El día que el rey se jugó la corona

UN juego de filigranas a cargo de un mago llamado Fernández-Miranda. Desmentido de la servilleta de Segovia. Intención del rey: llevar al poder a una nueva generación.

El día 3 de julio de 1976, en España se podía comprar un traje de caballero por 2.999 pesetas, unos 18 euros, y un vestido de señora por 599 pesetas. El país arrastraba la crisis económica de 1973, agravada por una nueva sequía, y la campaña oficial rezaba: «Consuma agua como si quedara poca. Aunque usted pueda pagarla, España no puede». Había crisis, pero llegaban nuevos artículos de consumo. Por ejemplo, se anunciaba la cámara Polaroid («el recuerdo de un momento feliz es suyo al momento») por 2.574 pesetas, poco más de 15 euros de hoy. Y había actividad, porque en la prensa se publiciataban urbanizaciones de lujo en las afueras de Madrid, como Montealina, y pisos y casas en la sierra. Se podía comprar una finca «con vistas a pantano» por menos de un millón de pesetas, 5.000 euros. Los cruceros eran de Ybarra.

En los periódicos de la mañana se publicaban los acuerdos del Consejo de Ministros, con una relación detallada de las medidas de cada ministerio, adoptadas bajo la presidencia del teniente general Fernando de Santiago, presidente en funciones. Arias Navarro había dimitido y la noticia provocó una subida en la Bolsa. Ese mismo día se difundía que el rey, que poco antes había calificado a Arias como «un desastre sin paliativos», lo nombraba marqués y grande de España: marqués de Arias Navarro.

En la portada de La Vanguardia (que todavía se apellidaba Española) aparecía Arias Navarro: «El ex presidente muestra un rostro satisfecho tras haberle sido aceptada su dimisión por S.M. el rey». Se contemplaba a José María de Areilza: «Parece profundamente preocupado». Y también a Fraga Iribarne: «Se muestra jovial y divertido». Adolfo Suárez no llamó la atención del fotógrafo ni del periódico. Creo que de ningún periódico.

Una de las novedades de ese mismo día era que ya se podía cambiar el nombre propio en el Registro Civil. Los Pedro podían llamarse oficialmente Pere en Cataluña y los Benito podían inscribirse como Bieito en Galicia.

Pero las libertades andaban así de estrechas: el director de la revista Ciudadano acababa de declarar ante el juez por publicar un estudio sobre métodos anticonceptivos. Cercaba el poder, pero también los grupos incontrolados: el mismo diario La Vanguardia publicaba esta cadencia de noticias: «Cincuenta redactores y colaboradores de Cuadernos para el Diálogo, amenazados de muerte». Y debajo: «También el director de Triunfo». Y más abajo: «Y el director de La Codorniz, don Álvaro de Laiglesia». Las amenazas estaban firmadas por el Sexto Comando Adolf Hitler del Orden Nuevo.

Ese mismo día, una treintena de políticos pertenecientes a la entonces llamada «oposición democrática» habían redactado un escrito en que denunciaban el «enmascaramiento democrático» de la anunciada reforma constitucional. Pedían la reintegración a la vida de los españoles exiliados y en prisión, procesados o sancionados por razones políticas. Reclamaban la vigencia efectiva de los derechos y libertades democráticas y la libre constitución de partidos. Y exigían la formación de un Gobierno ampliamente representativo. Varios de los firmantes serían ministros en los años siguientes.

En Argel se terminaba de redactar la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos, que comenzaba con estas palabras en su preámbulo: «Vivimos tiempos de grandes esperanzas, pero también de profundas inquietudes». Hablaba de la lucha de los pueblos del mundo por su emancipación y su reconocimiento nacional. Pero aquella primera definición valía para retratar el estado de la opinión pública española: estado de esperanza, pero también de inquietud.

Sin embargo, la noticia que pasaría a la historia de España era la reunión del Consejo del Reino, una institución de la legalidad franquista, que tenía, entre otras funciones, la de darse por enterado del cese o dimisión del presidente del Gobierno y proponer al jefe del Estado una terna de nombres para designar al nuevo presidente. En las fotos se veía a Antonio María Oriol y Urquijo con traje de alpaca gris, al obispo Cantero Cuadrado o a José Antonio Girón de Velasco con bastón. Lo presidía el presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, y las reuniones de aquellos días fueron un juego de astucias y habilidades de este asturiano que tenía una misión que en principio parecía imposible: lograr que aquellos «pata negra» del régimen colocaran en la estricta selección de tres candidatos a un hombre joven, que ni había hecho la guerra, ni había escrito ningún libro, ni pertenecía a ninguna de las élites dominantes, ni estaba integrado en los círculos de poder de la época. Se llamaba Adolfo Suárez González.

Las reuniones del Consejo del Reino fueron, como acabo de decir, un juego de astucias e inteligencia de Torcuato Fernández-Miranda, cuyo máximo empeño consistía en que no se notara que había un candidato oficial y que sólo contaba con un cómplice inicial: Miguel Primo de Rivera, que fue el primero en introducir el nombre en una lista inicial de 32, que se fueron eliminando hasta la terna final. Por lo demás, hubo algo de aquelarre: Oriol y Martín Sanz pedían que los elegidos fuesen, antes que nada, anticomunistas; Primo de Rivera añadía que tuviesen experiencia y fuesen bien vistos por el ejército y la banca; monseñor Cantero deseaba un candidato abierto e integrador…

Sin embargo, la política da sorpresas. Si aquellos días se hubiese hecho una encuesta sobre qué nombres estarían en la terna, de seguro aparecerían dos: Manuel Fraga y José María de Areilza. Desde luego que un sondeo entre cronistas políticos daría ese resultado. La revista La Actualidad Española dedicó en diciembre de 1975 medio centenar de páginas a preguntar a políticos con posibilidades por el futuro político de España, y entre los 150 consultados no estaba Adolfo Suárez. Repasados los pronósticos de aquellos días, habrá que decir como quien mira el resultado de una quiniela: ni una. Fraga, con todo su liderazgo moral de la derecha, no tuvo quien lo defendiera en el turno de justificación de nombres. Por lo tanto, no se sometió ni a la primera votación. José María de Areilza no es que no llegara a la final, es que cayó en la primera ronda. Así se esfumaron los dos grandes aspirantes.

Y probablemente sucedió con toda justicia, dicho sea con el respeto que merecen su inteligencia, su cultura y la abultada hoja de servicios de ambos. Pero Fraga era un hombre demasiado convencido de sus ideas para lo que se necesitaba en aquel trance. ¿Y Areilza? Areilza no era tan aperturista como pensábamos en la época. Creo que ha llegado el momento de revelar que en el proyecto democratizador del gran diplomático no figuraba la legalización del Partido Comunista de España: «No la aceptarían el Reino Unido ni Estados Unidos», solía decir, según la versión de Alberto Aza. Incluso tenía algunas reservas del tipo «ya veremos» ante el Partido Socialista de Felipe González. Areilza era brillante y también disfrutaba de capacidad de seducción, pero carecía de la audacia de Adolfo Suárez.

La terna final estuvo formada por Federico Silva Muñoz, Gregorio López-Bravo y Adolfo Suárez. Este último, el menos votado. A juicio de todos cuantos conocieron los nombres antes de la designación, se había puesto de relleno y exclusivamente para transmitir la sensación de que el Consejo del Reino también se fijaba en la gente joven y no sólo en los grandes dinosaurios. Muchos años después, Rodolfo Martín Villa recordaba: «Adolfo no estaba de relleno en la terna. Estaba para salir». No cabe más evidencia ni la cupo nunca.

Ese hombre joven estaba solo en casa aquel sábado, aunque existen versiones que afirman que le acompañaba Carmen Díez de Rivera. Su familia se había marchado a descansar unos días en Ibiza. Era un solitario pegado a un teléfono. No podía salir, porque en la época no había teléfonos móviles para localizarlo. Salir de casa era desconectarse del mundo. La llamada que llevaba tiempo esperando se produciría ese día, o no se produciría nunca. Esa llamada era la del rey. Pero antes, Torcuato Fernández-Miranda tenía que conseguir el prodigio: «colar» su nombre en la lista. Y todo tenía que suceder ese mismo día. No había otro. O ése, o nunca. Pese a todo, había conseguido dormir. Echó un vistazo a los periódicos y se dispuso a esperar. Simplemente a esperar. Nunca hasta entonces había corrido el reloj con tanta lentitud. El tiempo no es el mismo para quien espera que para quien está llegando.

Y llegó la frase mágica: «Estoy en condiciones de ofrecer a Su Majestad lo que Su Majestad me ha pedido». Cuando Torcuato Fernández-Miranda la pronunció ante los periodistas que esperaban a la puerta del Consejo del Reino, quizá no sabía que estaba diciendo quince palabras llamadas a abrir uno de los períodos más apasionantes de la historia reciente de España. La operación imposible se había culminado con éxito. Se desvelaba una de las claves de la conducción del tránsito a la democracia: el rey y él habían acordado la inclusión de ese nombre. Y el rey también quedaba en condiciones de poner en marcha la primera y más básica tarea de su reinado: desmontar la dictadura que había heredado y llegar a una democracia sin más calificativos que el de normal. Sólo tenía que poner su real dedo sobre el nombre de aquel joven con el que tanto había hablado y que se llamaba Adolfo Suárez. El objetivo estaba claro. Ya era posible llamar al ejecutor.

Y lo llamó. Lo llamó dos veces, quizá para propiciar el suspense en el elegido. La primera, para preguntarle sencillamente qué estaba haciendo. Y la segunda, la definitiva, para invitarle a tomar un café en La Zarzuela. No sé por qué, pero esa historia de las dos llamadas siempre me recordó al joven enamorado que quiere quedar con su chica, pero no se atreve a decírselo. La primera vez la tantea, y a la segunda, se decide. En el caso de don Juan Carlos no creo que se haya debido a una historia de atrevimiento ni de duda, sino sólo un jugueteo con los nervios del que para él ya era presidente.

Que se trataba de un jugueteo se demostró después en el palacio. El rey se escondió detrás de la puerta de su despacho. Y acto seguido se lo dijo: «Te tengo que pedir un favor…». Y Suárez: «Ya era hora…».

Debo decir que Su Majestad el rey, en conversación con el autor de estas páginas mantenida el día 30 de mayo de 2013, no ratifica esos términos ni esas bromas. La versión de don Juan Carlos es que le recibió sin ningún tipo de juegos. Le saludó, le comunicó su decisión y «Suárez se quedó muy asustado por la gran responsabilidad que asumía». El rey le explicó que entendía que era la persona indicada, que podía aportar ideas novedosas y que además representaba la llegada al poder de una generación nueva.

¿Y en esa primera reunión ya se diseñó el esquema de cómo hacer la Transición? ¿Hubo una indicación de cómo empezar a gestionarla? El rey lo recuerda muy bien: no; no hubo ninguna indicación de cómo empezar a caminar hacia la democracia. Quiso dejarle a Suárez las manos libres. Le dio ánimos, le ofreció su respaldo, le dijo algo de caminar juntos y Suárez le prometió entregarse al cargo con toda dedicación. En un determinado momento de la conversación recuerda la ocasión en que Franco le habló por primera vez de ser «sucesor a título de rey», haciéndole sólo una indicación: «Mantenga la unidad de España».

El rey nombraba presidente del Gobierno por última vez. A partir de entonces, el propio Suárez, cada vez que renovó su mandato, lo hizo en función del resultado de las urnas. En esa reunión en el Palacio de la Zarzuela terminaba una forma de hacer política en España. En adelante, las urnas, la soberanía del pueblo español, sería la encargada de decidir quién ocuparía la presidencia del Gobierno. El rey pasaba a obedecer ese mandato y limitaba su función a las consultas con los partidos y encargar la formación del Gobierno al ganador de las elecciones. Cada paso que se daba por esas fechas suponía un cambio histórico en las costumbres y usos del poder.

Y había algo más en esa reunión: don Juan Carlos se jugaba la corona. Si la experiencia Suárez salía mal, el rey de España pasaría a la historia como lo que había dicho Carrillo: «Juan Carlos el Breve». Se comprenderá que, al estar al borde del abismo, el rey no sólo haya hecho un nombramiento suficientemente pensado: hizo la gran apuesta de futuro. Se constituyó una alianza. Para Suárez, de salvación de la monarquía. Para el rey, de necesidad de éxito de Suárez. Ambos unieron sus destinos. Con una diferencia: Adolfo Suárez siempre supo, y así lo dijo aquella tarde, que, si alguien tenía que caer, sería él. Ahí empezaba su entrada definitiva en la historia, y también su sacrificio. Quedó sellado con un abrazo que se podría definir como un pacto de sangre. Y se establecía el campo de juego: el rey marcaría la meta; Suárez pondría los medios y la responsabilidad de la ejecución.

Adolfo Suárez salió del palacio con una doble sensación. Por una parte, sentía el orgullo de la misión que se le encomendaba. Por otra, sentía el vértigo de verse asomado a un precipicio. Y sintió, sobre todo, una enorme soledad. Cuando conducía por la carretera en dirección a la salida de Somontes, se le cruzó un cervatillo: «Por poco te atropella el presidente del Gobierno», dijo en voz alta, y se sorprendió de sí mismo. Ya en la carretera de El Pardo, grupos de personas caminaban con su hatillo de vuelta del Parque Sindical. El presidente frenó su coche y pensó instintivamente: «Ésta es gente feliz que ahora mismo no está pensando en ningún tipo de cambio político. Lo último que piensan es en el cambio político». Sintió la tentación del orgullo: «Ahora no saben quién soy; dentro de nada conocerán lo que somos capaces de hacer».

Lo que desconocía era que en ese momento arrancaba una impresionante carrera de obstáculos. Para muchos, un martirio. Para el estudioso José García Abad, un drama griego. Para el conjunto de los españoles, el período de mayores transformaciones de la democracia. Para los investigadores de la Transición, un sobresalto permanente y un cerco. Y para quienes le trataron después de terminada su presidencia, un camino hacia la soledad.

Regresó a su casa, aparcó su Seat 127 que muy pocas veces volvería a conducir, llamó a Amparo y se lo dijo a María Elena, su fiel asistenta de siempre: «Quiero que sea usted la primera en saberlo; está usted en casa del presidente del Gobierno español». Y otra vez la soledad en forma de interrogante: «¿Por dónde empiezo?». Y sobre esa duda, el empuje: «No hay vértigo, Adolfo; no puedes permitirte el lujo de sentir vértigo».

Recreé estos momentos con Aurelio Delgado, que no vivió con Adolfo aquellos instantes, pero sí los días, los meses y los años siguientes. Y Aurelio afirma: «Sabía perfectamente el panorama que tenía por delante. El desafío era enorme, en medio de una fuerte crisis económica, incertidumbre de la opinión pública, enemistad declarada de los perdedores en la designación del rey; pero él repetía todos los días, lo tenía que repetir para convencerse a sí mismo: soy capaz de hacerlo, claro que soy capaz de hacerlo».

Ésa era una de sus claves personales: el hombre que se jaleaba a sí mismo en medio del temporal. No era confianza en su persona y en sus posibilidades; era eso y mucho más: el no dejarse decaer, el empujarse… hasta el día en que, agotado, Adolfo Suárez González se cansó de empujar a un presidente del Gobierno llamado Adolfo Suárez.

Y aquélla era la primera tarde para coger impulso. Llamó a Alfonso Osorio, a quien no sólo le unía una sólida amistad, sino un compromiso de apoyo mutuo y lealtad recíproca en caso de que uno de los dos fuera llamado a presidir el Gobierno. Osorio fue su primer aliado y cómplice. Juntos perfilaron el primer calendario. Juntos hicieron la lista de los posibles ministros.

Camino de casa de Suárez, Alfonso Osorio, que sería vicepresidente y aún no sabía que él también aparecía en la lista de presidenciables aunque no llegó a la gran final, no salía de su asombro. Lo creía y no lo creía. Conocía como nadie las dotes de Suárez, pero también sus debilidades. «No me ha querido decir nada, pensaba, pero las claves que me ha dado significan que ha sido él. Se le notaba en el tono. ¡Adolfo Suárez, presidente del Gobierno de España! ¿Y por qué él?» El asombro de Osorio era el mismo que sentirían millones de ciudadanos al ver Televisión Española a las ocho y media de la tarde.

Se trata de una larga historia. Comenzó cuando Suárez era gobernador civil de Segovia. Allí conversó largo y tendido con el rey. Y hablaron mucho de futuro. Cuenta la leyenda que ambos diseñaron la Transición sobre una servilleta de una cafetería, aunque nadie lo haya podido confirmar. Como tampoco se pudo confirmar que hubo un documento de pocos folios en los que se detallaba la hoja de ruta del tránsito. «No hubo la servilleta de Segovia», afirma convencido Ventura Pérez Mariño. «Si hubiera esa servilleta y esos folios, alguien los habría visto y alguien los tendría archivados, y no los tiene nadie», confiesa Aurelio Delgado, el hombre por cuyas manos han pasado todos los papeles y documentos de su cuñado el presidente. Y añade: «Si yo los hubiera visto, los habría guardado como oro en paño».

Sin embargo, todos los libros publicados hablan de la famosa servilleta de papel, donde estarían descritos los pasos a dar y el diseño de la Transición. Sólo hay una persona que puede confirmarlo o desmentirlo: el interlocutor de Suárez, el rey Juan Carlos. Él es el único testigo:

—No hubo ninguna servilleta. Ninguna. En ningún momento. Ésa es una leyenda urbana.

Lo que de seguro no es leyenda es lo descrito: que Adolfo y Juan Carlos hablaron mucho. Fueron confidentes. Se confesaron aspiraciones. Adolfo cuidó al máximo la figura del príncipe en cada uno de sus pasos cuando dirigía Radiotelevisión Española, y no lo hacía por granjearse su simpatía, sino por sentido de Estado. Se jugó su puesto al negarse a transmitir en directo la boda de la «nietísima» de Franco, Carmen Martínez Bordiú, y Alfonso de Borbón, como quería el ministro de Información y Turismo de la época, y no se sabía a quién obedecía ese ministro.

Hasta que llegó el momento del cansancio y el fracaso de Arias Navarro y hubo que empezar a pensar en el sucesor. Pilar y Alfonso Fernández-Miranda ofrecen una explicación muy razonada, fruto de su propia investigación y de lo mucho que habló Pilar con su padre: «El rey y el presidente de las Cortes —escribe— tenían algo claro: no querían un presidente protagonista, sino disciplinado […] Torcuato Fernández-Miranda lo veía [a Suárez] como un hombre inteligente, con enorme energía política, con gran capacidad de seducción y, por tanto, de diálogo; suficientemente comprometido con el régimen como para eludir las presiones de la extrema derecha; suficientemente joven como para que tal compromiso fuera relativo y le permitiese abrir un diálogo con la izquierda, y suficientemente permeable como para aceptar sin reticencia las órdenes de la Corona. Es decir, un presidente “abierto y disponible”».

No había otro. Cada perfil que se dibujaba en el retrato-robot llevaba a Adolfo Suárez. Podía haber otros jóvenes, pero no habían demostrado su empuje. Incluso políticos más cultos y con más Estado en la cabeza, como piropeó después Felipe González a Aznar, pero no eran dúctiles. Y había por lo menos una docena de presidenciables que tranquilizarían mucho a los resistentes frente a la democracia, pero jamás conseguirían ni la adhesión ni el respeto de la oposición democrática. El nombre era Suárez. Con todos los riesgos, con todas las incógnitas, el nombre era el suyo. Sólo hubo un detalle que falló con el tiempo: no era tan dúctil como se pensaba sobre el papel. Lo que al principio parecía uno de sus méritos se convirtió al final en una de las causas de su caída.

En una conversación de este cronista con el rey, pregunté: ¿De quién fue la iniciativa de pensar en Suárez, de don Juan Carlos, o de Torcuato Fernández-Miranda? A lo que se contestó: De ambos. De lo que el rey me cuenta, deduzco que los dos llegaron al mismo nombre por caminos distintos: el rey, por su conocimiento de las virtudes del personaje y su extraordinaria intuición; Torcuato, por sus reflexiones pragmáticas.

—Yo —acepta don Juan Carlos— tenía ganas de decirle algo, pero no debía hacerlo. Me limitaba a hacerle gestos y sugerencias.

—Por ejemplo, cuando le dice en el Bernabéu «qué suerte tener presidentes jóvenes en los equipos».

—Sí, ése fue uno de los mensajes que le envié. Pero no podía decirle más.

Suárez presidente fue, pues, el resultado de la intuición, un examen riguroso de sus cualidades y una obra final de ingeniería política que sólo podía encomendarse a un genio como Torcuato Fernández-Miranda. Era el hombre adecuado para la ocasión. Había nacido en el momento justo para ser llamado a la operación más importante que la nueva monarquía podía acometer.

Rodolfo Martín Villa asegura que, con el nombramiento de Suárez, el rey se jugó materialmente la corona. ¿Tuvo don Juan Carlos esa misma sensación?

—Era una apuesta fuerte, porque Suárez procedía del Movimiento y había trabajado durante el franquismo en RTVE y en un Gobierno Civil. Con esa biografía, habría dificultades para que lo aceptara la oposición antifranquista. Pero, por la misma biografía, no suscitaría el rechazo de los resistentes al cambio. A mí me pareció el presidente idóneo porque conocía sus cualidades y porque pertenecía a una nueva generación.

La nueva generación a la que pertenecía el mismo rey. Y se necesitaba alguien de esa edad, es decir, joven, que no estuviera atado por la historia; alguien cuyo nombramiento no pusiera en pie de guerra al franquismo superviviente, pero que al mismo tiempo no provocara el rechazo frontal de quienes habían pasado lustros tratando de derribar al franquismo; alguien de ideología no excesivamente definida, es decir, versátil; con características personales de encanto para convencer a los resistentes, con capacidad personal de diálogo, y con la suficiente ambición para tomar con entusiasmo el inmenso desafío que tenía por delante.

La designación de presidente del Gobierno se llevó a cabo a partir del diseño de ese perfil. A falta de lenguaje de las urnas, todavía imposible, se hizo, digamos, una selección técnica. Propia de un gabinete de estudios o de una empresa cazatalentos. El rey y Fernández-Miranda funcionaron como una pareja de seleccionadores que examinaron los perfiles de toda la clase dirigente hasta llegar a la conclusión Suárez.