para celebrar un briefing diario, abierto a toda la prensa que quisiera acudir. Suárez me hacía un hueco en su agenda para repasar juntos los temas de más actualidad y conseguir que esas reuniones informales, no oficiales, tuviesen contenido informativo cada tarde. Y las preguntas que yo no podía responder por falta de «doctrina» se respondían al día siguiente. Era un esfuerzo atroz, me obligaba a hablar con todos los ministerios todas las mañanas; pero mientras duró fue muy hermoso y creo que gratificante para los medios. Decayó probablemente por cansancio o porque este cronista entró en una fase de desencanto.

Porque llevar las relaciones informativas de Suárez tenía su complicación. Los periodistas siempre van por delante, como los delincuentes, y pueden dejar en ridículo al mejor portavoz y al mejor presidente. A modo de ejemplo, la situación que me recuerda Miguel Platón: cuando Suárez viaja por primera vez a México y Estados Unidos (primavera de 1977), hace un corrillo con los periodistas en el avión. La pregunta que se huele en el ambiente es inevitable: ¿Va a presentarse a las elecciones? Faltan sólo dos meses, y Suárez mantiene la incógnita. En el avión dice: «Ya lo comunicaré en su momento». Formalmente, suena como una confirmación, pero no es, ni mucho menos, un anuncio oficial. Se llega a la Casa Blanca. Miguel Platón es uno de los informadores seleccionados para estar en el Despacho Oval. El presidente Carter chapurrea el español, saluda a Suárez en español y mantienen las primeras palabras de cortesía. Los periodistas americanos tienen micrófonos direccionales que captan esas primeras frases, pero no entienden lo que dicen. Les piden traducción a los españoles en la sala de prensa de la Casa Blanca, y ahí está la noticia. Carter le pregunta si se presentará a las elecciones y Suárez responde con un contundente: «Sí, sí, por supuesto que seré candidato».

Y se armó. Transmisión urgente a España de la revelación, teletipos que hacen sonar sus campanillas en las redacciones, Ministerio de Asuntos Exteriores que lanza la voz de alarma, petición de explicaciones por parte del séquito oficial en Washington, de dónde habéis sacado eso, y lo que horas antes era un «ya lo comunicaré en su momento» se convierte en un «sí, por supuesto».

Por cierto, y como puro apunte de actitudes políticas, según la privilegiada memoria de Miguel Platón, es en ese avión donde Adolfo Suárez dice que tiene intención de que las Cortes que salgan de las elecciones del 15 de junio sean unas Cortes Constituyentes. Felipe González, veinte años después, dijo que Suárez no tenía en su esquema de reforma abrir un período constituyente, y hubo que recordarle esa declaración sin micrófonos en aquel viaje.

Durante el año que colaboré directamente con él sólo conseguimos que diera una rueda de prensa formal y con la solemnidad que corresponde a un presidente del Gobierno. Sólo una. Lo demás habían sido discursos, declaraciones puntuales en la campaña electoral o eso que llamamos «canutazo» en la jerga periodística.

Tenía una relación extraña con los medios. Por una parte los consideraba fundamentales para la estabilidad política y para el éxito de la reforma, y por otra los consideraba algo menor, en comparación con lo que tenía entre manos. Por una parte quería mimarlos y darles todas las facilidades, y por otra le espantaba enfrentarse a ellos. He llegado a la conclusión de que pretendía que sus empleados toreásemos la prensa, mientras él se dedicaba a gobernar. Y siempre traté de entenderlo: a un hombre que estaba construyendo un Estado, que estaba seduciendo a sus agentes políticos, que estaba pendiente de las bayonetas y que dedicaba más de veinticuatro horas diarias a esas tareas, le debía parecer una grosería que apareciera su jefe de prensa con la pregunta de un reportero de tercera de un periódico semanal de provincias. Y encima, muchos de esos reporteros le trataban sin el menor respeto en sus crónicas.

El caso es que, cuando Suárez disponía de tiempo, dedicaba horas y horas a hablar con los informadores. Cuando no sentía el agobio de lo próximo y de lo inmediato, prefería reunirse con ellos y charlar sin prisas hasta altas horas de la madrugada. Lo recuerda muy bien Carlos Yárnoz, hoy subdirector de El País y entonces redactor político de la agencia Europa Press, quien le acompañaba como enviado especial a la mayoría de sus viajes. Hace memoria de sus conversaciones en los halls de los hoteles de las ciudades que visitaba: «Yo venía del pueblo, y traía otra idea del poder, más distante, más frío, más arrogante. Y de pronto me encontraba con un presidente de Gobierno cercano, deseoso de hablar y que no tenía inconveniente en sentarse con cuatro periodistas sin mirar el reloj. Con frecuencia nos daban las tres de la madrugada, y él se tenía que levantar a las ocho para cumplir con la agenda oficial del viaje».

Creo que Suárez, lejos de España, sin la presión de La Moncloa, se sentía más libre y expansivo. O quizá miraba a aquellos periodistas como cómplices. Se hablaba, naturalmente, sin guión previo. «Hablaba para explicar —matiza Yárnoz—, para explicar y convencer. Ponía una voluntad infinita en convencernos de lo divino y lo humano, sin mirar el reloj. Tenía un enorme interés en demostrar la bondad de lo que estaba haciendo». Mi impresión es que estaba tan obsesionado por la reforma de España, que en esas conversaciones no hablaba de lo inmediato, como ese viaje concreto, ni trataba de conseguir un buen eco en la prensa del día siguiente. Intentaba que se entendiera su forma de construir la democracia y garantizar su éxito.

Por lo demás, abría la puerta a todo el mundo. Lo ilustra una escena en el hotel Carrera de Santiago de Chile, en el que están también los periodistas. Entonces llega una noticia de España que Nativel Preciado y Amalia Sánchez Sampedro quieren comentar con él. Lo llaman a la habitación y Suárez las invita a subir. Llegan, llaman a la puerta y el presidente aparece sólo vestido con el pantalón del pijama y el torso desnudo: «No me habéis dado tiempo ni a vestirme». «Por cierto —añade Nativel—, estaba en todo su esplendor». Se disculpa por la indumentaria, se viste («tardó bastante») y comentó con ellas lo ocurrido. Una vez más, sin mirar el reloj.

Muchos periodistas han mantenido conversaciones larguísimas con él, la mayoría fuera de La Moncloa, y bastantes fuera de Madrid. Javier González Ferrari, por ejemplo, conversó largamente en su despacho del CDS: «Nos fumamos doscientos mil pitillos, él de Ducados, yo de Habanos». A Antonio Casado le hizo sentarse a su lado en un vuelo a Lucerna, a un congreso de la Internacional Liberal. «Y me sorprendió —anota Casado—, porque tenía de él una imagen de resistencia a relacionarse con la gente». Claro que, al parecer, la charla con Antonio tenía truco. En el mismo avión viajaba un político canario algo pesado que Adolfo trataba de esquivar porque quería preguntar qué había de lo suyo: «Si tú te levantas, viene a darme el coñazo ese pesado».

Los periodistas en La Moncloa no teníamos ni una modesta sala de prensa. Al revés: premiábamos su atención informativa con una sala inmensa, que tenía por techo el cielo y por paredes las del recinto del complejo. Allí pasaban horas, esperando que saliera una visita, a la caza de un testimonio o de una foto. Menos mal que eran tiempos de sequía y no llovió durante varios años. Uno de los habituales de aquel espacio-salón al aire libre era Diego Armario, entonces de Radio Nacional de España. Allí aprendió mucho de la clase política, según recuerda ahora. Aquello le permitió vivir en directo, y hasta salir en las fotos, los Pactos de la Moncloa. Y conocer a los políticos. Y encontrarse por primera vez con el lenguaje de los nacionalistas vascos. «Recuerdo a uno del PNV a quien esto de España no le resultaba interesante. Hablamos de fútbol, le dije que yo era del Real Madrid, y él me contesto que su única patria era Euskadi». Lo sorprendente, añade Armario, es que esa gente, con esa mentalidad, a continuación se entendía con Suárez y sellaban acuerdos.

También es ilustrativo el recuerdo de José Ramón Verano, entonces redactor de Europa Press, que hacía guardia ante La Moncloa para ver quién entraba y salía. Se pasó allí tantas horas que «llegué a tener amores y conversaciones con un árbol, mi único amigo que me daba sombra y mi único compañero en aquellas interminables horas». El trabajo de Moncho Verano consistía en ver quién entraba en los coches y esperar su salida. «Si el visitante era locuaz, detenía el coche y me contaba algo. Si era taciturno, le mandaba al chófer acelerar». A veces había suerte. Por ejemplo, Fernández Ordóñez y Joaquín Garrigues le confirmaron que iban a formar parte del Gobierno y ahí estaba la gran noticia. Fernando Álvarez de Miranda, en la misma fecha, le respondió: «Yo no he venido para eso».

Un día, ya en la campaña electoral del CDS y trabajando para El Independiente, Suárez le concedió una entrevista. «Tardaba en conceder las entrevistas —cuenta Verano—, pero cuando se sentaba a hablar y se sentía a gusto, no veía pasar las horas». La diferencia entre las conversaciones que relata Yárnoz (como presidente del Gobierno) y la que relata Verano (como candidato del CDS) es humanamente ilustrativa: como presidente, es pura ilusión sobre su proyecto; como candidato es un poso de malos recuerdos de la UCD. «Yo le he oído decir —confiesa Verano— que su enemigo no era el PSOE, sino su propio grupo parlamentario». Llevaba esa herida muy abierta. Pero se seguía haciendo querer por sus interlocutores. Se hizo querer tanto por quienes hablaban con él, que el periodista Moncho Verano dio una conferencia en la Universidad Carlos III en el año 2012, y al hablar del estado físico de Suárez en ese momento se emocionó. «Sí, me emocioné, y creí que no podía seguir hablando. Y eso que yo nunca lo he votado».

Es cierto: se ganaba la complicidad de sus oyentes, aunque fuese una complicidad pasajera. Nativel Preciado, que le hizo varias entrevistas, tiene este recuerdo: cada vez que le entrevistaba, a continuación le llamaba Amores, su secretario personal, para hacerle siempre la misma pregunta: «¿Te ha convencido?». Y Nativel: «Me ha convencido totalmente, pero ya se me ha pasado el efecto». Tenía una magia instantánea, que a veces perduraba, y a veces sólo duraba diez minutos; el tiempo del encantamiento.

Se ganaba de tal manera esa complicidad, que al poco se convertía en confianza, y alguno de esos interlocutores de sus viajes, al encontrarle después en una recepción oficial, ante ministros españoles o extranjeros, se abalanzaba sobre él, le daba un manotón en la espalda y le preguntaba «¿Qué pasa, Adolfo?». «Y él —anota Yárnoz—, se dejaba. Lo soportaba todo sin un mal gesto. Detrás de ese talante tenía que haber un buen tipo, una buena persona».

Desde luego que la había. Jamás le escuché una palabra de queja por el trato de un compañero de oficio. Le dolían las críticas, y le dolía sobre todo la incomprensión. Pero se tragaba el dolor y entendía los reproches de la prensa como algo que llevaba incluido en el sueldo. Nunca vetó a nadie, ni periodista ni medio. Por eso hay compañeros que, pasadas tres décadas, sostienen que aquél fue un período de enorme libertad. Y Suárez, quizá, fue una de sus víctimas.

También de alguna frivolidad. Un semanario de vocación humorística me pidió un artículo personal (personal mío) sobre la transformación política que se estaba operando en España. Lo escribí y se publicó, pero de esta graciosísima forma: «El año del Estado. Por Adolfo Suárez». Suárez, por supuesto, no había escrito ese artículo. Ni siquiera sabía que iba a publicarse. ¿Qué hacer ante esa falsa atribución de la autoría?

En otra ocasión (para entonces yo ya no estaba en La Moncloa), Suárez realizó un viaje oficial a Brasil. Una tarde, durante su estancia en Río de Janeiro, se extendió el rumor entre los periodistas de que aquella noche tocaba juerga y el presidente terminaría la jornada política con una actividad poco política: una visita a Oba Oba, que por entonces gozaba de la publicidad y la fama de contar con las mejores hembras del mundo. Naturalmente, Suárez, con una de esas señoras al lado, protagonizaría la foto del año. E incluso sin señoras: Suárez en el Oba Oba, portadas garantizadas.

Uno de los periodistas que acudieron al local a comprobar si el presidente del Gobierno se solazaba fue Carlos Yárnoz. Y vio que había una mesa reservada a nombre de Adolfo Suárez. Quién y con qué fines hizo esa reserva nunca se sabrá. Lo único cierto es que, como es lógico, el presidente nunca se presentó, ni tuvo siquiera intenciones de presentarse, y hasta dudo que supiera que existía tal cabaret en Río. Sin embargo, la prensa brasileña y un periódico de Madrid publicaron que Suárez había pasado una jornada nocturna entretenida: se había bañado en la bahía carioca, había dado paseos nocturnos por la playa de Ipanema y había aterrizado entre las bellas mujeres del Oba Oba. Josep Melià, secretario de Estado de Información, lo desmintió. Enviados especiales como Yárnoz, que sí estuvieron, prestaron su testimonio personal para negar la visita presidencial; pero el periódico madrileño se negó a publicar la rectificación.

Esos episodios de informaciones falsas le dolían, y creo que le dolían especialmente por Amparo. Pero, además, tuvieron un efecto político pernicioso. Cuando se efectúa ese viaje a Brasil (agosto de 1979), Suárez era un hombre que empezaba a desconfiar de todo. «Sospechaba de todo el mundo», recuerda Pilar Cernuda. Sospechaba tanto, añado yo ahora, que llegó a desconfiar del Partido Comunista: creía que había ordenado a las amas de casa apuntarse al paro para agravar el problema del desempleo. Y aquellas informaciones falsas o malintencionadas constituyeron un factor añadido para aumentar sus sospechas sobre casi todo lo que le rodeaba. Era como si cada día le apareciese un enemigo nuevo, invisible e incontrolable. Su relación con la prensa fue, por tanto, contradictoria según la evolución de la propia prensa: instrumento de ayuda, instrumento para la depresión, orientación de los deseos de la sociedad, confidencias, respeto máximo e incluso exagerado, miedo, confianza-desconfianza.

Y en medio, el austero castellano que llevaba dentro y le salía del alma de la forma más imprevista. Asomaba como la lava de un volcán un singular sentido de la administración del dinero público y se pasaba por encima las más elementales normas de relaciones públicas o informativas. Y así pasó lo que pasó: que un día el señor presidente efectuó un viaje por todas las capitales europeas. Cuando hizo su primera gran visita de Estado a México y Estados Unidos, todos los enviados especiales viajamos en su avión. Sin embargo, en esta tournée europea se negó en redondo. Le salió, como digo, el castellano austero que llevaba en su corazón, se encerró en esa austeridad y no hubo quien lo apeara: «El Gobierno no tiene por qué pagar los pasajes a las empresas privadas». Le argumenté que nadie puede seguir a un avión presidencial con vuelos comerciales, y él me rebatió que, si no podían seguirle, que se arreglasen con sus corresponsales, que no necesitan coger ningún vuelo. Insistí diciendo que eso no suponía un gasto extra para el Estado, y él me replicó que lo importante es el principio: «A ver cuándo coño aprende este país a separar lo público de la privado». Y, por último, le insistí en que, si los periodistas no podían viajar con su facilidad de movimientos, las crónicas serían necesariamente negativas. Y ahí sí que le salió uno de sus arranques más adolfistas: «Que cada cual se comporte según su ética profesional». Por descontado que el viaje se hizo sin prensa, y sólo encontré una justificación: empecé a pensar que Suárez tenía miedo a la imagen de un presidente que llega a los sitios acompañado de una corte de periodistas, aunque nunca me lo dijo. A efectos de imagen no diré que la tournée haya sido un desastre, pero no tuvo la grandeza de repercusión que correspondía a un intento serio de impulsar el ingreso de España en la entonces llamada Comunidad Económica Europea.

Peor ha sido otra anécdota, del todo real, aunque Ignacio Camuñas, protagonista de la historia y a quien se la recordé en fecha reciente, lo negó rotundamente. Ocurría en aquellos tiempos felices en que a veces subía el precio de la gasolina. Se trataba de subidas moderadas, por lo general de una peseta, pero tenían efectos demoledores en la opinión pública. ¡Llegaremos a pagar la gasolina a cien pesetas el litro!, decían los más pesimistas de la época, cuando el litro de gasolina costaba exactamente la cuarta parte, a 25,50 pesetas.

Esos incrementos de precios, que se decidían en Consejo de Ministros, llegaron a ser todo un secreto de Estado y tratados como tales. Si se conocían de antemano, se colapsaban las estaciones de servicio, con riesgos para el orden público. Con lo cual, se aprobaban en Consejo, se comunicaban a las compañías, el nuevo precio entraba en vigor a las doce de la noche, y el consumidor se encontraba con la sorpresa a la mañana siguiente, cuando ya no había remedio.

En el primer Consejo de Ministros de marzo de 1977 se aprobó la subida, que se publicaría en el Boletín Oficial del Estado del día 10. El portavoz del Gobierno era el ministro Ignacio Camuñas que, en un rapto de transparencia o de rebeldía, no lo sé muy bien, se plantó y comunicó al presidente que, si no podía informar que había subido la gasolina, él no salía a dar la rueda de prensa posterior. Le iban a preguntar, porque era un rumor que rondaba en la calle, y si él no podía decir la verdad, prefería no comparecer.

Tenía razón: no podía negar que se hubiera tratado el tema en Consejo y que al día siguiente se demostrara que había mentido. Suárez se enfrentaba a un problema absurdo, pero real. Si forzaba mucho la situación, podía llegar a plantearse toda una crisis de Gobierno. «Que venga Fernando», pidió el presidente, todavía en la sala del Consejo. Suárez me expuso el problema, y yo le dije: «Presidente, hay doscientos periodistas convocados para la rueda de prensa. Están todos ahí, esperando al ministro. No podemos decirles que se irán de vacío». Y Suárez: «Encárgate tú de ellos; diles si quieres que el ministro portavoz se ha puesto enfermo y se ha tenido que marchar, pero resuélveme este problema».

Al salir encontré a Alberto Aza y a Ramón Castillo. Les pedí que me acompañaran. Bueno, más que nada imploré su protección física ante los periodistas, que se encontraban frente a una magnífica oportunidad para linchar a quien en aquel momento actuase como portavoz del Gobierno. Llegamos los tres a la sala de conferencias de prensa, en el caserón del INIA. Yo iba con la sensación de estar a las puertas de un matadero. Al llegar, nos topamos con un corro de entrada y discurso de circunstancias: «Ha ocurrido algo imprevisto, el ministro Camuñas se sintió indispuesto en el Consejo y ha tenido que retirarse. Acabo de hablar con el médico y no es nada grave, pero le aconsejó reposo y, por tanto, no puede dar la rueda de prensa». Algo similar. El motín fue instantáneo: «¿Cómo que no hay rueda de prensa? De aquí no nos vamos sin ampliación del Consejo de Ministros». Y de pronto, alguien, seguro que Francisco López de Pablos, se me encaró:

—¿Te importaría decir eso que estás diciendo desde la mesa del portavoz del Gobierno?

«Sí, sí, a la mesa, a la mesa», le apoyaron unas cuantas voces que a mí me parecieron provenir de una multitud de personas. «Acompañadme», les seguí suplicando a Alberto y Ramón. Hay una foto de aquella «rueda de prensa», y la conservo: es una de las pocas ocasiones de mi vida profesional en que he deseado que se abriera la tierra debajo de mí, pero ni siquiera en aquel momento se abrió.

Expliqué nuevamente la triste causa de la ausencia del ministro, lo excusé como buenamente —torpemente— supe hacerlo, pedí disculpas como si fuese de verdad, y las preguntas empezaron a rozar mi cabeza como proyectiles:

—Entre tantos ministros con que cuenta este Gobierno, ¿no hay ninguno dispuesto a sustituir a Camuñas, dar la cara y explicar lo acordado en el Consejo?

—¿Sabe el presidente del Gobierno el desaire que se le está haciendo a la prensa?

—Si no está el ministro, ¿por qué no da la cara Suárez?

Aquello iba subiendo de tono y temperatura. Decidí cortar, pero en ese momento se escuchó la pregunta crucial:

—¿Pero ha subido o no ha subido la gasolina?

Y el director de prensa de la presidencia del Gobierno contestó: «Yo no asisto al Consejo, lo sabéis muy bien. Si en la referencia se habla de la subida, habrá subido; si no se habla, será que no lo han acordado».

Y fue después de esa respuesta cuando se oyó al fondo de la sala, con toda contundencia, la frase terrible:

—¡Con Franco informaban mejor!

Detrás de los cronistas, en un altillo, estaban situadas las cámaras de Televisión Española, siempre preparadas para la grabación y, si hacía falta, la transmisión en directo. Al otro lado, en Prado del Rey, aguardaba un espectador excepcional: el director general, Rafael Anson. Y a Rafael Anson le pareció el documento del siglo, algo que el presidente del Gobierno debía conocer de forma inmediata, y le envió la cinta por motorista. Mejor aquella misma noche que esperar al día siguiente. Suárez cogió las cintas y me las dio. Con ellas venía un cariñoso tarjetón del director general de RTVE que con amabilidad desusada informaba al presidente del Gobierno: «Mira qué portavoz tienes».

Creo que a partir de aquel episodio empecé a pensar en serio que era mejor estar entre los que se cabrean y preguntan que sentarse en aquella mesa que, ciertamente, tenía algo de fúnebre. Y vista ahora en blanco y negro, mucho más.

Fue, de todas formas, un tiempo muy feliz. Una oportunidad irrepetible para adentrarme en los recovecos del poder y para vivir también sus debilidades, como por ejemplo el caso que demuestra que para ser ministro no hace falta saber ortografía. Uno, de nombre muy sonoro y que no revelaré ni bajo tortura, me pasó una nota para incorporar a la referencia del Consejo de Ministros que empezaba así: «El Consejo de Ministros a acordado…». En su descargo hay que decir que se trataba de un miembro del equipo económico. O en carne propia, como aquel día en que comunico formalmente, con multitud de cámaras en mi despacho, la formación de un nuevo Gobierno. En el papel con la lista tengo apuntado: «Ministro de Cultura y Bienestar Social, Pío Cabanillas Gallas», y así lo leo. Pero José Manuel Otero Novas, que está a mi lado, me da con el codo y me dice: «sin Social». Y yo rectifico con toda naturalidad: «sin Social». Y así salió en el telediario de las nueve.

Otro caso emblemático fue el de las risas con el rey. En un día en que España estaba apesadumbrada por algún atentado terrorista me sorprendió ver en televisión cómo Suárez y don Juan Carlos entraban a carcajada limpia en un acto oficial entre un público que les aplaudía. Pensé que era una actitud premeditada para contagiar alegría al país en medio de la inquietud nacional, y así se lo comenté al presidente el día después. Él me desengañó: «Me alegra que pienses eso, pero la verdad es que, para romper la tensión de atravesar ese pasillo de gente, el rey me contó un chiste». Le pedí que me lo repitiera, y se limitó a decirme: «Era de señoras».

También recuerdo perfectamente el día que descubrí que las paredes oyen. Suárez me sorprendió una mañana: «Oye, ese chico que trabaja contigo, Ramón Castillo, ¿es de fiar?». Absolutamente, le respondí. ¿Por qué me lo preguntas? «Resulta que tengo indicaciones de Gutiérrez Mellado de algunas conversaciones telefónicas un tanto críticas». Pero jamás me pidió su cabeza ni nada parecido. Hablando de espionaje y teléfonos, he descubierto muchos años después el cuidado que se ha de tener con las relaciones profesionales. Déjenme que se lo cuente. Un día, cuando Aznar era presidente, me llamó el director del CESID, el general Calderón: me invitaba a desayunar en el centro. Acudí, como es natural; llegué cinco minutos antes de la hora, me condujeron a un comedor, vi que había varios servicios puestos y pensé que estábamos invitados varios periodistas. Y no: los demás asistentes eran la plana mayor del CESID. ¡Cuánto honor!, dije para mí hasta que empezó la exposición de motivos de la invitación: se había publicado en Italia la lista de espías italianos que habían trabajado para el KGB y habían pasado la información a la Unión Soviética. ¿Y saben cuál fue mi sorpresa? Que había otra lista de españoles, y en esa lista estaba yo, Fernando Ónega, con nombre y apellidos. La situación era tan grave, que el señor Aznar, presidente del Gobierno por entonces, sabía que se estaba manteniendo esa conversación en ese preciso momento. ¿Me está diciendo usted, general, que yo soy un espía del KGB? «Sólo estoy diciendo que está usted en esa lista y queremos saber si es verdad».

De modo que empezó un larguísimo interrogatorio. Pero si yo, general, no conozco a un solo ruso, no estuve nunca en Moscú ni en ningún otro lugar de Rusia, no hablo ruso ni lo he intentado en mi vida, no mantengo la menor relación con nadie de esa nacionalidad. El único contacto en toda mi vida ha sido cuando escuchaba las emisiones en español de Radio Moscú. Y el interrogatorio seguía: personas que pudieran utilizarme para obtener información, y no se me ocurría ninguna; viajes al extranjero en los que pudiera haber hablado con alguien sobre política española, y tampoco me salía ninguno… No recuerdo cuánto tiempo duró el interrogatorio, pero fue largo. La gente del CESID (hoy CNI) trabajan en serio. Al final, el propio general Calderón, que iba repasando mi biografía hacia atrás, llegó a mi etapa en el Palacio de la Moncloa. ¡Y allí estaba la posible clave! Como he apuntado antes, mi trabajo era fundamentalmente telefónico: conversaciones diarias con todos los periodistas que llamaban, nacionales y corresponsales extranjeros. ¡Leñe, el corresponsal ruso! ¡Había un corresponsal de Pravda, o de Izvestia, o algo así que llamaba todos los días! Era uno de los habituales al teléfono y nos habíamos encontrado alguna vez. Y, por lo visto, no trabajaba sólo de corresponsal. Trabajaba en el servicio secreto de la entonces Unión Soviética. «Y —concluyó el general Calderón—, para poner en valor su retribución, ha señalado a Fernando Ónega, alto funcionario de la Presidencia del Gobierno, como uno de sus informadores. Ya está claro, señor Ónega». Así terminó el interrogatorio. Que yo sepa, la «lista española» no se ha publicado. Pero este periodista ha sido en algún momento sospechoso de ser un agente del KGB para el señor Aznar y el general Calderón. Es el último precio que pagué por mi estancia en La Moncloa.

No se debe olvidar el sufrimiento del hombre público ante la repercusión familiar de las críticas externas, sobre todo cuando son injustas. El ejemplo que más me impresionó fue el de Rosa Conde, cuando era portavoz del Gobierno de Felipe González y la prensa estaba repleta de episodios de corrupción y acusaciones generalizadas a los miembros de aquel gabinete. Rosa me confesó casi con lágrimas en los ojos, lágrimas de impotencia, que a sus hijos les decían los demás niños en el colegio: «Chorizo, que tu madre es una choriza». Los hijos de Suárez no tuvieron que pasar ese calvario. Pero Suárez tenía un resquemor: qué pensarían de su padre aquellos niños al leer tanta descalificación en los periódicos. Llegué a pensar y decir que arrancaba alguna de las páginas de los diarios cuando los subía a casa, pero Adolfo Suárez Illana lo ha negado en público, y para mí es un testimonio de máxima autoridad. Sin embargo, la preocupación existía. Doy fe.

O también recuerdo, en la cara más política y divertida, las múltiples formas de nombramientos de ministros. En aquella etapa hubo casos imposibles, como el de García de Enterría; de máxima dificultad, como el de Fuentes Quintana; de equilibrios entre las familias de UCD, que precipitaron crisis de Gobierno o llevaron al poder a personas impredecibles; de absoluta sorpresa, como el de Ricardo de la Cierva… Pero este cronista tiene el honor de haber asistido al nombramiento de la escalera.

Ocurrió así: Otero Novas, entonces subsecretario de la Presidencia, y un servidor nos íbamos a almorzar. Adolfo Suárez salió a la puerta del palacio con nosotros. Comentamos algo, no sé qué, y después de despedirnos, cuando bajábamos ya la pequeña escalinata, nos dice por detrás: «Hasta la tarde, ministro». ¿Ministro? ¿Quién es ministro aquí? Y Suárez responde: «Que sí, José Manuel, que eres ministro de Educación. Salvo que tengas algo que oponer…». Y Otero Novas sólo encontró una frase de respuesta: «Bueno, esta tarde hablamos».

Por cierto, el nombramiento de Ricardo de la Cierva fue uno de los misterios de la gobernación de Suárez. El ilustre historiador y ensayista fue el hombre que con más dureza recibió a Suárez y su primer Gobierno. Su artículo «Qué error, qué inmenso error» figura en todos los libros como el ejemplo de la desconfianza que aquel presidente y aquel equipo provocó en una parte de la sociedad española. Hoy, con perspectiva histórica, se puede argumentar que el único error fue escribir el artículo, pero eso no le quita importancia como referencia del clima de un momento. Lo peor de don Ricardo no fue la calificación de franquista que dedicaba al Gobierno. Lo peor era el destino que le dibujaba:

… lo que creo que va a pasar. Durante unas semanas los problemas se esconderán dentro, por el calor; pero allí se incubarán de manera incontenible. Allá por el otoño estallarán, y caerá este Gobierno sin plantear siquiera una resistencia. Entonces la Corona, que a través de la Presidencia de las Cortes se ha visto seriamente comprometida en la maniobra que hoy nos embarga […] acudirá a la convocatoria de un Gobierno Nacional, el que ahora esperábamos, si no se ve obligada al recurso militar directo.

Los pronósticos no podían ser peores: caída en tres o cuatro meses, fracaso absoluto de la experiencia Suárez y sustitución de emergencia. Y, sin embargo, Suárez le nombró ministro. Ministro de Cultura, que significaba cumplir el deseo de don Ricardo. ¿Alguna explicación? Por mi parte, sólo encontré dos. La primera se basa en que, según fuentes de la secretaría del presidente, un día empezaron a llegar notas del historiador dirigidas al presidente. Se trataba de comentarios de actualidad, anotaciones sobre la actuación del Gobierno, sugerencias de ideas y proyectos. Podría calificarse como una especie de asesoría externa, que nadie había pedido, pero que consiguió entrar en el despacho presidencial, primero por la singularidad del autor, después por su importancia y, por último, porque su contenido le interesó al presidente. A partir de ese momento se estableció una relación que terminó en la designación.

La segunda explicación que encuentro es la de que Suárez tenía una inmensa capacidad de perdón y olvido de los agravios. Al principio reaccionaba mal, pero le duraba un minuto. A este cronista, por ejemplo, no lo recibió cuando dimitió y acudió a despedirse, a pesar de que habíamos trabajado mucho juntos. Me consta que lo mismo hizo con otros «desertores». Sin embargo, volvía rápidamente a la amistad y al afecto. Aprovechaba cualquier oportunidad para restablecer la relación.

Los cabreos que cogió con Agustín Rodríguez Sahagún, sobre todo por el nombramiento del general Armada como segundo jefe del Estado Mayor, fueron espectaculares. De ruptura. Sin embargo, no impidieron que después siguieran siendo grandes amigos personales, aliados políticos permanentes, colaboradores en el proyecto del CDS y solitarios diputados de ese partido en el Congreso.

La ruptura con Fernando Abril, narrada en otro capítulo, ha sido dolorosa y traumática como un divorcio. Sin embargo, un encuentro casual en una boda en la iglesia de los Jerónimos de Madrid fue la excusa para reanudar la relación. Si ya no podía ser política, porque Fernando trabajaba por entonces para el Gobierno de Felipe González en su famoso Informe Abril sobre la Sanidad, sí fue una afectuosa relación personal. Cuando Fernando Abril enfermó de cáncer, Suárez acudió a visitarle al hospital. Y, según me ha contado Jaime Lamo de Espinosa, tan pronto como conoció el diagnóstico de su vicepresidente, almorzaron los tres y en la comida se dijeron cosas propias de parejas arrepentidas de la separación: «¡Qué tontos hemos sido…!».

Como me dijo Carlos Yárnoz, un hombre con estos detalles en su vida, con tantos perdones, «tiene que haber sido un buen tipo». Yo estoy seguro de que ha sido un tipo excelente.

LA SEDUCCIÓN DEL EXTERIOR

Donde se cuenta el mito del estrecho de Ormuz y una ambición secreta: unir España y Portugal.

Nos adentramos de lleno en los viajes de Suárez al extranjero. Quizá sea el momento para hacer un asomo a su política exterior. Cuando cogió las riendas del Gobierno, fue mirado con máxima expectación por todos los gobiernos del mundo. Madrid se convirtió en la mayor concentración de espías. Los corresponsales de algunos diarios, básicamente los soviéticos, eran, a su vez, informadores de algunos servicios secretos. Los pasos democratizadores de Suárez fueron observados especialmente por los países europeos, mientras Estados Unidos y Rusia estaban inquietos por saber hacia dónde se inclinaba la balanza de las simpatías del nuevo Gobierno español.

Suárez no tenía, en principio, una agenda diplomática, porque su mandato consistía en hacer la reforma española y a ella se dedicó en cuerpo y alma. Su prioridad era construir una democracia constitucional, y a esa tarea se volcó por entero, como todo el mundo sabe. La historia lo juzgará por esa labor, no por sus inquietudes internacionales. Si a ello se añade que se trataba de un gobernante «esencialmente ibérico», como lo define uno de sus ministros, ya tenemos el dibujo completo para presentarlo como un hombre distante de la diplomacia. Quizá por eso se rodeó de diplomáticos. Gran parte de su equipo de «fontaneros» procedía de la carrera, comenzando por Alberto Aza, siguiendo por Josep Coderch, que fueron los iniciales de su Gabinete Técnico, y terminando por Javier González de Vega, su jefe de protocolo.

Ese equipo, que le resolvía algo tan importante como sus dificultades con los idiomas y los diplomáticos, era, por tanto, su complemento, aunque también le produjo un contrasentido: él mantenía su cabeza en lo más próximo y sus equipos le explicaban grandes temas mundiales. Los diplomáticos constituyen un género atractivo para el gran político, porque le ayudan a elevarse sobre las miserias de la gobernación diaria. No le hablan de los problemas del cultivador de tomate, ni del significado del descenso del consumo eléctrico. Le explican los grandes asuntos del planeta, la geopolítica, los equilibrios mundiales. Un viejo amigo suele definirlo así: «Si llegas a un puesto como el de presidente un poco de nuevas, el diplomático te seduce, porque te hace levitar y situarte a otro nivel en que ya no aparecen los sindicatos, ni los convenios colectivos ni el salario mínimo».

¿Le ocurrió eso a Adolfo Suárez? Es posible. Su primer contacto con la política exterior lo tuvo en el momento en que llegó a la presidencia del Gobierno. Quizá en el preciso momento en que el rey le encargó a Marcelino Oreja la revisión de los acuerdos (el Concordato) con la Santa Sede.

Reconocidos todos sus méritos en la Transición, ¿se puede decir que fue un hombre de y con política exterior? José Pedro Pérez-Llorca, que fue ministro de Asuntos Exteriores con él y con Leopoldo Calvo-Sotelo, cree que sí: «No sólo tuvo mucho interés por la política exterior, sino que tuvo muchísimo. Estuvo muy centrado en ella».

En su acción exterior hubo varios aspectos que merecen un estudio no sólo político, sino psicológico, al menos en el análisis que, pasado el tiempo, hace Pérez-Llorca. Por ejemplo, el condicionante de su dominio de idiomas, porque Suárez fue básicamente monolingüista, como lo fueron sus sucesores y como lo éramos la mayoría de los españoles de su tiempo. Como tenía conciencia de su capacidad de seducción en las distancias cortas, su falta de conocimiento de otros idiomas le privaba de su instrumento básico de relación y la rehúye. Los intérpretes traducen bien, pero no transmiten el encanto personal. Ese hecho le llevó a hacer una política muy latinoamericana, que le proporcionó un enorme liderazgo y una gran popularidad en prácticamente todos los países donde se habla español. Ahí se podía percibir a Suárez en toda su plenitud.

El tema internacional que le ocupó más tiempo durante su mandato ha sido la OTAN. Le planteó conflictos entre la razón y el corazón, porque la razón le decía que España debía ingresar en la organización, y el corazón se lo negaba: nunca fue un atlantista convencido. Fue, desde luego, menos atlantista que sus ministros Marcelino Oreja y Pérez-Llorca. Marcelino Oreja basaba su proatlantismo en la seguridad de que la OTAN sería un instrumento fundamental para luchar contra ETA. Pérez-Llorca, en su convicción personal y política.

Por resumir telegráficamente la evolución del tema OTAN, diré que tuvo dos vertientes: la presión del mundo occidental, que nunca fue agobiante, pero sí constante, y la oposición de toda la izquierda, empezando por el Partido Socialista de Felipe González, que en privado no ponía inconvenientes al ingreso, pero en público se oponía de forma radical. Esa doble alma socialista se vio en dos frases célebres. Una, de Fernando Morán, futuro ministro de Asuntos Exteriores, que replicó a un off the record de Eugenio Bregolat, del equipo de «fontaneros» de La Moncloa: «Si por mayoría entramos en la OTAN, por mayoría saldremos». La otra, del propio Felipe González que dijo aquello de «prefiero morir asesinado en el metro de Nueva York que vivir en las calles de Moscú». Lo que ocurriría en la estrategia de partido es que en aquel momento los socialistas conectaban mejor con la izquierda desde su oposición a la OTAN. Pero lo pagaron: en el mismo pecado de oposición radical llevaron su propia penitencia, ya que tuvieron que hacer una gigantesca operación para convencer a la opinión pública, ganar un referéndum que hubiera sido innecesario si no se hubieran mostrado tan críticos en un primer momento, y hacer filigranas para dar un sí a una increíble «OTAN a la carta» que, naturalmente, desembocó en una integración normal con todos los deberes y obligaciones de aliado. Para más sarcasmo de la historia, uno de los socialistas más destacados, Javier Solana Madariaga, fue elegido secretario general de la organización.

Suárez, a su vez, jugó con tres cartas: la creación de incertidumbre para mantener el statu quo; su propia falta de convicción, porque pertenecía al amplísimo grupo de españoles formados en la doctrina de la neutralidad, y la seguridad de que había que avanzar hacia la integración, pero manteniendo el suspense. ¿Por qué ese juego de Suárez? ¿Por qué confesaba a tanta gente su vocación atlantista, si no la sentía? Para que se extendiese la idea, sin más. Era su forma de resistir a las presiones sobre Canarias que narro en otro capítulo, o por imposiciones del realismo político. Esa seguridad de ingreso en la OTAN era comunicada a todos sus interlocutores, pero nunca estableció una fecha concreta.

A Pérez-Llorca llegó a encargarle que hiciera los preparativos para el ingreso y tiempo después, cuando José Pedro se lo recordó en una conversación en la M-30 del Congreso de los Diputados, Suárez se lo negó de forma tajante: «Como digas eso, te lo desmentiré». ¿Cuáles eran las dudas de Suárez? Yo creo, porque se lo escuché alguna vez, que no estaba seguro de si Estados Unidos o la URSS prestaban algún tipo de apoyo a los terrorismos. Al contrario que Marcelino Oreja, no estaba seguro de que la integración en la OTAN beneficiase a la pacificación. Marcelino se posicionó el primero a la cabeza del sector atlantista antes de la llegada de Pérez-Llorca, propugnaba el ingreso en los debates internos del Gobierno y lo predicaba en sus declaraciones. Al final, no pudo apuntar ese éxito en su gestión, porque fue Leopoldo Calvo-Sotelo quien firmó el ingreso.

A todo esto, las reticencias sobre la OTAN no ensombrecieron nunca sus relaciones con Washington. Él mismo las inauguró al poco tiempo de ser presidente, pero con algunas limitaciones muy propias del carácter de Adolfo Suárez. Nunca le acabó de perdonar a Carter el poco tiempo que le dedicó en la entrevista en la Casa Blanca. Desde el primer momento quiso cambiar el Convenio con Estados Unidos, porque el uso y dominio de las bases le parecía humillante. «No podemos seguir siendo unos aliados vergonzantes —le dijo a Pérez-Llorca—; para esa relación, es preferible que se vayan».

Al margen de la OTAN y mirada con perspectiva, la acción exterior de Suárez se parece a su política interior: concentrada en la ambición de colocar a España en los grandes centros de decisión, y aupada por una especie de pensamiento socialdemócrata aplicado a la diplomacia que le aproximaba a los países no alineados. Si se me permite la vulgaridad de la comparación, tampoco en política exterior aceptó nunca la división del mundo entre derecha (hegemonía de Estados Unidos) e izquierda (hegemonía de la Unión Soviética). Un mundo repartido así era una fuente segura de confrontación. En este sentido, también era o se sentía un desclasado entre los grandes líderes mundiales, políticos o económicos.

De ahí le venía su atracción por los países no alineados: constituían el centro. Funcionaban como el necesario contrapeso a los grandes bloques. Ésa fue la atracción que le llevó a integrarse en la Conferencia de los No Alineados. Seguramente era ahí donde estaba a gusto. Coincidía con la tradición diplomática española del último medio siglo y con su propia definición de «desclasado»: los desclasados de la política internacional eran los no alineados.

Y de alguna forma lo transmitió en alguno de sus discursos. Lo dijo de forma muy clara en agosto de 1979 en Brasilia. Allí expresó el sueño de una España con capacidad de influencia «en una atmósfera sin hegemonías ni bloques excluyentes». Y añadió con toda claridad: «No aceptamos que un reducido grupo de estados pretenda ser dueño del destino político y económico del mundo».

Desde esa posición mental, desarrolló iniciativas que escandalizaron a la sociedad de la época. La más irritante para la derecha política y mediática, la de recibir a Yasir Arafat en La Moncloa.

Aquello fue un escándalo para gran parte de España, que ciertos sectores de la prensa se encargaron de azuzar. Recuerdo especialmente los ataques del diario ABC, que funcionó como punta de lanza de las voces escandalizadas y publicó la foto en portada: Suárez, impecable; Arafat, vestido como solía y con su pistola al cinto. El diario denunció que se permitía la entrada de un terrorista armado en la presidencia del Gobierno de España. Era una indignidad. Suárez recibía a un terrorista y humillaba la dignidad de esta nación con aquel gesto. Lo cierto es que el mismo diario no podía imaginar entonces que, pasado el tiempo, tendría que elogiar al presidente José María Aznar por recibir al mismo Yasir Arafat. Y también en la sede presidencial del Palacio de la Moncloa.

¿Por qué recibe Suárez al líder palestino? Por muchas razones. La primera, por la misma que el Gobierno de Mariano Rajoy, veintiún años después, votó a favor de la admisión de Palestina como miembro observador de la ONU. La segunda, porque entiende que Arafat puede ser valioso en la lucha contra el terrorismo. Y la tercera, muy suarista, porque le apetecía. Le apetecía su capacidad de enviar mensajes y la de entenderse con todo el mundo.

Al final resultó una jugada maestra. Aunque provocase parecida indignación en muchas cancillerías occidentales, le daba dimensión mundial. Reforzaba el papel, la imagen y la credibilidad de España ante el mundo árabe. Situaba a Suárez en un cierto liderazgo —aunque sólo moral— de los no alineados. Y algo más: respondía a su criterio de que el reconocimiento de Arafat era la clave de la solución del interminable conflicto de Oriente Próximo. Así se lo dijo, por ejemplo, al canciller alemán Helmut Schmidt: es preciso reconocer a la OLP para resolver el problema palestino. Y a Schmidt le debió resultar tan convincente, que respondió algo así: «Tiene usted que convencer al presidente Carter».

Creo que merecen mención —incluso anecdótica, que tanto ayuda a entender los episodios históricos— otros cuatro escenarios de la relación internacional: Marruecos, Francia, Portugal y, naturalmente, el estrecho de Ormuz.

Marruecos constituía una prioridad absoluta de la política exterior española; lo sigue siendo y lo será en el futuro. Salvo que entonces había una significativa diferencia: reinaba Hassan II, que el diplomático y jefe de gabinete Alberto Aza recuerda como un personaje «encantador, pero Maquiavelo puro». La situación no podía ser peor cuando Suárez llega al poder: hacía menos de un año de la Marcha Verde, el nacionalismo marroquí estaba enardecido, se pronunciaban reivindicaciones territoriales a diario y nadie podía descartar alguna acción sobre Ceuta y Melilla.

Por fortuna, frente al rey Hassan había otro rey en España que se encargaba de templar las tensiones. Don Juan Carlos ganó el respeto del monarca marroquí el día que se presentó en el Sáhara a ponerse al frente de las tropas españolas y decirles que no quería ni un derramamiento de sangre ni una retirada deshonrosa, sino negociada. Poco después, al regresar a Madrid y reunir al Consejo de Ministros, el propio Hassan llamó a don Juan Carlos para enaltecer su gesto de ponerse al frente de los ejércitos y llamarle heroico.

Seguramente aquel viaje del rey tuvo una influencia decisiva en el futuro: le dio a don Juan Carlos el aprecio de la sociedad española que lo comenzó a ver como un digno sucesor en la Jefatura del Estado, le mostró como auténtico jefe de los ejércitos, dato fundamental para la Transición, y le aportó el respeto del soberano marroquí, básico para el entendimiento.

Con esos antecedentes viajó Hassan II a Madrid a finales de enero de 1978. Tuvo varias conversaciones con el rey Juan Carlos y con Suárez. Marcelino Oreja, presente en todas ellas, llegó a asustarse por el tono de la primera en el Palacio de la Zarzuela. Hassan, que parecía venir en plan de medir fuerzas, no sabía con quién estaba hablando cuando empezó a menospreciar el sistema político español frente al suyo. Su técnica consistía en ensalzar al rey de España como bueno y menospreciar al presidente como malo. No conocía el carácter de Suárez que, ante un agravio extranjero, saltaba como una fiera herida a defender su país y defender, al mismo tiempo, su obra. Y en ese caso saltó. A mí Suárez nunca me contó eso que se ha publicado tanto de que, si Marruecos atacaba Ceuta y Melilla, «al minuto siguiente ordenaré el bombardeo de Rabat y Casablanca». Y, como no me lo ha contado, no le doy crédito. Alberto Aza también lo niega.

Sí es cierto que al día siguiente, en una nueva reunión en el mismo palacio, Hassan II cambió completamente de técnica y pasó de la crítica al elogio. Encumbró a Adolfo Suárez y llegó a decirle a don Juan Carlos: «Si yo tuviera un primer ministro como éste, también hubiera hecho la reforma política». Se acababa de entrar en la normalidad. Y, sobre todo, Suárez se había ganado el respeto de quien la tarde anterior le había menospreciado.

Aprovecho para hacer referencia a un encuentro épico en el Elíseo. Es conocida la resistencia del entonces presidente de la República Francesa, Valéry Giscard d’Estaing, a aceptar a Suárez como interlocutor, porque Giscard sólo quería entenderse «de rey a rey». Suárez era para él poco más que un joven asalariado de la monarquía española, y el presidente lo sabía. Lo que ocurrió en su primer viaje oficial a París, cuando todavía no estaba curtido en la presidencia, lo cuenta perfectamente Inocencio Arias, diplomático testigo de la escena, en su libro Los presidentes y la diplomacia:

Los que viajamos con él pudimos empaparnos de su entereza, de su sentido del Estado y de la dignidad de su cargo. En su primera visita a París, Giscard, que parecía mirarlo como un advenedizo, y que pretendiendo ignorar la Constitución Española quería tener como interlocutor al rey, no salió a recibirlo a la escalinata de entrada al Elíseo como es habitual. Incluso cuando dentro del palacio Suárez enfilaba el primero de los salones al fondo de los cuales se vislumbraba la puerta entreabierta del despacho del presidente francés, éste no aparecía. El español, para estupor de Protocolo, se paró en seco y se detuvo a examinar detenidamente un cuadro. Alguien sugirió que siguieran y nuestro presidente escudriñaba más aún el cuadro y permaneció clavado ante él hasta que el monarca Giscard se dignó salir de su despacho y venir a acogerlo.

Así tenía que ganarse Adolfo Suárez el respeto internacional. Al menos, el respeto de un tipo orgulloso y prepotente como Giscard. El chuletón de Ávila no se arrugó y se hizo respetar ante el chuletón de París.

Agreguemos algunas historias de Portugal. Desde la Revolución de los Claveles, el 25 de abril de 1974, Portugal ha sido el mito del cambio soñado por quienes habían luchado contra la dictadura en España. Ese acontecimiento histórico sorprendió a Suárez en la estructura del franquismo. No participó, por tanto, en las expresiones públicas de alegría. Llegado al Gobierno dio prioridad a las relaciones con la vecina república. Tuvo largos y cordiales encuentros con un Mário Soares descreído o desencantado. En uno de ellos, el jefe de Gobierno portugués le dijo una frase que después el español repetía con alguna frecuencia, sobre todo en los momentos de desolación o incomprensión por parte de la oposición. Sonaba así, en un español aportuguesado: «Desengáñese, Suárez, a política é merda, e os políticos son as moscas».

La pena es que Adolfo Suárez desapareció de la vida pública sin desarrollar una de sus utopías: la de unir en un solo Estado la república de Portugal y la monarquía de España. La pensó mucho. La consideró ideal para la península Ibérica. En sus largas reflexiones sobre el papel de España en el mundo, una de las soluciones radicaba en encontrar el método para lograr la reunificación de las dos naciones. En algunos de sus encuentros confidenciales con periodistas llegó a contárselo y «lo explicaba muy bien, con gran sentido político», comenta una de las personas que se lo escuchó. Cuando se le advertía de las dificultades del proyecto —empezando por el fuerte orgullo nacional portugués—, Suárez se sonreía y exponía este matiz: «Pero con capital en Lisboa…».

La evolución de Suárez hacia la política exterior fue casi nula al principio de su mandato y fue creciendo a medida que alcanzaba sus objetivos internos e iba conociendo a otros líderes internacionales. A principios de 1980 «estaba descubriendo la política exterior», según cuenta Marcelino Oreja en su libro de memorias. Después descubrió que era gratificante. Más tarde, apasionante. «No era estadista ni internacionalista —según el criterio del periodista Carlos Yárnoz—, ni tenía formación para serlo; pero estaba obsesionado por el lugar de España en el marco internacional y se la jugaba en todos los frentes».

Y por último en esta evolución, no descarto que haya encontrado también que la política exterior tiene más grandeza y ayuda a sobrellevar las miserias internas. Le ocurrió con toda claridad a Felipe González, que gozaba con la seducción que ejercía sobre Helmut Kohl. Y no digamos a José María Aznar, que creyó tocar la gloria el día de la foto de las Azores y el día en que puso los pies sobre la mesa de centro de la Casa Blanca, en alegre celebración con el presidente Bush.

En este sentido, hay que decir que Suárez fue todo lo contrario que Aznar: en vez de dejarse estimular por una guerra, quiso actuar como agente de pacificación. En enero de 1980 visitó a Carter como pretendía, en una entrevista sin protocolo. Inmediatamente después viajó a Irak, a verse con Sadam Husein. En un encuentro alentador, el presidente iraquí agradeció el recibimiento a Arafat y aceptó con excelente acogida todas las propuestas de Suárez, tan imaginativas como la creación de un Mercado Común Árabe.

En otro momento de su presidencia, igual que les ocurrió a Felipe González y a José María Aznar, descubrió un escape en la política exterior. En España le llovían palos de todas partes: de su propio partido, de la oposición y de la prensa. La política exterior, dominada por la cortesía, parecía un refugio. Y así desarrolló acciones insólitas, como viajar a Irak a entrevistarse con Sadam Husein para informar después al presidente Carter.

Fue un viaje muy importante. Importante para España, porque nuestro país apenas contaba con reservas de petróleo, y tras la visita llegaron cien mil bidones, según recuerda Alberto Aza. E importante para su figura política.

No sería nada extraño que en esos contactos Suárez se empezara a ver a sí mismo como el posible pacificador de tensiones. Pero no tuvo tiempo para culminar su tarea. Cuando comenzaba a desplegar por el mundo su capacidad de seducción que tan buenos resultados le había dado en España, empezaba su cuenta atrás como presidente. Le quedaba menos de un año, y además muy sufrido, en el poder.

Fue en ese viaje a Irak donde pudo ser testigo directo de lo que ocurría en el estrecho de Ormuz, y su reacción volvió a confirmar su extraordinario instinto político, a la vez que fue uno de los motivos de su deterioro de imagen.

Suárez observó el tránsito de petroleros por aquel lugar. Y en ese viaje nació su célebre obsesión por el estrecho de Ormuz. No hacía falta leer que el 50 por ciento del tráfico mundial del petróleo pasaba por allí: era evidente a ojos vista. A partir de ese momento, Suárez incorporó a su filosofía política un gran principio: un conflicto en ese lugar dejaría al mundo sin carburante. Quien domine Ormuz dominará el mundo. Y lo decía a todo el que le quería escuchar.

Es también en ese momento cuando coloca un globo terráqueo en su despacho y se pasa horas y horas analizando las zonas estratégicas. Si en aquel entonces Adolfo Suárez hubiera dominado idiomas, quizá hubiera orientado su futuro político hacia la Secretaría General de Naciones Unidas.

Lo cierto es que, de tanto hablar de Ormuz, Ormuz se convirtió en un chascarrillo. De tanto referirse a ese problema mundial, gran parte de la opinión publicada en prensa interpretó que se refugiaba en Ormuz para escapar de los problemas internos. Y hay que decirlo con crudeza: la mayoría de los opinadores desconocía (desconocíamos) el auténtico significado del estrecho de Ormuz. Resta decir que se cumplió el tan mentado diagnóstico: se desprecia todo lo que se ignora. Y las críticas sarcásticas, repetidas en artículos y conversaciones privadas, terminaron por erosionar a Suárez de forma implacable. He aquí cómo una intuición genial, una anticipación de lo que después sería, en efecto, el gran problema mundial, se volvió contra su autor. Se puede decir que el hijo Ormuz mató al padre Suárez. Otra gran injusticia de la política. O quizá de la comunicación.

Por último queda mencionar la relación con Estados Unidos, que merece una atención específica. Eran tiempos en que se pensaba que Estados Unidos tenía un papel protagonista en cualquier cambio de Gobierno que se produjera en el mundo, en unos casos para provocarlo y en otros para estimularlo. El peso estratégico de España, los intereses de Estados Unidos en nuestro territorio y el riesgo de que la península Ibérica se convirtiera en un foco de inestabilidad mundial justificaban la vigilancia del proceso de cambio. Posiblemente la CIA nunca trabajó tanto en España como en aquellos tiempos. Se rumoreaba con asiduidad, tanto que hasta llegó a publicarse en algún libro, que la larga mano de Kissinger no había sido ajena al atentado que voló por los aires al almirante Carrero. Y el propio Suárez, cuando hablaba de ETA, expresó en alguna ocasión la duda de si la banda terrorista estaba financiada por la CIA o el KGB. Pensar en un visto bueno de la diplomacia norteamericana al nombramiento de Suárez no era descabellado. Y desde luego se puede afirmar algo: si Estados Unidos hubiera expresado su oposición radical al nombre de Suárez, el nombramiento no se habría producido. El visto bueno se obtuvo en esa fiesta de la que hemos hablado en la finca de Juan Herrera.

Después llegó, por ejemplo, la legalización del Partido Comunista. No consta que Estados Unidos haya tenido ningún papel ni siquiera que haya pretendido tenerlo. Lo único que puede decirse es que se declararon neutrales, si nos atenemos al testimonio pronunciado por Henry Kissinger en conversación con José María de Areilza: «No vamos a decir nada si ustedes se empeñan en legalizar al PCE. Pero tampoco les vamos a poner mala cara si lo dejan ustedes sin legalizar unos años más; sería más cómodo para nosotros».

La posterior difusión de los papeles de Wikileaks permitió conocer algunos detalles del interés estadounidense por la evolución de España. Valga el resumen que hizo Lucía Villa en el diario Público: «Sólo en 1976 la embajada estadounidense en Madrid dedicó cientos de cables a describir minuciosamente personajes de la época, manifestaciones, protestas, artículos de prensa, grupos políticos y tendencias ideológicas. El enviado de Kissinger en España, Wells Stabler, se entrevistó asiduamente con figuras relevantes del Estado, la Iglesia y las diferentes asociaciones políticas. Su contacto con el rey, convertido en el mejor confidente del país norteamericano, fue constante».

El interés de Estados Unidos no se centraba sólo en ayudar a crear una democracia en España. No era tan altruista. Quería una democracia en España como paso ineludible para integrarla en la OTAN. Por eso vigilaba los movimientos militares. Stabler preguntaba por ellos a todas las personas que consultaba. Se examinaron también las actitudes de la Iglesia católica. Y siempre llegaban a un diagnóstico similar: el peligro para el avance hacia la democracia en la España posfranquista no estaba en el comunismo, como tanto se pensaba en la España del comienzo de la Transición; estaba en la extrema derecha. En vísperas de la muerte de Franco (octubre de 1975), uno de los cables advertía de que la supuestamente fuerte extrema derecha trataría de influir en el rey, «neutralizarlo o sortearlo», porque «no querrán desmantelar un sistema que fue construido para proteger los intereses conservadores». Así ocurrió exactamente, pero el autor del informe no conocía ni la decisión del rey ni la inteligencia, la audacia y la intención de su futuro jefe del Gobierno.

Hay, en este aspecto del papel de Estados Unidos en los primeros tiempos de la democracia, un punto que mantiene muchos enigmas: la participación norteamericana en la evolución del independentismo de las islas Canarias y en el atentado contra su líder Antonio Cubillo, producido en Argel.

Las tensiones de la guerra fría y la necesidad de robustecer la OTAN se dan cita en un escenario nuevo: las islas Canarias. Su importancia geoestratégica es de suma relevancia. Suscita, por tanto, todo tipo de ambiciones, algunas de las cuales se sienten atraídas por el MPAIAC, un movimiento independentista liderado por Antonio Cubillo. No contaba con base popular, pero sí mantuvo notable actividad diplomática, movida exclusivamente por el propio Cubillo, que consiguió audiencia ante muchos gobiernos africanos y estuvo a punto de entrar en el orden del día de la ONU, dentro del proceso de descolonización de África.

En Canarias coincidían todos estos intereses y ambiciones: de la todavía Unión Soviética, que miraba a las islas como el escenario ideal en un mar que no controlaba, el océano Atlántico; de Argelia, que había perdido la posibilidad de controlar el Sáhara, además de haberse convertido en el refugio de todos los movimientos independentistas, y que concedió asilo y micrófonos en la emisora La Voz de Canarias Libre; de Marruecos, por obvias razones de vecindad, y de Estados Unidos, que no podía permitir que la Unión Soviética tuviera allí ningún tipo de presencia. Según la interpretación de Santiago Carrillo, todavía en la clandestinidad, si España perdiese las islas como consecuencia de un proceso de autodeterminación, se abriría un conflicto de consecuencias imprevisibles, y Estados Unidos terminaría haciendo de Canarias algo parecido a Puerto Rico.

El caso es que en los años 1977 y 1978, la Unión Soviética amparaba el movimiento independentista de Cubillo y facilitó su estancia en Argel. Y Estados Unidos decidió otra cosa: utilizar el mismo movimiento independentista para forzar a España a ingresar en la OTAN.

Ésa fue la información que los servicios secretos le hicieron llegar a Suárez: si España no ingresa en la OTAN o anuncia su deseo de hacerlo, ayudará a Cubillo en su lucha por la independencia. El presidente convocó a los ministros del núcleo duro para que reflexionasen sobre lo que habría que hacer ante una información tan grave e inquietante. La versión de José Manuel Otero Novas, revelada en la película Cubillo, historia de un crimen de Estado, es la siguiente, según transcripción textual:

La gran preocupación de la Unión Soviética es evitar que España entre en la OTAN. Pero, además de eso, hay los hechos que voy a contar. En el contexto de esta importancia de la OTAN para los Estados Unidos, para los bloques, de la importancia de Canarias para los Estados Unidos, etcétera, etcétera, se produce el siguiente dato: me suena el teléfono del presidente del Gobierno, «José Manuel, salta a mi despacho», y el presidente me dice: «Mira, José Manuel, nuestro Servicio Secreto ha conocido los siguientes datos. La organización del MPAIAC la están promoviendo los Estados Unidos y seguirán intensificándola para poner en movimiento, poner en marcha, un tema independentista que nos obligue a ingresar en la OTAN. ¿Cuál es tu opinión?».

Yo le dije: «Mira, presidente, es como si hubieses recibido una carta del presidente de los Estados Unidos diciéndote: querido presidente del Gobierno, o usted entra en la OTAN o yo le promuevo la independencia de Canarias, y ya sabe que estamos apoyando el movimiento de Cubillo».

«Celebro que me digas eso, porque en estas horas últimas yo he llegado exactamente a la misma conclusión», me respondió el presidente. «No nos conviene entrar en este momento en la OTAN».

Yo dije: «Bueno, pues haz lo mismo que te ha hecho el presidente de los Estados Unidos, encárgate de que les llegue un mensaje claro de que en el momento oportuno vas a entrar».

No muchos días después, yo estaba de ministro de Asuntos Exteriores en funciones y recibo una llamada. Me dicen: «Señor ministro, le quiere hablar el embajador de España en Argelia», y el embajador me dice: «Señor ministro, el señor Cubillo ha sido acuchillado en Argel; no sabemos si ha muerto, si no ha muerto, pero ha sido acuchillado seriamente». Y luego sabemos que unos cuantos días después Argelia cierra Radio Canarias Libre. Éstos son los hechos que yo he vivido. Las conexiones entre esos datos pueden interpretarse de una manera y no sé si de alguna otra.

Hasta aquí, el testimonio de José Manuel Otero Novas, que silencia o desconoce un detalle fundamental: si entre su conversación con Suárez y el atentado contra Cubillo se ha producido «el mensaje claro de que en el momento oportuno vas a entrar». Lo único seguro es que los Servicios de Inteligencia españoles tuvieron conocimiento de una especie de chantaje de Estados Unidos para forzar la entrada de España en la Alianza Atlántica. Y la verdad judicial del atentado (producido el 5 de abril de 1978 y silenciado varios días por el Gobierno argelino) es que uno de los dos autores ha sido un tal José Luis Espinosa, al que según los rumores la policía española había introducido como topo en la organización del MPAIAC y declaró que le habían encargado el crimen personas desconocidas «y la CIA». Cubillo siempre mantuvo que detrás del intento de asesinato estuvo el Ministerio del Interior en connivencia con el espionaje alemán, quizá porque entre los implicados estaba un denominado Werner Mauss, agente de los servicios secretos de la Baja Sajonia.

La sentencia declaró probado que habían sido «personas pertenecientes a los servicios policiales españoles». «Es decir —resumió El País al dar la noticia de la muerte de Cubillo el 11 de diciembre de 2012—, el atentado fue urdido desde las cloacas del Estado».

Pasados más de treinta años, Agustín Linares, que fue comisario jefe de la Policía en Canarias hasta 1981, piensa que en aquel momento los servicios secretos españoles no tenían ni autonomía ni capacidad operativa para actuar en Argel. «Te aseguro que no la tenían», subraya con contundencia. «Lo que es seguro —añade—, es el interés de Estados Unidos por mantener el statu quo canario».

La burguesía canaria, es decir, la opinión más influyente, nunca llegó a ver un gran peligro en Cubillo, según recuerda Linares de sus conversaciones con empresarios y políticos locales. Donde se percibía más riesgo independentista era, en primer lugar, en los movimientos culturales. La gente, sobre todo los jóvenes, asistían a los conciertos de Los Sabandeños con afán reivindicativo e identitario. Cantaban «Canario, lucha, como lucharon los guanches». Y, en segundo lugar, había un clima de resistencia a la penetración del capital peninsular, al que se presentaba como colonizador.

Esas informaciones llegaron a Adolfo Suárez, que actuó demostrando una gran capacidad de reacción: al mes siguiente del atentado de Cubillo, hizo un viaje a las islas, con gran seguimiento mediático, que trataba de neutralizar políticamente los efectos del atentado de Cubillo y adelantarse a los sentimientos nacionalistas. «Vengo a instalar mi despacho en Canarias», dijo el presidente. Y resultó un éxito de imagen: Suárez fue recibido en loor de multitudes en todos los lugares que visitó, el MPAIAC desapareció del primer plano de la vida canaria, y casi nadie tiene a Los Sabandeños como pioneros de ninguna lucha contra la «ocupación española».

Y al final, España ingresó en la OTAN y no se han conocido más inquietudes ni presiones. Sólo una anécdota: cuando Calvo-Sotelo formalizó el ingreso, la revista Tiempo publicó una llamativa portada que incitaba al comprador: «OTAN, los pactos secretos del Gobierno con Estados Unidos». Los lectores que compraron un ejemplar atraídos por tan seductora investigación encontraron, efectivamente, un largo reportaje. Referente al título de portada sólo podía leerse esto: «La oposición acusa al Gobierno español de pactos secretos con Estados Unidos».