LA Moncloa, más que austera, era pobre. El método, una continua y sacrificada tarea de seducción: «Vivo para convencer», decía Suárez. Y una mujer que enamoró a un obispo.
Todo este proceso se concretó desde un lugar: un palacete situado en la salida de Madrid por la carretera de A Coruña, conocido como Palacio de la Moncloa. Se hizo con un método basado en la audacia y en la seducción del resto de la clase política. Y fue ejecutado por un pequeñísimo grupo de personas del entorno del presidente. Comienzo el recuerdo por el escenario.
Adolfo Suárez fue quien inauguró La Moncloa como sede de la presidencia del Gobierno. El aterrizaje en ese palacio estuvo lleno de improvisación. Se hizo a caballo entre el final de 1976 y el comienzo de 1977. Se llevó a cabo por estrictas razones de seguridad, después de que los servicios secretos hicieran un simulacro de atentado con una cámara fotográfica. Castellana, 3 no era un lugar seguro: estaba al alcance de un fusil con mira telescópica desde el hotel de enfrente. En un país donde tres años antes habían matado al presidente del Gobierno, el que ahora ostentaba el cargo no podía hacer diariamente el recorrido desde Puerta de Hierro al centro de Madrid. Había que buscar otro lugar, y alguien sugirió La Moncloa.
Se trataba de instalar la presidencia del Gobierno de la décima potencia industrial del mundo en un páramo. Aquel palacio y los edificios del recinto habían servido para todo, incluso para fiestas poco confesables, según contaban los rumores. En su fachada, una placa recordaba que el edificio había sido reconstruido por el Generalísimo Franco. Ni Suárez ni Felipe González quisieron retirarla. Felipe la conservaba para presumir de respeto a la historia. Nos lo dijo un día a los directivos de la Cadena SER, con un gesto de tal aprecio a los testimonios históricos, aunque viniesen de Franco, que impresionó al presidente de la cadena radiofónica, don Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate.
En el despacho del presidente, lo más valioso era, con toda probabilidad, la mesa de trabajo. Valiosa por su trayectoria, porque era la misma que había utilizado Narváez («Narváez, no Espartero como siempre se dice», matiza con energía Jaime Lamo de Espinosa). Y valiosa, sobre todo, por el jugo que le sacaba Suárez. Contar la historia de la mesa era la forma más directa, rápida, amable y simpática de romper el hielo inicial, sobre todo cuando se trataba de hablar con adversarios políticos. Consiguió llamar la atención de Juan María Bandrés, por ejemplo, cuando, antes de hablar de presos de ETA, amnistías o expulsiones del país, le contó que en aquella mesa había mantenido relaciones sexuales la reina Isabel II con sus amantes ocasionales y urgentes. «Aquí se los ventilaba», decía, y ya se había ganado al interlocutor. Bandrés lo contaba después con fruición y como ejemplo de la simpatía y el «buen talante» del presidente.
De los primeros días en el palacio, Suárez contaba decenas de anécdotas. Entre ellas, cómo una mañana pasó por su cuarto de baño privado un obrero con su mono azul: «Buenos días», le dijo al presidente, y éste correspondió a su saludo sin más comentario. El presidente también tenía un teléfono que no pasaba por el gabinete de comunicaciones ni por su secretaría, y en aquella época donde había tantos errores y cruces de líneas, un día se coló una señora que preguntó: «¿Quién eres?». «Soy Adolfo Suárez», respondió él. Y la señora dijo lo que se podía esperar: «Y yo la reina Sofía. Anda, dile a Pilar que se ponga». Suárez, además de decirle que se había equivocado, insistió en su identidad y sostuvo una conversación increíble para la señora.
No se mejoró mucho con el paso de los meses. Cuando se negociaban los Pactos de la Moncloa, o el ambiente era insufrible, o los negociadores se mostraban como unos señores muy exquisitos, como cuando uno de ellos no pudo aguantar el ruido del sistema de ventilación (llamarle «aire acondicionado» sería un eufemismo impropio), y tuvo el atrevimiento de comentarle a Suárez: «Con este ruido, aquí no se puede ni pensar». Y éste se vio obligado a replicar: «Pues yo lo aguanto muy bien las veinticuatro horas del día. En todo caso, yo de aquí no me voy».
Años después rememoré estas historias que me contaba divertido el propio presidente. Las recordé al leer el relato de Josep Melià, en el libro de urgencias Así cayó Adolfo Suárez. El presidente, ya casi al final de su mandato, había decidido cambiar de despacho, en busca de un espacio más alegre y luminoso. Y el día que lo estrenó ocurrió esto: «Los cristales de las ventanas eran provisionales y entraba aire. Había un andamio sobre el que en alguna ocasión se veía a un par de obreros como si quisieran asaltar el despacho…».
Resulta interesante la historia del nuevo despacho ya hacia el final de su mandato por una razón histórica y otra supersticiosa. La histórica es que Leopoldo Calvo-Sotelo en su despiadada y rencorosa crítica a su antecesor, publicada en la brillante Memoria viva de la transición, le reprocha que en La Moncloa apenas había libros y que en la caja fuerte del despacho sólo encontró un papelito doblado que contenía ¡las instrucciones para abrir la caja!, cuando él esperaba encontrar todos los secretos de Estado. Don Leopoldo oculta deliberadamente un detalle: Suárez acababa de estrenar ese espacio. No había tenido tiempo material de meter en esa caja ni un solo papel. Una semana antes de dimitir, según cuenta Juan Francisco Fuentes, «todavía había cuadros por el suelo».
La supersticiosa es que he visto cumplir una de las frases que le escuchaba con frecuencia a mi padre en mi infancia aldeana: «Jaula nueva, pájaro muerto». En la biografía política de Suárez se cumplía, una vez más: detrás del estreno de la nueva jaula, vino el «no aguanto un minuto más» y la dimisión.
Visto con mentalidad de hoy, parece increíble que la presidencia del Gobierno de España pasase un año sin un gabinete de prensa propio, como cuento en otro capítulo. Pero hay algo peor: pasó un año sin estructura de Gabinete Técnico propiamente dicho. Recuerdo a la perfección la llegada de Alberto Aza, para sustituir a Carmen Díez de Rivera, que pasó a la historia como la «musa de la Transición», y, naturalmente, la labor de musa no requiere una gran infraestructura. Eso sí: Carmen debió dedicar muchas horas a su trabajo, debió vivir prácticamente allí, porque he llegado a ver al lado de su despacho una pequeña camita donde descansaba.
Alberto llegó desde el Ministerio de Asuntos Exteriores y se encontró ese despacho y dos secretarias. Ni un papel ni una tradición de funcionamiento. «Acabo de pasar el primer día como si estuviese en el prado de mi casa», comentó al final de su jornada de estreno. Lo fundamental del trabajo de La Moncloa pasaba por el despacho de Aurelio Delgado.
Con tan pequeño bagaje, pidió acceder a los archivos, y no existían. Durante diez meses de presidencia no se había creado ninguno. Pidió expedientes, y le entregaron una lista de corresponsales extranjeros. Entonces preguntó por los antecedentes de la Jefatura de Gabinete de Castellana, 3, y le informaron de unas cajas. Buscó esas cajas, que estaban almacenadas en el sótano: nadie había sentido la curiosidad de abrirlas.
Con ese panorama documental, Alberto pasó al capítulo de las preguntas. Llamó a Carmen, para pedirle orientación de su trabajo, y Carmen le abrió un infinito horizonte de posibilidades: «Ya lo irás descubriendo». Finalmente, entró en el despacho del propio presidente para aclarar, al menos, su relación, cuándo podían y debían despachar y la frecuencia de los contactos. Suárez fue generoso:
—En este despacho entras cuando quieras, salvo cuando esté hablando con el rey.
—¿Y cómo sé que estás hablando con el rey?
—Yo te haré una seña.
El puesto de jefe de gabinete hubo que definirlo con el trabajo diario, abrir su espacio y determinar sus áreas de actuación, pero con inmensas limitaciones. Consultados los usos y costumbres de otros países europeos, Alberto descubrió que la mayoría de sus funciones estaban ocupadas y eran desarrolladas por el ministro o el subsecretario de la Presidencia.
Tampoco parecía muy brillante el cuerpo de asesores. Suárez tenía más amigos que lo aconsejaban por afecto que personas en nómina para esa función. Y entre los amigos, la distinción tradicional: el leal y desinteresado, el que aprovechaba su influencia para fines personales, y el que aparecía de pronto: «Adolfo, ¿te acuerdas de mí? Fuimos compañeros en el campamento de Montelarreina. Si necesitas un buen ministro de Obras Públicas, aquí me tienes».
En lo que recuerdo, el único asesor con sueldo oficial y despacho en el edificio Semillas era el canario José Ramón Lasuén, de tendencia socialdemócrata, pero nunca tuve claro qué parte de su tiempo dedicaba a su promoción política y qué parte dedicaba a la presidencia. En todo caso, se trataba de un asesor, uno solo, frente a los que utilizaron Felipe González o José María Aznar y los centenares (se llegó a publicar la cifra de seiscientos) que dicen que tuvo Rodríguez Zapatero. Y, desde luego, infinitamente menos que cualquier presidente de diputación.
Algo parecido le ocurría al rey, recuerda Alberto Aza. Y lo mismo les había sucedido a los inquilinos de Castellana, 3. La penuria de medios venía de lejos. De Carrero y de Carlos Arias. La narra Juan María de Peñaranda en su libro Desde el corazón del CESID: «El régimen [de Franco] cerraba su ciclo histórico con una exigua estructura de la presidencia del Gobierno: unas decenas de funcionarios que llenaban el palacete de Castellana». ¿Y quién cargaba con el trabajo? Mirad la explicación de Peñaranda: ¡los servicios secretos, que entonces respondían a las siglas SECED! «Supongo que esto [la falta de personal y medios] justificaría el apoyo que el Servicio prestaba en labores de un cuasi gabinete presidencial, que a más de tres decenios de distancia resulta inconcebible a la vista del cuantioso personal que se concentra en La Moncloa».
¡Los espías como gabinete del presidente! Parece una caricatura, pero se trata de la descripción de la realidad. Así era de mínima, singular e irrepetible aquella infraestructura. Y de esa forma se llegó a La Moncloa.
Por eso, la primera sorpresa que se llevó Suárez al ocupar su despacho en aquel viejo caserón le hizo exclamar: «¡Pero cómo se puede trabajar con esta miseria de infraestructura!». En La Moncloa hubo que hacerlo todo de nuevo, y lo fueron concretando los sucesivos presidentes. Se trataba de dotar a la presidencia del Gobierno de los medios necesarios, porque allí se empezaba a residenciar la iniciativa política. Antes se situaba en el Palacio de El Pardo. Y ahora no podía desplazarse al Palacio de la Zarzuela, porque se había instaurado una monarquía parlamentaria de poderes limitados de la Corona. En la etapa de Suárez se fue trampeando a base de echar mano de diplomáticos, que al menos hablaban idiomas.
Esa carencia de medios tuvo su consecuencia en el primer viaje a Estados Unidos. Era un viaje de excepcional importancia. Se trataba del gran estreno de Suárez ante la primera potencia del mundo. Pero su sentido de la austeridad hizo que se trasladara con la asistencia mínima. Tan escasa, que parecía un grupo de amigos que se despedía por la noche preguntando, más o menos, a qué hora quedan al día siguiente y quién se encarga de despertar a los demás. Parece que se encargó el voluntarioso jefe de protocolo de palacio, González de Vega. Pero con tan mala suerte que quiso darse un baño señorial por la mañana y se quedó dormido en la bañera. Suárez estuvo a punto de llegar tarde a la reunión con Carter.
La carencia de medios, incluso humanos, también se pudo comprobar con ocasión de una famosa y polémica entrevista que el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja Aguirre, le concedió a un diario. El ministro pidió al periódico que le enviaran el texto antes de publicarlo, porque quería el visto bueno de la presidencia del Gobierno. El diario cumplió, y Marcelino Oreja remitió el texto a La Moncloa, exactamente a la atención personal de Alberto Aza. Pero era viernes por la tarde, el jefe del gabinete se había marchado de fin de semana, y no había nadie ni para abrir el sobre. Alberto lo recibió el lunes por la mañana, pero la entrevista se había publicado el día anterior, y se armó la gran bronca. El ministro de Asuntos Exteriores anunciaba en ella el deseo de solicitar el ingreso en la OTAN, y el presidente del Gobierno no mentía cuando dijo, adelantándose a Felipe González, que «se había enterado por la prensa». Fue el gran desencuentro de Oreja y Adolfo Suárez. Aunque el ministro había cumplido: había enviado sus palabras a consulta. Lo que ocurre es que no hubo quien las leyera e interpretó el silencio de la respuesta como una autorización.
En la época de Suárez, el complejo de La Moncloa estaba formado básicamente por tres recintos: el palacio propiamente dicho, que a partir de su mandato pasó a ser la residencia de todos los presidentes, el INIA (Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias) y Semillas, en el cual teníamos la Dirección de Prensa de la Presidencia del Gobierno, que tenía un nombre más pomposo que atribuciones y competencias.
Se puede afirmar que Suárez llegó a estar a gusto en ese recinto. Ésa fue, al menos, la conclusión que obtuvo el periodista Carlos Santos, que visitó aquellas dependencias para un reportaje en la revista Penthouse: «Pero Adolfo se encuentra bien allí. Le ha cogido gusto a ese palacete neoclásico, construido en el siglo XVII, destruido en el 36, reconstruido en los cuarenta… Se siente allí bien, seguro… Como en su propia casa».
Cuando Carlos Santos publicó estas impresiones (diciembre de 1980), no podía sospechar que el pájaro del abandono empezaba a anidar en la cabeza del inquilino de aquel palacio. Pero aún quedaban muchos sufrimientos, muchos desalientos, alguna deserción y alguna traición. Y alguien, además, le dio a Carlos una explicación optimista, porque yo nunca tuve la sensación de que Suárez le hubiera cogido gusto al palacio. Y mucho menos, su familia. Y muchísimo menos, su esposa Amparo. La primera vez que almorcé en su domicilio (la planta de arriba del palacio), llevé la conversación por el lado de lo agradable que debía de ser vivir en un lugar con tantos jardines. ¡Dios, pareció una provocación!
Mencionar la palabra «agradable» a Amparo Illana fue como mentar al mismísimo demonio. No me atrevo a entrecomillar sus palabras, pero en el recuerdo me suenan como estos interrogantes: ¿Llamas agradable a vivir con unos muebles del Patrimonio Nacional, que no tienen nada que ver con un hogar? ¿Llamas agradable a vivir aquí arriba sin atreverte a asomarte a la ventana por si hay un fotógrafo abajo? ¿Te parece agradable no aventurarse a bajar por la escalera, porque no sabes a quién puedes encontrar en la planta de abajo? ¿Y tener que pasar por delante de los guardias, que no sabes si están controlando tus horarios o si te has ido de compras? Aquí me siento presa, Fernando, concluía. Y después ponía una sonrisa: Pero creo que entra en el sueldo, ¿verdad, marido? Amparo, desde luego, no estaba cómoda. Para ella el Palacio de la Moncloa ha sido, literalmente, una jaula, y no estoy seguro de que haya sido de oro. Y abandonarlo, posiblemente una liberación.
Amparo, la compañera
La persona más decisiva en la vida de Adolfo Suárez ha sido, sin lugar a dudas, Amparo Illana, su esposa. Cuando él faltaba en casa, ella estaba allí. Fue la mujer que le acompañó en las etapas más duras, de busca de trabajo y de economía de escasez. Fue la que alimentó sus aspiraciones; la que estaba a su lado cuando parecía que todo se derrumbaba; la que vivía horas inmensas y largas jornadas de soledad, porque su marido estaba negociando con Carrillo, o escuchando el ruido de sables, o recibiendo a Bandrés para hablar de ETA, o porque simplemente se quedaba en el despacho hasta la madrugada. Y fue la que se encargó de la formación de sus hijos, porque él tuvo siempre el complejo de culpa de no haber podido atenderlos.
Las veces que he subido a almorzar a su casa, siempre sin avisar, encontraba a una mujer encantadora, quizá la mejor anfitriona que he conocido. Si en la conversación surgía el nombre de un escritor, se podía comprobar que conocía textos de memoria. Era una lectora empedernida, con tal inquietud cultural que parecía el complemento programado de Adolfo, con su interés centrado exclusivamente en la política.
Al final, Amparo cayó enferma. Dos veces. La primera, en Palma de Mallorca. Según me cuenta Ventura Pérez Mariño, que vivió con ellos aquella temporada, Adolfo comienza a volverse sobreprotector con su mujer. La lleva a pasear en silla de ruedas por el Paseo Marítimo, con todas las anécdotas que le pueden ocurrir a un personaje tan conocido: los que le piden autógrafos, la excursión de jubilados que quieren saludarle y le aclaman en coro…
Más tarde, ya en Madrid, alguien me cuenta que Adolfo había acudido a una manifestación o algún acto contra el terrorismo y que recibe una llamada en la que le comunican que Amparo había agravado y había sido ingresada en el hospital. Adolfo sintió tal complejo de culpabilidad que le prometió no separarse de ella en su vida. Y lo cumplió. Pasó toda su enfermedad a su lado, al lado del que sería su lecho de muerte. Cuando le llamaba por teléfono, él le decía: «Amparo, es Fernando». Y le iba repitiendo todo lo que yo le decía. Si durante su vida política había estado tan alejado, en los momentos finales le devolvió todas las ausencias con una inseparable compañía.
Cuando Amparo falleció, acudí a su casa en La Florida, y encontré a un Adolfo Suárez tan hundido que no le reconocía. Nunca le había visto con aquella expresión de pena. Se apoyó en una pared del salón, no lloró, pero me dijo algo que conté en el primer capítulo y repito aquí, porque me dejó impresionado:
—Se me fue en el mejor momento, cuando estábamos preparando los mejores proyectos de nuestras vidas.
Seguramente eran proyectos que Adolfo planeaba solo en su imaginación. Y llegó a creérselos, porque Amparo llevaba mucho tiempos desahuciada, y su marido lo sabía. Ventura Pérez Mariño coincide conmigo en que Adolfo revivió un enamoramiento en la parte final de su vida enorme, casi novelesco. Siempre le fue fiel, a pesar de todos los rumores, pero al final convirtió su matrimonio en una emocionante, aunque trágica, historia de amor. Con todos sus sueños, que la muerte vino a truncar.
El rey Juan Carlos, el motor
Hemos dicho que cuando el rey Juan Carlos decide designar a Adolfo Suárez presidente del Gobierno, se jugó literalmente la Corona. O aquel nombramiento salía bien y se acertaba con el personaje, o la alternativa era el fracaso, y no se podía permitir aquel lujo, porque el tiempo corría, la oposición se movía y los gobiernos occidentales podían dar por terminado el crédito. Tenía, por lo tanto, que salir bien.
Se estableció así un pacto tácito de apoyo mutuo entre ambos. El rey ofrecía su respaldo; Suárez, su lealtad. Y funcionó durante todo el tiempo en que podía dar buenos resultados. El rey siempre estuvo al lado y detrás de su presidente. Le protegía, le inspiraba, le orientaba, le alentaba en sus reformas. Suárez le consultaba y le obedecía y tenía la seguridad de su respaldo en los momentos de soledad. Nunca olvidaré el primer encuentro que mantuve con el rey. Y no fue en La Zarzuela, sino en el Palacio de la Moncloa. Se celebraba Consejo de Ministros, me asomé para curiosear el ambiente, y me crucé con él en el angosto pasillo que separaba la sala del Consejo del despacho del presidente. Fue como una aparición.
¿Qué hacía el rey allí? Eran días tensos de terrorismo y de réplica de ruido de sables. El rey intuyó que Suárez lo estaba pasando mal y que existía riesgo de que el Gobierno cayera en el desaliento. De modo que se presentó en el Consejo sin previo aviso con la intención de dar ánimo al presidente y sus ministros. Lo repitió más veces, confirmando una leyenda urbana: cogía su moto, se colocaba el casco y pasaba el control de seguridad de La Moncloa como un ciudadano más. Imagínese el lector la cara de los guardias del cuerpo de seguridad la primera vez que le pidieron la documentación. Se lo recordé al rey cuando hablamos en ocasión de este libro y no le dio la menor importancia:
—Hablábamos mucho, personalmente y por teléfono. Teníamos comunicación constante. En cuanto a las visitas, es cierto: yo le visitaba a él en La Moncloa y él tenía las puertas abiertas en La Zarzuela.
El rey y Suárez, además de compartir el objetivo político, se llevaban bien. Había una corriente de simpatía entre ambos, que se empezó a deshilachar en cuanto Suárez empezó a mostrarse demasiado estricto al intentar controlar todas las acciones del monarca. Quizá se extralimitó en la interpretación de su función constitucional. Había llegado ese momento en el que Suárez entiende que ya no depende de la voluntad de la Corona, sino de los votos ciudadanos. Y, finalmente, el rey se mostró receptivo a las quejas que le llegaban sobre la marcha del país. Le envió recados de la necesidad de cambio de actitud y de resultados, entre ellos uno a través del periodista Abel Hernández, según revela en su libro Suárez y el rey. Al final, cuando Suárez dimite, lo deja irse, sin una mínima petición de que reconsidere su decisión. Eso es lo que está en los libros. Aunque no en la memoria del rey, que sostiene que nunca le retiró la confianza a Adolfo Suárez y, en contra de lo dicho por Sabino Fernández Campo, sí le pidió que reconsiderase su decisión. En todo caso, permaneció el afecto y la gratitud. Ambos se expresaron con el título de duque de Suárez y la concesión del Toisón de Oro.
José Mario Armero, el correo
En estos años de colocación del andamiaje del sistema democrático, encontramos un personaje en la sombra que desarrolla un papel fundamental como puente entre Suárez y la oposición: José Mario Armero. El cardenal Tarancón lo definió como un auténtico pontífice, «hacedor de puentes». Abogado, presidente de la agencia Europa Press, es la persona que Suárez utiliza para todo tipo de misiones. Se trata del gran intermediario y el correo del poder. Lleva información y sondea a Santiago Carrillo, por ejemplo. Transmite las pulsaciones al Palacio de la Moncloa. En su casa de Pozuelo de Alarcón se celebra el primer encuentro clandestino entre el comunista y el presidente del Gobierno. Promueve y sirve en bandeja al Estado la reanudación de relaciones diplomáticas con Israel. Y fue también, como recordó Javier Tusell, «el primero (y casi el único) español sin responsabilidades públicas que procuró hacer cuanto estuviera en sus manos para el retorno a España del Gernika». Serio, pero muy afable, buen conversador, seducía fácilmente e inspiraba confianza a los interlocutores. Seguramente no hubo otro personaje así en toda la historia de la democracia. Por eso Suárez, muchos años después, le rindió homenaje en una entrevista en Televisión Española.
Gutiérrez Mellado, la fortaleza
Era menudo y, vestido de paisano, lo parecía mucho más. Una vez, en una conversación privada en momentos de cerco político y mediático, Adolfo Suárez le preguntó: «¿Tú crees que hay muchos demócratas en España?». Y el teniente general le respondió: «Conozco dos, tú y yo. De todos los demás, no estoy nada seguro».
Manuel Gutiérrez Mellado, teniente general del Ejército de Tierra, fue el hombre providencial que Adolfo Suárez encontró en la milicia para que le acompañara. Demócrata convencido, nunca fue bien aceptado por un estamento militar que lo consideraba poco menos que un traidor dispuesto a colaborar en la demolición de la obra del Caudillo. Fue insultado en los entierros de víctimas del terrorismo. Fue zarandeado por los golpistas de Tejero, que lo quiso derribar haciéndole la zancadilla en el Congreso. Y se mantuvo siempre junto a Suárez como confidente, como estímulo, como correo para algunas informaciones, como la legalización del Partido Comunista, como organizador del Gobierno desde la vicepresidencia política y… como compañero de casi todas las tardes de los fines de semana. Siempre he creído que fue la persona ajena a su familia más querida y valorada por el presidente. Victoria Lafora escuchó de Adolfo Suárez esta definición de este militar que era conocido como «El Guti»: «Era un militar abierto y leal. Si todo el ejército hubiera sido así, la Transición hubiera resultado mucho más fácil».
Aurelio Delgado, más que un cuñado
Aurelio Delgado Martín, ya lo he contado, fue el hombre que ha visto cómo se formaba el líder en las calles de Ávila. Más tarde se convirtió en su cuñado y en su hombre de confianza. Entiéndase por «hombre de confianza» la persona que organiza su agenda, conoce sus secretos, es depositario de sus confidencias e incluso vigila su economía. Contó Gregorio Morán, porque alguien se lo ha comentado a él, que se trataba de la persona en quien Suárez descargaba sus malos humores cada mañana, porque el presidente también era persona de malos despertares. Hoy, cuando Aurelio recuerda las actitudes de Adolfo, dice: «Trató a todo el mundo con extraordinaria delicadeza, menos a mí». Por lo vivido y oído en aquel despacho, creo que lleva razón. Era el fruto de la confianza.
Aurelio era en La Moncloa un trabajador sin horario. Lo controlaba todo, desde las audiencias hasta los pagos, pasando por los servicios de seguridad. Jamás se le oyó una indiscreción. De las anécdotas que no puede olvidar, hay una que le ocurrió un día a las dos de la madrugada. Sonó el teléfono a tan extraña hora y oyó una voz que decía: «Aurelio, soy el rey». A Aurelio casi se le cae el teléfono: «Señor, ¿qué hace usted despierto a estas horas?». Y el rey: «Eso mismo pregunto yo, qué haces a estas horas trabajando».
Chus Viana, la pérdida dolorosa
El día 25 de febrero de 1987 Adolfo Suárez recibió uno de los grandes disgustos personales de su vida política: a las ocho de la mañana, un derrame cerebral terminó con la vida de Jesús María, Chus, Viana Santacruz. Fue un golpe terrible que Suárez comentó con lágrimas en los ojos.
Gordo, vasco afable, amante del buen comer, acompañó a Suárez más de diez años y fue uno de los que viajaron con él en las vacaciones de descompresión después de la dimisión del presidente. Encarnó el puente entre el País Vasco y el Estado. Era un centrista puro, capaz de encontrar vías de diálogo con todo el mundo, desde el socialismo a los nacionalistas. Aportaba vitalidad y optimismo en las circunstancias más difíciles. Comprendía el problema vasco y entendía las necesidades del Estado. Coordinó la campaña del CDS en las elecciones de 1986, con esperanzador resultado. De él se puede decir que fue, después del rey, la persona que más levantó el ánimo de Suárez en los momentos de zozobra. Hay quien sostiene, como Pilar Cernuda, que la muerte de Chus Viana ha sido decisiva en la actitud vital posterior de Adolfo Suárez. Yo también lo creo: con Chus Viana y Rodríguez Sahagún vivos, posiblemente Suárez no se hubiera retirado dos años después. Pero esas muertes pusieron la nota que faltaba en su cuaderno de la soledad.
Carmen Díez de Rivera, primera baja
Carmen fue elevada a los altares por Francisco Umbral cuando la llamó «musa de la Transición». No llegó a tanto, pero sí fue la mujer que empujó a Suárez a prescindir de muchos de sus complejos políticos de su biografía. Apuntó maneras el primer día que trabajó para él como su secretaria en RTVE y le incitó a retirar el cuadro del jefe del Estado, Francisco Franco, que terminó colgado en el cuarto de baño. No hay pruebas de su trabajo en la presidencia, porque su sucesor Alberto Aza encontró su despacho sin papeles. Se le atribuye, sin embargo, una importante labor de comunicación con la oposición. Un informe británico dijo: «Alterna dos funciones, jefe de gabinete de Suárez y portavoz con la oposición». Tiraba de Adolfo hacia posiciones más progresistas, según ha visto Otero Novas. ¿Y llegó a seducirle?, le pregunté. «No, pero se le alegraba el ojillo».
El día que yo entraba a trabajar en La Moncloa ella se marchaba. Casi nos cruzamos en la puerta. Mi primer trabajo fue la nota de prensa de su dimisión, que empezaba desmintiendo, qué barbaridad, que Carmen estuviese en arresto domiciliario. Ella me preguntó cómo me metía en aquello si al cabo de dos semanas había elecciones y todo aquel equipo quedaba en la calle. Me dio la impresión de que abandonaba un barco que se hundía. Y, claro, no me gustó. Pero aprecio mucho su labor anterior.
Añado algo que he descubierto muchos años después de su fallecimiento: cuando su complicada vida terminaba, se acentuaron en ella los sentimientos religiosos. Tuvo un confesor. Y no me consta de forma fehaciente si ella estaba al corriente, pero un señor obispo hubiera roto su voto de castidad y hasta hubiera dejado el sacerdocio por Carmen Díez de Rivera. Y es que Su Ilustrísima, también ya fallecido, se enamoró de Carmen. Y me dicen que se enamoró perdidamente…
Eduardo Navarro, la otra pluma
A lo largo de casi toda la vida pública, desde el momento en que Suárez ingresa en el colegio mayor Francisco Franco, hubo un personaje que pudo haberlo sido todo y, sin embargo, se quedó en funcionario no siempre destacado: Eduardo Navarro Álvarez. Ya fallecido, pasó por ser el hombre que tenía «los papeles de Suárez». El abogado Jorge Trías Sagnier ha afirmado públicamente que él posee 190 folios manuscritos de Navarro y cuatro carpetas de documentación que su sobrino, Julio Navarro, le entregó para su custodia. Menudo de estatura, de mirada penetrante tras sus gafas, era hombre de gran formación jurídica, interesante en su dialéctica y muy correcto escribidor.
De hecho, según confesión propia, ha sido quien le escribió a Suárez todos los discursos que pronunció desde su abandono de la vida pública. En su esquema intelectual y por su relación biográfica con el presidente, parecía el candidato idóneo para ocupar la jefatura del Gabinete Técnico, pero Adolfo nunca lo nombró. Al revés: durante la última etapa del mandato de Suárez estuvo relegado a un puesto oscuro muy de segundo nivel y sin ninguna relevancia pública; cerca de Suárez, pero no visible. Se incorporó al despacho jurídico del presidente en la calle de Antonio Maura, presumió de «escribir con el pseudónimo de Adolfo Suárez», y quizá no accedió a un puesto de superior relevancia por lo mismo que a mí me confesó Torcuato Fernández-Miranda cuando me explicó por qué había roto conmigo: «No ha sido usted suficientemente discreto». Para Aurelio Delgado «fue un hombre importante, pero no influyente».
Donde el cronista, a petición del editor, cuenta cómo se hacían los discursos.
Y por último, estaba un servidor, que es de quien más puedo hablar, porque he seguido sus pasos en el entorno de Suárez. Este escribidor ha tenido el honor de llevar a papel algunos de los mensajes y discursos del presidente.
Ésta fue, más o menos, la curiosa historia de un escribidor. Estábamos en la primavera de 1976. Carlos Arias Navarro era el presidente de un Gobierno en el que aparecían personalidades como Martín Villa, José María de Areilza, Manuel Fraga Iribarne o Adolfo Suárez González. Este último era ministro secretario general del Movimiento. Yo trabajaba en el diario Arriba que jerárquicamente dependía de él. Una tarde suena el teléfono y escucho la voz de la secretaria del ministro: «El ministro desea verle mañana a las doce de la mañana».
Al cronista, que entonces tenía veintiocho años, le temblaron las piernas. No es que le llamara el jefe; le convocaba el jefe supremo. ¡El ministro!, que en aquella época y en aquella casa tenía una autoridad sobrehumana.
La verdad es que no se trataba de la primera vez que era convocado a aquel despacho. En sus primeros tiempos como comentarista le había llamado Torcuato Fernández-Miranda, y desde luego que imponía a un chaval principiante. Lo que quería don Torcuato era convertirlo en traductor de sus pensamientos. Algo así como esto: yo, ministro del Movimiento, te inspiro ideas, y tú, periodista, las acoges, las tratas como quieras, las publicas y las firmas. No funcionó. No sólo no se estableció la suficiente corriente de confianza o de empatía, como ahora se dice, sino que se terminó por prohibirme escribir de política en el diario.
En otra ocasión me llamó el también ministro del Movimiento José Utrera Molina. En ese momento, yo colaboraba con el diario Pueblo y había publicado una información que anunciaba el cese de Utrera. Al señor ministro parece que o le sorprendió la noticia —bueno, más que noticia, rumor—, o no le acabó de gustar, porque se sintió en la obligación de pedirme explicaciones. De modo que me convocó y acudí. Utrera quería saberlo todo: cuál era mi fuente, para cuándo estaba previsto el cambio de Gobierno, si mi crónica respondía más a un deseo personal que a algo contrastado.
Así que, con esos antecedentes, acudí por tercera vez a aquel despacho con todas las prevenciones. No tenía la menor idea de cuál sería la sorpresa esta vez. Sólo había saludado a Suárez en una reunión colectiva de directivos de la cadena de Prensa y Radio del Movimiento. Jamás había tenido una conversación con él.
Y allí estaba. Allí comprobé por primera vez cómo eran sus saludos. «El hombre que mejor abrazaba de España», sigue diciendo su confidente Ventura Pérez Mariño. Me senté, comenzó a hablar, y la sorpresa fue mucho mayor de lo que podía esperar. «Tengo que pronunciar en las Cortes —me dijo— el discurso de defensa de la Ley que regula el Derecho de Asociación Política». Pensé: «Me va a pedir un artículo sobre eso». Pero era muchísimo peor: «Quiero que me escribas ese discurso». No me había visto en otra similar en toda mi vida. ¡Madre mía! ¡Un aldeano de Lugo, sin ninguna experiencia, escribiéndole a un ministro el discurso parlamentario de una ley clave! «¿Y qué hay que decir en ese discurso?», acerté a preguntar. Y el ministro, tan envarado como el escribidor, habló mucho de paz civil. De hecho, en un papel que conservo y que reza «Ministro Secretario» no tengo apuntadas más que tres palabras: «Mucha paz civil». El resto supongo que lo encomendé buenamente a mi memoria.
El ministro se sinceró y me confesó que ese discurso era muy importante para él. Yo entendí que todo discurso es importante para quien lo pronuncia, pero no se me ocurrió pensar para qué era importante precisamente aquel discurso: se trataba de la pieza sustancial en su trayectoria para acceder a la presidencia del Gobierno. Suárez nunca me lo dijo. Jamás lo reconoció ni se lo pregunté. Es una deducción fácil a la que llegué cuando el nombramiento se produjo.
A punto de dar por terminada la reunión, todavía se me ocurrió la pregunta tonta de las 12.30: «En qué debo pensar más a la hora de escribir, señor ministro, ¿en los titulares de los periódicos del día siguiente o en los aplausos de los procuradores?». La pregunta tenía sentido, porque los periódicos resaltaban lo que significaba apertura y reforma y condenaban la continuidad. Los procuradores, en cambio, preferían todo lo contrario: aplaudían las lealtades al régimen. Pero tampoco hay que mostrarse tan cruel con ellos: hasta esa fecha, los pobres no habían tenido la oportunidad de aplaudir o pitar ninguna propuesta reformista.
Según pude deducir muchos años después, Suárez llegó a este cronista como última solución. Había encargado textos a sus colaboradores, y parece que ninguno le gustó. Se conoce que leyó algún artículo mío en Arriba y se sintió identificado o algo similar. Lo único que me consta es lo vivido, y lo vivido es que yo no asistí jamás a esas reuniones de trabajo que Eduardo Navarro le narró a Juan Francisco Fuentes: «Durante tres o cuatro días seguirá trabajando con sus asesores (Manolo Ortiz, Rafael Anson, Fernando Ónega, Eduardo Navarro…)». Ni fui nunca asesor, ni, insisto, asistí a ninguna reunión. Recibí un encargo, y punto. Por eso llego a la conclusión de que fui el último clavo ardiendo al que se agarró Suárez. Eso sí: seguí siendo mucho tiempo ese clavo al rojo vivo, y siempre he presumido del honor de que Suárez siguiera aferrado a él. Discúlpenme el pequeño desahogo personal, incluso esta venganza, porque a veces tengo la impresión de que Suárez tuvo más redactores de discursos que discursos pronunciados.
Vuelvo a la historia. Salí de su despacho y bajé a la calle; no podía creer el encargo que se me había encomendado. Paré en el quiosco de prensa que había frente a Alcalá, 44, en la esquina con el Banco de España, compré la revista Triunfo, quizá alguna más, y volví a casa en el microbús que conducía a plaza de Castilla. Cito Triunfo por lo siguiente: en el trayecto hacia plaza de Castilla había un editorial sobre el asociacionismo político, y en él encontré una frase (lamentablemente no puedo recordar cuál) que me inspiró todo el discurso. Me dio las claves de lo que había que decir en aquel momento. Me condujo intelectualmente al tono que se necesitaba. Ése fue el primer milagro: ¡una frase del editorial de una revista de izquierdas, decían que comunista, escrita por alguien muy de izquierdas, probablemente perseguido por el régimen de Franco, inspiraba a un articulista de un periódico franquista y era el punto de partida para el discurso del ministro del Movimiento que iba a pronunciar en unas Cortes todavía franquistas! Parecía de coña.
El escribidor se encerró en su casa de soltero, en el barrio marginal de La Ventilla, escribió durante una noche y entregó su producto. En aquel momento no sospechaba ni por osadía que una de las frases («Hay que elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal») se convertiría, visto a posteriori, en una de las más recordadas porque, en el fondo, era la clave de la transición política: hacer normal en la ley lo que ya era normal en la calle.
La verdad es que era un discurso osado para la época. Pero mucho más osado quien decidió asumirlo y pronunciarlo. «Se atrevía a decir —escribió Manuel Campo Vidal en su Adolfo Suárez, el presidente inesperado— aquellas palabras referidas al futuro democrático con todas las letras, sin eufemismos, en aquella situación tan delicada en España, con un presidente como Arias que trataba de alargar el posfranquismo […]. Sólo lo hace alguien que tiene muy claro su camino», concluye Campo Vidal.
¿Cuáles eran esas palabras? Muchas como éstas: «Existen ya fuerzas políticas organizadas, y estas fuerzas, llámense o no partidos, existen como hecho político», se decía, frente a quienes defendían que sólo se debía abrir la legalidad a las asociaciones fieles al franquismo. Argumentaba que si no se abre el camino a su legalización, el Estado está propiciando una paz sólo aparente, «bajo la que está anidando el germen de la subversión». Una legalidad que desconociese pasiva ante los partidos, sin combatirlos ni legalizarlos, llevaría a la anarquía. «De ahí a la anarquía sólo hay un paso, que tendría muchas posibilidades de resultar dramático». Fue la pieza que abrió la puerta a los partidos políticos, cuyo solo concepto había sido demonizado a lo largo de cuarenta años.
El escribidor no tuvo más noticias. El día del discurso (9 de junio de 1976) se quedó a ver el telediario, como el jugador de lotería espera a ver si sale su número. Y salió. Era su discurso. Y habían sonado los aplausos que buscaba. Sólo faltaba saber si se habrían conseguido también los titulares de prensa. Y desde luego que sí. Suárez se situó a la cabeza del aperturismo.
Ese mismo día me llamó por teléfono: «Sólo quiero decirte una cosa, muchas gracias». Y no hubo más comentario ni conversación. Unos días más tarde, José Luis Graullera, que entonces debía de ser algo así como Oficial Mayor de la Secretaría General, me convocó a su despacho, me dio un sobre y me invitó a firmar un recibo de 70.000 pesetas. Ignoro cómo trascendió ese pago, pero me contaron, yo no he conseguido verlo, que el Washington Post publicó en julio de 1976 una enloquecida información titulada: «Hacer un presidente de Gobierno en España cuesta mil dólares».
La segunda llamada se produjo un poco más tarde de su nombramiento, supongo que después de la conversación de Suárez con Alfonso Osorio, porque quien iba a ser el primer vicepresidente dijo en una mesa redonda celebrada en el CEU en el verano de 2012: «Repasamos muchos nombres, y entre ellos Suárez habló mucho del periodista Fernando Ónega». Obviamente, no fue para hacerlo ministro. Tuvo que ser para encargarle algo que debía escribir.
Y Suárez lo hizo. Me pidió que le escribiera el discurso con el que quería presentarse a la nación. Adolfo me llamó a casa (yo vivía en el barrio del Pilar, en Madrid), me encargó «algo breve, que no pase de los tres minutos», y un motorista vino a recogerlo. Ni se lo llevé ni lo vi en persona. Me limité a cumplir el encargo.
Como en la anterior ocasión (discurso de defensa de la Ley de Asociación Política), esperé ante el televisor a ver si me sonaba. Y me sonó. Por eso me sentí muy satisfecho al ver el tratamiento de la prensa al día siguiente. Ahí estaba la esencia, la intención y el método del proyecto que se disponía a hacer: «El Gobierno que voy a presidir no representa opciones de partido, sino que se constituirá en gestor legítimo para establecer un juego político abierto a todos. La meta última es muy concreta: que los gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles, y para ello solicito la colaboración de todas las fuerzas sociales». La puesta en escena para la televisión supongo que habrá sido del propio Suárez, desde luego de Ezequiel Pérez Ouig. Ambos sabían más que nadie de técnicas televisivas.
A continuación me siguió llamando, ya desde La Moncloa. Él me encargaba, yo escribía y entregaba, e ignoro cómo se hacían las correcciones. Sí sé una cosa: que, en lo que se refiere a discursos, he conocido dos experiencias. La inicial, donde veo un Suárez solitario y desamparado, y la de su consolidación como presidente, donde cada ministro se presta solícito a enviar papeles cada vez que le llegan noticias de un próximo discurso del jefe. Esto, que es normal para sus intervenciones en el Congreso, se hace habitual también para sus apariciones en televisión. Hay veces que el Consejo de Ministros se convierte en una fábrica de ideas… con irregular fortuna. Más bien baja fortuna.
En la misma línea, debo decir que cada día que pasaba, este cronista veía a un Suárez más sólido y con las ideas más claras de lo que quería transmitir. He llegado a pensar que, si muchas veces el hombre hace al cargo y le da carácter, en el caso de Suárez ha sido justo al revés: el cargo hizo al hombre. Ser presidente del Gobierno lo hizo más presidente del Gobierno. Nativel Preciado lo percibe de forma parecida: «Entró en la presidencia del Gobierno con algo de distancia, incluso con algo de cinismo, y se transformó por pura convicción del papel histórico que tenía. Posiblemente fue el político español que más creyó en lo que hacía, y eso se notaba en su entusiasmo».
Después de aquel mensaje desde el salón de su casa vino la penosa formación de Gobierno y lo que eso suponía: hacer una declaración programática, que en parte equivalía al discurso de investidura en democracia. También tengo que contar esta historia, porque hubo actuaciones que a este cronista le hicieron pensar durante mucho tiempo que la Transición se había hecho a golpe de improvisaciones, unas felices y otras de largas consecuencias. Como ejemplo de aparente improvisación figura esa declaración programática del nuevo Gobierno, en la que tuve un papel entre cómico y heroico. Debo aclarar a los lectores que este escribidor acababa de cumplir (dos semanas antes del nombramiento de Suárez) los veintinueve años de edad. Era lo que se dice «una joven promesa del periodismo español».
Pues bien: la joven promesa es, ante todo, natural de un pequeño pueblo de Lugo llamado Mosteiro, en el concello de Pol. Mosteiro celebraba entonces sus fiestas patronales el segundo domingo de julio, en honor de san Salvador, que era y sigue siendo un Niño Jesús con cara muy linda. Y la joven promesa acudía a esas fiestas, de las que había sido cronista durante los últimos quince años y se las apañaba para conseguir publicidad del panadero y de la ferretería y del bar y de la carpintería para financiar una página entera en El Progreso de Lugo. Las fiestas consistían en una misa y una procesión, mucho baile hasta que la Guardia Civil se cansase, alguna pelea y algún fuego de artificio. Poca cosa, pero puesta en el periódico parecía algo mayor, con su pasacalles y su sesión vermut y su verbena y sus juegos infantiles. A todo eso iba la joven promesa del periodismo, más que nada lleno de morriña y de recuerdos melancólicos de infancia.
Y aquel año también condujo por aquellas carreteras y por aquel Puerto de Pedrafita en su Seat 127, detrás de camiones que todavía cedían el paso: unas ocho horas de viaje, si no se formaban caravanas que impedían adelantar. El cronista en ciernes llegó a Mosteiro, su tierra de promisión, y ante su casa le esperaba una pareja de la Guardia Civil.
—Tiene que llamar usted a este teléfono de la presidencia del Gobierno y preguntar por don Manuel Ortiz.
En mi casa había un viejo aparato —creo que todavía de manivela— que conectaba con la centralita del pueblo, donde solía atender Inés Balado: «Mosteiro, digamé». Solicité ese número de Madrid, pregunté por don Manuel Ortiz, y Manuel Ortiz me dijo: «Oye, mañana hay Consejo de Ministros», y yo le respondí que ya lo sabía, y él me lanzó el recado: «Resulta que hay que hacer una declaración del Gobierno», a lo que respondí: «Y yo qué quieres que haga». Entonces me indicó que el presidente quería que la escribiera yo y yo le contesté que qué coño había que decir en esa declaración, y él me respondió que no lo sabía muy bien pero que había que hablar de una cierta amnistía, era lo único a lo que se había referido el presidente, y que la declaración debía estar terminada antes de las nueve de la mañana, hora en que comenzaba el Consejo. Yo le repliqué que vaya lío, que tiene cojones esto, que estaba a 530 kilómetros, que no tenía máquina de escribir ni nada por el estilo y que ya podían haber avisado antes, que estaba muy cansado del viaje, de modo que Manuel Ortiz, supongo, se encogió de hombros porque me dijo que él también cumplía órdenes y que esto es lo que hay.
Así que el aldeano que iba a la fiesta de su pueblo dio la vuelta a su Seat 127, hizo un gesto de inmensa morriña y enfiló la carretera en dirección a Madrid. El campesino que otros veranos hubiera ayudado a su padre a arar aquellos minifundios con la pareja de vacas y el arado romano acababa de recibir el encargo de preparar una declaración de intenciones del Gobierno de la nación. Lo llamativo es que ni se asustó. En lo que recuerda, ni se puso nervioso. Era el tercer desafío que le planteaba Adolfo Suárez y lo aceptaba con toda irresponsabilidad.
Durante el viaje le dio vueltas a la única pista que tenía, que era aquello de «una cierta amnistía». Si era «una cierta», supuse que no era total. ¿Cuál sería el límite? ¿Dónde situar la raya? Algo se me ocurrirá. Pero, además de eso, ¿qué se puede decir? Y entonces, creo que a la altura de Astorga, se topó con una clave: los Tácito. ¿No había ministros del grupo Tácito en el Gobierno? Sí; al final sólo eran dos, Marcelino Oreja y Landelino Lavilla, pero parecía que fueran muchos. Y los Tácito acababan de publicar sus artículos del Ya en un libro titulado sencillamente Tácito. ¡Ahí tenía que estar la gran inspiración del nuevo Gobierno! ¡De un editorial de la revista Triunfo, que más de izquierda no podía ser, a los artículos de Tácito, que más católicos tampoco podían ser! Eso significa ser centrista, supongo.
La joven promesa llegó a su casa de Madrid tan fresco, se metió en su despacho, cogió el libro Tácito, lo leyó en transversal, subrayó lo que le pareció interesante e incorporable y ya tenía el cuerpo de doctrina. En otros puntos tradujo a Gobierno la gran filosofía de las asociaciones políticas. Y así, donde antes había hablado de «hacer normal en la ley lo que a nivel de calle es sencillamente normal», en su nuevo texto aparecía como propósito del Gobierno «impulsar la tarea legislativa que permita la acomodación de los textos legales a la realidad nacional».
A las nueve de la mañana del día 16 de julio de 1976, con exquisita puntualidad, entregaba su producto en la sede de Castellana, 3. Durante todo el día esperó como un padre a la puerta del paritorio la referencia del Consejo de Ministros, que debía traer la declaración. Los periodistas estaban citados en el Ministerio de Información y Turismo a las diez de la noche, pero tuvieron que esperar cuatro horas y media más: la referencia no llegó hasta las 2.30 de la madrugada.
¿Y la declaración? Era mucho más amplia y completa que la escrita por la joven promesa. Contemplaba aspectos que a él no se le habían ocurrido ni sabía. Por ejemplo, el plazo para la convocatoria de elecciones. Pero conservaba también lo que él había escrito. Nunca le quiso preguntar a Adolfo Suárez si su texto le había servido de mucho. A juzgar por la versión definitiva, a la que se habían incorporado las relaciones con la Santa Sede, el fomento de la inversión productiva o la reducción de la inflación, la joven promesa dedujo que el texto que había redactado sirvió de base doctrinal y literaria, a la que se añadieron las aportaciones específicas de cada uno de los ministros en el ámbito de sus competencias. Esos añadidos, trabajosos y difíciles de enmarcar en el texto base, fueron lo que retrasaron tanto la redacción definitiva por la cual tuvieron que esperar los periodistas cuatro horas y media.
Durante muchos años he citado la anécdota personal como una demostración de cómo y cuánto hubo que improvisar, hasta el punto de llegar al primer Consejo de Ministros sin un redactor de base ni un esquema de objetivos. Quizá he sido injusto. Lo normal hubiera sido incluso que se llegase al Consejo sin ningún papel ni borrador, pero Suárez había sido tan previsor que quiso tener un documento sobre el que poder trabajar. «No es que tuviera siempre un plan B —comenta Ventura Pérez Mariño—. Tenía un plan A, un plan B y un plan C. Lo que ocurre es que no los escribía: hacía esquemas con gráficos, como un general que dibuja las posibilidades de desarrollo de una batalla».
Para redondear me quedo con un diagnóstico de Rodolfo Martín Villa: «La Transición ni fue un conjunto de improvisaciones ni hubo ese diseño previo que se atribuye a Suárez y al rey». Es decir, tuvo sus zonas inevitables de improvisación, tuvo sus cálculos, tuvo su hoja de ruta y, desde luego, tuvo clara su meta. Todo lo que se hizo estaba anunciado. En sus líneas generales, por no decir en su ilusión, en el discurso del rey en Nueva York y en el mensaje de Suárez desde el salón de su casa. En su detalle más concreto, en esta primera declaración del Gobierno.
Mi siguiente aventura es aquella que Miquel Roca i Junyent llamó «cópula Ónega» en un discurso en el Congreso de los Diputados. Es decir, el «puedo prometer y prometo». A pesar de su resonancia, es el discurso con menos historia. Tan sencilla como ésta:
Una tarde, recién asentado este cronista en La Moncloa como jefe de su oficina de prensa, Adolfo Suárez me convoca a su despacho. Está con el general Gutiérrez Mellado. Tiene que redactar el mensaje televisado de petición de voto para él y para UCD el día antes de la jornada de reflexión, 13 de junio de 1977. Tormenta de cerebros (de tres cerebros) e idea dominante del presidente: «Yo sólo tengo una aspiración, que la gente me crea».
En efecto, los servicios del Gobierno habían detectado un problema de credibilidad en el presidente y en su partido. Resultaba tan notable, que hubo que hacer una campaña de vallas publicitarias que decían «UCD cumple». La gran obsesión de Suárez consistía, y así me lo dijo en aquella reunión, en que la sociedad creyese lo que en aquel discurso se iba a prometer, nada menos que una Constitución acordada por todos, que llegaba a aspectos concretos como la reforma fiscal. Hacerse creíble era su desafío.
Entonces surge la fórmula del «puedo prometer y prometo». Me han preguntado cientos de veces por ella, aunque no tiene misterio. Como siempre, Suárez me infundía la filosofía de fondo, y yo ponía la letra y un poco de música. «Y algo más —agrega Aurelio Delgado—: tú aportabas una ingenuidad que no había en el aparato administrativo del Estado». Me lo dijo más de treinta años después y me sorprendió. Nunca había pensado que la ingenuidad fuese una aportación al pensamiento político.
Sobre el original, Suárez corrigió mucho. Fue de los discursos que más modificó de su puño y letra. Corrigió, sobre todo, los primeros folios. Hizo aportaciones que no estaban en el primer borrador. Dejó intacto el latiguillo del «puedo prometer y prometo».
Después de mi abandono del Palacio de la Moncloa no volví a escribir para él hasta la campaña electoral del CDS, y tampoco mucho. Quienes le acompañaban en la caravana de esa campaña lo veían redactando sus propias notas en el autobús. Y necesito decir algo: probablemente los mejores discursos de Adolfo Suárez fueron los que pronunció sin papeles. Y bastantes de ellos en el Congreso de los Diputados. De forma especial quiero resaltar el que definió la forma de dirigir la Transición. Se trata de un discurso del 6 de abril de 1978: «Se nos pide que cambiemos las cañerías del agua, teniendo que dar agua todos los días; se nos pide que cambiemos los conductos de la luz, el tendido eléctrico, dando luz todos los días; se nos pide que cambiemos el techo, las paredes y las ventanas del edificio, pero sin que el viento, la nieve o el frío perjudiquen a los habitantes de este edificio; pero también se nos pide a todos que ni siquiera el polvo que levantan las obras de ese edificio nos manche, y se nos pide también, en buena parte, que las inquietudes que causa esa construcción no produzcan tensiones».
Ésa fue la Transición. Así se hizo. Y así la definió su arquitecto.
Déjenme añadir que, pasados tantos años, cuando la radio reproduce algún testimonio de Adolfo Suárez, me estremezco. Es como si me oyera a mí mismo. Creo que hemos llegado a tener una gran identificación en el tono, en la forma de expresarnos y, por supuesto, en la manera de pensar.
Y no se ha repetido. Cuando Leopoldo Calvo-Sotelo encaró la campaña electoral de 1982, pensó que el escribidor de Suárez podía repetir con él y me llamó. Me encargó el discurso de apertura de campaña, que iba a ser pronunciado en Badajoz. Fue el primer día que llovió después de una sequía de años, y no estoy seguro de que el discurso no tuviera alguna culpa. Ni el tono de Calvo-Sotelo era el mío, ni mi forma de expresarme por escrito coincidía para nada con su musicalidad. Tengo la vaga memoria de que aquel discurso, si no fue un desastre, tampoco fue el mayor de los éxitos de don Leopoldo. La prueba es que no repetimos. O sea que, cuando Francisco Umbral escribió que «detrás de la Transición está la pluma de Fernando Ónega», hay que matizar: sólo un poquito; sólo detrás de la primera Transición.