Las bajas más dolorosas

FERNÁNDEZ-MIRANDA se retira porque Suárez dice: «O él o yo», y lo dice delante del rey. A Fernando Abril lo meten en una conspiración.

Hubo otros personajes muy importantes: Fernando Alcón y su esposa, los grandes amigos de la familia; Julita, la secretaria que le acompañó desde la Secretaría General; Amores, el hombre que fue su secretario personal en la presidencia, en el despacho de Antonio Maura, depositario de todos sus secretos, prácticamente su administrador y el hombre más discreto que he conocido; José Manuel Otero Novas, de quien se habla mucho en este libro; Manuel Ortiz, el hombre imprescindible en los primeros pasos, primer secretario de Estado de Información, posterior embajador en La Habana y autor del libro El bienio prodigioso; José Luis Graullera, el alto funcionario que hizo nada menos que el prodigio del trasvase de miles de funcionarios del Movimiento y los Sindicatos a la Administración Pública… Y hubo también deserciones.

Hubo algunas bajas significativas. He citado la de Carmen Díez de Rivera, que se marcha de La Moncloa, da una vuelta por el socialismo y vuelve a las redes suaristas en el CDS. Está el caso de Alfonso Osorio, el apoyo de las primeras horas, hombre de confianza en el primer Gobierno, representante del temprano desencanto y rumoreado, sólo rumoreado, objeto de deseo posterior en la llamada «Operación Gran Derecha». Pero aquí quiero detenerme en dos bajas muy importantes: la de Torcuato Fernández-Miranda y la de Fernando Abril Martorell.

TORCUATO FERNÁNDEZ-MIRANDA, LA INSPIRACIÓN

Suárez era el «ejecutivo»; Torcuato, el «legislativo».

La auténtica musa de la Transición, pero en masculino, ha sido Torcuato Fernández-Miranda y Hevia. La Transición tuvo, sin duda, una gran fortuna: contar con las personas adecuadas en el momento apropiado. Una de ellas, y fundamental, fue Torcuato. También procedente del régimen anterior, esa circunstancia fue superada por sus capacidades: la técnica, el conocimiento de las claves del Estado, el saber moverse entre las nieblas de la política, una extraordinaria imaginación, un sutil dominio de las voluntades, una formación jurídica excelente y una posición de confianza al lado de Su Majestad el rey.

Si se cree a sus familiares autores del libro Lo que el rey me ha pedido, parece que Fernández-Miranda lo hizo todo, desde el nombramiento de Suárez a la reforma política. Aun reduciendo tales participaciones a la mitad, resulta un hombre fundamental en toda la ordenación del proceso y en la aportación de una lógica casi imposible en el paso de una dictadura a una democracia. Él llevó a cabo muchas de esas aportaciones, y lo hizo con discreción y generosidad. ¿Por qué rompió relaciones con Suárez? Pilar y Alfonso le echan la culpa al presidente del Gobierno: «Se explica desde la pretensión de afianzarse matando al padre…». No fue tan sencillo. Suárez y «Miranda», como decía Franco, se distanciaron por una acumulación de diferencias: porque don Torcuato creía que Suárez debía retirarse al terminar el trabajo de la Transición; porque observaba cicatería en el reconocimiento de sus méritos; porque Suárez veía con recelo las consideraciones que le llegaban al rey; porque Torcuato empezó a discrepar de determinadas líneas del Gobierno y de la ideología que las movía…

Al final, la cordialidad se enfrió y la relación terminó por romperse. Se deshizo por desgaste. Y acabó por estallar en el despacho del rey en La Zarzuela. Digamos que el rey estaba cómodo y se sentía seguro con el esquema humano de la Transición: un «poder legislativo» representado por Torcuato; un «poder ejecutivo», bajo el mando de Adolfo, y un piloto, encarnado por el propio don Juan Carlos. El rey estaba muy cómodo, porque lo veía así:

—Estábamos construyendo un país nuevo. Estábamos haciendo una democracia con muchas dificultades. Necesitábamos dos cabezas, una para planificar y otra para ejecutar.

Esa «división de poderes» funciona y es deseable, resulta imprescindible en las estructuras del Estado. Aunque se torne más discutible en las relaciones personales y de poder. En una reunión del piloto, del legislativo y del ejecutivo, Suárez no se pudo contener y le salió el asomo de dignidad en el cargo que tanto le caracterizaba:

—Señores, no puede haber dos presidentes del Gobierno. O lo soy yo, o es el señor Fernández-Miranda. Los dos no lo podemos ser.

Y no hubo más reuniones entre los tres. A los pocos días, en una cena de gala, Adolfo Suárez se acercó a Landelino Lavilla y le dijo:

—Torcuato se quiere ir. Creo que tú debes ser el próximo presidente de las Cortes.

FERNANDO ABRIL MARTORELL

El hombre de los puentes, el álter ego de Suárez, el presidente-bis.

Dedico un espacio especial a Fernando Abril Martorell, vida paralela de Adolfo Suárez desde que éste llegó al Gobierno Civil de Segovia, y reflejo de la pasión inicial del tránsito, del trabajo en la sombra, de la identidad de criterios, de la lealtad, de la desconfianza, de los recelos y, finalmente, del desapego.

Si hubo una persona que fue consejero, amigo, colaborador, álter ego, complemento y en cierto modo un «Suárez-bis», ha sido él. Por eso, uno de los momentos más duros de la vida política de Suárez ha sido cuando hubo de prescindir de Fernando como su número dos, como vicepresidente del Gobierno. Fue un auténtico divorcio, después de once años de tan asidua relación. Y una de las complicaciones de la confección de este libro fue encontrar y descifrar las causas de esa separación.

Fernando Abril era ingeniero jefe del IRYDA, el Instituto para la Reforma y el Desarrollo Agrario en Segovia, cuando Suárez ostentaba el cargo de gobernador civil. Jaime Lamo de Espinosa lo recuerda como «socarrón, listo y cabezón». Suárez y él simpatizaron rápidamente. A Adolfo le gusta y le complementa porque encuentra en él a una figura decidida, sin complejos y con una enorme capacidad de trabajo. Se hicieron amigos y se compenetraron tanto, que sus familias establecieron casi un vínculo de sangre. Adolfo lo propuso como presidente de la Diputación en febrero de 1969. Cuenta Fernando Abril hijo, hoy consejero delegado de PRISA, que en aquellos momentos Adolfo ya trazaba grandes planes de futuro con su colaborador. Lo ilusionaba con grandes tareas de Estado. Le decía eso que tanto se le atribuye: «Cuando yo sea presidente del Gobierno…».

Y si se repasan los discursos de toma de posesión del nuevo presidente de la Diputación (Juan Francisco Fuentes, Adolfo Suárez), aparecen ya algunas de las claves que después se cumplieron. En cuanto a la actitud de Fernando Abril, «no soy persona de palabras, dicen que soy de trabajo y acción». En cuanto a los sueños de Suárez, allí quedaban esbozados al definir a Abril como «hombre joven que pertenece a esa generación puente que tiene que soldar indestructiblemente los pilares de nuestra más reciente historia con los de ese futuro esperanzador que social, política y económicamente se vislumbra ya en España». Ahí asomaba ya una versión primeriza de la reforma; la idea de una generación que debía pasar de la legalidad franquista a la legalidad democrática. Aquel acto representaba el nacimiento de una alianza, pero también de una filosofía política.

A partir de entonces trabajaron juntos en casi todo. Juntos cogieron el pico y la pala para desenterrar cadáveres en la catástrofe de San Rafael. Juntos comentaron la situación y el nuevo Gobierno el mismo día en que Adolfo es nombrado presidente. Juntos inician las tareas de gobernación, con Fernando Abril en el núcleo de confianza del presidente, que después se llamaría «la empresa». Colaboraron codo a codo en la Ley para la Reforma Política, con algún cabreo de Alfonso Osorio, que no hacía más que preguntarse qué andaba haciendo el ministro de Agricultura en la preparación de esa ley. Juntos idearon una estrategia de distanciamiento de la derecha política. Y esa identidad de criterios resultó determinante para que Fernando Abril fuese designado vicepresidente político del Gobierno tras las primeras elecciones del 15-J (1977).

Tal designación supuso uno de los hitos del suarismo. Cambiaban las referencias personales. La política oficial giraba a la izquierda. Después vinieron los Pactos de la Moncloa. En febrero de 1978 tuvo lugar la dimisión de Enrique Fuentes Quintana como vicepresidente económico, y acto seguido la gran ascensión: Fernando Abril Martorell, vicepresidente segundo y ministro de Economía.

A partir de ese momento aparece la grandeza de Abril, su presencia en todas las salsas, su mano en toda la obra de Gobierno, su disposición al sacrificio, su protagonismo… De inmediato se le ve como auténtico presidente del Gobierno, defendiendo la remodelación del gabinete en el Congreso y recibiendo críticas dobles: por su intervención y por la ausencia de Suárez en el debate. A raíz de dicha intervención Jaime Campmany, poco partidario del cambio político, le llama «Fernando el Caótico». Y Juan Luis Cebrián entiende el papel y la omnipresencia del sacrificado Abril como una muestra del agotamiento del presidente.

Sin embargo, ese rol del vicepresidente resultaría fundamental en todos los grandes temas que estaban sobre la mesa. Su entendimiento con Suárez era proverbial, como se desprende de las palabras de Pérez-Llorca que cito en otro lugar: se comunicaban y entendían más rápidamente que la velocidad de la luz. Abril fue indispensable para desatascar los artículos más problemáticos de la Constitución, sobre todo por su capacidad de entendimiento con Alfonso Guerra y los ponentes socialistas. Lo mismo hizo con asuntos de concertación económica. Fue proverbial su capacidad de trabajo y diálogo, en reuniones que duraban toda la noche y que se celebraban en su despacho de Castellana, 3, y en su propio domicilio. Su hijo Fernando todavía recuerda hoy cómo desayunaba por las mañanas en la cocina de su casa y escuchaba discusiones en el salón, o cómo al levantarse veía una cortina de humo, de todo lo que se había fumado en aquel piso durante la noche… Dicen que era la técnica de Abril Martorell, la de conseguir pactos por agotamiento. Dicen que era fruto de su tenacidad, que no levantaba una reunión hasta alcanzar un acuerdo. En todo caso, lo único cierto es que en esas reuniones nocturnas, sin horario, se puso en práctica el consenso que hizo posible la paz social de aquellos años. Y el autor, por delegación de Suárez, era Fernando Abril Martorell.

En esos encuentros, Fernando Abril buscó un pacto salarial para conseguir frenar la inflación. Como estratega político imaginativo, llegó a hablar con Santiago Carrillo de una alianza formal UCD-PCE, para evitar que un posible pacto entre socialistas y comunistas conquistara después el poder municipal, como ocurrió, porque el sistema no estaba preparado para una coalición de un Gobierno de centro con los comunistas. ¡Era lo único que le faltaba a Suárez para soliviantar a las Fuerzas Armadas! Y en todo momento, desde las negociaciones con la oposición a debates como la moción de censura de 1980, Abril se mantuvo siempre en la defensa de Suárez, a veces ocupando su papel, y siempre como hombre fuerte del Gobierno. Cuando se aceleraba la caída de Suárez, él se convirtió en el poste protector. Parece bastante natural que, por tal preeminencia, suscitara todos estos recelos: de sus compañeros de Gobierno, sobre todo del área económica, que no siempre coincidían ni con sus criterios ni con sus métodos de trabajo; de la díscola UCD, cuyas disensiones internas le llevaban a conspirar contra quien acumulaba tanto poder y tanta capacidad de decisión; de la oposición política, que se empezó a fijar en Abril como objeto de derribo para quitarle una base a Suárez, o de la CEOE, que veía al vicepresidente como un excesivo defensor de las tesis sindicales… Hasta que un día Fernando Abril Martorell fue cesado como vicepresidente y sustituido por Leopoldo Calvo-Sotelo, llamado a ser el sucesor de Suárez en la presidencia del Gobierno.

¿Por qué cesa a Abril? Parece claro, a poco que se repasen los libros que narran la época, que se fue produciendo un distanciamiento con Suárez. Incluso Fraga llegó a contar que, en una de las entrevistas que mantuvo con el presidente, creyó escucharle alguna crítica a su número dos. Que hubo un distanciamiento resulta evidente. Yo he estado indagando, y me han salido cinco versiones.

La versión número 1, de Jaime Lamo de Espinosa, arguye que el 13 de octubre de 1979, Adolfo Suárez, Jaime Lamo y Landelino Lavilla viajan en coche para participar en un mitin en Jaén, provincia por la que Landelino es candidato cunero. En ese coche se manifiestan los primeros síntomas de la desconfianza naciente: Adolfo Suárez se queja de que Fernando Abril no le informa. Le tiene fuera de juego sobre sus actos y conversaciones. Se reúne constantemente con los sindicatos, cuenta con enorme información que no se transmite al presidente. Suárez sabe más de los pasos y actividades de su vicepresidente por Santiago Carrillo o por Felipe González, y el presidente se siente ninguneado y empieza a dudar de la lealtad de su hombre más fiel.

Pese a todo, Adolfo y Fernando pasan todavía juntos las vacaciones de verano de 1980 en un barco en el Mediterráneo, y se produce un acontecimiento absolutamente chusco. Suárez llama a su despacho para pedir novedades y le cuentan que se ha recibido una carta de dimisión de ¡Fernando Abril Martorell! ¿Cómo de Abril Martorell?, pregunta el presidente, creyendo que es una broma o que alguien ha usurpado su personalidad. Solicita que se la lean, y parece cierto. Suárez no comenta una palabra a su vicepresidente, Abril tampoco quiso amargar las vacaciones de su amigo y jefe, y convivieron durante aquellos días con ese enigma. El uno, esperando a ver si su segundo se arrancaba, el otro sin tener ni idea de que Suárez lo sabía.

Finalmente, una noche Fernando Abril y Jaime Lamo acaban de cenar en el restaurante Nicolasa de Madrid. Dan un largo paseo, interminable para los escoltas de ambos. Y de pronto, Fernando Abril lo suelta: «Es necesario cambiar a Adolfo Suárez. ¿Tú en qué posición estás?». Pasados los años, Jaime cree que Fernando Abril estaba pensando en sí mismo como recambio del presidente. Pero nunca llegó a decírselo. Seguramente estaba tanteando el terreno y midiendo sus posibilidades.

La versión número 2 viene de la mano del entonces «fontanero» de La Moncloa Alberto Recarte. Por lo visto, un día de mayo o junio de 1980 (momento en que hay una grave tensión entre los «fontaneros» de Suárez y varios miembros del Gobierno), le llama Fernando Abril a su despacho. Recarte acude, y el otro le seduce con piropos sobre su valía. Y a continuación, le suelta el golpe más inesperado: «Adolfo Suárez ha pasado de ser río caudaloso o a ser arroyo seco. Hace falta intervenir y cambiar al presidente del Gobierno. Te pido que me ayudes por el bien de España».

«Me quedé patidifuso», recuerda hoy Alberto Recarte. Entendió que Fernando Abril quería derribar a un Suárez agotado para situarse él en su lugar.

De modo que inmediatamente acudió a ver a Suárez y le transmitió con todo detalle la conversación. Suárez le escuchó y «desapareció durante dos o tres días». ¿Cómo que desapareció?, le pregunté a Recarte. «Sí, nadie le vio durante esas fechas, no recibió a nadie, se encerró consigo mismo. A los dos meses se produjo la crisis que terminó con Abril fuera del Gobierno».

La tercera versión, la de Federico Ysart, hombre de máxima confianza de Fernando Abril en Castellana, 3, argumenta que la persona que «incordia» entre Suárez y Fernando Abril es Carlos Ferrer Salat, presidente de la CEOE. En la patronal se siguen con inquietud los acercamientos entre el Gobierno y los sindicatos. Se entiende que se hacen demasiadas concesiones a las centrales sindicales, en concreto a UGT, lo cual conduce a una política económica excesivamente de izquierdas, que no atiende las demandas empresariales. ¿Y quién es el gestor de esa política? Fernando Abril Martorell.

En sus conversaciones —por cierto, bastante escasas—, el señor Ferrer empieza a meter cizaña. Llega a decirle a Suárez en un momento determinado algo así como: «Tienes un vicepresidente que te está comiendo el terreno».

Suárez, que prestaba a la economía la atención justa que le permitían los asuntos de Estado, no fue impermeable a la maldad del patrón de patronos. No es que desconfiara de Fernando Abril, pero sí le entró la duda de si había delegado demasiado en su número dos y de si, efectivamente, no estaría transmitiendo la sensación de desinterés por los asuntos económicos. De alguna forma se lo comentó a Abril, quizá en términos no muy afortunados, y el vicepresidente tuvo una reacción dolida: «Adolfo, si realmente piensas que yo actúo por libre o que te estoy comiendo el terreno, renuncio. Si realmente piensas eso, hemos terminado».

Lo cierto es que no terminaron en ese momento, pero quedó sembrada la semilla de la discordia. Se empezó a romper, con tristeza por ambas partes, una alianza que había durado once años sin ningún tipo de fisura.

Federico Ysart entiende que, con el cese posterior de Fernando Abril, se produjo una situación parecida a la que vivieron años después Felipe González y Alfonso Guerra. Felipe se quedó sin defensas.

La versión número 4, de José Julián Barriga, ex director general de Relaciones Informativas de la Secretaría de Estado para la Comunicación, cuenta que fue la ruptura que tuvo mayor coste político y sentimental para Adolfo Suárez, porque mantenía una estrechísima relación familiar y afectiva con Fernando Abril. La separación de Fernando Abril tiene ante todo una explicación psicológica. Suárez recelaba del papel que había asumido su vicepresidente, muy por encima del poder encomendado. Abril estaba exhausto de llevar sobre sus espaldas el peso del Gobierno. Todo lo demás habría que explicarlo relatando los enfrentamientos de Abril con el entorno más inmediato del presidente, rodeado de un grupo de colaboradores leales, a los que Abril minusvaloraba.

Llegamos así a la quinta versión, de Fernando Abril, hijo, a quien le parece, sencillamente, una gran falsedad que su padre haya conspirado alguna vez contra Adolfo Suárez o que haya intentado ocupar su puesto. También le sorprende la versión de la intervención de Ferrer Salat: «Nunca tuve noticias de la oposición de la CEOE», confiesa. Él tenía solamente dieciocho años cuando su padre abandona el Gobierno, pero mantuvo muchas conversaciones con él y jamás le escuchó ni la menor opinión crítica sobre Suárez. Es más: «Pensaban exactamente igual sobre política económica y social, pero mi padre ponía la acción». Admite que hubo conflictos con los «fontaneros» de La Moncloa, y no descarta que Suárez fuese «envenenado» por ellos. Piensa que cualquier relación tensa con Suárez por cuestiones de poder era sencillamente imposible debido a la generosidad de su padre, al que define como un hombre con absoluto desapego al mando. Y defiende que, a pesar de abandonar el Gobierno, las relaciones entre Suárez y Abril fueron más distantes, pero respetuosas.

Suárez le ofreció la presidencia del Banco Exterior de España, entre otros puestos, y Abril no aceptó ninguno «porque significaba quitarle el puesto a otra persona». Fernando Abril falleció en febrero de 1998. Según el testimonio de Aurelio Delgado, recompusieron sus relaciones al coincidir en una boda en la iglesia de los Jerónimos de Madrid, donde ambas esposas sirvieron de puente para recuperar la amistad. Hospitalizado durante dos semanas, la persona que más visitó a Fernando en el que sería su lecho de muerte fue Adolfo Suárez.

Al final, Fernando Abril ¿qué representó en aquellos apasionantes años de la vida de España y en la biografía de Suárez? ¿Un servidor sacrificado o un «valido», como dicen algunos de sus críticos? Tengo la impresión de que cualquier definición convencional es insuficiente e injusta. Fernando Abril, con todas las críticas que puedan hacérsele como a cualquier gobernante, ha sido antes que nada un hombre fundamental en la Transición. Por delegación de Suárez, es cierto; pero ha sido, como queda dicho, el hombre que sirvió de palanca en momentos sumamente cruciales.

Se puede afirmar que desatascó la Constitución cuando estaba a punto de embarrancar; propició los grandes acuerdos con los partidos de izquierda hasta el punto de ser el gran agente de Suárez para el consenso; incluyó a los sindicatos en la Constitución y, con Alfonso Guerra y Nicolás Redondo, redactó gran parte de su contenido social y económico, y llevó personalmente la negociación con los sindicatos en circunstancias en que peligraba la paz social.

En cuanto a su funcionamiento, tropezó con muchos poderes fácticos. Entre ellos, la patronal y la Iglesia, que llegó a pedir su dimisión por su defensa de la libertad de enseñanza. Frente a los equilibrios que Suárez necesitaba llevar a término como presidente, Abril era el empuje que no encontraba inconvenientes. Y frente a la actitud muchas veces contemplativa y siempre profesoral de Fuentes Quintana, a quien le costaba tomar decisiones, Abril era el hombre de la rápida determinación. «Lo más fácil para él era tomar decisiones», apunta Alberto Recarte.

Parecía, además, un ciclón que necesitaba meter el dedo en todas las llagas. Conocía muy bien la Administración, según recuerda su hijo Fernando; pero no siempre respetaba la estructura administrativa y se saltaba a los ministros (García Díez, José Luis Leal) cuando el guión lo requería. Alberto Recarte cuenta cómo dirigía las Comisiones Delegadas de Asuntos Económicos. «Eran caóticas», recuerda, pero Abril conducía los temas y decidía. Cuando no le convencían los ministros, llamaba a los subsecretarios, y después a los directores generales y acto seguido a los subdirectores, y terminaba hablando con los jefes de servicio. Llegó a negociar directamente con el comité de empresa de Nervacero siendo todo un vicepresidente de Gobierno.

En cuanto a su aportación ideológica, sin ser socialdemócrata reconocido, desarrolló una política socialdemócrata, muy inclinada a proteger los intereses de la todavía llamada clase obrera y potenciar a los sindicatos. Puede considerársele el padre del Estatuto de los Trabajadores. Alberto Recarte le atribuye nada menos que la recreación de UGT: «La crea él, como una forma de equilibrar sindicatos y empresarios». Y se dejó seducir por Alfonso Guerra, que ejercía sobre él un gran encantamiento por lo que Jaime Lamo llama «su desparpajo cultural». De hecho, después de su marcha del Gobierno, Fernando Abril mantendría excelentes relaciones con el PSOE. Fruto de esa relación ha sido el famoso Informe Abril, el primer estudio que detecta «un cierto agotamiento del sistema sanitario», y cuyas recomendaciones quizá hubieran resuelto de forma temprana el problema de la Sanidad.

Al final de este acercamiento a la persona de Fernando Abril Martorell, me quedo con cinco criterios de las cinco personas fundamentales cuyos testimonios he buscado.

Alberto Recarte afirma: «Tenía un espíritu de protección a los desamparados, de oposición a los bancos y a la oligarquía y por esas razones le sale un Estatuto de los Trabajadores desequilibrado». Jaime Lamo de Espinosa resalta: «Se lo he dicho a Suárez. Lo que le pasaba a Fernando Abril es que era de izquierdas. Apolítico, pero de izquierdas. Su padre era ferroviario y había tenido una infancia muy metida en la izquierda». Su hijo se refiere a él como «Un hombre muy cercano, que se metía en los problemas reales y huía de la injusticia». José Julián Barriga recuerda que «Uno de sus servicios fundamentales al presidente Suárez ha sido facilitar la relación con el PSOE, especialmente con Alfonso Guerra», y Federico Ysart asegura que «Gobernó una situación económica endemoniada, pero con una gran prioridad, que ha sido la paz social».

Podemos concluir diciendo que el pensamiento de Abril Martorell era el de Adolfo Suárez. Si hubieron de romper, cualquiera que haya sido la causa, tuvo que tratarse de un trance muy traumático para los dos. Y en todo caso, tiene razón Fernando Abril hijo: antes y después de su cese, su padre se mantuvo siempre leal a Suárez. Cesa en septiembre de 1980, en medio de las locuras suicidas de UCD, no se pone al lado de los críticos, sino de los «oficialistas», y Suárez es el oficialista por antonomasia. El día que el presidente dimite, es el primero en presentarse en el Palacio de la Moncloa, no para despedirle, sino para pedirle que no se precipite y que se quede. Y es el primero, o de los primeros, que escucha a Adolfo decir: «No aguanto ni un minuto más».