PARA acreditarse como gobernante, pasó cinco pruebas: gestionar una catástrofe, evitar un estado de excepción, derrotar al yerno de Franco, demostrar talante democrático y someterse a un examen de Estados Unidos.
La busca del hombre adecuado para conducir la transición a la democracia en el plano ejecutivo fue lo que más tiempo ocupó los pensamientos y las conversaciones del rey Juan Carlos desde que empezó a verse como futuro jefe del Estado. Habló con centenares de personas. Estudió todas las biografías. Investigó actitudes personales. Adolfo Suárez siempre estuvo en su cabeza, pero le suscitaba dudas, como luego veremos. Repasada la biografía política del futuro presidente, se puede decir que ganó su designación a base de superar varias pruebas: la prueba de Los Ángeles de San Rafael, la de los sucesos de Vitoria, la prueba de su capacidad para liderar el aperturismo y el examen de Estados Unidos.
El 15 de junio de 1969, cuando Adolfo Suárez ostentaba el cargo de gobernador civil de Segovia, se produjo una de las grandes tragedias civiles de este país. La cadena de supermercados Spar celebraba una convención en un local de ocio y restauración que un año antes había inaugurado el famoso empresario Jesús Gil y Gil. A la hora del almuerzo, con medio millar de personas dentro, el local se derrumbó. El balance de víctimas fue terrible: 58 muertos y cerca de 150 heridos. Los periódicos de aquellos días están abarrotados de denuncias. Denuncias de defectos de construcción, debido a su confección de mampostería y ladrillo de hueco doble que no resistía el peso de las vigas de hierro. Denuncias de responsabilidad administrativa, porque no se había controlado debidamente la calidad y la garantía de la edificación. Querellas políticas, porque en aquel momento había una lucha sorda entre los «azules» y los «tecnócratas» del régimen. Y, por último, el descubrimiento de la verdad: Jesús Gil y Gil había aprobado la construcción de un edificio sin autorización reglamentaria alguna. Ni siquiera había solicitado el servicio de energía eléctrica. Una de las grandes golferías empresariales de la época.
Adolfo Suárez, tan pronto como conoció la noticia, llamó al presidente de la Diputación, Fernando Abril Martorell, y ambos se personaron en el lugar del desastre. Cuentan las crónicas que el comportamiento del gobernador fue ejemplar. Lo primero que hizo fue imponer la serenidad en un momento de pánico colectivo. Lo segundo, ordenar los trabajos de rescate. Lo tercero, instalar un botiquín de urgencia, el rudimentario y mínimo hospital de campaña posible. En cuarto lugar, coger un pico y una pala y ponerse él mismo a rescatar heridos y cadáveres. Y, por último, organizar —y pagar— el aprovisionamiento de los ataúdes de las víctimas y buscar transporte para sus familiares.
No contamos con testimonios gráficos, al menos que yo conozca, pero sí con declaraciones de testigos que recuerdan ese momento. Por mucho menos, exactamente por ponerse unas botas en unas inundaciones, el canciller Gerhard Schröder ganó unas elecciones en Alemania. La gestión de Suárez en el suceso y posteriormente en la investigación de responsabilidades, sirvió de ejemplo de comportamiento de un gobernante ante una desgracia colectiva. Para quien seguía sus pasos, acababa de demostrar capacidad de gestión en una emergencia.
La segunda gran prueba queda atestiguada por su capacidad de riesgo, aunque fuesen riesgos calculados o, por lo menos, necesarios en su carrera política. Por ejemplo, él sabía a la perfección que para aspirar a la presidencia del Gobierno debía estar entre los «pata negra» del Movimiento, la única fuerza política organizada y legal. Como también que el presidente del Gobierno de la monarquía tenía que salir de dentro del sistema. Mientras los demás aspirantes construían sus proyectos en la oposición entonces llamada democrática y, por tanto, se excluían, él montó la estrategia contraria. De manera que, cuando quedó una vacante en el grupo de «Los 40 de Ayete» en el Consejo Nacional del Movimiento, presentó su candidatura.
¿Dónde reside el riesgo, si él era ministro del Movimiento? En un pequeñísimo detalle: el otro aspirante era Cristóbal Martínez Bordiú, marqués de Villaverde, yerno de Franco, es decir, el «yernísimo». Se trataba, por tanto, del depositario de la memoria del Caudillo, y se podía sospechar que aquel reducto del franquismo más auténtico y leal le daría su confianza. Los periodistas de entonces asistimos a la contienda con el suspense de una guerra a muerte. Alguien tenía que morir en la batalla, y podía ser Suárez, que quedaría obligado a dimitir como ministro y terminar así su carrera política. Sin embargo ganó. Y con una victoria clara: 66 votos contra 25. Acababa de subir un peldaño.
La tercera prueba para el aspirante a presidente aconteció en Vitoria, exactamente en los hechos conocidos como «sucesos de Vitoria». Desde luego que no fue una prueba preparada por nadie, sino sobrevenida. Una prueba con la que se encontró Suárez por casualidad, porque un viaje de Fraga, ministro de Gobernación, a Alemania, obligó a que el ministro secretario general asumiera sus competencias.
En Vitoria tuvo lugar el conflicto político-laboral más grave de la Transición. Acaeció tres meses antes del discurso de junio de 1976, el 3 de marzo. La tragedia se llevaba gestando desde principio de año, con huelgas parciales sucesivas y dos huelgas generales. Para esa fecha, 3 de marzo, se convocó la tercera, con gravísimos incidentes que terminaron con dos obreros muertos en el acto, más otros que fallecerían después y unos 150 heridos. La actuación de la policía, sin órdenes superiores, fue calificada de brutal. Una masa de manifestantes se había refugiado en una iglesia, y la transcripción de las comunicaciones por radio de la policía demuestra cómo se produjeron inicialmente los hechos. Es una transcripción parcial, dada su duración y por la dificultad de comprender los diálogos. De todas formas, da una idea aproximada de los sucesos:
—… los alrededores de la iglesia de San Francisco, ¿qué hacemos?
—Si hay gente, a por ellos.
—Pero ten en cuenta que se meterán dentro de la sacristía.
—[…] De todas formas, tal como están las cosas se puede entrar. De acuerdo, cambio.
—Vamos a por ellos.
—…
—Desaloja todo lo desalojable, cambio.
—[…]
—Me dispongo a entrar en la iglesia, cambio.
—[…] Que recabes autorización, porque seguramente ahora se esconderán sin tirarnos nada.
—No entiendo lo que me dices, Charlie.
—Que recabes la autorización esa que tú sabes, porque seguramente ahora se meterán dentro de la iglesia sin necesidad de tirarnos piedras.
—Espera un poco que voy a hablar con el jefe a ver qué dice.
—[…]
—J2 a J1. Procedan a desalojar la iglesia, cambio.
—Ahora vamos a proceder entre J2 y J3.
—…
—Si no… [ininteligible] a palo limpio.
—…
—Por las afueras estamos rodeados de personal. Vamos a tener que usar las armas.
—…
—Estamos rodeados de gente. Esto va a ser un pataleo. Vamos a tener que usar las armas. Seguro además, ¿eh?
—Intervenid los tres juntos, pero sacadlos como sea.
—Enterados.
—[…] Dime qué lío tenéis.
—Estamos sacándolos a todos pa fuera en estos momentos.
—Pero vamos a ver: ¿estáis cargando o qué?
—A tope.
—…
—Aquí estamos, que esto es una batalla campal.
—Te preguntaba si estabas en el ajo ya. Ahí hay tiros y hay de todo. Cambio.
—…
—Mira a ver si os acercáis a la iglesia de San Francisco. Por ahí creo que hay una batalla campal.
—Parece que hay heridos a manta, ¿entiendes? Pero no estoy todavía con ellos porque hay una barricada que está obstruyendo.
—De acuerdo, mira a ver si encuentras una forma de llegar, que aquello debe estar muy mal.
—Estaba preguntando si había heridos.
—De momento, de los nuestros no hay ninguno.
—Bueno, está bien, ta bien.
—…
—¿Qué tal está el asunto ahora por ahí?
—Pues más o menos igual, te puedes figurar. Después de tirar más o menos mil tiros, ya me contarás cómo está toda la calle, como está todo.
—Pero vamos a ver: ¿en este momento seguís cargando? ¿Seguís con lío?
—No, en este momento, no.
—…
—Hemos contribuido a la paliza más grande de la historia.
—…
—¿Qué tipo de munición necesitas?
—Necesito cartuchos, necesito botes, necesito pelotas.
—De acuerdo, pero toda la munición la tienen los de Valladolid, que no han pasado por aquí. Yo si te mando botes y pelotas, te los mando sin cartuchos.
—Eso es como si me enviaras una flauta y no supiera tocar, ¿sabes? O sea, que tengo dos secciones y medio paralizadas. La otra media todavía tiene unos poquitos. Por cierto aquí ha habido una masacre. Cambio.
—De acuerdo, de acuerdo, cambio.
El Gobierno tuvo conocimiento de lo ocurrido sobre las siete de la tarde. Y ahí estaba Suárez. Su reacción fue contada, entre otros, por Juan Fernández Fuentes en su biografía de Adolfo Suárez: «Lo primero que hizo, desde el propio Consejo Nacional del Movimiento, fue abortar la intervención del ejército que preparaba el capitán general de Burgos. No fue fácil, porque mientras impartía desde un despacho las primeras órdenes por teléfono, entró el presidente Arias Navarro dispuesto a decretar el estado de excepción en Vitoria».
En ese momento la fortuna estaba aliada con Suárez y esa misma fortuna quiso que el vicepresidente, el general Fernando de Santiago, no estuviese localizable. Suárez, apoyado por Alfonso Osorio, Solís y Martín Villa, consiguió frenar el impulso represivo que había en el ambiente y gobernar la tensa situación con criterios civiles y no militares.
Se evitó, sin duda, un conflicto mayor del que ya se había producido. El relato de lo ocurrido llegó al Palacio de la Zarzuela, y el propio rey le preguntó a Alfonso Osorio, según cuenta éste en sus memorias: «¿Estuvo Suárez tan bien como dice?». «Estuvo muy bien, señor», respondió Osorio. Y Rodolfo Martín Villa escribió después en su libro Al servicio del Estado: «Adolfo Suárez tuvo una ejemplar actuación en aquellos días para compensar la inhibición mostrada hasta entonces por las autoridades gubernativas y por los responsables de la Dirección de Seguridad».
Fraga, en viaje de gobierno del que todavía tardaría dos días en regresar, perdió una oportunidad de oro para demostrar que podía dominar un conflicto con gestos democráticos y no con el estilo que se le atribuía. Y el propio Suárez estuvo convencido de que a partir de esa prueba de gobernación don Juan Carlos reafirmó su opinión sobre que podía ser el presidente que necesitaba. Prueba superada.
Ya como ministro secretario general del Movimiento, el Gobierno Arias remite a las Cortes el proyecto de ley que regula el Derecho de Asociación Política. Adolfo Suárez recibe el encargo de defenderlo ante esas Cortes, que son todavía las Cortes franquistas y, por lo tanto, servidoras del partido único. Como explico en otro capítulo, desde el primer momento Suárez sabe que se trata de su gran prueba. Era el discurso de su vida, que le encarga a este cronista, que para entonces no había cumplido los veintinueve años de edad, y para quien era, simplemente, el primer discurso de su vida.
La fecha señalada era el 9 de junio de 1976, y faltaba algo menos de un mes para la caída de Carlos Arias Navarro. Nadie lo sabía con exactitud, pero esa caída, más tarde o más pronto, aparecía en todos los pronósticos. Lo que Suárez se jugaba en esa ocasión era su candidatura formal a la presidencia del Gobierno, y tenía plena conciencia de la importancia del momento. Se enfrentaba a una única alternativa: o pasar esa prueba como un trámite más de un ministro más, o ponerse al frente del sector político como la referencia del cambio, de los aires nuevos y, en definitiva, de la transición política que no acababa de arrancar.
En ese discurso, con el pretexto de hablar del derecho de asociación, asomó ya todo el espíritu de la Transición: «iniciemos la senda nacional de hacer posible el entendimiento por vías pacíficas»; «este pueblo nos pide que acomodemos el derecho a la realidad»; «hagamos posible la paz civil por la vía del diálogo»; «todo el pluralismo social dentro de las instituciones representativas». Y la frase definitiva, que sería la más recordada, en competición con el «puedo prometer y prometo»: «Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal».
Suárez consiguió su objetivo: se situó al frente de la reforma. Había pasado a ser el referente reformista. Les había «colocado» a los procuradores de las Cortes franquistas el horizonte nuevo al que se enfrentaba este país. Y la ley fue aprobada por amplia mayoría. Se había superado la gran prueba. Se estaba consolidando el mago que más tarde haría el resto: llevar el sonido y las demandas de la calle a la legislación.
Por desgracia esa misma tarde asomó el primer escollo para «elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal»: las mismas Cortes del aplauso y la aprobación mañanera rechazaron la modificación de los artículos del Código Penal que limitaban los derechos de reunión, expresión de ideas, libertad de trabajo y asociación. La defendió brillantemente don Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate, ministro de Justicia, pero el búnker ponía su primera piedra en el camino del cambio. Adolfo Suárez tuvo que esperar a ser presidente para llevar a cabo esa modificación legal fundamental. Pero, una vez más, la historia se repetía: quien estuviera siguiendo sus pasos añadía a su capacidad de gestión la capacidad de seducción y liderazgo.
Estados Unidos, aliado interesado de España desde el acuerdo de las bases de 1953, nunca fue ajeno a lo que pasaba en nuestro país. Y mucho menos en todo el proceso sucesorio de Franco, que vigiló, aunque nadie pueda decir que lo haya tutelado. De hecho, la mano americana ha sido vista por algunos cronistas, de forma más o menos imaginativa y conspiratoria, en la voladura de Carrero Blanco. Desde Estados Unidos, donde disponía de gran libertad, el entonces príncipe de España pronunció sus primeras declaraciones a favor de las libertades en el país, aunque Franco estuviese todavía vivo. Allí dijo, por ejemplo, en 1971, que «la gente quiere más libertades, pero el problema es el momento oportuno».
Y, de hecho, Estados Unidos preconizó de alguna forma el camino que debería seguir la España del posfranquismo. Cómo ha sido esa guía y hasta dónde llegó a ser sugerida a Franco primero y a la monarquía después, es un asunto que todavía pertenece a las materias reservadas de las relaciones entre ambos Estados. Pero se pueden mencionar algunos hechos comprobados, como por ejemplo, el que cuenta Charles T. Powell en su libro Juan Carlos, un rey para la democracia:
El presidente Richard Nixon deseaba convencer a Franco de que coronase a don Juan Carlos en vida o que designase a un presidente de Gobierno que facilitase o asegurase la transición de la dictadura a la monarquía. Nótese que el Gobierno estadounidense jamás habló de república. Dio por hecho en todo momento que la desembocadura del régimen era monárquica. Para la tarea de persuadir a Franco, Nixon envió a España al subdirector de la CIA, el célebre Vernon Walters, quien se entrevistó con el Caudillo: éste, como era tradicional en su carácter gallego, nunca regalaba una palabra de compromiso, pero sí testimonios de confianza en el futuro. Y eso fue lo que recibió Walters, según la obra de Powell: «Dígale al presidente Nixon que el orden y la estabilidad en España quedarán garantizados por las medidas oportunas y ordenadas que estoy adoptando». No mucho tiempo después, en junio de 1973, Franco nombraba presidente del Gobierno al almirante Luis Carrero Blanco. Uno de los deseos de Estados Unidos se había cumplido, aunque ignoro si con la persona que pretendía.
¿Tuvo algo que ver el Gobierno de Estados Unidos con el nombramiento de Suárez? Hay quien piensa o ha pensado que sí. Por ejemplo, José María de Areilza, que, todavía dolido por su exclusión, anota en su diario de los días 14 y 15 de julio de 1976 (Cuadernos de la transición) que la decisión de sustituir a Arias Navarro por Suárez estaba adoptada desde la visita de Henry Kissinger a Madrid en el anterior mes de enero.
La idea de la clave norteamericana estuvo, por lo visto, muy extendida. Otro nombre sonoro de la época, Rafael Pérez Escolar, dejó escrito en sus Memorias, al comentar la designación de Suárez como ministro secretario general del Movimiento en el Gobierno de Arias: «Así se iba escribiendo derechamente su candidatura, con renglones descabalados más que torcidos, para acceder un día a la presidencia del Gobierno, como querían los americanos…».
Puestos a especular, también se podría sostener que don Juan Carlos vuelve de Estados Unidos con la decisión tomada o al menos habiendo comunicado el nombre al Gobierno americano, y ese Gobierno quiere saber quién es ese tal Suárez, cómo piensa, cuál es su criterio sobre Estados Unidos y la política internacional y cuáles serían las relaciones bilaterales en el caso de ser finalmente elegido presidente del ejecutivo español. Eso es lo que se podría desprender de una historia en la que fue protagonista principal don Juan Herrera, a la sazón presidente de Petróleos del Mediterráneo (Petromed) y consejero de Banesto. La historia es la siguiente:
Un día recibo la llamada del señor Herrera, a quien no conocía. Me invita a almorzar en Jockey, porque me quería comentar algo que le había ocurrido antes de la llegada de Suárez a la presidencia. El asunto trataba sobre que había recibido una llamada del embajador de Estados Unidos en España, quien le quería pedir un favor: que organizara una fiesta en la finca de su propiedad próxima a Madrid y que procurase que en ella estuviese el ministro secretario general del Movimiento.
Así lo hizo Juan Herrera, naturalmente con cargo a su bolsillo particular. Llegaron los invitados, y el embajador americano secuestró literalmente a Adolfo Suárez, se dedicó a pasear con él por la finca y estuvieron hablando durante varias horas. Herrera me invitaba a almorzar para contrastar su criterio de si aquella entrevista habría sido algo así como el examen que Estados Unidos le hacía al ministro para darle su aprobación como candidato a la presidencia. Yo le contesté que, si no era verdad, estaba bien traído, y ambos convinimos en aquello tan prosaico de que las casualidades no existen en política y que aquella conversación, desde luego, parecía «mucha casualidad».
Se lo comenté tiempo después a Suárez y ni confirmó ni desmintió que hubiera sido examinado por el embajador, pero siempre creí que él mismo había empezado a albergar la duda. Entonces se limitó a decirme que habían hablado de todo, de la situación española, de cómo hacer el tránsito a la democracia y, desde luego, el embajador estaba muy interesado en ensalzar las excelentes relaciones entre los dos países.
Adolfo fue escalando en la vida pública. Tuvo momentos de caída y volvió a levantarse. Desaparecía y renacía. Un día fue nombrado ministro secretario general del Movimiento por un azar de la vida: Fernando Herrero Tejedor, su protector, su amigo, su mentor, había fallecido en un accidente de tráfico. Desde ese ministerio, Adolfo, con el olfato político que siempre le caracterizó, cultivó especialmente la relación con Torcuato Fernández-Miranda. Y, si creemos las notas que rescataron y publicaron Pilar y Alfonso Fernández-Miranda en su libro Lo que el rey me ha pedido, fue Torcuato quien convenció al rey de que Adolfo era el hombre adecuado.
¿Es que el rey no estaba convencido? Si leemos a quienes han publicado las notas personales de Fernández-Miranda, parece que no. Lo veía bien, le gustaban sus ideas, conocía sus aspiraciones, pero también lo consideraba algo «verde» debido a su juventud para la inmensa tarea que tenía por delante. Y no era para menos. En ese momento había aspirantes a la presidencia de la talla de los muy citados Areilza o Fraga. De hecho, según la revelación de Torcuato que hicieron sus hijos, las listas de preferidos del rey nombraban a, por este orden: Areilza, Fraga, López de Letona, Pérez de Bricio, Silva Muñoz, López-Bravo y, en séptimo y último lugar, Adolfo Suárez.
Todos eran muy conocidos para Fernández-Miranda, menos Adolfo Suárez. Por eso habló mucho con él. Como catedrático que era, usó todas sus artes para examinarlo sin que lo pareciera. Fue a cenar a su casa. Durante la velada le confesó que podía ser el candidato, y su asombro aumentó cuando comprobó que no rechazaba la idea. Ni siquiera por falsa humildad. Ni siquiera por cortesía, para devolverle la honra a su interlocutor. Se calló y seguramente se puso a fantasear con lo que había soñado gran parte de su vida. Fue como si dijera: «Acepto el envite». Y el profesor Fernández-Miranda, en ese mismo momento, le dio el aprobado. Se trató de una misión para escuchar al candidato. Fue un auténtico examen. Y Suárez lo aprobó ante el gran catedrático, quien pudo llamar al rey para decirle que el alumno estaba en condiciones. El rey ya tenía su mirlo blanco.