Siete días que cambiaron la historia de España

INCREÍBLES sucesos en dos años: filigranas para que un régimen autoritario se suicide; una matanza que enciende la alarma del conflicto civil; unas elecciones con trescientos partidos; extraños pactos a través de intermediarios; una película de espías…

Interesa, por tanto, conocer cómo se fue delineando ese diseño, con qué personas y con qué instrumentos. Los jalones básicos de aquel viaje a la democracia comenzaron con un primer Consejo de Ministros, en el Palacio de la Zarzuela, donde el rey sorprendió con una primera decisión de cambio: la renuncia del Estado al privilegio de la designación de obispos, que el marqués de Mondéjar llevó personalmente a Roma. Poco después, tuvo lugar un segundo Consejo, en el palacete de Castellana, 3, del que surgió la «declaración programática», equivalente a un discurso de investidura. Al margen de la pequeña anécdota personal que narro en otro capítulo, su gestación fue larga y reflexiva. Por la mañana se constituyeron dos equipos de redacción: el económico y el político. A las cinco de la tarde se reunieron ambos equipos para redactar el texto final. Se tardaron más de ocho horas, y el ministro de Información y Turismo, Andrés Reguera Guajardo, no consiguió entregársela a los periodistas hasta las dos de la madrugada. Para perfilar detalles técnicos y jurídicos se realizaron consultas externas y se convocó a catedráticos de Economía y de Derecho Penal a la presidencia del Gobierno. El coche de la democracia acababa de ponerse a funcionar.

A partir de ahí siguió un juego donde había tantos equilibrios como sutilezas y, desde luego, un prodigio de malabarismo político que consistía en hacer lo que había que hacer, pero sin sublevar a los militares, sin indignar al franquismo que aún conservaba importantísimas estructuras del poder, sin irritar a la oposición y sin estropear la ilusión del pueblo. Es decir, el arte de mantener a todos, o a la gran mayoría, como cómplices, como colaboradores o al menos como interesados en el éxito del proyecto.

El primer reto venía precisa y sorprendentemente del mismo día en que Suárez ganó la presidencia del Gobierno con su defensa de la Ley del Derecho de Asociación Política. Eso ocurrió por la mañana. Por la tarde, la Penélope de aquellas mismas Cortes destejió tan bello traje democrático y echó abajo la reforma del Código Penal que hacía más reales las libertades de reunión, asociación y expresión. Lo primero que hizo Suárez tras la declaración programática, el mismo 19 de julio de 1976, fue utilizar su nueva autoridad para conseguir que las mismas Cortes que antes habían rechazado la reforma la aceptaran tres meses después.

La importancia de aquella reforma del Código Penal era capital: permitía la legalización de todos los partidos con la excepción de los totalitarios y los que obedecieran a disciplina internacional. El Partido Comunista, según sus estatutos de entonces, quedaba fuera de la protección de la ley, que fue lo que dijo Suárez a los mandos militares dos meses más tarde, en septiembre. Dejaba abierta la gran prueba de la Transición.

Segundo gran reto y muestra de sinceridad: la amnistía prometida. La amnistía era una decisión política pura. No sólo se trataba de dejar en libertad a los presos políticos que todavía permanecían en las cárceles. Era borrar los antecedentes de quienes habían sido considerados adversarios del régimen y en muchos casos juzgados por la jurisdicción militar, en consejos de guerra. Y en el Consejo de Ministros estaban tres militares de máxima graduación y a los que todo el estamento militar (y por tanto el franquismo sociológico) miraba como los garantes frente al desviacionismo de los jóvenes «penenes» a los que se permitía gestionar la administración civil.

Pero había que decretar la amnistía. Era la convicción del Gobierno, era la prueba de la sinceridad de sus intenciones. Y era la lógica de un proceso como el que se estaba iniciando. Para conseguir la reconciliación de las Españas enfrentadas, no había otro sistema que el perdón y el olvido. Conviene tener en cuenta esto: el perdón y el olvido de las dos Españas, porque no se amnistió solamente a la España «roja» o a la España que había cometido el delito de hacer oposición a una dictadura; también la propia dictadura fue amnistiada. Ésa fue la gran clave del tránsito: comenzar de cero, desde el olvido de todo lo anterior. Pasados los años, para los más críticos con el proceso, ése ha sido el error de la Transición, porque permitió que los crímenes del franquismo quedaran impunes. Para este cronista, fue algo necesario, porque nadie puede saber lo que habría sido de la paz si este país se hubiera metido en una causa general a cuarenta años de la historia colectiva. Una revisión de la historia con sus protagonistas vivos y con tantos hechos crueles en la memoria colectiva podría ser la mecha para encender nuevamente el conflicto.

Pero, una vez más, frente a la grandeza de un proyecto se levantaba la dificultad del procedimiento. Había, como digo, tres ministros militares en el Consejo. Ocupaban las carteras de Ejército (Tierra), Aire y Marina, el primero de ellos con categoría de vicepresidente. ¿Y por qué tenían tanta importancia, si la amnistía se aprobó, se decretó y ya estaba? No era tan sencillo. Nada era tan sencillo. Y menos en este caso, porque la amnistía afectaba a delitos (hoy habría que decir falsos delitos) juzgados por la jurisdicción militar; es decir, en algún consejo de guerra. Pero había que amnistiarlos.

Adolfo Suárez y su ejecutor legal, Landelino Lavilla, tuvieron la ocurrencia más sencilla, quizá más elemental para superar las resistencias de los militares: dar la impresión de que se encomendaba a las Fuerzas Armadas nada menos que la redacción del decreto ley. Y así, pidieron a esos ministros que designaran a un jurídico militar por cada ministerio. Y funcionó. Landelino Lavilla se dedicó a trabajar con ellos, lo cual en aquellos tiempos equivalía en primer lugar a seducirlos. Y parece que el sistema fue un éxito, porque el almirante Pita da Veiga, ministro de Marina, le comentaba a Suárez: «Mi jurídico está encantado con esas reuniones».

Y es que Lavilla se empleaba a fondo, con artes propias de diplomático: escuchaba, aceptaba las ideas de los militares y después era él quien iba redactando el texto. Con mucha calma. Con infinita calma. Algo que se pudo redactar en una tarde consumió larguísimas jornadas de estudio, reflexión y redacción. Todo, con el fin de que las Fuerzas Armadas no pudieran decir que no habían sido escuchadas. Según supe después, a esos jurídicos les sedujo la forma de trabajar de un ministro civil como Landelino Lavilla, «que coge un papel y se pone a escribir». Los ministros militares, en cambio, eran una especie de virreyes que ni siquiera llevaban sus carteras, porque siempre contaban con un ayudante o asistente que cargaba con el peso.

Pero al final hubo que imponer la autoridad, porque el general Fernando de Santiago, ministro del Ejército, no se dejó llevar por el entusiasmo que su jurídico militar sentía hacia las reuniones. Su fondo ideológico se oponía a la amnistía: ningún militar podía perdonar, por ejemplo, un ultraje a la bandera. Landelino Lavilla no siguió ni podía seguir esos criterios, y el general De Santiago fue invitado cordialmente por Suárez a no intervenir.

Así se hizo la primera y efímera amnistía, que afectaba básicamente a los delitos de opinión. Era la posible, pero distaba mucho de ser suficiente, se quedaba muy lejos de satisfacer las exigencias de la oposición, y, desde luego, Suárez lo sabía. Había que conceder una amnistía más amplia, que sería la definitiva. Pero no se podía anunciar. Si se anunciaba para calmar las ansias y las protestas sociales, la tarea del Gobierno se vería muy perjudicada. Ése era el miedo de Landelino Lavilla: «No se podía gobernar con la perspectiva de que habría otra medida de gracia, porque convertiría en ingobernable el país».

En efecto, ¿para qué privarse de cometer un delito, si se sabe que en poco tiempo será perdonado? Discretamente, sin anuncios ni publicidad, Lavilla y Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona, conscientes de la insuficiencia de la medida, se pusieron a trabajar en la proposición de ley de la amnistía definitiva.

Como se puede observar, cada día de los dos primeros gobiernos de Adolfo Suárez tienen un lugar en la historia. Pero hay algunos muy señalados que representan los auténticos hitos de la construcción de la democracia. Me permito apuntar los fundamentales, además del propio hecho de su nombramiento, que son la aprobación de la Ley para la Reforma Política, las jornadas de la gran desestabilización con la matanza de Atocha, la legalización del Partido Comunista, las elecciones generales del 15 de junio de 1977, la firma de los Pactos de la Moncloa, la llegada de Tarradellas como símbolo del fin de los exilios, la creación del Estado de las Autonomías y la aprobación de la Constitución Española.

15 DE DICIEMBRE DE 1976: EL INSTRUMENTO MÁGICO PARA EL CAMBIO

Primer recurso mágico: destruir las leyes de Franco desde sí mismas.

La clave del andamiaje radicaba en otra norma: la Ley para la Reforma Política. Cuando el gobierno de Suárez se puso a andar, las ilusiones resultaban claras y el destino evidente: llevar este país a la democracia. Ésa era la voluntad del rey, y con ese cometido había llamado a Adolfo Suárez; eso estaba en la declaración programática. ¡Ah!, pero faltaba el instrumento. ¿Cómo se lleva a cabo el tránsito? ¿Cómo se recorre el camino desde un régimen autocrático a otro donde la soberanía reside en el pueblo? Había un método preciso que la Corona amparaba y Torcuato Fernández-Miranda había acertado a definir: «Ir de la ley a la ley pasando por la ley». Como dicen Pilar Fernández-Miranda Lozana y Alfonso Fernández-Miranda Campoamor en su libro Lo que el rey me ha pedido, «destruir las Leyes Fundamentales [de Franco] desde sí mismas». Pero ¿cómo se instrumentaba eso? Lo que quedaba del mes de julio y el mes de agosto de 1976 puede considerarse como una auténtica tormenta de cerebros en la que participaron todos los implicados: Torcuato Fernández-Miranda, Adolfo Suárez, todos los ministros y sus equipos jurídicos, especialmente el de Landelino Lavilla, y otros juristas que fueron consultados más o menos formalmente.

La solución tardó en encontrarse. La atribución del mérito del hallazgo de la fórmula es uno de los espectáculos más penosos de la época. Una serie de libros, memorias y declaraciones posteriores ponen al descubierto que no todo fue altruismo en la Transición; también proliferaron egoísmos y atribuciones de paternidad a veces vergonzantes. El libro de los Fernández-Miranda que acabo de citar es una defensa apasionada y a veces violenta de la tarea de don Torcuato, de la que se desprende que el entonces presidente de las Cortes fue el autor de casi todo, desde la propuesta del nombre de Suárez para la presidencia del Gobierno a la reforma política propiamente dicha.

Una vez depuradas todas las informaciones, se puede llegar a una versión fiable. Suárez puso a trabajar a un grupo de ministros (Alfonso Osorio, Rodolfo Martín Villa, Landelino Lavilla, Ignacio García López, más algunos «volantes» como el general Gutiérrez Mellado). En sus reuniones, siempre presididas por Suárez, se pensaba, se discutía y se escribía. Hasta que un día Adolfo se presentó con un folio y dijo más o menos lo que sigue: «Ésta debe ser la ley que estamos buscando». ¿Quién había redactado ese folio? Según todas las fuentes, Torcuato Fernández-Miranda.

Sin embargo, el folio de Fernández-Miranda no salió tal y como él lo había entregado. Landelino Lavilla descubrió dos defectos importantes. Uno, que, según el borrador de Torcuato, el Senado sería corporativo. Otro, que la contemplación del referéndum como instrumento en manos del rey parecía un plebiscito, con un inevitable sonido a regímenes personalistas, no democráticos o que recordaban demasiado al general De Gaulle. Landelino defendió y Suárez aceptó cambiar ese sentido de la consulta popular.

Por tanto, la Ley para la Reforma Política que desmonta el tinglado jurídico del franquismo fue ideada en su redacción por Torcuato Fernández-Miranda, después de muchas y largas conversaciones con Adolfo Suárez y consultas con el rey durante el mes de agosto de 1976. Adolfo Suárez elige ese proyecto entre todos los que se le habían presentado y lo asume como propio. Landelino Lavilla, ministro de Justicia, con un equipo en el que Miguel Herrero de Miñón se situaba en lugar preeminente, se encarga de su estudio y perfeccionamiento jurídico. Ésa me parece la auténtica realidad de la historia.

El trámite de redacción definitiva de la ley se llevó a cabo con absoluta discreción. Después de cada reunión de trabajo, ningún asistente podía llevarse consigo ni un solo papel de los que se habían redactado. Landelino Lavilla tuvo la astucia de recogerlos todos después de cada sesión, porque era demasiado arriesgado que siquiera una sola línea llegase a manos de algún miembro del búnker. Terminado el texto, comenzó su carrera de obstáculos para llegar a la meta; el primero fue el informe preceptivo del Consejo Nacional del Movimiento, que no era más que un trámite, pero que podía abortar el proyecto, como había sucedido con Arias, cuando se paralizó la reforma del Código Penal. El segundo obstáculo fue la aprobación de unas Cortes que, al decir de la época, se tenían que hacer el harakiri, y, por último, hubo que superar el refrendo de la nación en consulta popular, con una oposición democrática todavía reticente ante el mecanismo de tránsito elegido y que, desde luego, no estaba dispuesta a pedir el sí. Pedir el sí era renunciar al principio de la ruptura.

Se fueron salvando todos los obstáculos. Se dio vía libre en el Consejo Nacional. Se llegó a las Cortes, con un discurso de presentación a cargo de un hombre que se ubicaba justo en el gozne del franquismo y la democracia, y de apellidos que sonaban en aquella cámara: Miguel Primo de Rivera. Si un Primo de Rivera, José Antonio, fue el origen doctrinal de un régimen que había durado cuarenta años, otro Primo de Rivera, perteneciente a la siguiente generación, fue quien se encargó de presentar y defender la norma que enterraba ese régimen. Hizo multitud de alusiones al legado de Franco, que debió ser algo así como la vaselina que se necesitaba. Y Suárez escuchó por primera vez referencias a su traición a los Principios del Movimiento Nacional. Las puso sobre la mesa, con su vehemencia habitual, el notario de Madrid, fundador de Fuerza Nueva y procurador en Cortes, don Blas Piñar. Los gritos de «traidor», dirigidos por el búnker a su persona, iban a amargar los últimos días de actividad pública del presidente. A Blas Piñar le corresponde el dudoso honor de haber sido el primero en mencionarlo. Pero también le cabe el reconocimiento de haber sido el orador de aquel día que vio con más claridad que la ley para cuya aprobación se pedía su voto era el instrumento para desmontar el régimen que tanto quería. Desde su punto de vista, Adolfo Suárez González, anterior ministro secretario general del Movimiento, era, efectivamente, un traidor. Desde el punto de vista del resto de los españoles no instalados en la nostalgia del Caudillo, representaba todo lo contrario.

La Ley para la Reforma Política fue la clave decisiva para hacer el cambio con estricto respeto a la legalidad. Y, como no era tarea fácil que superase todas las barreras, nos encontramos con las filigranas precisas en todo el proceso. Para empezar, el nombre. Iba a ser «Ley de Reforma Política», y se convirtió en «Ley para la Reforma Política», con lo cual tenía un sentido finalista. «De» denotaba un sentido demasiado estático. Por aquellos días se podía escuchar a Landelino Lavilla decir: «No hay una coma que no haya sido puesta a plena conciencia». Lo siguiente que se debatió fue la exposición de motivos. Redactada con todo detalle por Landelino y Alfonso Osorio, se decidió retirarla, porque se prestaba tanto al debate que podía provocar confrontación, con lo cual se ponía en riesgo su utilidad. Decidieron considerarla la «Octava Ley Fundamental», es decir, que se le dio el máximo rango, incluso con la terminología de la «Constitución» franquista para que estuviera a la altura de las Leyes Fundamentales que iba a derogar, pasase sin mayores problemas la criba del Consejo Nacional del Movimiento y no suscitara el rechazo de los procuradores. Por ello, su procedimiento se estudió con detenimiento, ya que había que esquivar los riesgos de una deformación de la ley en los trámites clásicos de ponencia y comisión. Necesitaban aprobarla tal como se presentaba. Y aquel grupo de genios se refugió en la Ley de Cortes del año 1942 y se le ocurrió la llave maestra: crear una Comisión de Urgencia Legislativa. Se trataba de sacar adelante una norma por su urgencia, no por su contenido, y así se coló lo que daría lugar a lo que se llamó con toda justicia el harakiri de las Cortes franquistas.

Sin embargo, aún estaba pendiente de la votación. Rodolfo Martín Villa le había dicho a Landelino Lavilla: «Si no sacas 425 votos, esto es un fracaso». Detrás hubo un trabajo de auténtica seducción y artesanía parlamentaria. Cada ministro de Suárez y el presidente de las Cortes se repartieron los nombres con los que cada uno debía hablar hasta convencerlos. Se sustituyó el discurso parlamentario de convicción por la labor personal de captación. Con cada interlocutor se utilizó una argumentación distinta. Después de la conversación, cada uno de los «enviados» elaboraba una ficha de las personas con las que había hablado. Así se llegó a la votación. Y salieron exactamente los 425 votos que Martín Villa había calculado como línea del éxito.

Aquello ocurría el 18 de noviembre de 1976, dos días antes del primer aniversario de la muerte de Franco. El «atado y bien atado» que el Caudillo había garantizado no llegó a cumplir ni un año. Las Cortes que se habían constituido bajo su mandato, con todos los escaños ocupados con nombres que habían jurado sincera lealtad al régimen, decidían la defunción de ese mismo régimen. En aquella votación se aceptaba el sufragio universal, se dislocaban las Leyes Fundamentales, la «Octava Ley», que era la última, dejaba sin efecto a las siete anteriores y se abría el camino definitivo hacia las elecciones generales libres. Se trataba de una ley corta, una de las leyes más cortas que se han aprobado hasta la fecha, porque sólo tenía cinco artículos. Pero fue, sin duda, la más decisiva para abrir el cauce de la libertad política plena. Sólo faltaban tres capítulos no menos apasionantes: que los ciudadanos la respaldaran con su voto en referéndum, que todos los partidos fuesen acogidos en la legalidad… y que todos aceptaran transitar por la vía abierta por el gobierno de Suárez.

Landelino Lavilla recuerda aquel paso, aquella ley, con emoción y orgullo: «Fue una operación sencilla y eléctrica en la forma. Pero era más que una reforma; era un cambio de régimen. Su valor no era sólo instrumental. La ley contenía las formulaciones dogmáticas que permitían un cambio de sistema».

Cuando Torcuato Fernández-Miranda leyó los resultados, las cámaras recogieron la imagen del alivio: Adolfo Suárez echó hacia atrás la cabeza, respiró profundamente, esbozó una sonrisa apenas perceptible, y finalmente se levantó a aplaudir y a corresponder al aplauso de la cámara. Las Cortes franquistas se acababan de suicidar y, encima, aplaudían al inductor. Fue un momento mágico. No volvería a producirse un momento tan mágico hasta que vimos sentados en aquel hemiciclo a Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri, Rafael Alberti, Enrique Tierno Galván, Felipe González, Alfonso Guerra, Nicolás Redondo y tantos ciudadanos españoles que habían sufrido persecución, que supieron lo que era la cárcel, y que pasaron los mejores años de su vida en el exilio interior y exterior.

El referéndum de la Ley para la Reforma Política se celebra el día 15 de diciembre de 1976. Se consideró la llave para la democracia, como ha sido tan repetido, pero no contó con el apoyo de los «demócratas de toda la vida». Su alternativa era otra, según se reflejó en los acuerdos de la Plataforma de Organismos Democráticos en un documento hecho público un mes antes, el día 11 de noviembre, y que contenía estas exigencias: legalización de todos los partidos; amnistía total; reconocimiento de las libertades públicas; derogación de la Ley Antiterrorista; igualdad de oportunidades en la campaña; supresión del Movimiento Nacional, y control del referéndum por los partidos políticos.

Como no coincidía, en absoluto, con la hoja de ruta de Suárez, ni siquiera se negoció. El Gobierno se lanzó a la campaña sin ningún apoyo, pero con todos sus medios. Puso en el aire una canción de Vino Tinto que daba voz al pueblo: «habla, pueblo, habla, no dejes que nadie decida por ti». Utilizó los medios de comunicación públicos y, de forma especial, Televisión Española, en la que se propició la emisión de un debate para estimular el voto. Ese debate fue dirigido por José Javaloyes y presentado por el autor de esta crónica. Como no se podía contar con el aliento de partidos que todavía no estaban inscritos y, además, no estaban dispuestos a pedir el «sí», no tuvimos más remedio que conformarnos con un límite por la izquierda: la asociación Reforma Social Española, de Manuel Cantarero del Castillo. Ningún otro partido que se situara a su izquierda participó en aquel debate, de clara intención de apoyo a la Ley para la Reforma Política. Hay que añadir que tampoco recuerdo protestas de los excluidos, que entendieron perfectamente el juego y, en el fondo, deseaban el éxito de la consulta.

La participación fue del 77,4 por ciento. Votos afirmativos, el 94 por ciento. Votos negativos, sólo el 2,6 por ciento. Este último porcentaje, el 2,6 por ciento, representaba probablemente al voto residual franquista puro. Las elecciones posteriores no hicieron más que confirmarlo. Los socialistas y los comunistas, que propugnaron la abstención, consiguieron únicamente el 22,6 por ciento, incluida la abstención técnica, lo cual quiere decir que no tuvieron seguidores. Vista la participación posterior en otras consultas, se puede asegurar que la oposición no consiguió prácticamente ningún voto. Era lo menos relevante. Lo que importaba de aquellos días fue lo que con toda la fuerza de un gran mensaje rezaba un titular de Diario 16: «Adiós, dictadura, adiós».

Aquella gran victoria personal de Suárez fue entendida por amplios sectores políticos como un cheque en blanco para el presidente. Siempre recordaré una conversación con el gran Manuel Blanco Tobío, que, desde su larga experiencia como corresponsal en Estados Unidos, decía que en cualquier democracia un resultado así sería entendido como un plebiscito a la persona que lo ha convocado, quien contaría con toda la autoridad moral para gobernar de acuerdo con su programa, sin concesiones a la oposición.

Sin embargo, Adolfo Suárez no lo entendió así. Celebró la victoria, como es natural, pero no se la apropió. Sabía perfectamente, y me lo comentó con posterioridad, que la oposición no había tenido medios ni altavoces para hacer su propia campaña. Entendía que su apuesta por la abstención había sido más retórica que real; incluso más estética que exigente. Y sabía que, para desarrollar todo su proyecto, el camino más equivocado era el de la imposición. O se contaba con todos, o aquello fracasaría.

De manera que siguió su camino con el mismo talante y ni un asomo de arrogancia. Continuó sus conversaciones con los mismos que habían dudado de su idoneidad para llevar España a la democracia. Y prosiguió con sus reformas. La más llamativa y llena de simbolismo se produjo en la víspera de la festividad de Reyes y, por tanto, de la Pascua Militar: la supresión del Tribunal de Orden Público, que había sido un tribunal de excepción para delitos políticos y por cuyas salas habían pasado prácticamente todos los integrantes de la oposición en el interior.

Creo que es interesante, política y sociológicamente, hacer balance de este tribunal en sus años de funcionamiento, desde 1963 hasta 1977. Su número de procedimientos fueron 22.660, de los cuales se procesaron un total de 8.943 personas (el 90 por ciento de ellas varones). Se condenaron a 6.158 (74 por ciento) y fueron absueltos 2.785 (26 por ciento).

El total de las condenas ascendió a 10.146 años, 18.870 meses y 4.758 días. Se impusieron multas por importe de 31.580.000 pesetas, aunque se ignora cuánto se cobró, porque el 83,7 por ciento de los procesados se declararon insolventes.

Andalucía fue la región que más «clientes» aportó al TOP, con 1.577, seguida del País Vasco. Cataluña contribuyó con la mitad, aunque la mayoría de los detenidos residían en Cataluña, Madrid y País Vasco, por ese orden.

La mitad de los procesados fueron obreros. Un 22 por ciento, estudiantes. La «aportación» de licenciados universitarios se quedó en un modesto 4 por ciento, y la de artistas en un mísero 1 por ciento.

Y quienes se apuntaban a las acciones populares contra el franquismo eran mayormente los jóvenes, porque la mitad de los procesados tenían entre veinte y treinta años de edad. A medida que se cumplían años, o disminuían las ganas de cambio, o se perseguía menos.

La disolución del TOP supuso tres decisiones al mismo tiempo: la desaparición de ese tribunal; la creación de la Audiencia Nacional, con los mismos órganos y funciones que las audiencias territoriales, pero con jurisdicción nacional; la derogación del decreto ley antiterrorista, pedida por la oposición, y que suponía el fin de la jurisdicción militar en delitos terroristas. Esto último tuvo consecuencias: según la tesis que alguna vez le escuché a Landelino Lavilla, los asesinatos de magistrados y demás miembros de la carrera judicial fue la reacción de ETA a esta medida, con el fin de atemorizar a quienes iban a juzgarles. De hecho, hasta ese momento la banda nunca había atentado contra jueces ni fiscales de la justicia ordinaria.

Suárez proseguía su reforma, protegido por el rey y con un equipo de Gobierno entusiasta. Es cierto que se gobernaba mucho por decreto ley, pero cada decreto ley aprobado era un mojón que se iba poniendo en el largo y difícil peregrinaje hacia la democracia. Aunque todavía faltaban trances bastante dolorosos. Alguno de ellos, del máximo dramatismo. A Adolfo Suárez le quedaban aún por superar durísimas pruebas. Para él, para el conjunto del país y para la democracia que asomaba eran pruebas de sangre.

LA «SEMANA TRÁGICA» DE ENERO DE 1977

Los días en que parecía que se hundían las esperanzas y las ilusiones. Y el rey, testigo desde un helicóptero.

¡Qué poco dura la felicidad en casa del pobre!, dicen en los pueblos españoles. El ambiente de seguridad y buen rumbo que aportó la aprobación definitiva de la Ley para la Reforma Política duró menos de un mes. A partir del 11 de enero de 1977 se vivieron los días más trágicos de la Transición. Más incluso que el golpe de Estado del 23-F, porque la intentona de Tejero duró solamente unas horas. En enero de 1977 se puso en marcha un proceso desestabilizador cuya intención última no podía ser otra que abortar el discurrir democrático. Pasados los años, sigue sin encontrarse otra explicación racional a la confluencia en las mismas fechas de todos los terrorismos posibles: ETA, los recién nacidos Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) y los pistoleros de la extrema derecha.

La relación de sucesos resulta todavía hoy escalofriante:

El 11 de enero se produce el secuestro del presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, por un comando de los GRAPO. El 23 de enero se ejecuta el asesinato del joven Arturo Ruiz García por un individuo al grito de «¡Viva Cristo Rey!» en una manifestación por la amnistía en Madrid. Lo reivindica la denominada Alianza Anticomunista de España. El 24 de enero se secuestra al teniente general Emilio Villaescusa Quilis, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, reivindicado también por los GRAPO. El mismo día fallece Mary Luz Nájera por el impacto de un bote de humo lanzado por la policía en una manifestación en Madrid. A las once de la noche, nueve personas son ametralladas en el despacho laboralista de Comisiones Obreras de la calle Atocha de Madrid. Mueren cuatro letrados y un administrativo. Otras cuatro personas resultan gravemente heridas. Al día siguiente, se pronuncia un comunicado de Fuerza Nueva: «Si el poder no es capaz de garantizar el ejercicio de los derechos cívicos y políticos, [Fuerza Nueva] acudirá a los medios legítimos para suplir tal deficiencia». Pasadas las once de la noche, unos integrantes de los Guerrilleros de Cristo Rey golpean a los clientes de la cafetería California 47, en la calle Goya de Madrid.

Y la seguidilla continúa: el 26 de enero, se lleva a cabo el entierro de los asesinados en la calle Atocha. El Gobierno Civil de Madrid ensalza en una nota «la respuesta ciudadana de sensatez y de repulsa a la violencia».

El 27 de enero, la COS (Coordinadora Obrera Sindical) protesta contra la prohibición de manifestaciones y actos públicos «imprescindibles para avanzar en el proceso democrático», y al día siguiente, dos policías son asesinados en una sucursal de Correos del barrio de Aluche. También muere un guardia civil y resultan heridas tres personas en otro atentado, en otra sucursal de Correos, en la carretera de Andalucía. Antonio Cubillo, líder del independentismo canario, lee una reivindicación de ambos atentados por los GRAPO en su espacio radiofónico en Argel.

El 29 de enero, se publica el primer editorial conjunto de toda la prensa española («Por la unidad de todos»), con una condena absoluta del terrorismo y defensa del proceso democrático. Pero no es suficiente para calmar los ánimos: en el rezo de un responso por los agentes del orden asesinados, se producen incidentes y gritos contra el Gobierno y, personalmente, contra el vicepresidente Gutiérrez Mellado. Adolfo Suárez reacciona y dirige un mensaje a la nación que pone fin a aquellos días trágicos. Fue un mensaje que llamaba a la tranquilidad ciudadana y que aseguraba la decisión del Gobierno de continuar su labor democratizadora.

Se suceden unos días de calma. El 3 de febrero, Suárez recibe al embajador del Reino Unido, que lo encuentra muy cansado, porque sólo ha dormido cuatro horas en los últimos dos días. Suárez le confiesa que teme que detrás de lo ocurrido en la semana trágica pueda esconderse una mano internacional. Pero el embajador envía una comunicación a Londres que publica en España Eduardo Martín de Pozuelo (La Vanguardia): «A Suárez no le gustaría que la actual crisis afectara a sus planes y sirviera para frenar la democratización».

Pero la prueba de fuego acaeció el día 24 de enero, con la matanza de Atocha. Todos los asesinados eran abogados laboralistas, miembros del Partido Comunista. La capilla ardiente se instala en el Colegio de Abogados de Madrid. En el Gobierno se plantea un pequeño conflicto interior: Landelino Lavilla quiere asistir a la capilla ardiente en representación del ejecutivo y posteriormente al entierro de las víctimas, pero Suárez no lo autoriza, quizá por simple prudencia, o quizá porque supondría identificarse con una de las Españas que acababan de enfrentarse de forma tan dramática.

El todavía ilegal Partido Comunista organiza un servicio de orden con sus brazaletes, cuya actuación desquició a algunos magistrados del vecino Tribunal Supremo, obligados a identificarse ante unos ciudadanos que no eran miembros de las Fuerzas de Seguridad…

El desfile de personas hasta el mismo momento del entierro es emocionante e impresionante. España se ha quedado muda y temerosa. Es el primer acontecimiento de sangre que trae a la memoria la Guerra Civil: fascistas contra rojos. Todos están a prueba: el Gobierno, cuya capacidad de tolerancia y permisividad es vigilada y medida; el Partido Comunista, todavía ilegal, que demuestra su capacidad de movilización y tiene que demostrar también su voluntad de asumir un atentado con serenidad. Se respira miedo en el ambiente.

Ese mismo miedo se palpa en el Palacio de la Moncloa, y Suárez ordena una negociación para garantizar que el entierro no se convierta en un enorme conflicto. Le viene a la cabeza la memoria de los sucesos de Vitoria. Se negocia, con José Mario Armero una vez más como interlocutor. El Gobierno sólo pone una condición: que la despedida popular termine en el paseo de Recoletos y el traslado de los féretros se haga en coche.

Se cumple todo a rajatabla. El Gobierno autoriza todos los actos, y el PCE organiza un servicio de orden de un millar de personas bajo una consigna: ni un altercado, aunque haya provocaciones. Carrillo, en ese acto multitudinario, está arropado por los demás políticos de la oposición. Reina un silencio absoluto y emocionante. Sólo se oyen los aplausos al paso de los féretros. Un helicóptero sobrevuela la plaza de Colón. Se dijo que Suárez hubiera querido subir a ese helicóptero para ver la gran masa y dirigir desde el aire, en directo, cualquier situación de riesgo que pudiera sobrevenir. Aunque él siempre lo negó. Se limitó a decir que estaba seguro de que se cumplirían los acuerdos alcanzados. Y respiró tranquilo al ver el desarrollo de los acontecimientos y se dictó a sí mismo una sentencia íntima: quien moviliza a tanta gente no puede permanecer fuera de la legalidad; quien garantiza el orden de esa forma, sin el menor incidente, tiene que estar amparado por la ley. El Partido Comunista de España comenzó a percibirse como legal en la misma tarde del 26 de febrero de 1977, mes y medio antes de su legalización oficial. En la mente de Suárez, aquella organización perfecta, aquel dominio de la escena, aquella expresión pacífica de dolor, resultó más poderosa, más decisiva, que todas las amenazas golpistas. Una vez más cumplió con su filosofía: había que hacer normal en la ley (Registro de Partidos) lo que estaba siendo clamorosa y democráticamente normal en la calle.

Permítanme un añadido sobre el helicóptero que sobrevoló la plaza de Colón. Parecía que fuese de la policía, pero no tenía distintivo policial. Durante años circuló el rumor de que en ese helicóptero estaba el rey Juan Carlos, que asistió al duelo desde el aire. Se lo he preguntado y me lo confirmó:

—Sí, era yo quien estaba en ese helicóptero. Quise ver con mis propios ojos aquella expresión de duelo popular y aquella manifestación de civismo.

SÁBADO SANTO DE 1977: EL SÁBADO SANTO ROJO

Legalización del PCE. Suárez, el escudo para salvar la Corona. Los inauditos pactos del rey con Ceaucescu.

El Partido Comunista de España, el ogro del franquismo, ganó su legalización ese día. Los jóvenes de hoy se preguntan por qué las crónicas de la Transición le dan tanta importancia a ese hecho, si resulta elemental en una democracia y si prácticamente no existe o está camuflado en otras siglas. La explicación es muy sencilla. España venía de cuarenta años de propaganda anticomunista, que habían definido al PCE como la encarnación de todos los males. El régimen de Franco tenía al comunismo como su gran enemigo interior y exterior. Sus dirigentes históricos exiliados eran presentados como seres cargados de odio que querían regresar a España para hacer su revolución, destrozar la iniciativa privada y colectivizar la propiedad privada. Y, sobre todo, porque los ejércitos se oponían de forma radical: habían hecho una guerra contra los rojos, la habían ganado, eran sus enemigos naturales y no podían admitirlos en la legalidad. Los rojos representaban la subversión, y los ejércitos estaban para aplastar las subversiones.

Todos esos prejuicios seguían vigentes, incluso dramáticamente vigentes, cuando Suárez llega al Gobierno. Por eso durante la reunión con los mandos militares en septiembre de 1976 la gran pregunta fue la de si se piensa legalizar al PCE. Ésa fue la razón por la que se demora durante tanto tiempo la legalización, ya que se creía que el PCE podría provocar nada menos que un golpe de Estado. «El ruido de sables —escribió Jesús Duva treinta y cinco años después en el diario El País— se interponía en la legalización de la hoz y el martillo».

Ése es el desafío de Suárez: dar aquel paso y evitar que se convierta en el gran riesgo para la paz civil. El desarrollo de la operación resulta una obra de artesanía —¡otra más!— donde hubo que utilizar algo de engaño piadoso, mucho de seducción al gran líder Santiago Carrillo y todas las filigranas legales posibles. Todo lo que estuviese al alcance para conseguir la colaboración del propio PCE, que la prestó de forma ostentosa y patriótica, aunque fuese de un patriotismo interesado. Pero no olvidemos que también jugó un papel importante una convicción personal: no hubiera sido posible si no se hubiera dado una coincidencia irrepetible: un rey que quería que no hubiera más ideologías prohibidas que las violentas, un presidente del Gobierno sin limitaciones ideológicas y un líder comunista que, en su madurez, se había convertido básicamente en un pragmático.

El momento crucial tuvo lugar el Sábado Santo de 1977, que a partir de entonces pasaría a la historia como el Sábado Santo Rojo. Adolfo Suárez llegó a la gran decisión con absoluto hermetismo. Se dijo que no había revelado la decisión a casi ninguno de sus ministros, que se enteraron por los medios informativos. Doy fe del secreto, porque el día de Jueves Santo, es decir, cuarenta y ocho horas antes de la gran sorpresa, este cronista había acudido a La Moncloa. Paseaba por los jardines con el presidente. De pronto se volvió hacía mí y me preguntó:

—¿Y tú qué crees que voy a hacer con el Partido Comunista?

No recuerdo cómo siguió la conversación. Sí recuerdo que él no agregó ni una palabra. No hizo siquiera un gesto que me hiciese pensar que estaba a punto de tomar una decisión y mucho menos cuál iba a ser esa decisión. O todavía la estaba madurando, o no quería correr el riesgo de que la menor filtración abortase un plan que sólo podía salir adelante si se ejecutaba (creo que ése es el verbo adecuado) como un golpe de audacia.

Antes habían pasado muchas cosas. Suficientes para escribir varios libros. Por ejemplo, que don Juan Carlos, todavía príncipe, quiso contar con información directa de la disposición de Santiago Carrillo. Ya en 1971, según cuenta Rafael Pérez Escolar en sus Memorias, se mostró partidario de legalizar también al Partido Comunista, aunque «habrá que actuar con la máxima prudencia, y no por ellos, sino por otros, eligiendo muy bien el momento oportuno».

Después, con Franco enfermo, llegaron a El Pardo noticias de que el príncipe enviaba mensajeros a contactar con Santiago Carrillo. «En el Pazo de Meirás se rumoreaba —escribe Paul Preston en su biografía Juan Carlos el rey de un pueblo—, que Juan Carlos había enviado un mensaje a Santiago Carrillo en que prometía la posterior legalización del Partido Comunista». Desde luego que se trataban de rumores y noticias ciertas. Tan ciertas como que en 1974 don Juan Carlos envió un emisario a conocer de primera mano el pensamiento de Carrillo. Y el emisario era… ¡nada menos que un sobrino del mismísimo Franco, Nicolás Franco Pascual del Pobil! Según cuenta Pilar Urbano en su libro El precio del trono, Nicolás planteó al líder comunista su deseo de llevar al príncipe información «rigurosa y detallada sobre la actitud y los propósitos de todos los dirigentes de la oposición respecto a la monarquía, a la persona del príncipe y a la nueva estructura política que él desea para el futuro».

Carrillo respondió en primera instancia: «¡Pero, hombre! ¿Dar paso a una verdadera democracia? Si me dijera usted eso de don Juan, todavía podría creérmelo; pero ¿de Juan Carlos? Juan Carlos es un muchacho criado en el franquismo y a los pechos de Franco… ¡Qué sabrá de democracia!».

No fue el único contacto, ni mucho menos, porque el príncipe quería garantizar que su acceso al trono no fuese boicoteado o, por lo menos, ensombrecido por protestas de la izquierda. Ésta es la versión que el propio rey Juan Carlos le ha contado al autor de este libro cuando el monarca todavía estaba convaleciente de su última intervención quirúrgica. No entrecomillo, porque la reproducción no es textual:

En el otoño de 1975, Franco agonizaba. La gente se preguntaba qué iba a ocurrir después. Don Juan Carlos estaba seguro, en primer lugar, de que iba a asumir la Corona, y así lo había dicho en el Congreso de Estados Unidos. Pero había un peligro: que la izquierda, especialmente los comunistas y su poder sindical, boicotearan la sucesión. Los socialistas y Felipe González no le preocupaban. Santiago Carrillo y los comunistas, sí.

¿Cuál fue la solución? Asegurar un compromiso del líder comunista de no agitar la calle, porque el futuro rey tenía el propósito de legalizar el PCE; sólo era cuestión de tiempo. Pero ¿cuál era la vía para establecer ese acuerdo? Don Juan Carlos se acordó de Ceaucescu, a quien había conocido cuatro años antes en Teherán y se había presentado como «gran amigo» de un español perseguido y exiliado, que se llamaba casualmente Santiago Carrillo.

«Ése es el hombre», pensó el todavía príncipe. Y envió a Manuel Prado y Colón de Carvajal a hablar con él en Rumanía. Viaje de película de espías, porque no sólo no existían relaciones diplomáticas entre los dos países, sino que los pasaportes españoles impedían la entrada en «Rusia y países satélites». Manuel Prado tiene que arreglárselas en París para conseguir un pasaporte. Ya en Bucarest, lo encierran durante dos días en un semisótano desde el que sólo ve pasar botas de militares, mientras le ponen constantemente películas de propaganda del régimen de Ceaucescu.

Al fin el dictador rumano le recibe y le comunica esta oferta de pacto del rey de España a Santiago Carrillo: que durante todo el período de la sucesión el Partido Comunista contenga a su militancia, sin protestas en la calle ni rechazos a la monarquía. El rey se compromete a legalizar ese partido en una fecha factible y conveniente.

Pasado un mes, don Juan Carlos recibe la información de que un ministro rumano ha viajado clandestinamente a España y solicita verle en representación de Ceaucescu. El rey ignora cómo pudo entrar en nuestro país, pero acaban viéndose en una casa privada. Su mensaje es que Santiago Carrillo acepta el pacto de caballeros y el Partido Comunista no hará ninguna acción que entorpezca la sucesión. A cambio de la fructífera gestión, el líder Ceaucescu pide un favor: ser el primer jefe de Estado extranjero que visite España después de la coronación.

El rey se tira a una piscina sin agua y dice que sí, a sabiendas de que Ceaucescu como primera visita de su reinado no era la mejor tarjeta de presentación ante las democracias occidentales. Pero le importaba sobre todo que el trance sucesorio no se viera empañado por conflictos de orden público. Cuando llegase el momento ya lo resolvería.

Y lo resolvió, primero, mediante el lenguaje diplomático: el rey pidió a Ceaucescu que retrasase su viaje porque no contaban aún con presidente del Gobierno, el señor Arias ocupaba el puesto de forma provisional, y quería que, al tratarse de una visita tan trascendental, los asuntos se tratasen con un jefe de Gobierno más estable y de confianza del monarca. Y así retrasó el comprometido viaje.

Pero un día cesa Arias Navarro, se nombra a Adolfo Suárez y Ceaucescu empieza a llamar y ya no queda más remedio que fijar una fecha: marzo de 1977, cuando el Partido Comunista iba a ser legalizado. Y ahí entra la mano del destino: cuando Ceaucescu está a punto de iniciar una gira que terminaría en Nigeria, un terremoto sacudió Rumanía y causó más de 1.500 muertos y miles de heridos. Un gran desastre. Ceaucescu no pudo viajar.

Respecto al ministro que había enviado clandestinamente a Madrid año y medio antes, se había hospedado en un hotel de la capital. Comunicó a sus acompañantes los acuerdos con el rey, y esa noche falleció. Don Juan Carlos nunca supo qué habían hecho con su cadáver.

Murió también Franco, lo enterraron en el Valle de los Caídos, don Juan Carlos fue coronado rey, comenzó su reinado, y la calle se mantuvo tranquila. Los dispositivos de seguridad montados por el Gobierno no fueron necesarios. Los comunistas, que habían pasado cuarenta años esperando ese momento, no dieron ninguna señal de represalia. Unos mandos militares lo comentaron con el rey, extrañados de esa calma, y don Juan Carlos se limitó a comentar:

—Sí, es muy extraño…

Conocidas estas historias, la conclusión resulta evidente: el auténtico motor de la legalización del PCE fue el rey, y Suárez el gran ejecutor. Si el nombre del rey nunca apareció, ha sido porque implicarlo en esa operación significaba poner a los ejércitos en contra de la Corona. El conflicto estaba asegurado y con probabilidad sobrevendría un final precipitado y dramático de la incipiente democracia que se estaba empezando a construir.

El gran servicio de Adolfo Suárez ha sido el de estar dispuesto a inmolarse, asumiendo toda la responsabilidad con discreción y sin poner el nombre del rey por delante en ningún momento. Así consiguió que, cuando se produjo la legalización, nadie pensase en el rey. Rodolfo Martín Villa cuenta que por aquellas fechas mantuvo un largo despacho con don Juan Carlos, y en la conversación no se citó para nada al PCE. «Lo queríamos mantener al margen», confiesa. Incluso en las conversaciones que no trascendían al público.

El caso es que Suárez siguió la misma vía de acercamiento y prospección con Carrillo iniciada por el rey. Seguramente no había otra opción. Envió al abogado, presidente de Europa Press y excelente mediador José Mario Armero a París, a rogarle que el PCE no hiciera inviable la Transición con huelgas, protestas o descalificaciones. Y ahí emergió por segunda vez el pragmatismo de Carrillo. Si antes se había comprometido a no torpedear el acceso del rey al trono, ahora enviaba a Suárez el mensaje de que estaba de acuerdo con el proceso de reforma para hacer posible la democracia en España. Hablo de pragmatismo porque Carrillo era consciente de una evidencia: con el nivel de bienestar que había en España en los años setenta, era una utopía pensar en el éxito de un levantamiento popular. Si al régimen de Franco lo habían mantenido las armas de la dictadura, a la nueva monarquía la iba a sostener la propia sociedad. Era más positivo subirse al carro del triunfador que el estéril heroísmo de la resistencia.

Durante todo el proceso, Suárez, ya como presidente, hizo uso de una extraordinaria habilidad. Por una parte, dejaba que su ministro del Interior, Martín Villa, prohibiera todas las actuaciones públicas de los comunistas. Por otra, permitía que los comunistas se comportasen con bastante normalidad, con destacados militantes que tenían una notable presencia social. Por una parte, dejaba que los rencores anticomunistas se expresaran con toda libertad, sobre todo si venían de ámbitos castrenses, y por otra utilizaba esos discursos de la milicia para moderar a Santiago Carrillo.

Y Carrillo, con toda esa información, con todos esos propósitos anunciados y con la necesidad de no perder más tiempo, decidió pasar a la acción. Según cuenta Federico Ysart en Quién hizo el cambio, Carrillo se había instalado años antes y de forma discreta en un también discreto chalet del barrio madrileño de El Viso. Con Carlos Arias de presidente del Gobierno, Carrillo entra y sale de España con toda tranquilidad, según la narración de Carlos Abella. Pero el 10 de diciembre de 1976 se presentó en rueda de prensa en Madrid. No fue una rueda de prensa convocada como tal, sino montada con todo el atractivo de la clandestinidad. Setenta periodistas fueron citados en varios puntos de Madrid y conducidos a un lugar que resultó ser el número 5 de la calle Alameda.

Y allí, ante los periodistas, se quitó la peluca por primera vez en público. Y habló. Faltaban sólo quince días para el referéndum de la Ley para la Reforma Política y lo criticó duramente. Pero dejó todas las puertas abiertas al entendimiento: acepta al rey como jefe del Estado; reconoce la economía de mercado; se ofrece para llevar adelante la política de reconciliación nacional que venía propugnando, y hace una exhibición de fuerza al anunciar que tiene preparados 12.000 interventores para unas hipotéticas elecciones. El Gobierno, reunido en Consejo de Ministros, sólo se enteró de la rueda de prensa cuando se había terminado y Carrillo se había «esfumado».

La policía lo buscó sin resultados durante doce días. Hasta que se supo que el 22 de diciembre se celebraba una reunión del Comité Central. A la salida, dos inspectores le piden la documentación, y Carrillo se vuelve a quitar la peluca, pero esta vez se la entrega a uno de los agentes: «Para usted, yo ya no la necesito».

Con Carrillo detenido, Suárez se enfrenta a un problema: qué hacer con él. Como siempre, está entre dos fuegos: el militar, que desea que desaparezca, y el del propio Partido Comunista, que ha empezado una campaña para conseguir su libertad. La ultraderecha también se movilizó, y de forma que terminaría siendo sangrienta. Madrid se llenó de pintadas. El humor ciudadano se encargó de suavizar la tensión y así, al lado de una pintada que reclamaba «Muerte al cerdo de Carrillo», alguien escribió: «Carrillo, te quieren matar el cerdo».

¿Qué hacer con Carrillo? Sólo existen dos posibilidades legales: devolverlo a París, aunque Francia contesta que lo admitirá, pero no lo detendrá porque allí no ha cometido ningún delito, o llevarlo a juicio en el Tribunal de Orden Público. «¿Qué prefiere usted, don Santiago?», le preguntó el comisario Pastor, en las dependencias de la calle Luna. Y Carrillo responde sin pensarlo: «El Tribunal de Orden Público». Y el comisario: «Acaba usted de legalizar su situación en España». Como ciudadano sin carnet, pero identificado, y como jefe de un partido ilegal, se confirma su detención. En la Puerta del Sol hubo policías que querían aplicarle la ley de fugas. Otros lo llevaron al sótano para desnudarlo. Los jefes de la Dirección de Seguridad lo impidieron.

El primer desafío de Suárez fue ponerlo en libertad, para indignación de los militares, que ciertamente eran azuzados por una parte de la prensa, lanzada a recordar Paracuellos y a interpretar la reunión de una delegación del partido con Carmen Díez de Rivera como un anticipo de la legalización. Carrillo pudo pasar la fiesta de fin de año con su familia, porque a las 14.15 del 30 de diciembre abandonaba la prisión de Carabanchel. Era un hombre libre. Ya no se tenía que esconder de la policía, pero sí tenía que cuidarse de quienes le querían «matar el cerdo». Cinco días después, precisamente, se suprime por decreto el Tribunal de Orden Público y se crea la Audiencia Nacional.

Faltaba el encuentro cara a cara. Suárez no sólo quería seducir al comunista. Necesitaba conocerlo, saber de su boca su disposición a entrar en el juego de la reforma, comprometerlo y superar las desconfianzas mutuas. A medida que se acercaba la decisión trascendental, ya no le valían los intermediarios.

Y Suárez tiene que decidir contra el criterio de quienes le rodean. No tiene más apoyo para el encuentro que el de Carmen Díez de Rivera, que se había encontrado con Carrillo en la entrega del premio Planeta, pero no la utiliza. Prefiere otra vez la vía Armero. Se oponen radicalmente al encuentro Alfonso Osorio, su hombre de confianza en el Gobierno, y Torcuato Fernández-Miranda, que ni ven correcto que el presidente del Gobierno se reúna con el líder de un partido ilegal, ni consideran que se pueda legalizar el PCE para las primeras elecciones democráticas. Ambos tratan de convencer a Suárez hasta la víspera de la reunión. Esfuerzo inútil, porque Suárez ya ha tomado la decisión. Sabe que es una jugada de riesgo, pero la única posible: o diálogo y compromiso, o nada. O integración del Partido Comunista, o descrédito de todo el proceso electoral.

El 27 de febrero de 1977, a los dos meses de la salida de la cárcel de Carrillo, Adolfo Suárez tuvo su primera entrevista con él. La historia fue, como se suele decir, «de película». Carrillo sale de su domicilio en un coche que no sabe adónde le lleva. La entrevista se celebra en una casa privada, un chalet de Armero en Pozuelo. El propio Carrillo la describió así en sus memorias: «La ida al encuentro es un poco espectacular. Ignoro dónde vamos a encontrarnos […] Suárez se presenta cordial y simpático, como si fuésemos viejos amigos».

Según cuenta Manuel Ortiz (El bienio prodigioso), Suárez rompió el hielo con un desinhibido «¡Cuántas horas de sueño me ha quitado usted, señor Carrillo!». La reunión tuvo su parte de lisonjas, pero también de avisos, que bien podrían calificarse como amenazas, porque el líder comunista lució sus armas: si no había legalización, su partido podría provocar conflictos laborales; mover resortes internacionales; promover manifestaciones en el interior; presentar a miles de militantes en las comisarías con su carnet comunista y pedir su detención por pertenecer a un partido ilegal; hacer propaganda del voto nulo; colocar urnas en los colegios electorales para recoger el voto comunista…

Suárez no se conmovió. Únicamente alega que necesita un soporte jurídico. Y Carrillo obtiene esta conclusión después de la larga discusión política: «La impresión que tengo es que él ya viene convencido [de legalizar al PCE]. Llegamos a la conclusión de que va a legalizarnos antes de las elecciones, insistiendo mucho en que no depende de él ni del rey solamente, sino de otros poderes que son muy hostiles». Suárez, en su decisión, resolvió «pasar» de esos poderes.

La reunión terminó pasada la medianoche, después de seis horas de diálogo y discusión. Carrillo consideró aquella conversación como la más clara que había tenido desde su regreso a España. Estaba feliz, porque había conseguido hablar directamente con el poder político. Por primera vez dejaba de enviar recados, hacer manifiestos, lanzar amenazas o movilizar la calle. Era un interlocutor válido ante quienes movían la máquina de la historia. Había sido reconocido, en una palabra. En ocho semanas había pasado de ser un perseguido por la policía a ser un interlocutor privilegiado del poder. El precio era duro, porque en aquella entrevista aceptó de nuevo la monarquía y los símbolos del Estado, empezando por la bandera bicolor. La guerra y el exilio terminaron en aquel chalet de Pozuelo. No se firmó ningún documento. Fue un pacto de caballeros.

Suárez, a su vez, se acostó tranquilo. Tuvo ganas de llamar a Osorio y a Torcuato para contarles cómo era aquel cordero con piel de lobo, pero no lo hizo: «Ya se enterarán». Aquella noche solamente informó al rey. Para su conciencia, acababa de conseguir un éxito histórico: que el temido, odiado, vilipendiado, republicano Partido Comunista de España aceptase el sistema monárquico y la bandera contra la que había luchado. ¿Se podía pedir algo más? No, no se podía pedir más.

Sólo quedaban los trámites legales. Y ahí, otra vez la filigrana, compañera de Suárez durante todo su mandato. La cadencia de los hechos comienza el 11 de febrero de 1977, cuando el PCE presenta su documentación en el Registro de Asociaciones Políticas sin ningún tipo de comunicación a la opinión pública. El Ministerio del Interior pide dictamen jurídico, porque se cree que hay responsabilidades penales que le impiden ser inscrito. El 22 de febrero se deja en suspenso la inscripción y se remite al Tribunal Supremo. El PCE recurre argumentando que tiene como fin fundamental su contribución a la plena democratización del sistema político.

A continuación se celebra la entrevista Suárez-Carrillo, a la que antecede un tremendo infortunio: la víspera de la reunión fallece el magistrado Cordero Torres, presidente de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, encargada de decidir sobre la inscripción.

Es entonces cuando estalla el conflicto entre el Gobierno y el alto tribunal, porque el presidente designado por Landelino Lavilla no es aceptado por los demás magistrados, a pesar de haber prestado sus servicios en esa Sala Cuarta: entienden su nombramiento como una maniobra política y se produce un plante del pleno. La tensión llega al máximo nivel, porque se empiezan a escuchar exigencias de dimisión del ministro de Justicia, Landelino Lavilla, y alguien propone plantear conflicto institucional y que resuelva el rey. Tanto Lavilla como Suárez coinciden en un objetivo: ni dimisión, ni conflicto institucional, ni apelación al rey, sino sacar adelante la inscripción del Partido Comunista. El Gobierno consigue en última instancia que el tribunal se declare incompetente, con lo cual Suárez decide recurrir a la Fiscalía, y el director general de lo Contencioso informa que procede hacerlo.

En estas tensiones jurídicas se consume todo el mes de marzo, mientras empieza a apretar ya el calendario electoral. En ese mismo mes se acuerdan y redactan las normas electorales. Hay que derogar la Ley Provisional de Maura de 1907 —una provisionalidad de casi un siglo—, mientras el ministro Lavilla se queja ante quien encuentra a su paso: «Esto es más difícil que reformar una Constitución». Se discute la circunscripción, y al final se acepta la provincia porque, según el mismo ministro, es «una realidad más arraigada que otras» y no hay por qué inventar nada. Fraga habla de distrito uninominal, pero eso requiere confeccionar un mapa, y no disponen de tiempo para esa tarea.

Así se llega a la Semana Santa de 1977. Adolfo Suárez envía de vacaciones a prácticamente todos sus ministros, para evitar presiones directas. El Lunes Santo está decidida la hoja de ruta. Se celebran dos sesiones de trabajo con el Fiscal del Reino para acordar el informe que tiene que emitir. Se cuenta con la colaboración de dos magistrados, Rafael Mendizábal y Jerónimo Arozamena, para redactar la resolución. Hay quien propone intentar lo que Landelino Lavilla llama «pequeña travesura» de introducir en el texto la frase «de conformidad con la sentencia del Tribunal Supremo…», pero se teme que sea entendido por el alto tribunal como una frivolidad o una provocación y se retira.

El 9 de abril, Sábado Santo, se reúne la Junta de Fiscales. El Fiscal del Reino escribe en su informe final: «Oída la Junta de Fiscales, no se desprende ningún dato que determine de modo directo la incriminación del PCE en cualquiera de las formas de asociación ilícita que define y castiga el artículo 172 del Código Penal». El Partido Comunista podía ser inscrito.

Después de narrados los hechos, queda pendiente una pregunta: ¿por qué se deja pasar todo el mes de marzo sin legalizar al PCE? ¿Quizá porque no sabían cómo hacerlo? ¿O porque hubo que superar presiones que trataban de impedirlo en la recta final? No. Ahí jugaba otra vez la astucia de Suárez, siempre en tándem con Landelino Lavilla: había que dar tiempo a que el PSOE pasase por ventanilla. La legalización de los grandes partidos de la izquierda no podía empezar por el Partido Comunista, aunque a Felipe González se le dijera lo contrario desde el Gobierno.

Una vez superados todos los trámites, había tanta prisa por dar el paso, que al ministro de la Gobernación, Rodolfo Martín Villa, lo embargó la emoción y se olvidó de firmar el registro, como él mismo descubrió pasados más de treinta años.

La historia terminó bien, a pesar del disgusto de los militares. La democracia resultó absolutamente creíble. La Corona conseguía su objetivo de dar cabida en el sistema a todos los ciudadanos, cualquiera que fuese su ideología. Los comunistas resultaron no ser tantos, porque en las elecciones del 15 de junio, dos meses después, sólo consiguieron diecinueve diputados. Frente a las críticas castrenses y a la resistencia de amplios ámbitos del poder, incluso próximos a él, Suárez obtuvo el beneplácito de la opinión pública y, según las encuestas inmediatas, fue respaldado por el 79 por ciento de la sociedad. Carrillo, a su vez, fue un ciudadano normal, que pudo vivir con normalidad el resto de sus días en Madrid.

Vivió con tanta normalidad —al menos institucional—, que empezó a ser invitado a todos los actos oficiales, incluidos los militares. Eso sí: no siempre con simpatía. En el primer acto de homenaje a la bandera fue recibido por el público con gritos de «rojo» y «asesino». Al terminar ese paseíllo de tan descriptibles adhesiones, se lo comentó a Suárez, y el presidente lo tranquilizó:

—No te preocupes, a mí me llamaron «traidor».

Como colofón, treinta y seis años después todavía puede leerse o escucharse una pregunta: ¿qué hubiera ocurrido si no se hubiese legalizado el Partido Comunista antes de aquellas elecciones? Pues simplemente que esas elecciones habrían sido menos creíbles, además de que el PCE hubiera utilizado todo su poder para poner en duda la validez de las mismas, tanto en España como en el exterior, y, a efectos políticos internos, habría cambiado totalmente el mapa de España: Felipe González habría ganado las elecciones, y quizá por mayoría absoluta, porque habría obtenido todos los votos de los comunistas españoles y sus simpatizantes. Los destinos de España serían una incógnita, porque hay que recordar por lo menos dos cosas. Una, que el Felipe González que compitió en aquellas urnas todavía no había renunciado al marxismo. Y la segunda, que no se había elaborado la Constitución. Y el PSOE era un partido republicano. En política, todo puede ocurrir, pero sería extraño que un partido republicano abanderase la restauración de la monarquía en el texto de la Constitución.

25 DE OCTUBRE DE 1977: LOS PACTOS DE LA MONCLOA

O cómo conseguir los efectos de un Gobierno de concentración sin sus peligros.

La economía era un caos. Los jóvenes de entonces firmábamos hipotecas al 17 por ciento, pero no nos importaba porque los salarios subían más, y la cuota del crédito se quedaba pequeña a los tres años de firmarla. Cuando llega Suárez a la presidencia, el crédito interbancario está en el 22 por ciento. Y todo ello, después de una grave crisis del petróleo iniciada en 1973, a la que no supieron responder ninguno de los gobiernos precedentes. Si uno se sitúa en 1976, se puede afirmar que sólo la banca iba bien. En el primer trimestre del año se abrieron más de ochocientas oficinas.

El resto arrastra dificultades de todo tipo. Las empresas son políticamente franquistas, porque habían crecido con el franquismo y se encontraban cómodas en aquel sistema paternalista, pero estaban pobladas de trabajadores que eran apolíticos o acababan de empezar a militar en los sindicatos clandestinos. La paz social se conseguía gracias a aumentos salariales que el empresario compensaba a base de incrementar los precios. Y los dirigentes sindicales, según le confesó Nicolás Redondo a Mariano Guindal, querían hacer desaparecer el franquismo de las empresas «costase lo que costase, aunque supusiera acabar de quebrar la economía» (El declive de los dioses).

Se trataba de los primeros escarceos de la Transición, que en el tejido empresarial se venían manifestando desde antes de la muerte de Franco y que se aceleraron después. La palabra que dominaba el ambiente era miedo. Lo azuzaba la extrema derecha, liderada por la revista Fuerza Nueva, que anunciaba la «llegada de los rojos» ante la simple foto de un obrero en una protesta. Y cuenta la leyenda que algún banquero llegó a construir una sede clandestina por si llegaban esos rojos a expropiar o nacionalizar la banca. Tenían miedo los demócratas y tenían miedo los instalados en el sistema.

A Suárez le correspondió gobernar la caída de la economía. La cogió en una pendiente que venía de un crecimiento de casi el 8 por ciento anual en el año 1973, se fue ralentizando y bajando poco a poco y, encima, llegó una segunda crisis del petróleo en 1979, su tercer año de Gobierno, y España entró en recesión. Sentarse en la presidencia del Gobierno y estudiar los informes de situación producía vértigo.

El primer indicador que tuvo sobre la mesa fue casualmente el de evasión de capitales. Con todas las dificultades para conocer su volumen, los datos sobre los que trabajaba el Ministerio de Hacienda hablaban de una fuga que se aproximaba a los 90.000 millones de pesetas anuales, una cantidad desorbitada para la época.

En las redacciones se hablaba de «huelga de inversiones», porque el capital tenía miedo al futuro y, o se escondía, o escapaba de España. En los ministerios se contaban por cientos las quiebras, que producían la sensación de que España perdía su tejido industrial. Y desde principios de 1976 hasta los Pactos de la Moncloa se perdieron más de trece millones de jornadas laborales por huelgas. Sólo un día, el 12 de noviembre de 1976, la llamada Coordinadora de Organizaciones Sindicales consiguió que se manifestaran en la calle más de dos millones de trabajadores. Las huelgas más sensibles y espectaculares se suceden en los servicios públicos y las grandes empresas. Son especialmente notables las del Metro, Renfe y Correos, sin más solución por parte de las autoridades que militarizar esas empresas para garantizar los servicios. Los gobiernos eran tan débiles que, en el caso de Correos, hubo que firmar un incremento salarial del 40 por ciento. Los sindicatos ilegales ganaban la batalla de la calle. Empresas y gobernantes compraban la paz social.

Se trataba de una transición económica y social con ingredientes inquietantes: una devaluación de la peseta por Villar Mir durante el Gobierno Arias que apenas había tenido efectos de estabilización; un clima de incertidumbre política que no atrae al inversor; unas medidas de contención salarial adoptadas por los gobiernos de Arias y Suárez que resultaron inútiles por la presión de los sindicatos, cada día más fuertes y osados porque también estrenaban libertad, se sentían muy respaldados y su principal prioridad era consolidarse, no limitar su acción por las necesidades del país.

Juan Pablo Fusi resume así la situación en su libro Historia mínima de España: «Con una inflación en 1977 del 24,5 por ciento, una deuda exterior para 1973-1977 de doce mil millones de dólares, la economía en recesión y el paro en aumento constante, la democracia parecía seriamente amenazada».

Sí, lo parecía. A cambio, y como fuerza para salir adelante, España tenía en ese momento una fortuna histórica: una clase media emergente y una sociedad que ya disponía de algo que salvar y conservar. La renta per cápita se había multiplicado por ocho en quince años. En el 40 por ciento de los hogares había un coche, y un televisor en el 85 por ciento. La población se estaba transformando en urbana con notable mejora de la calidad de vida. El turismo estaba abriendo ventanas al exterior. Y se palpaba un afán evidente de ser como los demás europeos y no un reducto de oscurantismo y falta de libertades. En la tormentosa historia de España, esas circunstancias no se habían dado nunca.

Lo que ocurrió fue que ese país pensaba en la economía, desde luego, pero no era en ese momento su principal inquietud. En ese momento se concentraba en el sueño de sacar adelante su aventura de libertad. Adolfo Suárez sabía de la necesidad de resolver la economía, pero no había sido llamado para eso, ni probablemente sabía cómo hacerlo. Había sido llamado para sacar adelante la aventura de la democracia. Pasado tanto tiempo de aquello, nadie le recuerda por la gestión económica. Los datos de la crisis quedan para los libros especializados, y nadie le pide explicaciones por los defectos de esa gestión. Se trataba de algo más perdurable, que Su Majestad el rey definió en un memorable discurso como el objetivo de que «haya un lugar bajo el sol para todos». Ante esa meta sucumbieron los números y las estadísticas.

Y eso se notaba en el Palacio de la Moncloa. «Cuando llego allí —recuerda Alberto Recarte—, nadie sabía nada de economía». A la mesa del presidente llegaban informes y papeles y Suárez llamaba a Recarte: «Me han dado esto; a ver qué te parece». Esos informes procedían básicamente de Luis Ángel Rojo y de Fuentes Quintana, que elaboraban de forma espontánea o porque se los habían pedido. Pero la economía seguía deteriorándose y el paro comenzaba a desbocarse. Suárez empieza a valorar las opiniones y el sentido pragmático de Fernando Abril Martorell, pero le falta criterio y se lo pide a Recarte. Landelino Lavilla traslada a Suárez el mensaje de que hace falta reforzar el área de economía con una figura del máximo peso y respeto en ese ámbito, y Suárez llama a Enrique Fuentes Quintana, que es recibido como la esperanza blanca de la recuperación, pero Fuentes resiste poco. «Se quiso ir desde el día en que se sentó en la silla de ministro —recuerda Landelino—. No podía soportar la gestión directa».

Aun así, la idea de consenso que había instaurado para la reforma política se trasladó rápidamente a la reforma económica. Y de esa forma empezó a tomar cuerpo en la opinión pública y en la clase política la idea de buscar soluciones conjuntas. Después de las elecciones de 1977, el Partido Comunista lanzó la iniciativa de un Gobierno de concentración para encarar el proceso constituyente. Personalidades individuales como Ramón Tamames lanzaron sus propias ideas, que presentaron en el recién estrenado Congreso de los Diputados con el fin de «ir a un verdadero plan de saneamiento y recuperación de la economía española».

En ese ambiente, el Gobierno aportaba a la garantía del pacto tres importantes valores: el prestigio indiscutible de Enrique Fuentes Quintana en la vicepresidencia como motor; la capacidad de Abril Martorell como muñidor, y la credibilidad de Adolfo Suárez para dialogar, aceptar propuestas y saber ceder ante las demandas de los demás. De ese modo se dio otro paso histórico, que aún hoy es recordado con emoción: llamar a todos los partidos políticos representados en el Congreso para debatir abiertamente posibles soluciones a la grave situación económica. Nunca se había hecho algo de tal calibre. Días antes de la primera reunión, el ministro de Hacienda Francisco Fernández Ordóñez lo «vendía» de esta forma en una entrevista en el diario ABC: «Intentemos conseguir los principales efectos de un Gobierno de concentración, sin asumir sus evidentes costes políticos».

Los efectos de un Gobierno de concentración… Con esa mentalidad nacieron los Pactos de la Moncloa, que permanecen en la memoria colectiva de este país y han pasado a la historia como ejemplo de consenso y generosidad de las fuerzas políticas y sociales. Se llevaron a cabo con toda la transparencia posible. La prensa esperaba a las puertas del Palacio de la Moncloa la salida de los negociadores que explicaban los avances, tanto de las sesiones plenarias como de las comisiones.

Los acuerdos fundamentales se referían a la inflación, ya situada en torno del 30 por ciento y con serios riesgos de alcanzar el 40 por ciento, y el descenso del desempleo. Aunque este último estaba situado 20 puntos por debajo de los niveles del momento en que se escribe este libro (6,6 por ciento de la población activa, frente al 27 por ciento que prevé el Banco de España al cierre del ejercicio de 2013); el incremento del Presupuesto del Estado en un 29,2 por ciento; la creación de mecanismos para la contención de precios, cuyo nivel no debía pasar del 22 por ciento; las reformas que ahora llaman estructurales, como la reforma fiscal, la de la Seguridad Social, la financiera, la energética, la agraria, el control del gasto público, nueva política del suelo y urbanismo, nueva regulación de la empresa pública… Un programa completo de Gobierno, con la singularidad de que fue suscrito por todos. Ni nunca antes se había visto algo así, ni se volvió a ver. Cuando se habló de reeditarlos con Rodríguez Zapatero o con Rajoy, resultó imposible. Con Zapatero, porque el Partido Popular esperaba su oportunidad para ser el gran reformador. Y con Rajoy, porque tenía la mayoría absoluta y no necesitaba el apoyo de nadie.

Se han llevado a cabo miles de valoraciones de aquellos acuerdos, finalmente firmados en el Palacio de la Moncloa el 25 de octubre y aprobados como moción en el Congreso dos días después. Este cronista se queda con la apreciación de uno de los grandes protagonistas y autor de muchas de las resoluciones, Ramón Tamames: «Fue una oportunidad espléndida, decisiva, en la senda de superar el impasse político que se había creado tras las primeras elecciones democráticas. Y constituyó una experiencia que confirmó a Suárez como estadista de gran altura».

UN 15-J DE LEYENDA

Libertad sin ira en una fiesta de siglas y sueños. La primera criba de partidos.

Aquel año de 1977, había en España 110 bancos. Por la mañana, millones de oyentes comenzaban el día entretenidos con las peleas del abuelo Segis y su nuera Candelaria, en La saga de los Porretas. La canción más popular era Fiesta, de Rafaela Carrá. En televisión se estrenan varias series, como La mujer policía, Quincy o La maravillosa familia. Fallecen personajes como Groucho Marx, Charles Chaplin, Elvis Presley, María Callas, Joan Crawford y Antonio Machín. La muñeca Nancy es distinguida con el Aro de Oro al mejor juguete para niña. Julio Iglesias ya está conquistando el mundo con sus discos. Y en el cine se estrena Me siento extraña, protagonizada por Bárbara Rey y Rocío Dúrcal. Según las crónicas de la época, esa película sirve para consagrar a Bárbara Rey como uno de los grandes mitos eróticos de la Transición.

En aquel mes de junio, España se preparaba para recibir una oleada de turistas. Eran todavía tiempos de las suecas además de las largas caravanas de coches para ir y venir de las playas. Por ello se ofrecía un aceite de automóvil «para que tu coche no vuelva cansado de las vacaciones». Abundaban las ofertas de bungalows en la costa de Alicante por 600.000 pesetas y se publicaban anuncios de ofertas de empleo (sobre todo de secretarias) para la temporada de verano. El día 16 debutaba Julio Iglesias en Florida Park. Y, por lo visto, el negocio de la construcción iba bien, porque se publicaban multitud de promociones, incluso de nuevos barrios en la ciudad de Madrid. Si uno echa un vistazo a la prensa del día de las elecciones, parece rentable la vivienda y el cine. Aunque, en realidad, mirada con ojos de 2013, aquella España era otra. En todos los sentidos.

La noche del día 13 España se dividía en dos: la que estaba en los mítines de cierre de campaña y la que se ponía ante el televisor a escuchar los últimos mensajes de los líderes en su petición de voto. Inmediatamente antes de sus discursos de duración tasada se emitió publicidad. El último spot era de un aerosol —creo recordar que un ambientador— que se llamaba Freshair. La voz en off decía: «Fíjese en esta rosa roja. Es la rosa roja de Freshair». Colocado en último lugar, inmediatamente antes de la propaganda electoral, parecía un anuncio del PSOE. Yo creí que alguna mano cariñosa con los socialistas, dentro de Televisión Española, lo había programado para que apareciera así, pero me callé. Nadie más tuvo esa impresión, en mi casa nadie dijo nada tampoco, y pensé que estaba tan identificado con Suárez que me sugestionaba y veía fantasmas. Pero me ha quedado la duda.

Hablaron los líderes más notables, Suárez dijo su letanía del «Puedo prometer y prometo», llegó el día de reflexión y se celebraron las primeras elecciones democráticas. Una fecha para la historia: el 15 de junio de 1977. España las vive con emoción, porque es el estreno formal de la democracia. Partidos, candidatos y simpatizantes voluntarios se entregan a la propaganda electoral con un entusiasmo que pocas veces volveríamos a ver. La campaña es electrizante, con caravanas electorales en las que están los grandes cronistas de la época y escriben con un cierto sentido épico. Las fotografías de las papeletas electorales por las calles, lanzadas desde coches con banderas y megafonía, todavía hoy resultan tan espectaculares como simbólicas. Se estrenaba la democracia. Y era el entierro popular del franquismo. Se ponía otra llave a un período de más de cuarenta años sin elecciones libres. Adolfo Suárez llegaba a su primera meta, después de recorrer un camino pleno de dificultades y de trampas.

Fue, además, un hermoso día soleado de comienzos de verano. Se daban todas las condiciones para que fuese una fiesta. El ambiente festivo podía respirarse, al que se sumó una canción convertida en himno: Libertad sin ira, del grupo Jarcha. Habían salido a la calle, con total libertad, la senyera, la ikurriña y la bandera gallega. Y más de un testigo de aquellos días y de las elecciones siguientes ha certificado que nunca volverían a llenarse tantos estadios y tantas plazas de toros.

De los casi infinitos testimonios de recuerdo de aquel día, no quiero dejar de destacar tres que me parecen representativos social y políticamente.

Marcelino Camacho, que hacía año y medio que había salido de la cárcel, tuvo la impresión de que «era pasar de esclavo en la cárcel a intérprete de la voluntad del país. Sientes la alegría de ver que la dictadura contra la que luchaste da paso, y además pacíficamente, a una situación nueva». Por su parte, Miquel Roca i Junyent afirma: «Ha sido una gran expresión colectiva de alegría, de entusiasmo y, al mismo tiempo, de perplejidad por lo que iba a pasar». Javier Solana Madariaga lo vivió como «Extraordinariamente emocionante. Llevábamos muchos años en busca de ese objetivo, poder votar. Fue el día de mirar hacia delante y no volver a mirar hacia atrás».

A efectos de la política futura, aquellas elecciones significaron un cambio rotundo. Para empezar, se clarificó el mapa de los partidos políticos, algunos de los cuales fueron definitivamente apartados del escenario. Se llegó al 15 de junio con más de trescientas siglas, bautizadas como «sopa de letras». El nuevo mapa sería prácticamente el definitivo, con leves matices como la aparición posterior de algunas minorías y con la gran excepción de la muerte de la fuerza política que aquel día ganó: la UCD.

Como consecuencia de esa depuración de siglas, surgió el bipartidismo. «Imperfecto», se diría después, pero la política española empezó a bascular sobre dos fuerzas mayoritarias: el socialismo y el centrismo, que cambió de nombre, se derechizó y pasó a denominarse Partido Popular, pero cuyos líderes siguieron hablando de «fuerza centrista», de «centro reformista» (Javier Arenas) o de «centro-derecha».

Otro hecho indiscutible fue que se dio paso formal a una nueva generación. Lo mismo que pudo anotarse cuando se constituyó el primer Gobierno Suárez, se podía apuntar ahora: entraba en el poder, o en las antesalas del poder, una generación que no había hecho la guerra. Su representante máximo, con un Suárez ya consolidado, fue Felipe González. «Ruptura generacional con la Guerra Civil», le llamó José Ramón Saiz.

Lo cierto es que la extrema derecha quedó definitivamente marginada. Los partidos que defendían la prolongación del franquismo y se oponían a la democracia siguieron existiendo, algunos conspirando desde la oscuridad e instigando a las Fuerzas Armadas, pero sin voto popular. Por ello, la crónica del Washington Post pudo decir que los españoles «han enterrado la política de Franco en lo más profundo de la historia».

En el otro extremo, el comunismo, a la luz de los votos, no contaba con la misma fuerza que aparentaba en la clandestinidad. Sólo obtuvo una representación de diecinueve diputados, que suponían el 9,3 por ciento del electorado. Tenía razón Suárez cuando comentaba a los más reticentes de su Gobierno que «había que contarlos». Sin embargo, la presencia en el Congreso de nombres como Dolores Ibárruri («Pasionaria»), Rafael Alberti, Santiago Carrillo o Marcelino Camacho era la representación más elocuente del cambio operado en el país.

Con respecto a la Democracia Cristiana, que había tenido un papel muy activo entre los luchadores contra el franquismo y había representado la busca de la libertad en el interior, no consiguió conectar con la sociedad. Fue la gran víctima de las elecciones, quizá injustamente. Sus líderes históricos, José María Gil-Robles y Joaquín Ruiz-Jiménez fueron literalmente apartados de la vida política. La poca democracia cristiana que sobrevivió estaba en la UCD. Y siguió, naturalmente, su mismo destino.

Otro hecho a destacar es que hicieron su aparición estelar los nacionalismos, la gran incógnita inicial, porque también era la primera vez que se sometían al veredicto de las urnas. Las presencias del PNV y del embrión de la futura Convergència i Unió estaban llamadas a tener un papel fundamental en el desarrollo del autogobierno, en las tensiones secesionistas y en la formación de mayorías, casi siempre temporales, para facilitar la gobernación de España.

Y la izquierda, aunque diseminada en multitud de siglas, irrumpió con gran fortaleza en el panorama político. De los casi 17 millones de votos que dieron escaños en el Congreso, prácticamente la mitad (algo más de ocho millones) eran de partidos de izquierda, estatales o regionales. Y no se puede asegurar, ni mucho menos, que los seis millones de votantes de Adolfo Suárez fuesen de derechas.

Agrego un apunte lleno de curiosidad: según Jaime Lamo de Espinosa, UCD ganó aquellas elecciones «gracias a las Cámaras Agrarias», por la relación con sus secretarios y porque sus empleados habían sido admitidos como funcionarios públicos. Llenos de gratitud, parece que se han convertido en auténticos agentes electorales del centro político.

Con esos resultados, el rey don Juan Carlos se presentó ante las Cortes Generales a inaugurar la primera legislatura y pudo lanzar un veredicto: «La democracia ha comenzado». Allí estaban todas las ideologías perseguidas durante ocho lustros. Era el sonido exactamente contrario a un parte firmado por Franco en 1939: «Cautivo y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos. La guerra ha terminado». Comenzaba la reconciliación.

Cierto es que en muchas de las biografías de Suárez se cuenta que el rey no quería que Suárez se presentase a aquellas elecciones. Incluso que se mostró muy disgustado cuando el futuro presidente se lo comunicó telefónicamente justo cuando el rey efectuaba un viaje oficial a Alemania. Se lo he consultado al propio don Juan Carlos y ésta fue su respuesta:

—¿Y por qué no iba a querer yo que fuese candidato? ¿Qué ganaba yo con una retirada de Suárez?

En efecto, añado yo por mi cuenta, el rey no ganaba nada. Los grandes pasos de la Transición ya se habían dado, pero faltaba el fundamental: redactar la Constitución. Supongo que no era lo mismo que esa redacción fuera pilotada por un hombre dispuesto a consolidar la monarquía que correr el riesgo de que lo hiciera alguien cuyo partido se declaraba republicano.

25 DE JUNIO DE 1977: LA LLEGADA DE TARRADELLAS

La astucia de un viejo sabio. La conexión con la legalidad republicana. Cataluña.

Fue uno de los más espectaculares «conejos» que Suárez sacó de su chistera de presidente, que cada día parecía más mágica. Así lo consideró gran parte de la prensa de la época. Sin embargo, se trató de una de las decisiones que más trabajo, reflexión y desconfianza le costó. ¿Por qué? Porque Josep Tarradellas no era un exiliado más. Era el president de Cataluña, y así le llamaban quienes le iban a visitar en su modestísimo refugio de Saint-Martin-le-Beau, en el centro de Francia. Y era, sobre todo para los militares —¡siempre los militares!—, un republicano separatista. Su idea, por lo que se sabía, perseguía restaurar la Generalitat de la República. Y Suárez, que no le daba la importancia que pudieran tener un Carrillo o un González, no terminaba de ver la conveniencia de establecer un contacto con él y, mucho menos, de permitirle regresar a España como presidente de una Generalitat que todavía no tenía existencia legal.

Por todo ello, la llamada «Operación retorno» fue una de las gestiones más trabajadas, más arriesgadas y más mantenidas en secreto. Suárez se enfrentaba a la cuestión catalana consciente de la importancia de la misma para conseguir la normalización política plena. En Cataluña era donde más se había escuchado —y se seguía escuchando, cada vez con más intensidad— el grito de «Llibertat, amnistia, Estatut d’Autonomia». La ciudadanía catalana no quería sólo democracia, sino la recuperación de su identidad, sus instituciones y sus símbolos. Y Suárez quería responder a esa demanda con sinceridad absoluta y desde un principio: la conquista de las libertades era prioritaria, pero la paz y la convivencia en España nunca serían completas si una comunidad como Cataluña no se consideraba integrada en el proyecto común.

¿Cuál fue la solución? Aceptar la «ocurrencia» de Luis Ortínez de conectar con la última experiencia autonómica, que tantos catalanes habían defendido, incluso con el precio de su vida; restablecer esa legalidad, algo que se concretó el 29 de septiembre de 1978, antes de aprobarse la Constitución.

La palabra «ocurrencia» no es del autor de estas líneas. Es del propio Manuel Ortínez, que ya en 1976 la expuso a Alfonso Osorio. Suárez la meditó durante más de año y medio. No quiso correr ningún riesgo y buscó todos los informes, examinó al personaje, y envió a Andrés Cassinello a Saint-Martin-le-Beau a hablar directamente con Tarradellas. Nunca se podrá saber lo que las circunstancias no han permitido: si Tarradellas hubiese vivido en España, Suárez hubiera hablado con él en secreto, como había hecho con Tierno Galván, Santiago Carrillo o Felipe González. Pero Tarradellas era demasiado grande físicamente para pasar desapercibido. Su nombre, aunque no conocido por las nuevas generaciones de españoles, levantaba demasiadas aristas. Si entraba en España, podría ser detenido. Y sobre todo porque defendía algo que tocaba su fibra más profunda: con la unidad de España no se juega. Sumados estos factores, Suárez le dijo un día a Jordi Pujol en un encuentro en La Moncloa: «Tarradellas no volverá».

Lo decía de la misma forma que pudo hablar a la cúpula militar cuando le «prometió» que el Partido Comunista nunca sería legalizado: en las circunstancias vigentes. Si las circunstancias cambiaban (como cambiaron los estatutos del PCE), para un gobernante pragmático no hay ninguna limitación. Y lo primero que cambió la perspectiva de Adolfo Suárez fue el informe que redactó Andrés Cassinello, militar, pero hombre de máxima confianza del presidente, después de una larga entrevista con Tarradellas en su exilio, el día 26 de noviembre de 1976.

Cassinello se muestra sorprendido, primero, por la persona: «Irradia dignidad. Tiene algo de unción sacerdotal o de paternidad. Conmueve verle, oírle o discutir con él. Vale para una tragedia». Después, por la modestia de su vida: «Con una calefacción tibia, sin baño, con muebles que ya no usan los suboficiales. No hay criados ni secretarios ni nada». Más adelante, por el propósito: «Quiere la institución, la Generalidad […] Quiere ser el intermediario, el protagonista». En medio, su aceptación del régimen: «El rey se afirma ante él como una realidad perdurable y el ejército como una necesidad de entendimiento pacífico». Y la conclusión: «Me despidió deseando otra entrevista en diciembre en la que podrían evaluarse propuestas de cada parte».

No hubo esa entrevista. Pero Tarradellas parecía despertar de su silencio, resucitaba como figura política y eje central del catalanismo, celebraba reuniones y difundía su obsesión, que era la recuperación de la Generalitat. Llegaron las elecciones del 15-J, UCD demostró poco arraigo en Cataluña, los socialistas fueron mucho más votados, y Tarradellas comenzó a ser un claro objeto de deseo para Suárez.

El viaje a Madrid, efectuado en el avión privado de Luis Olarra, fue organizado con máximo secreto. Sólo tenían noticia el propio Olarra, Luis Ortínez, Carlos Sentís y Rodolfo Martín Villa. En el Palacio de la Moncloa lo sabían Aurelio Delgado, Alberto Aza y los servicios de seguridad. En el gabinete de prensa fuimos avisados prácticamente cuando no quedaba más remedio, aunque la tarea de convocatoria resultó muy fácil: los periodistas ya estaban allí, porque esa misma tarde del 27 de junio Adolfo Suárez recibía a Felipe González. Se puede imaginar el lector la sorpresa de los informadores cuando les comuniqué que la entrevista importante de la tarde no era con el secretario general del PSOE, sino con Josep Tarradellas, que unos minutos antes había recibido en Barajas un pasaporte especial. Yo estaba emocionado: definitivamente, La Moncloa era mucho más entretenida que la columna política. Hubo días en que deseaba llegar al palacio para ver qué me encontraba. O con qué me sobresaltaba.

El propio Tarradellas cuenta en sus Memorias: «Nada más llegar a La Moncloa entramos directamente en el despacho de Suárez». No cuenta el esmero que La Moncloa puso en hacerle grata su llegada. Alberto Aza ordenó que los guardias del recinto se pusieran a sus órdenes. El propio Aza y Josep Coderch se encargaron de acompañarle desde el coche al despacho del presidente del Gobierno, hablándole en todo momento en catalán. Hasta saludar a Suárez, no escuchó ni una palabra en castellano.

¿Fue tan desastrosa la entrevista como se ha dicho durante tanto tiempo? A juicio del jefe de gabinete del presidente, Alberto Aza, en absoluto: se trató de una conversación entre un joven político y un viejo zorro escaldado, que había pasado todo su exilio esperando que lo fueran a buscar, como a De Gaulle. Las memorias de Tarradellas son mucho más negativas: «A todo lo que yo decía [Suárez] respondía negativamente y todo lo que él me proponía yo lo rechazaba […]. La entrevista había sido un fracaso. Él tenía detrás un Gobierno, un ejército, un país de 36 millones de habitantes. Yo tenía mis anhelos y basta».

Me entretengo en esta entrevista, porque reveló las cualidades de los interlocutores; de dos grandes zorros de la política. Suárez quería partir de una posición de dureza, para dejar margen a la negociación. No quería parecer en ningún momento ni que estaba seducido por tener a Tarradellas en su despacho, ni que le daba trascendencia a su figura, ni que lo necesitaba para nada, ni que el último en llegar podía cambiar su hoja de ruta.

Tarradellas, con astucia, no quiso aquel día presentar la entrevista como un fracaso. Hablar de fracaso significaba quemar las naves. Decir que no se habían entendido en nada podía reafirmar sus criterios y presentarle como un defensor de las instituciones catalanas sin ninguna concesión; pero implicaba cerrar la vía del diálogo. Eso pensó el líder catalán en los minutos que transcurrieron desde el final de la entrevista hasta el momento en que se encontró con los micrófonos y las cámaras delante del Palacio de la Moncloa. Y optó por la vía pragmática: ¿todo había ido mal? Sí, pero no se podía agravar con unas declaraciones. Lo importante era dejar abiertas las puertas de aquel palacio.

Este cronista (no Josep Melià como dice Rodolfo Martín Villa, porque Melià no era todavía secretario de Estado de Comunicación) recibió el encargo de tomar nota de lo que Tarradellas decía a la prensa. Y la sorpresa: Tarradellas dijo que la reunión había sido magnífica, que el grado de entendimiento había sido alto y se deshizo en elogios al presidente del Gobierno y a su talante abierto. Lo que pensaba en su interior era que «Suárez mandaba, yo era su prisionero». Y puso a funcionar todo su pragmatismo.

Acto seguido entré al despacho de Suárez, donde me esperaban todos: el presidente, Alberto Aza, Rodolfo Martín Villa… Lo que se dijo tras mi información es conocido. Suárez pasó del asombro a la admiración: «Es un gran político». Y Martín Villa: «Faltando a la verdad, sin embargo es una señal de que viene con determinados propósitos».

Al encuentro de La Moncloa le siguieron negociaciones de todo tipo. Tarradellas fue recibido por el rey. Él, a su vez, recibía en el domicilio de Ortínez en el barrio de El Viso. Y finalmente consiguió su objetivo, que no era otro que el restablecimiento de la Generalitat. La aventura terminó con el célebre «Ja sóc aquí» que cerraba un capítulo de la historia y abría otro donde el Estado y el nacionalismo catalán vivieron tensiones, supieron organizar colaboraciones y dialogaron cualquiera que fuese el inquilino de La Moncloa hasta desembocar en la gran crisis de convivencia que supuso el proyecto de Artur Mas y Oriol Junqueras de iniciar la «Transición nacional», abierta en toda su crudeza cuando se escriben estas líneas.

Cuando Tarradellas se marchó de Madrid le escribió una carta a Suárez que consiguió emocionarle: «Es usted un auténtico hombre de Estado. El que hacía falta para consolidar la democracia en toda España, lo que quiere decir también la restauración de la autonomía para Cataluña».

Sólo agregaré un lamento por mi parte: nunca entenderé por qué se ha roto aquel entendimiento. Tiendo a pensar que en algún momento España y Cataluña perdieron a aquellos hombres de Estado.

Y, para el juicio histórico, tomo prestado el de Enric Juliana en su libro Modesta España, escrito treinta y cinco años después de aquel acontecimiento: «El regreso a España del presidente de la Generalitat en el exilio introduce un cambio de calidad [en la Transición] que no deja indiferente a nadie. Con la Operación Tarradellas, muy bien planteada, la Transición gana intensidad y agudeza e incentiva los impulsos de emulación que se habían puesto en marcha. Refuerza la reclamación de autonomía y dispara el siguiente dispositivo en muchos lugares de España: si los catalanes lo piden con tanta insistencia, malo no debe ser».

Si fue bueno o malo es algo que está a debate en medio de la agonía económica general del país de 2013. Pero lo que dice Juliana fue cierto: la demanda autonómica se disparó.

27 DE SEPTIEMBRE DE 1978: NACE EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

Más cerca del pueblo, pero también más cerca de algunas ambiciones.

De modo que se cristalizó a partir de esa fecha: el 27 de septiembre de 1978. Porque, hay que recordarlo, Adolfo Suárez fue, además, el creador del llamado Estado de las Autonomías. La cuestión territorial, aparentemente liquidada por el franquismo con su reiterada condena a «los separatistas», llamaba a la puerta con aires reivindicativos y provocaba los recelos de la España «una, grande y libre» del escudo nacional, y emergía con fuerza. En las manifestaciones, autonomía se identificaba con libertad. Las culturas regionales, de fuerte implicación reivindicativa de la propia identidad y de los derechos históricos, vivían un momento de esplendor y aclamación popular. Los cantautores, de brillante implantación, hacían ostentación constante de su orgullo regional. Comenzaban a verse los nuevos líderes territoriales, entre ilusiones de futuro y malos recuerdos históricos. En el verano de 1978, los enviados especiales de medios informativos de otros países ya se interesaban tanto por la cuestión territorial como por la Constitución que se estaba ultimando.

Sorprendentemente, Adolfo Suárez adelantó la puesta en marcha del modelo de Estado autonómico a la entrada en vigor de la propia Constitución. La adelantó nada menos que un año y tres meses. Y así, el 27 de septiembre de 1977 se decretaba el restablecimiento provisional de la Generalitat de Cataluña, como consecuencia de la Operación Tarradellas. Poco después, el 4 de enero de 1978, se crea —también por decreto— el Consejo General del País Vasco, con carácter provisional hasta la redacción del Estatuto. Y por último, a finales de octubre, ya se habían establecido regímenes «preautonómicos» para once regiones.

Todo se hizo al mismo tiempo que se redactaba la Constitución. Y así, hubo textos de la Constitución que ya llegaban forzados, como la realidad autonómica, y reformas territoriales que no se pudieron concretar en los estatutos porque ya figuraban en el texto constitucional. Es el caso de las provincias, por ejemplo, que habían sido incluidas con anterioridad en el texto constitucional cuando se hicieron las preautonomías.

En el entorno de Suárez cabían todas las posiciones posibles. Hubo un secretario de Estado para la Comunicación, Josep Melià, que no había tenido reparos en confesar: «Creo en el derecho de autodeterminación de todos los pueblos y me gustaría su reconocimiento». Pero también hubo posiciones discordantes: un Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona «contrario a la tesis de autodeterminación de los pueblos de España». Hubo un Fernando Álvarez de Miranda que creía que el Estado español debía «inclinarse paulatinamente al federalismo». Hubo un José Mario Armero partidario de la «máxima autonomía administrativa». Y hubo una gran mayoría que, simplemente, se mostraba partidaria del reconocimiento del hecho regional sin mayores matices.

Desde esas posiciones mentales se llegó al desafío de hilvanar la configuración definitiva del Estado de las Autonomías. Suárez tenía claro, como cualquier simple observador de la época, que el problema fundamental estaba en Cataluña, el País Vasco y Galicia. Tenía también claro que, habiendo antecedentes históricos, había que partir de ellos. La consecuencia era que la normalización democrática pasaba, por tanto, por conectar con la legalidad de la República. Ni los catalanes ni los vascos, y en medida algo menor los gallegos, aceptaban ninguna rebaja. Eso figuraba en la esencia del retorno pactado con Tarradellas y en las conversaciones con los líderes del PNV. Suárez lo asumió con toda normalidad, en la seguridad de que eso satisfaría las aspiraciones nacionalistas. Lo llegó a oficializar en un almuerzo con algunos de sus principales colaboradores en el restaurante Gades de Madrid, con lo cual algunos de los asistentes tuvieron la ocurrencia de bautizar lo allí tratado como la «Constitución de Gades». El punto de partida, pues, era un sistema que otorgaría autonomía política a Cataluña, el País Vasco y Galicia, las tres «nacionalidades» —término que satisfaría ampliamente a Miquel Roca i Junyent en los debates de la Constitución— que habían tenido Estatuto en la República.

¿Por qué se extiende el principio de autonomía a regiones que no habían tenido esa legalidad derruida por el franquismo? Por una serie de factores que coincidieron en el tiempo. Después de muchas conversaciones con Adolfo Suárez en aquellos días, creo que puedo resumir los criterios que provocaron el giro hacia lo que se llamó «café para todos», y que constituye uno de los puntos más dudosos de la Transición.

El primer factor ha sido la escasa simpatía que producían en los estamentos más conservadores (incluido el militar, naturalmente) el mismo término «nacionalidad», el recuerdo de la legalidad republicana y el miedo a que una diferenciación de las tres comunidades supusiese un primer paso para lo que al cabo de los años Artur Mas terminó llamando «Transición nacional».

Segundo, la aparición de un notable movimiento nacionalista en Canarias que de alguna forma había que encauzar.

En tercer lugar, la suma de Andalucía a un fuerte sentimiento identitario, que hundía sus raíces en Blas Infante y resurgía de forma muy atractiva acompañando al nacimiento democrático.

Lo cierto es que favoreció la aparición de la corriente del «café para todos», que tenía antecedentes. Uno de ellos, la declaración de un hombre tan decisivo en el desarrollo del proceso legislativo como Herrero de Miñón, que a finales de 1975 ya manifestaba a La Actualidad Española: «La autonomía no debiera ser el privilegio de algunas regiones peculiares, sino la regla de oro de la nueva reordenación de todo el territorio nacional». Esta corriente de pensamiento, aunque ahora tiene muchos detractores, en aquel momento parecía —o alguien se encargó de presentarlo así— la solución mágica y centrista entre la tensión centrífuga que representaban las nacionalidades y el inmovilismo de no hacer nada. Entonces apasionaban las soluciones equidistantes, con tal de que resolvieran un problema.

Como consecuencia de esto último, se desencadenó una fortísima presión de abajo arriba ejercida sobre todos los partidos, pero singularmente sobre UCD, que pretendían las mismas condiciones que Cataluña, País Vasco y Galicia. Parece que ningún líder local quería dejar pasar aquel tren de la historia sin conseguir ese avance para su tierra y no se detuvieron hasta lograrlo con el apoyo de ministros que fueron auténticos abanderados del café para todos. Se convirtió en una fórmula de igualdad imparable. Y los nacionalistas tampoco se opusieron, al menos frontalmente.

De esa forma, se desarrolló la simultánea aparición de partidos regionalistas que después llegarían a tener su importancia en la formación de mayorías parlamentarias en el ámbito regional o en el Congreso de los Diputados. Ahí están el Partido Regionalista de Cantabria, que gobernó la comunidad con Miguel Ángel Revilla, el Partido Socialista de Andalucía, el Partido Aragonés Regionalista o la Chunta Aragonesista. Llegó un momento en el que parecía que no podía haber una comunidad autónoma sin su partido nacionalista.

Enric Juliana lamenta en su ya citado libro Modesta España que Suárez no esté en condiciones físicas de explicar por qué generalizó el hecho autonómico. La verdad es que lo explicó. No quería «estatutos privilegiados para las nacionalidades históricas, sino una extensión natural y armónica de la autonomía, para todas las regiones del país y que permitiera la gobernabilidad del Estado». Habló también de «un nuevo modo de gobernar en el que todos los pueblos de España participan como tales». Y, por último, se sinceró por completo: «La generalización fue consecuencia del juego de las fuerzas políticas, de personas que estaban en UCD en las distintas provincias y que se vieron acosadas internamente para obtener un autogobierno. No quise apoyar el proceso en Andalucía y se pagó un precio altísimo». Como error o acierto, creo que ahí está toda la explicación.

La suma de esos factores, más la confesión de Suárez que los confirman, condujo a generalizar el proceso autonómico. ¿Fue un acierto? Hay que decir que en aquel momento apenas si fue discutido. Es más: se abrió una polémica artificial entre «autonomías de primera» y «autonomías de segunda». De primera: las que se podían acoger al artículo 151 de la Constitución. De segunda, las del 143.

Andalucía quiso estar entre las primeras, y a esa tarea se dedicó el Partido Socialista como si en ello le fuera la vida. Rafael Escudero, presidente de la Junta, se puso en huelga de hambre. Se inició una campaña tremenda, sostenida desde todos los ayuntamientos, para forzar la vía del 151 y, en consecuencia, convocar un referéndum. UCD funcionó con toda torpeza y se opuso a esa consulta popular, que finalmente se celebró el 28 de febrero. Ganó la tesis autonomista en todas las provincias, menos en Almería, pero el poder central tuvo que actuar como si en Almería hubiera ganado también para evitar males mayores. Ni Almería se podía desgajar de la autonomía andaluza, ni la autonomía andaluza y la pasión que había desatado se podían deshacer por lo ocurrido en Almería. Fue una gran derrota para UCD y, por tanto, para Adolfo Suárez. Hay quien sostiene —José Oneto, por ejemplo— que el 28 de febrero de 1980 comenzó la auténtica destrucción de Suárez. Quizá sería más justo apuntar que en aquel referéndum la UCD se hizo insalvable: se convirtió en un partido impopular en el gran vivero de votos de España.

A la hora del juicio global de la creación del Estado de las Autonomías, quienes más lo critican cuando se escriben estas páginas, como José Bono, gobernaron una comunidad. Y con mentalidad muy regionalista, por cierto. En cuanto a los resultados, hay que reconocer que fue válido durante más de treinta años, pero no resolvió el problema catalán, ni terminó, como pensaban y ofrecían los nacionalistas vascos, el terrorismo de ETA, ni colmó las ansias del nacionalismo vasco. Al revés: la necesidad nacionalista de hacer valer sus diferencias hizo que en muchos casos sólo la independencia pudiese parecer el factor de distinción.

En cuanto al funcionamiento, ha distado mucho de ser perfecto, ya que, por ejemplo, todavía no se ha conseguido un sistema de financiación estable. Al revés: «La financiación autonómica —escribe el profesor Monasterio Escudero— es un laberinto. Y lo peor es que cada vez que se retoca por algún motivo, el cambio consiste en añadir un pasillo más al laberinto previo, haciéndolo más complicado e ininteligible aún para el común de los mortales». La transferencia de la Educación ha sido un foco de conflictos permanente. En la mayoría de las comunidades se planificó una enseñanza de geografía e historia muy ligada a los aspectos locales, con pérdida de la visión del conjunto de España. A eso hay que añadir que se utilizó la historia para la formación de nacionalistas vascos y catalanes, lo cual ha contribuido a la debilidad del Estado. Y en cuanto al idioma, se ha vivido en una tensión constante entre Cataluña y el Estado, incluso con desobediencia de sentencias de los Tribunales Superior de Justicia, Supremo y Constitucional.

No hay que olvidar que este sistema autonómico ha provocado un exceso de clase política, como pone de relieve esta anotación de Gonzalo Bareño en La Voz de Galicia: «La Rioja, con 322.000 habitantes, un poco más que la ciudad de Vigo, cuenta con un Parlamento de 33 escaños y siete consejerías de Gobierno, además de un presidente. La Región de Murcia, que tiene tan sólo 45 municipios, Cámara autonómica de 45 diputados, un Ejecutivo regional de ocho consejerías y dieciséis organismos autónomos. En La Rioja hay un diputado autonómico por cada 9.757 habitantes. Con esa misma proporción de escaños por ciudadano, el Congreso debería tener 4.817 diputados para atender a los 47 millones de españoles».

Otra de las críticas apunta a que se corre el riesgo de crear un marasmo legislativo. Examinemos «un día cualquiera —escribió Otero Novas en su libro Asalto al Estado—, los boletines del Estado y las Comunidades Autónomas. Quince comunidades dan 1.661 páginas, y el BOE 138. El Estado representa un 7,66 por ciento de la capacidad normativa conjunta, y las comunidades el 92,34 por ciento».

Otras voces arguyen que fomenta los personalismos y la negación de oportunidades a los habitantes de otras regiones «hasta alcanzar —señala Alfonso Guerra en uno de sus libros de memorias— la surrealista cima de que sólo los nativos son meritorios para hacer obras, libros, música, etc., en el lugar».

Y por último, el sistema electoral —fruto del acuerdo de la llamada «Comisión de los nueve» con Suárez— ha propiciado que los partidos nacionalistas resultasen primados en su representación, con lo cual se convirtieron en llaves para la formación y sostenimiento de los gobiernos que no tuvieron mayoría absoluta. Grandes avances en las concesiones del Estado (económicas, culturales o de poder) se han debido a lo que las voces más críticas han considerado una auténtica «compra de estabilidad». Frente a eso, también puede afirmarse que los nacionalismos, sobre todo el catalán, han contribuido generosamente a la gobernabilidad de España. En concreto, si no fuese por Convergència i Unió, el Gobierno de Zapatero hubiera caído en mayo de 2010 y España habría tenido que ser rescatada y gobernada por la temible troika. CiU, en aquel momento, fue más patriótico que el Partido Popular, obsesionado antes que nada por borrar del mapa el socialismo de Zapatero.

Con sus hojas de «debe» y sus hojas de «haber», el sistema autonómico creado en el mandato de Suárez sigue contando con el respaldo de la mayoría de la sociedad. Durante treinta años ha sido identificado con el progreso y el bienestar del país. Es cierto que acercó más el poder al pueblo, como pretendía Suárez. Una feroz campaña de la prensa que coincide en llamar «máquina de gastar» a las autonomías no ha conseguido eliminarlas. Y la crisis económica ha sido la circunstancia que ha venido a agravar la imagen de este modelo territorial, porque ha servido para desempolvar el gasto público que supone el sostenimiento del sistema.

Suárez siempre preguntaba si algo que no conocía servía a los ciudadanos, a la Administración del Estado o a la Corona. Si hoy pudiera enviarle un mensaje, sería éste: ha servido, presidente. Por muchas que sean las críticas, ha servido. Lo que ocurre es que los gobiernos que le sucedieron no se atrevieron ni supieron efectuar las correcciones que imponía el paso del tiempo. De ahí deriva el deterioro del sistema. ¿Ese deterioro procede de quienes han sido sus creadores? Permítanme responder con una frase que Nicolás Redondo, el histórico dirigente de UGT, le dijo a Victoria Prego: «La culpa de lo que nos pasa la tienen los distintos gobiernos democráticos de estos 36 años, no la Transición».

6 DE DICIEMBRE DE 1978: ¡LA CONSTITUCIÓN!

1978 fue el año de la primera niña-probeta y de Superman. En España se hizo la Constitución más duradera de la historia.

Adolfo Suárez, en su célebre discurso de petición de voto ante las elecciones del 15 de junio de 1977, había dicho: «Puedo prometer y prometo intentar elaborar una Constitución en colaboración con todos los grupos representados en las Cortes, cualquiera que sea su número de escaños».

A esa tarea dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a partir de su triunfo electoral. Se trataba de la obra que faltaba en su construcción de la democracia. Y era, en definitiva, el instrumento necesario para dotar al sistema de una norma jurídica suprema.

¿Hasta qué punto Suárez dejó su huella en la Constitución Española? ¿Se puede hablar de una «Constitución suarista»? Yo creo que sí. Primero, por el origen, aunque ese título de propiedad lo tiene que compartir, desde luego, con el rey. Segundo, por el control permanente sobre la redacción del articulado, bien directamente con la información de José Pedro Pérez-Llorca, bien por la de Fernando Abril Martorell, en quien había delegado la gestión diaria de las negociaciones y pactos. Y tercero, porque ató personalmente los grandes temas de la Constitución: sobre todo la cuestión autonómica, la monarquía, la figura y la función del rey y la sucesión. La monarquía era para él lo único no negociable.

Una de las imágenes que tengo de mi estancia en La Moncloa es la de José Pedro Pérez-Llorca entrando en el despacho de Suárez con su carpeta. ¡Dios, cuánto suspiré por leer un solo folio de los que llevaba José Pedro a consulta del presidente! ¡Lo que hubiera pagado entonces por tener una fotocopia de aquellos documentos! Yo sentía la emoción de estar metido en un proceso constituyente histórico, de estar asistiendo al nacimiento de algo que estudiarían las futuras generaciones, pero sin tener conocimiento de lo que se hablaba al otro lado de la puerta.

Treinta y cinco años después, recordé aquellos instantes con José Pedro Pérez-Llorca. Juntos reconstruimos los primeros momentos de la redacción de la Ley de Leyes, con aquella primera fase donde Landelino Lavilla y Miguel Herrero de Miñón representaban la postura (y la doctrina) gubernamental; es decir, la de Adolfo Suárez. Después vino una segunda fase, en la que Suárez ejerce la dirección política de una forma que podríamos llamar «a tiempo parcial», porque tenía que dedicarse a las urgentes tareas de Gobierno y el terrorismo atacaba con fuerza. Él dirigía las grandes líneas, con reuniones habituales en La Moncloa a las que asistían Pío Cabanillas, Landelino Lavilla y Fernando Abril, y posteriormente se incorporó Pérez-Llorca. José Pedro, que entonces empezaba a ser llamado por los cronistas «el zorro plateado», no lo recuerda así (o al menos no quiere recordarlo así), pero yo tengo apuntado en mis notas que Suárez perdió progresivamente la confianza en Herrero de Miñón y se la fue entregando poco a poco a Pérez-Llorca, que pasó a ser el depositario e intérprete de las líneas del Gobierno.

Y por último se desarrolló la tercera fase: el trabajo en comisión, la reunión de Gredos, las primeras dificultades con la izquierda, un debate absurdo sobre si se debía establecer la mayoría de edad en la Constitución, Rodolfo Martín Villa que quería introducir algo del terrorismo, los socialistas que se levantan cuando se trata la cuestión de la educación… Hay miedo a que se rompa el espíritu de acuerdo, porque se dicen frases como «estamos haciendo la Constitución más reaccionaria del mundo».

En ese momento, Adolfo Suárez adopta una decisión: toma las riendas y convoca la que se llamó la «cena del consenso», a la que asisten por parte de UCD el propio Pérez-Llorca, Fernando Abril y Gabriel Cisneros. Miguel Herrero de Miñón se niega a asistir. Por parte del Partido Socialista, Alfonso Guerra, Enrique Múgica y Gregorio Peces-Barba. Se consolida así, apunta José Pedro, una especie de bipartidismo, al que posteriormente se añaden otros partidos políticos.

En esa cena arranca la Constitución del consenso. Y también algo muy importante: a partir de esa voluntad de acuerdo —recordada hoy como muestra de una gran generosidad de aquella clase política— se desatascan muchos temas conflictivos y se pactan multitud de contenidos. La Constitución avanza con rapidez. Fernando Abril y Alfonso Guerra deciden los contenidos. Peces-Barba y Pérez-Llorca los ponen por escrito. Adolfo Suárez da el visto bueno.

Sin embargo, el presidente no asiste a esas reuniones. Entre otros motivos, porque resulta imposible. La redacción de la Constitución se llevó a cabo entre episodios más o menos chuscos, como una filtración a la prensa, que provoca que los redactores se conjuren en una insólita ley del silencio, se conviertan en trashumantes que no tienen un lugar fijo de reunión, o acaben convirtiendo la casa de Pérez-Llorca en su restaurante clandestino, donde cenan atraídos, además, por las excelentes croquetas de su esposa y las delicias de sus flamenquines, carne y jamón enrollado, especialidad de la casa.

Además, Suárez ya ha delegado por completo la tarea constitucional en Fernando Abril. Le pregunto a Pérez-Llorca si funcionaba esa bicefalia del Gobierno. «Claro que funcionaba —me dice—. Era perfecta. Sólo había un fenómeno que corría a más velocidad que la luz: la comunicación entre Suárez y Abril».

Los nacionalistas le deben a Suárez la aceptación del término «nacionalidad». Miquel Roca quiso colar la palabra nación, pero al final se conformó —y quedó muy satisfecho— con nacionalidad. Los militares, no tanto: los más resistentes al cambio incluyeron el concepto en la abultada carpeta de agravios que Suárez estaba acumulando.

A Suárez le deben también la transferencia de la Educación. Fue una concesión al Partido Nacionalista Vasco y en concreto a Xabier Arzallus, nacida de la lógica de que las diputaciones vascas ya tenían sus escuelas. Y fue, sobre todo, la contemplación de un espejismo: cuando se redactaba el Estatuto de Gernika, Suárez creyó, o se lo hizo creer Arzallus, que la Educación era el precio que el Estado tenía que pagar para la desaparición del terrorismo. La historia demostró después que, si eso era cierto, hacían falta muchos más ingredientes y, desde luego, muchas más víctimas.

Y a Suárez le debemos todos lo que se llamó y se sigue llamando «espíritu de la Transición», que alcanzó su máximo nivel en la Constitución. En su mensaje de Navidad del año 2012, Su Majestad el rey lo identificaba con la «Política con mayúsculas». Pérez-Llorca asegura que Suárez preguntaba mucho. Ante cada una de las novedades que se incorporaban al texto tenía una obsesión: «¿Esto funciona?». Yo deduzco que detrás de esa pregunta se escondía la inquietud pragmática que siempre sintió: hacer compatible la grandeza de los principios con la eficacia a la hora de gobernar. «De poco sirve —le escuché en una ocasión— una Constitución o cualquier otra ley doctrinalmente perfecta si no resulta aplicable y si no facilita la acción de Gobierno».

No fue una tarea fácil. En medio de los trámites de redacción, hubo quienes se sintieron marginados por el «núcleo duro» que formaban centristas y socialistas. Hubo forcejeos con los partidos nacionalistas, muy contados, por cierto, y a ellos me remito, por Soledad Gallego-Díaz y Bonifacio de la Cuadra en su libro Del consenso al desencanto. Hubo un plante del Partido Socialista por el tratamiento de la Educación, y hubo quien dijo entonces que se debía a razones de índole interna del PSOE. Pero se llegó a un texto consensuado que sirvió perfectamente para dar cabida a todas las opciones políticas, como Suárez quería, para garantizar los derechos de todos y para terminar el edificio de la nueva democracia. «Suárez —escribió Abel Hernández en su crónica política de La Actualidad Española— hizo grandes sacrificios para lograr el consenso de todas las fuerzas políticas: cedió parcelas de Gobierno, hizo concesiones a sus adversarios…»

Al terminar de redactarse el proyecto de Constitución, el catalán Jordi Solé Tura, uno de los «padres» de la gran norma, la calificaba así ante los periodistas: «Se trata de una Constitución que todos podamos asumir y no de una Constitución hecha por todos contra todos». Quien así hablaba era un diputado comunista. Un año antes de esas palabras, el partido de Jordi Solé era ilegal. En sólo unos meses, había pasado de la posibilidad (y más que posibilidad) de ser detenido a formar parte de los redactores de la Constitución. Fue otro de los prodigios de aquellos años tan apasionantes como trepidantes.

La Constitución fue aprobada en referéndum el 6 de diciembre de 1978. Se debía publicar en el Boletín Oficial del Estado el 28 de diciembre, pero, como era el día de los Inocentes, se retrasó una jornada y se publicó el día 29.

Con esa norma se cerraba para España un año que políticamente había consagrado un consenso que ya no volvería a repetirse. En lo jurídico, se remataba el edificio del Estado. Hay aspectos que han quedado envejecidos, inútiles para una sociedad moderna, como es la sucesión en la Corona. Otros son fuentes de problemas, como el sistema autonómico, que se culminó con lo que muchos consideran el gran error de la Transición: el «café para todos», con práctica igualdad de competencias para todas las comunidades. Pero ha sido la norma más duradera y válida de la historia de España.

Aquel año de 1978 pasaron muchas cosas. Fue el año en que la ONU declaró erradicada la viruela; el año en que nació Louise Brown, la primera bebé-probeta; el año de los tres papas, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, de influencia inestimable en el futuro del comunismo; o el año en que se empieza a emitir Dallas en Estados Unidos.

En España, se despenalizó el adulterio y el amancebamiento, después de ser testigos de muchas manifestaciones de mujeres con carteles que dicen «Yo también soy adúltera». Se nos murieron Blas de Otero y Santiago Bernabéu. Dámaso Alonso obtuvo el premio Cervantes, y Juan Marsé el Planeta por La muchacha de las bragas de oro. Y fue un buen año para los amantes del cine con películas como éstas en la cartelera: Fiebre del sábado noche, El cielo puede esperar, La venganza de la pantera rosa, Superman, El señor de los anillos o El expreso de medianoche. En la prensa de Madrid, el mismo día 29, se hablaba de una ola de atracos, se anunciaba un nuevo sistema de televisión en color, se mencionaba la nueva «cartilla sanitaria de la embarazada» y, como las costumbres se seguían liberalizando con respaldo oficial, Mingote publicaba en ABC un dibujo de dos señoras que se comunican: «He aprovechado que ya se permite la venta de la píldora para comprarme una caja y hacerme este collar». Todo muy atractivo. Pero el año 1978 pasará a la historia como el año de la Constitución. Y la Constitución será, mientras dure, «la Constitución del 78». Se hizo gracias a todos, pero bajo el cuidado y con la dirección de Adolfo Suárez. El 6 de diciembre de 1978, con aquel referéndum, terminó la Transición. Suárez podía dar por concluido el mandato que había recibido. Después de esa norma quedaban establecidas las reglas del nuevo juego político. ¿Debió retirarse Suárez en ese momento? Es probable. Pero él pensó que todavía tenía mucho que hacer. Mucha España que construir. Y no habían pasado los 107 años de su utopía.