UN año después de su nombramiento, no quedaba ninguna de las estructuras represivas del franquismo. Ésta es la crónica de cómo se desmontó un régimen, pieza a pieza y poder a poder, y donde el rey Juan Carlos revela que había una meta, pero no un diseño previo de los pasos.
Cuando Adolfo Suárez se instala en la presidencia (Castellana, 3) e inicia su etapa de gobierno con su equipo (16 de julio de 1976), han pasado ocho meses desde la muerte de Franco. Su régimen ya no existe formalmente, porque se ha instaurado una monarquía; pero todas las estructuras del mismo siguen intactas. Condenadas a su desaparición o transformación, reprobadas por los países democráticos y sometidas a un fuerte rechazo desde el interior, pero inalteradas.
Se trataba de unas estructuras poderosas, al menos sobre el papel. En primer lugar persistía toda la legalidad. Seguían vigentes las Leyes Fundamentales, hechas a la medida de Franco, consideradas por la doctrina oficial como una «Constitución», consolidadas por una larga existencia y con todas sus limitaciones a la totalidad de las libertades. Y seguían vigentes las leyes ordinarias, que hubo que sustituir una a una, aunque alguna consiguió sobrevivir con levísimas matizaciones como la «Ley Fraga» de Prensa.
En segundo lugar, el Movimiento, con miles de funcionarios en toda España y en todos los ámbitos: en la Secretaría General, con todas sus delegaciones, como Juventud, Sección Femenina, Acción Política y otras; en el Consejo Nacional; en los gobiernos civiles, cuyos titulares añadían a su cargo el de jefe provincial del Movimiento, y en los municipios, donde los alcaldes también ejercían de jefes locales del Movimiento. Todos sus miembros eran, en principio, adeptos al régimen de Franco y tenían intereses profesionales que defender. Sobre todo, su puesto de trabajo.
La tercera gran estructura superviviente era la sindical. España había vivido durante cuarenta años con los sindicatos verticales, único sistema representativo de la clase trabajadora y de obediencia debida al régimen. Los enlaces sindicales estaban en la totalidad de las grandes empresas. La Organización Sindical tenía presencia y edificios en todas las ciudades y, desde luego, en todas las capitales de provincia. Las centrales emergentes, como Comisiones Obreras, actuaban en la clandestinidad, eran vigiladas por la policía y su líder emblemático y fundador, Marcelino Camacho, pasó una parte de su vida en la cárcel de Carabanchel.
La cuarta gran estructura a reformar fue la Prensa y Radio del Movimiento, posteriormente integrada en Medios de Comunicación Social del Estado y finalmente disuelta o vendida a otros grupos de información. Tenía cuatro ejes fundamentales: cuarenta diarios en otras tantas provincias, liderados por el periódico Arriba en lo político y por Marca en lo deportivo; la REM-CAR, Red de Emisoras del Movimiento y Cadena Azul de Radiodifusión; la agencia Pyresa, con su propia redacción y corresponsales, y una especie de gabinete de pensamiento que elaboraba la doctrina editorial y seleccionaba los articulistas. Todos estos medios convivían con los tradicionales del Estado: Agencia Efe y Radiotelevisión Española.
Otra de las estructuras, que podríamos enumerar como quinta, era la propia Administración Pública, cuyos miembros habían jurado lealtad a las Leyes Fundamentales. Nunca sabremos cuántos lo hicieron por «obediencia debida», pero sí sabemos que ha sido una Administración que nunca había creado conflictos políticos. Los simpatizantes con los futuros partidos políticos tenían presencia y se conocían, pero sin fuerza de penetración. Y en esa estructura administrativa se integraban los ministerios, sus delegaciones provinciales, las diputaciones con sus diputados y funcionarios, y 8.000 alcaldes (designados a dedo entre adictos al régimen), otros tantos secretarios y cerca de 100.000 concejales, además del personal funcionario.
Coronando todo este paisaje del poder, estaban las Fuerzas Armadas, el sostén militar del régimen, las destinatarias directas del «Testamento político» de Franco, que habían colocado en multitud de cuarteles y salas de banderas. De hecho fue el estamento que más resistencias ofreció al cambio político. Lo cierto es que contaban con un factor positivo: el miedo —pánico en algunos casos personales— a su intervención y a la repetición de la historia, lo que redundó en un acicate definitivo para impulsar el consenso que hizo posible el éxito de la reforma y la redacción de la Constitución.
Y además, unos Cuerpos de Seguridad (Policía y Guardia Civil) formados en la represión y con una prevención: que democracia significase depuración; unos poderes fácticos económicos que en bastantes casos habían acumulado fortunas gracias a los favores del franquismo; una sensación de «vuelta de la tortilla» que creaba al mismo tiempo ilusión y recelos; una Iglesia reticente, por lo menos, ante reformas tan elementales como el divorcio; un terrorismo feroz; una sociedad que se manifestaba todos los días en demanda de derechos civiles, libertad, amnistía y autonomía; y para «facilitar» el tránsito, la crisis económica que siempre aparece en momentos cruciales de la historia de este país. No faltó ni la larga sequía que terminó, casualmente, cuando Leopoldo Calvo-Sotelo pronunciaba su primer mitin de la campaña de las elecciones de 1982.
Cortes franquistas, Consejo Nacional del Movimiento, Leyes Fundamentales de Franco en plena vigencia… Y al otro lado, la oposición, con todos los títulos para llamarse «democrática». Nada más sentarse en su despacho, el desafío táctico del nuevo presidente se centró en cómo superar la dicotomía existente entre los demócratas: los partidarios de llegar a democracia a través de un proceso de reforma y los defensores de la ruptura, porque creían que un régimen autoritario no podía reformarse, sino que era necesario destruirlo. Ésos eran los dos bandos principales en que estaba dividida la clase política de aquel tiempo. Los defensores de la continuidad del régimen sin Franco —los que hablaban de «Monarquía del 18 de Julio» y otras lindezas— no se tomaban en consideración. Sólo había que controlarlos y conseguir que no torpedearan el proceso.
La de Suárez sí que era una difícil situación heredada. No había nada y tenía que construirlo todo desde cero. Y si algo había, había que reformarlo.
Lo primero que fallaba era la base social, popular, de la monarquía. Tenía que construir un régimen político estable bajo la forma de gobierno monárquica, y las encuestas mostraban una mayoría republicana, seguida de partidarios de la continuidad del sistema franquista, y sólo en último lugar aparecía la monarquía, con partidarios que nunca habían superado el 20 por ciento. Cuando Adolfo Suárez asumió la dirección general de Radiotelevisión Española, don Juan Carlos, personalmente, tenía un nivel de popularidad del 10 por ciento. De ahí el esfuerzo de Suárez por difundir la figura del príncipe de España y de doña Sofía hasta conseguir «meterlos por los ojos de los españoles», como un día comentó a sus colaboradores más directos.
Ese desafecto a la Corona era especialmente visible y agresivo en los partidos clásicos de izquierda. El PSOE había recibido así el primer mensaje de don Juan Carlos: «Ha cumplido su compromiso con el régimen franquista». Y la Junta Democrática: «No va a engañar ni a convencer a nadie».
Se encontraba con una mentalidad del poder que se resistía a salir del franquismo y que se representaba muy bien en la mentalidad del Gobierno que le precedía. Su presidente, el señor Arias Navarro, que se consideraba albacea de la memoria de Franco, había dicho a las Cortes: «Os corresponde la tarea de actualizar nuestras leyes e instituciones como Franco hubiera deseado». Las protestas sociales que empezaban a inundar España fueron calificadas por Arias en Televisión Española como «alborotada y disonante gritería de quienes nada o muy poco representan».
La calle era un hervidero de manifestaciones, protestas y reclamaciones, con clamorosa ausencia de interlocutores, que ponía en peligro la convivencia. En aquel año de 1976 todavía se producen detenciones, se suspenden conciertos de cantautores y hay procesamientos por delitos de opinión.
Asomaba la reivindicación, por no llamarle rebelión autonómica en las llamadas nacionalidades históricas. Todos los días se escuchaban los gritos de «Libertad, amnistía, Estatuto de Autonomía». «Eran como un nuevo Himno de Riego», escribe Federico Ysart en su obra Quién hizo el cambio.
Éste era el panorama que el rey, Suárez y su equipo tenían por delante. Sobre todo, Suárez, porque suya era la responsabilidad y él el mecánico llamado al desmontaje. Una vez le pregunté si sintió la sensación del escritor ante el folio en blanco, y él me respondió: «No había tiempo para esas figuras literarias. Había que ponerse manos a la obra, y lo hicimos desde el primer minuto».
¿Por dónde empezar? Como es obvio por nombrar el equipo de Gobierno. Y no resultó fácil. Algunas de las personas en que pensaba para su gabinete no aceptaron, y algunas de las que querían ser ministros no eran idóneas para Suárez. Alfonso Osorio le ofrece la cartera de Educación a Fernando Álvarez de Miranda, pero su partido Izquierda Demócrata Cristiana le impone tres condiciones que él debe imponer, a su vez, a Osorio: inmediata amnistía, referéndum prospectivo para establecer una democracia parlamentaria y libertad para todos los partidos y sindicatos. Los objetivos son correctos para Suárez, pero no puede aceptarlos como condiciones. No se le vuelve a llamar para el Gobierno.
García de Enterría, llamado para el Ministerio de Educación, se arrepiente después de haber aceptado y sugiere que le sustituya Aurelio Menéndez. Enrique Fuentes Quintana también renuncia al Ministerio de Comercio y es sustituido a última hora por Juan Lladó, que era subsecretario. Todo esto ocurre en un solo día, el 7 de julio de 1976. Los ministros que renuncian lo hacen después de confeccionada la lista. Todo eso, añadido a la inexperiencia de Suárez y algunos de los miembros de su equipo más próximo, da idea del clima de nervios y un cierto derrotismo que se respiró en el caserón de Castellana, 3. Pero hay algo peor: esas renuncias de grandes personalidades de prestigio político y académico deterioran la imagen del nuevo Gobierno antes de constituirse formalmente. Al dimitir los grandes catedráticos mencionados, los llamados al nuevo gabinete son considerados por los medios informativos como «profesores no numerarios» (PNN). Y surge la primera definición del equipo: «Gobierno de penenes».
Sin embargo, el valor (que creo que se puede considerar histórico) de aquel equipo no radica en su currículum. Está, en cambio, en lo que dijo el rey en la primera reunión del Consejo y que, como hemos dicho, inspiró también el nombramiento de Suárez: el poder acababa de ser puesto en manos de una nueva generación de españoles.
Esto era cierto por la edad de los ministros (una media de cuarenta y cuatro años), pero también por algo mucho más trascendente: de los dieciocho miembros de aquel Gobierno, sólo cuatro, los ministros militares, habían luchado en la guerra. Era un hecho decisivo. Por primera vez, los grandes protagonistas de aquella cruel confrontación civil no eran mayoría en un Gobierno de la nación. El relevo era auténtico y se hacía con nombres y apellidos.
Otra característica de aquel gabinete consistía en que de todos los llamados, salvo dos, habían tenido alguna responsabilidad en el régimen de Franco. Es natural: estamos situados en julio de 1976, y el régimen de Franco había durado lo mismo que su titular, hasta el 20 de noviembre de 1975. Si no se había producido una ruptura total, resultaba muy difícil, casi imposible, incorporar al Gobierno a alguien con experiencia que no hubiera tenido alguna competencia en el régimen. No era cuestión de designar a los licenciados de la última promoción universitaria.
Rodolfo Martín Villa recordó esta circunstancia en la presentación del libro de Manuel Campo Vidal El presidente inesperado y aclaró la gran orientación política: «En puridad, no era un Gobierno democrático; pero todos estábamos por la reconciliación y por la tarea que se efectuó después, que consistió en legalizar los partidos, reconocer el pluralismo sindical, establecer el sufragio universal, o hacer que en España no hubiera un solo preso político ni un exiliado».
En la primera actuación de aquel Gobierno hubo de todo. Y el primer «regalo» no fue lo menor: un sonado artículo de Ricardo de la Cierva de fuerte impacto, porque contenía la mayor descalificación previa que se haya hecho nunca a un Gobierno. Lo tituló a la orteguiana manera de «Qué error, qué inmenso error» y venía a decir que era el primer Gobierno franquista del posfranquismo. Lejos de amilanarse ante su contenido, Adolfo Suárez, que era en el fondo el gran censurado, lo tomó como un estímulo. Se sintió en el deber de demostrar lo antes posible que el error era de Ricardo de la Cierva.
De modo que empezó una tarea vertiginosa de Gobierno, como no se recuerda. Aquel equipo tenía una vitalidad extraordinaria. Adolfo Suárez se comportaba como una máquina trabajando, hablando, programando. No consumía tiempo en comidas. Dormía poco. Estaba disponible a cualquier hora del día y de la noche. Todo era frenético, y a mí se me aparecía como el hombre de las mil manos: una para ganar y convencer a la oposición; otra para crear y malgobernar su partido político; varias para pastorear a los ministros; para apagar fuegos militares; para vigilar el desarrollo de la Constitución; todas, para conseguir aquello que él mismo dijo: reformar la casa sin que deje de funcionar la luz ni falte agua en las cañerías. Eso fue la Transición.
La hoja de ruta de Suárez tuvo varios capítulos de desarrollo paralelo: convencer a una oposición tan expectante como descreída de que la democratización iba en serio y evitar que estallara la ruptura en medio de algaradas e incidentes que pusieran en peligro la paz civil; desmontar la legalidad vigente sin traumas que provocaran la rebelión del entonces llamado «búnker»; sustituirla por una legislación básica aceptada por la mayoría, y vestir todo ello de un cuerpo doctrinal capaz de sustituir el franquismo sociológico que estaba incrustado en gran parte de la sociedad.
Cuando se escriben estas páginas, el Gobierno de Mariano Rajoy presume de ser «el más reformista de la historia» por la cantidad de reformas que está dispuesto a promover en su primera legislatura. Antes, el Gobierno de Zapatero se jactaba de ser el Gobierno que había efectuado más reformas sociales. Previamente, José María Aznar levantó el estandarte de la modernización de la economía. Y en el Gobierno de su antecesor Felipe González, su vicepresidente Alfonso Guerra había alardeado de hacer tales reformas en España que no la iba a conocer «ni la madre que la parió». Llegó incluso a hablar de revolución, porque las revoluciones de este tiempo son las que se hacen «a base de pequeñas reformas».
En ese listado de gobiernos reformistas, que han sido todos, habría que reservar un lugar de honor para Adolfo Suárez y su Gobierno de «penenes». Aquellos años sí que fueron de reformas. Y de reformas históricas: fue el paso de una dictadura a una democracia bajo la consigna, o la utopía, o la chulería del «vamos a asombrar al mundo». Ese desafío del asombro creo que es una de las claves del empuje de aquellos arriesgados jóvenes. El instrumento utilizado en la etapa preconstitucional, dada la urgencia del proceso, fue el del decreto ley. Descaradamente, el decreto ley.
Para hacernos una idea del vértigo de esa etapa, no hay nada mejor que el recuerdo de las decisiones adoptadas:
—30 de julio de 1976: primera amnistía limitada.
—8 de octubre de 1976: retraso de elecciones municipales.
—8 de octubre de 1976: fin de las estructuras sindicales.
—30 de octubre de 1976: régimen foral de Guipúzcoa y Vizcaya.
—18 de noviembre de 1976: las Cortes aprueban la Ley para la Reforma Política.
—15 de diciembre de 1976: la Ley de Reforma Política se aprueba en referéndum.
—4 de enero de 1977: supresión del Tribunal de Orden Público.
—4 de enero de 1977: jurisdicción militar sin competencias en terrorismo.
—13 de enero de 1977: sale de la prisión de Alicante el preso político más antiguo de España.
—25 de enero de 1977: programa de inversiones de las Fuerzas Armadas.
—25 de enero de 1977: fin de la prisión subsidiaria por impago de multas de la Ley de Orden Público.
—8 de febrero de 1977: se prohíbe a los militares profesionales actuar en política.
—8 de febrero de 1977: la Junta de Jefes de Estado Mayor se vincula al presidente del Gobierno.
—8 de febrero de 1977: los partidos políticos sólo necesitarán inscribirse, sin autorización administrativa.
—25 de febrero de 1977: se legaliza el juego.
—4 de marzo de 1977: reforma de las relaciones laborales, se regula la huelga y el cierre patronal.
—4 de marzo de 1977: se restauran las Juntas Generales de Guipúzcoa y Vizcaya y las diputaciones forales.
—4 de marzo de 1977: ampliación de la amnistía. Sólo excluye los delitos de sangre de intencionalidad política.
—18 de marzo de 1977: nuevas normas electorales. Sistema D’Hont.
—1 de abril de 1977 (Día de la Victoria con Franco): se disuelve el aparato del Movimiento Nacional.
—1 de abril de 1977: se retira el monumental yugo y flechas de la fachada de Alcalá, 44.
—1 de abril de 1977: decreto ley de libertad de expresión e información.
—11 de mayo de 1977: España asume el Convenio de la OIT sobre libertad sindical.
—11 de mayo de 1977: se modifican las plantillas de la Guardia Civil.
—2 de junio de 1977: se deroga la legislación sindical franquista y se deroga la cuota sindical obligatoria.
—15 de junio de 1977: elecciones generales.
De forma paralela, iba cambiando la sociedad. Y también los medios informativos. Quiero detenerme en una medida que, sorprendentemente, no es anotada en ninguna de las biografías de Suárez: la devolución de la libertad a la radio. Una de sus primeras decisiones (otoño de 1976) fue decretar la libertad de información de la radio. Fin del monopolio de Radio Nacional de España. Fin de la obligación de conectar con sus «partes» o diarios hablados. Se terminaba una larguísima etapa en que las emisoras privadas tenían que funcionar según el brillante diagnóstico de Antonio Calderón: «Como no podíamos transmitir la realidad producida, transmitíamos una realidad inventada».
Hasta ese decreto las emisoras privadas no podían utilizar siquiera la palabra «noticia». Un entonces jovencísimo Javier González Ferrari recuerda cómo había que ir ganando espacios parecidos a la libertad bajo responsabilidad y riesgo de los redactores y directores de los programas de la Cadena SER: para el espacio Matinal Cadena SER, las emisoras de provincias enviaban crónicas del día anterior, porque antes de su emisión había que mandarlas a censura. «Fíjate en la frescura y la ardiente actualidad que podían tener esas crónicas», comenta ahora Ferrari. Si se daban noticias con voz propia, no eran otras que las de Radio Nacional, que les llegaban por teletipo, «transmitidas por teletipistas a los que pagábamos nosotros». Y el histórico programa Hora 25 no era formalmente un programa de información, sino que se presentaba como sigue: «Hora 25. Un programa de cuestiones actuales que dirige Manuel Martín Ferrand».
Suárez devuelve a la radio esa libertad tan elemental en un medio de comunicación como es la de contar noticias. Las cadenas se pusieron a organizar rápidamente sus redacciones. Antonio Calderón y Eugenio Fontán deciden que la SER inicie su informativo de las 14.30 el mismo día del decreto, sin perder ni un minuto, y lo dirige y presenta Iñaki Gabilondo. Para ayudar a su éxito, Radio Nacional les hace un gran regalo: cambia su horario de emisión a las 14.00, con lo cual renuncia a la cita con los oyentes que había construido a lo largo de cuarenta años.
A partir de ese momento, en el aire comenzó a oírse un sonido distinto, más joven, menos perfecto, a veces sin guión, pero lozano y libre. Más adelante vinieron los comentarios: primero, «En menos que canta un gallo», de Manuel Martín Ferrand en Matinal SER. Después, casi al día siguiente de abandonar La Moncloa, el mío propio en Hora 25.
Desde aquella proclamación de la libertad, en las ondas apareció una fantástica realidad: se comenzaron a escuchar voces nunca oídas por la mayoría de los ciudadanos. Antes estaban prohibidas. Eran voces de la clandestinidad. Me lo comentaba Paco Vázquez con emoción y gratitud cuando ya era alcalde de A Coruña y uno de los grandes referentes del socialismo español: «No os podéis imaginar el servicio que la radio le ha prestado a la democratización de este país. Al dejar escuchar las voces de gentes que hasta ahora estaban prohibidas, se ha permitido que se sepa cómo piensan, que también desean el bien para España. Y se ha permitido, sobre todo, que se descubra que son, sencillamente, personas, no monstruos, como los había presentado la propaganda oficial».
La nueva radio fue así la banda sonora de la Transición.
En total, una veintena de reformas en once meses. Si se me permite utilizar la frase de un famoso astronauta, fueron pequeños pasos vistos desde la distancia, pero enormes pasos en aquel tiempo. Suárez se asemejaba a un explorador que iba desbrozando el camino, cortando los obstáculos que impedían avanzar, hasta dejar despejado el sendero de la democracia. Cada centímetro que avanzaba dejaba ver un poco de claridad en el horizonte. Suárez empezaba a sentirse seguro. La resistencia era grande, pero menos de lo temido. La oposición no se lo acababa de creer del todo. Los cronistas asistíamos al espectáculo entre sorprendidos y apasionados. La mayoría aplaudía. Pero ésa era solamente la parte de la Transición que aparecía en el Boletín Oficial del Estado.
En medio de ese torrente legislativo, Suárez da otros pasos de máxima trascendencia, auténticos órdagos, como la legalización del Partido Comunista o el principio del desarrollo del Estado de las Autonomías. Atiende situaciones dramáticas, como las provocadas por el terrorismo de extrema derecha, que produce la matanza de Atocha, o por el de extrema izquierda, que intensifica los atentados y secuestra a Oriol y Villaescusa. Aglutina a las pequeñas fuerzas políticas reunidas en torno a las siglas UCD, y consigue que todos los demás partidos se presenten a las elecciones del 15 de junio de 1977, las primeras que pueden considerarse democráticas desde la Segunda República.
En esa fecha sólo quedaba por poner en pie el nuevo Estado español en la forma de monarquía constitucional. Pero Adolfo Suárez había construido las bases del nuevo régimen de libertades. Había logrado el prodigio de demoler una dictadura de cuarenta años apoyada por los ejércitos y había conseguido comprometer en la reforma a partidos republicanos, independentistas e incluso violentos. Un año después de su nombramiento, no quedaba ni una de las estructuras represivas del franquismo.
Es difícil discrepar, por tanto, del criterio que me traslada Landelino Lavilla en una larga conversación en la sede del Consejo de Estado: la Transición de verdad, la que permitió pasar de una dictadura a una democracia, es el período que va del 3 de julio de 1976, fecha del nombramiento de Suárez, a las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977. A partir de entonces empieza el juego normal de partidos de cualquier democracia.
El auténtico milagro de Suárez fue conseguir la ruptura llamándola reforma. Porque no nos engañemos: formalmente fue una reforma, pero los efectos han sido de ruptura con todo lo anterior. Surgió un nuevo régimen y se desmontó su legalidad, sorteando las dificultades y con la mirada puesta en la meta. Todas las artes de la política se utilizaron al servicio de la causa.
¿Quién hizo el proceso? Desde luego, lo movió el rey y lo ejecutó el primer Gobierno de Suárez. Dentro del Gobierno, toda la instrumentación jurídica del proceso fue efectuada básicamente por Adolfo Suárez y Landelino Lavilla, ministro de Justicia. Muchas decisiones fueron adoptadas por ambos sin más colaboración que sus equipos respectivos.
Del rey hacia abajo, las claves humanas del éxito del proceso han consistido en contar con un presidente lleno de entusiasmo y empeño por triunfar en la operación. No olvidemos que su entrada en los Consejos de Ministros era la misma cada viernes: «Esto lo ganamos». Y así mantenía la moral de su equipo, incluso en los momentos más dramáticos. Por otro lado, un Gobierno que participaba del mismo entusiasmo y que Landelino Lavilla define así, pasados los años: «Era un Gobierno de personas entregadas, generosas, dedicadas, solventes, limpias, comprometidas con lo que había que hacer y que no creaban problemas». Sumemos a Torcuato Fernández-Miranda, al que en algún momento se definió como el copiloto que ponía las luces largas. Su inspiración filosófica existió, fue muy trascendente además de seguida por Suárez, pero el gran inspirador no estuvo ni en la discusión ni en la redacción de los textos ni los decretos ley. Eso sí: fue magistral en el arte de dirigir aquellas Cortes todavía orgánicas por cuyo desfiladero tenían que pasar las tropas que las iban a destruir. Por fortuna se contó con una oposición que, aunque crítica, no opuso obstáculos insalvables. Como se puede deducir de otras anotaciones de este libro, se limitó a esperar y ver. Ni hizo aportaciones al cambio de legalidad, ni sacó las masas a la calle. Digamos que actuó como si el trabajo legislativo y su operación de orfebrería no fuese asunto suyo. En sus reuniones y comunicados, empujaba, criticaba, era conciencia crítica o se dejaba querer, todo a un tiempo. Sus aportaciones empiezan a partir de su entrada en las nuevas Cortes, en el Congreso y en el Senado. Aunque lo más justo es apuntar que, cuando menos, dejó hacer. Lo peor hubiera sido una labor de obstrucción.
Le he preguntado al rey Juan Carlos si había un diseño previo de los pasos que había que dar para llegar a la democracia. Y ésta fue su respuesta:
—No, no hubo nunca un diseño. Lo que hubo desde el primer minuto ha sido absoluta claridad y seguridad en la meta, que no podía ser otra que una democracia plena, con todas las libertades, con todos los derechos reconocidos y con todos los partidos legalizados, incluido el Partido Comunista. El diseño se fue haciendo a medida que íbamos andando y con las personas que se iban incorporando. Las personas y los partidos políticos.