DONDE se descubre su fondo socialdemócrata, cómo lo veía el rey, el punto de gallo que tenía, sus complejos y arrebatos… y aquella decidida señora que quiso comprobar el tamaño de sus atributos.
La descripción tópica que suele hacerse del personaje consiste en que era de cultura limitada, ambicioso, encantador, pragmático, de ideología voluble, desclasado —«el estadista desclasado», le llama Alfonso Guerra en sus memorias—, con algún complejo de falta de trayectoria democrática frente a sus interlocutores, que tenían la vitola de haber sido perseguidos por el franquismo, pragmático y negociador. Todo es verdad y todo relativo.
Las mejores definiciones de su persona las pronunció él mismo en tres momentos de su vida. La que más utilizaba era ésta: «Soy un chusquero de la política». Chusquero (hay que recordarlo ahora que ya no existe el servicio militar) era el profesional de la milicia que conseguía alguna graduación sin pasar por la academia y, a base de reenganches, se hacía primero con algún galón y después con alguna estrella. Pilar Urbano lo describió en una crónica en ABC: «Y así entró como chusquero de la política, para ir recorriendo ascenso tras ascenso todo el escalafón en línea recta hacia la presidencia». Ese escalafón comenzó en la secretaría de un alto mando del Movimiento, ganó galones en el Gobierno Civil de Segovia, alcanzó condecoraciones de jefe en la Dirección General de Radiotelevisión Española, y de general en la Vicesecretaría y en la Secretaría General del Movimiento. Y de ahí, a capitán general en La Moncloa, si se me permite seguir con el lenguaje de la milicia.
La segunda definición fue contestada a Juan Luis Cebrián en la mencionada entrevista: «No soy experto en nada, pero creo que soy un buen político».
Y la tercera, pronunciada en el debate de la moción de censura presentada por Felipe González: «Saben que soy una persona sencilla y normal».
Podría hablar de una cuarta definición, también suya, porque se trata de uno de sus primeros gestos: nada más haber sido designado presidente, hizo una declaración de bienes; «dirá usted de males», le rectificó el notario, según la versión que después daría Eduardo Navarro. Esa declaración es hoy habitual y obligada por las leyes. En 1977 era fruto exclusivo de su intención de transparencia. Y ofreció el primer signo de modernidad. Si se miran sus penurias económicas posteriores, se puede afirmar que no metió la mano en la caja. Un tipo básicamente honesto.
Chusquero, buen político, persona sencilla. Así era. Así es. Desde luego, no se puede decir que el Adolfo Suárez que conocí estuviese todo el día pensando en las últimas corrientes literarias, ni que hubiera leído la obra de Zubiri o Julián Marías. Fue un estudiante discreto, suspendió asignaturas, las recuperó con más habilidad que estudio, hizo la carrera por libre, y su placer no radicaba precisamente en la lectura, ni su prioridad consistía en que le hiciesen llegar por valija lo último de Sartre recién salido de la editorial para epatar a la intelectualidad en una cena del Club Siglo XXI o en las Lentejas de Mona Jota.
Quizá una de las desventajas que sufrió su imagen cultural se evidenciaba por comparación: algunos de los personajes políticos de la época gozaban de una altura intelectual superior a la media. Ahí estaba Fraga Iribarne, con su enciclopédico saber, su memoria prodigiosa y su centenar de libros publicados. O Leopoldo Calvo-Sotelo, de cultura refinada y casi heredada y de artes poco frecuentes en política, como el dominio del piano, sólo lucido desde el poder por Narcís Serra. También Areilza, con su pasado franquista como el de Suárez, camuflado en su empaque señorial y su seducción de los selectos. Y por supuesto, las primeras generaciones de españoles que se habían formado en universidades extranjeras e hicieron cursos de ricos en Nanterre, la Sorbona, centros alemanes, británicos y estadounidenses. A su lado, Adolfo Suárez, como la mayoría de los jóvenes de entonces, era más bien del montón. Éramos más bien del montón.
Si Aznar y Rodríguez Zapatero presumían de tener un libro de poesía en su mesilla de noche, y casi de dedicar tanto tiempo a la poesía como a la gobernación, Adolfo Suárez parecía justo lo contrario: dedicó todo su tiempo a hacer política. Todo. El día y la noche. Sin horarios. Por eso resulta injusto Leopoldo Calvo-Sotelo cuando, en su memoria de la Transición, juega irónicamente con lo que se encontró en el Palacio de la Moncloa: una caja fuerte sin ningún secreto de Estado, y una clamorosa ausencia de libros en todo el palacete.
Recordé esa descripción hace poco tiempo, cuando uno de los empresarios de mejor biografía y de mayor patrimonio de España me confesaba en un rapto de sinceridad: «Yo no he leído un libro en mi vida». Le tuve que responder con la misma sinceridad, a la vista de su éxito social y económico, incluso mediático: «Ni falta que te hizo».
Si Adolfo Suárez leyó poco —desde luego, bastante más de lo que se dice—, leyó lo suficiente. Y se rodeó de una buena biblioteca personal, que no sólo ha visto este cronista. El periodista Miguel Platón me facilita el testimonio de Javier María Pascual, quien fuera director de El Pensamiento Navarro, confinado a Riaza, provincia de Segovia, en el estado de excepción de 1969, cuando Suárez era gobernador civil de esa provincia. Nada más llegar, Adolfo Suárez se acercó a verlo. Le ofreció un trato exquisito y lo llevó a su biblioteca personal para que escogiese los libros que quisiera durante el tiempo que duró su exilio. Lo relata el propio Pascual en su libro Los confinados. Es decir, tenía libros. Y el gobernador civil franquista ayudaba a los perseguidos por el franquismo.
El siguiente episodio resulta más conocido: Suárez hasta se pudo permitir la chulería de rectificar a Antonio Hernández Mancha en el Congreso cuando éste atribuía a santa Teresa de Jesús los versos adaptados a la ocasión: «¿Qué tengo yo que mi enemistad procuras…?», y Suárez le rectificó: «Si su planteamiento de coherencia se cifra en esa cita, le diré que el poema no es de mi paisana santa Teresa, sino de Lope de Vega».
Respecto a la sarcástica observación de Calvo-Sotelo, en aquella casa no había tiempo ni para leer los periódicos. El alimento más o menos literario de las mañanas eran el par de folios a un espacio que hacía Pepe Cavero desde la Dirección de Prensa, él mismo los fotocopiaba y los repartía por los despachos o a los ministros cuando llegaban a la reunión del Consejo de los viernes.
¡Para recrearse en poesías estaba Adolfo Suárez! ¡Para meterse en los versos de Gamoneda, como Zapatero, mientras había que pegar el oído al suelo por si llegaban los tanques, mientras había que redactar y negociar una Constitución, mientras la extrema derecha pegaba patadas bajo la silla y la extrema izquierda seguía pidiendo la ruptura! En los trepidantes cinco años de la presidencia de Suárez se necesitaba todo el tiempo para gobernar un país que estaba cambiando de piel, para hablar con la gente que se incorporaba a la vida pública y para sostener un edificio que parecía no tenerse en pie.
Un día festivo, mientras paseábamos solos por los jardines del palacio, me confesaba con amargura que no disponía de tiempo para ir al teatro ni para evadirse con una novela. Y fue en este paseo cuando se detuvo y me dijo: «Me falta tiempo para todo, pero ¿sabes cuál es mi satisfacción íntima? Darme cuenta de que el tiempo somos nosotros». Jopé, presidente, qué filosófica tienes la mañana, acerté a decirle. Y él me dio una palmada con ese gesto característico suyo, como mordiéndose el labio inferior: «No es mío. Eso de que “el tiempo somos nosotros” lo dijo un papa del Renacimiento».
Lo cierto es que llegando al final de su paso consciente por la vida, Adolfo Suárez dejó un cuerpo de doctrina política considerable. Sus discursos, conferencias y declaraciones a medios informativos ofrecen un pensamiento político muy completo y que, desde luego, sorprendería a Leopoldo Calvo-Sotelo. Suárez no era sólo un pragmático que manejaba los recovecos del Estado. Ni exclusivamente un ejecutor del destino político marcado por la Corona. Sus intervenciones en el Congreso, leídas ahora, constituyen una guía ética para gobernantes. Cuando dejó de estar agobiado por los asuntos de la gobernación diaria, construyó una notable teoría política sobre la democracia, la libertad o el papel del Estado. En este sentido, me permito destacar el libro Pasión por la libertad, de Federico Quevedo, que hace una aproximación seria, rigurosa, sistemática, documentada e imprescindible para conocer el pensamiento de Adolfo Suárez. Después de leerlo, puede añadirse esta definición a su biografía: el chusquero con ideas que entendió el Estado.
E ideológicamente ¿cómo era él? La mejor descripción es la del rey, que lo calificó como «adolfista». Quien tuvo la fortuna de captar ese pensamiento regio fue el periodista José Luis Navas un día que estaba con el rey y la reina en el Palacio de la Zarzuela recabando datos para su biografía del príncipe de España. Doña Sofía le preguntó a su marido: «Oye, Juanito, ¿Suárez es del Opus o falangista?». Según Navas, don Juan Carlos soltó una carcajada: «Por Dios, Sofi, Suárez es adolfista». José Luis Navas, el testigo, lo interpretó de forma positiva: como un elogio. Don Juan Carlos veía a Suárez como un hombre libre de ataduras. Era la primera señal de que ya pensaba en Adolfo para altos designios: «Tenía apuntado su nombre en la agenda».
Adolfista. Posiblemente se trate, como digo, de la mejor descripción. Todo lo demás sabe a poco. Suárez fue construyendo su propia ideología, fruto de las contradicciones que había visto y sufrido en su vida: pertenecía a una familia medio acomodada al régimen de Franco y medio republicana, sin olvidar que era hijo de un padre de laicismo confeso, metido casi a predicador de la doctrina social del Vaticano; situado a caballo entre un colegio donde se estudiaba Formación del Espíritu Nacional y la calle, que empezaba a estar en otra cosa; por lo demás un universitario que quería hacer carrera con el régimen de Franco, mientras la universidad empezaba a levantarse contra el régimen, y también un joven que para sobrevivir tenía que acarrear maletas en una estación ferroviaria, a sabiendas de que ése no era su destino. Más adelante fue ese hombre que hablaba de democracia con el príncipe de España, mientras ostentaba el cargo de jefe provincial del Movimiento en Segovia, y algo más tarde un ministro secretario general del Movimiento que ya estaba pensando en cómo legalizar a partidos demonizados por el Movimiento…
De esa forma se fue forjando el pensamiento político del hombre llamado a hacer el gran cambio de su país. Lo de menos quizá sea la ideología. Lo importante, me comenta Justino Sinova en un urgente repaso de los recuerdos, es que «supo ver cuál era el mejor destino de los españoles y cómo se construía. Dejó su vida en ese empeño. Consumió su vida en una operación política de dimensiones históricas».
Contaba, indudablemente, con un fondo falangista inculcado en la escuela y en el ambiente. Pero tenía, sobre todo, algo que Alberto Aza define como «currículum de perfil social». De todo ese fondo cultural y biográfico se quedó, efectivamente, con el acento social, como corresponde a quien siempre fue tenido por un desclasado, aunque la definición de desclasado le vino después, precisamente como consecuencia de su falta de identificación con las familias y poderes dominantes de la época. Y afloraba en sus conversaciones y discursos. Cuando aún vivía Franco y estando en la sede de la Secretaría General del Movimiento, ante la prensa y las autoridades que habían asistido a su relevo como vicesecretario general, en un discurso rescatado por Manuel Campo Vidal, dijo: «No admitimos la oligarquía bajo ningún aspecto».
Leñe, eso era subversivo. Eso podía leerse en cualquiera de los panfletos que se repartían en la universidad. Esa frase podía ser firmada por la ORT, la Organización Revolucionaria de Trabajadores. ¿Por qué pasó desapercibida? ¿Por qué nadie se la recordó después ni para el elogio ni para la crítica? Quizá porque nadie la escuchó. Quizá porque la había dicho un cesante. O tal vez porque en el mismo discurso propugnó «la democracia en todos los ámbitos de la nación», y era justamente eso lo que todos querían escuchar. Lo demás se percibía como un matiz secundario.
Suárez, en el fondo, fue el primer socialdemócrata que llegó al poder en España, aunque por entonces él no lo sabía. Y además, no tenía esa credencial. Por eso contaba con una gran facilidad para entenderse con los políticos de izquierda. Conectó muy bien con Tierno Galván en su primera entrevista en casa de Javier González de Vega. Supo hacer un discurso que sedujo a Felipe González cuando se encontraron en casa de Joaquín Abril Martorell en la famosa noche en que ambos se dedicaron a revisar todas las dependencias, armarios, cajones y lámparas del piso, por si les habían puesto algún micrófono oculto, ¡el presidente del Gobierno, comprobando si le espiaban sus propios espías, o la CIA, o el KGB, de los que nunca se fio! Y fue legendario su nivel de compenetración con Santiago Carrillo. El histórico líder del PCE le confesaría muchos años después a Campo Vidal: «En el fondo, Suárez era un hombre progresista y de izquierdas». Lo dicho: el primer socialdemócrata que llegó al Gobierno en la nueva España democrática.
La impresión de Carrillo, sin embargo, no era compartida por la mayoría de la sociedad española. Quienes hemos trabajado en su imagen no hemos logrado transmitir a la opinión pública ese pensamiento progresista en lo social. Al revés: una encuesta encargada por UCD en 1980 preguntaba a quién se consideraba más a la derecha: a Adolfo Suárez o al democristiano Óscar Alzaga. Y la sorpresa fue que para los ciudadanos, Suárez se posicionaba más a la derecha. La interpretación que hacía Alfonso Osorio de esta inesperada ubicación era doble: Suárez estaba marcado por sus cargos en el régimen anterior y, en todo caso, la izquierda la ocupaba el Partido Socialista. Todo lo que quedaba a la derecha del PSOE era de derechas.
Naturalmente, la misión de Suárez consistía en atraer a todos esos personajes repudiados hasta entonces por la España oficial a la causa democrática, convencerlos de la sinceridad de su proyecto y garantizar que respetarían la monarquía. Pero no sería igual su compenetración si Suárez hablase un lenguaje conservador. De hecho, nunca encontró elogios en la derecha política, salvo cuando algunos de sus primeros votantes se incorporaron al Partido Popular. Antes, Manuel Fraga le trataba con rencor y los líderes de la derecha más europea, como Areilza, unían a su despecho por haberlos desplazado un sentimiento de clase que les hacía considerarlo inferior.
Esa socialdemocracia que llevaba dentro, aunque monárquica y católica, volvió a surgir cuando fundó el Centro Democrático y Social, el CDS. Lo que más le interesó de mis aportaciones a sus discursos para ese partido fue la necesidad de emprender la «transición económica» después de haber efectuado la transición política. Desgraciadamente, no obtuvo los votos suficientes ni siquiera para intentarlo. Llegó demasiado tarde: los ciudadanos de centroizquierda ya habían decidido que el suyo era el Partido Socialista Obrero Español y que su líder natural era Felipe González Márquez.
Cuando ya se había retirado de la política y no era más que un simple testigo de los gobiernos de Felipe González, lo que más admiraba era el funcionamiento del dúo Felipe-Guerra (aunque después también resultó provisional) y la eficacia del Partido Socialista para producir un relevo en la oligarquía española que había prometido no tolerar. Empezaron a surgir nuevos nombres, nuevos rostros en las finanzas, en la gran empresa, en las multinacionales, en los medios de comunicación. A él le hubiera gustado gestionar ese relevo o que se hubiera producido en su mandato. Pero no tocaba. Tuvo que gobernar con la oligarquía de siempre. En eso le aventajó Felipe González. Incluso José María Aznar.
También ganó fama popular de ser chulo, orgulloso, hasta el punto de que el mote más extendido fue el de «chuletón de Ávila». Así se le conocía en muchos ambientes. Yo nunca lo vi como tal, en la faceta negativa de ese apelativo. En el análisis retrospectivo que he compartido con Alberto Aza, que tanto tiempo trabajó codo a codo con Suárez, llegamos a la conclusión de que Adolfo era, en el fondo, un gran tímido, como se demostró en su miedo escénico al Parlamento. Sí, un hombre tímido e inseguro. En ese diagnóstico coincide Miguel Platón: «Tenía una timidez interior que le impedía lucir sus cualidades. Por ejemplo, de buen parlamentario, que yo creo que lo era. Pero quizá le atenazaba el miedo a sus carencias».
Si hacía tantos desplantes —algunos de ellos célebres— se debía precisamente a la necesidad de sobreponerse a su timidez. Tenía los arranques propios del hombre introvertido.
Lo que sí sentía era una necesidad íntima de demostrar que el «chusquero de la política» tenía la misma clase que un general de academia. Y, desde luego, quería hacer valer la dignidad y autoridad del presidente del Gobierno de España. Como había sido tan maltratado al principio de su mandato, como su primer Gobierno fue llamado «Gobierno de penenes», como se había extendido la falsa leyenda de su falta de talla, cada acto suyo y cada gesto se convertían en un acto y un gesto de autoridad. Detrás de su sonrisa permanente surgía de forma automática un «aquí estoy yo» que no permitía ni la menor humillación. «Tenía un punto de gallo», señala Ventura Pérez Mariño.
Sólo así se entiende cómo se impuso a los militares díscolos o el momento en que conminó a un Tejero armado a cuadrarse y rendirse. Quizá ningún presidente español se enfrentó con más insolencia a los vecinos jefes de Estado de Marruecos o Francia, como se cuenta en otro capítulo.
Y tampoco se rindió ante el terrorismo, a pesar de la intensidad de sus ataques. «Suárez tenía que gobernar el terrorismo», me dice Alberto Recarte, al justificar su poca dedicación a la economía. Y Andrés Cassinello, que vivió de cerca los secuestros y los asesinatos, lo recuerda así: «No lo he visto encogido nunca. Nunca estuvo arrugado; nunca. Si lo hubiéramos visto arrugado, se habría ido al traste la Transición».
El recién mencionado Alberto Recarte, que fue su asesor y «fontanero», me aporta un retrato psicológico. Le acomplejaba la relación con los intelectuales y con personajes que habían ganado trabajosas oposiciones. Dentro de su equipo, tenía alguna dificultad de relación, salvo con las personas que procedían del sector azul. Mostraba, efectivamente, comportamientos de desclasado. Era un gobernante que se hizo a sí mismo, a través de relaciones personales, y ese hecho le producía una gran inseguridad. Su actitud frecuente era la de sentirse vacilante, sobre todo de aquello que no había realizado él personalmente.
Sin embargo, era, al mismo tiempo, un soñador. Más soñador que ambicioso. De muy joven, cuando arengaba a las juventudes de Acción Católica en Ávila, les hablaba de la necesidad de mejorar el mundo. Después, ya como presidente, cuando explicaba a los periodistas del club Blanco White su proyecto político, logró acuñar la frase que le dio grandeza a la Transición: «Vamos a asombrar al mundo». Y cuando prometía a los militantes de la Unión de Centro Democrático que su proyecto duraría «107 años», mito ideado en su origen por Landelino Lavilla y que Suárez «compró» de inmediato, les estaba transmitiendo su sueño de crear una fuerza política determinante en la historia del país. No pudo ser, pero ése fue su anhelo. Al principio sólo expresado como instrumento para infundir de moral a su tropa. A medida que lo repetía se fue convirtiendo en su sueño político y personal. Una parte de su decepción final ha sido comprobar cómo ese sueño se le deshacía entre las manos.
Las malas noticias le impactaban. Eran como bombazos que le sumían en una depresión momentánea, de la que se recuperaba a fuerza de voluntad de sobreponerse. Javier González Ferrari recuerda una escena en Riad, en una visita oficial a Arabia Saudí en mayo de 1980, que terminaría en Belgrado debido a la muerte y entierro de Tito. Allí, Josep Melià, secretario de Estado de Información, le comunicó algo desagradable, quizá el anuncio de moción de censura, materializado después por el propio Felipe González en el Congreso de los Diputados. «Suárez —dice Ferrari— se tornó lívido, ensimismado, absorto en sus reflexiones, sin verse capaz de hablar durante más de quince minutos». Pero no comentaba nada, no exteriorizaba sus sentimientos ni la razón de su disgusto.
Cuando fundó el CDS y hacía campaña por ese partido, los cronistas que le acompañaban descubrieron «otro» Suárez. Victoria Lafora lo recuerda como un hombre muy entrañable y como un «padrazo». Parecía como si le pesara la poca atención que había dedicado a su familia durante su estancia en La Moncloa. Llegó a llevar a su hijo pequeño en el autobús de campaña. Y a Marian: «Pocas veces he visto un cariño mayor de padre a hija —recuerda Victoria—. Se entendían sin mirarse. Ella estaba siempre pendiente de cualquier necesidad de su padre. Le administraba las pastillas para cuidar la garganta. Era enternecedor». Hablaba mucho de su madre, y muy poco de su padre. Victoria supuso que por alguna imagen que él tenía de su padre se había vuelto tan padrazo. Y vivía con una obsesión: el miedo a haber transmitido a sus hijos la falsa idea de que, por haber llegado a presidente del Gobierno, todo era fácil en la vida. Por eso les predicaba constantemente que se valieran por sí mismos, que nadie iba a ayudarles.
De las confesiones que Suárez hacía en aquel autobús, Victoria Lafora recuerda también con especial emoción las palabras de Adolfo sobre su mujer, Amparo, que nunca asistió a ninguno de sus mítines. Entonces supo Victoria que la esposa del presidente sufría insomnio. Se pasó las noches en vela durante años. Iba con una linterna cuarto por cuarto, vigilando el sueño de sus niños. Caía rendida a las siete de la mañana, y después necesitaba dormir mucho durante el día.
En la galería de personajes que en aquel momento desfilaban por su cabeza destacaba el entrañable afecto por Chus Viana, Gutiérrez Mellado y Rodríguez Sahagún. Se confesaba admirador de Felipe González y resaltaba la lealtad de Alfonso Guerra, sin ningún rencor por su «montaraz» oposición, rasgo en el que Victoria descubre una gran generosidad humana y política. Y tenía abiertas las heridas causadas por sus compañeros de UCD y, en lo personal, por Fernando Abril y Josep Melià.
Victoria Lafora se lo escuchó más de una vez: «Volveré a vivir en La Moncloa». Lo decía como si hubiera dejado infinidad de temas pendientes. Lo llegó a afirmar en una entrevista en La Vanguardia e incluso le puso fecha: «Creo que volveré a La Moncloa en 1989». Lo decía como si tuviera la solución…
Por lo demás, los cronistas de la época coinciden en unos cuantos calificativos: «entrañable, seductor, exultante, muy hablador» (González Ferrari); «valiente, arriesgado, capaz de afrontar sin complejos su pasado» (Diego Armario); «un caballero» (Moncho Verano); «muy atractivo» (Justino Sinova); «audaz y valiente» (Javier García Vila). Pilar Cernuda vivió dos escenas que dibujan bastante bien su talante.
La primera sucedió subiendo las Portillas, camino de Ourense. Se detienen en un bar de carretera que atendía una señora, que se quedó «patidifusa» al ver entrar en su casa nada menos que a Adolfo Suárez. «Yo he votado a UCD», fue lo primero que dijo como tarjeta de presentación. Y Adolfo se quedó una hora hablando con ella. ¿De qué? Pues de todo: de política, del bar, de la agricultura, de cómo vivía la gente por allí…
La segunda tuvo lugar en Ferrol. Durante la campaña electoral, Suárez entró en la ciudad y se topó con una manifestación de trabajadores de la naval. «Era una manifestación impresionante —recuerda Pilar—, con un gran cordón de seguridad. Suárez mandó parar el coche, se bajó, se dirigió a la cabeza de los manifestantes, les pidió silencio, les preguntó qué reclamaban… No sé qué les habrá dicho, pero la manifestación se disolvió».
¿Fue un gran improvisador? Esa fama tuvo en algún momento. De algunas anécdotas que cuento en estas páginas podría desprenderse esa o parecida conclusión. Y también del juicio que hace el analista político Antonio Casado: «Es cierto que tenía una enorme capacidad de apuesta y de riesgo. Se puede decir que era un apostador de casino con suerte y con algo muy importante a su favor: la gente deseaba que aquello saliera bien. Yo nunca lo he visto como calculador y sesudo, sino como un político de empuje, siempre dispuesto a tirar p’alante. Creo que improvisó mucho. Hoy, en 2013, lo hubiéramos puesto a parir».
Se trata de una impresión externa, porque la idea de sus más próximos resulta muy distinta. Ahí está el plan A, el plan B o el plan C que siempre preveía, según confesión de Ventura Pérez Mariño y que yo mismo puedo confirmar, o lo que Jaime Lamo de Espinosa reveló en su laudatio cuando fue investido doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Madrid: «Yo recuerdo —decía Jaime en presencia de Adolfo Suárez— haber entrado en su despacho y ver cómo estaba inclinado, en la mesa de Narváez, regalo de la reina, sobre un inmenso plano donde había ido trazando los pasos necesarios para culminar la Transición (leyes, instituciones, personas, etc.) y sobre el dibujo se entremezclaban anotaciones personales en diversos colores sobre sindicatos, autonomías, riesgos, amenazas, fortalezas y oportunidades. Aquélla fue desde entonces para mí la verdadera pizarra de la Transición, especialmente cuando poco a poco aquel diagrama se iba cumpliendo paso a paso».
Tan valioso como ese testimonio (al fin y al cabo, de un suarista fiel) es el que me presta uno de los cronistas fundamentales de la Transición: José Oneto. Una semana después de ser designado presidente del Gobierno, Suárez se reunió con el grupo de periodistas del club Blanco White que acabo de citar. En él estaban, entre otros, el propio Oneto, Juan Luis Cebrián, Miguel Ángel Aguilar, Federico Ysart, Pedro Altares o José Antonio Novais. Se trataba de un almuerzo largo y distendido en el restaurante Nicolasa. Y fue, recuerda Oneto, «un encuentro con escépticos: ninguno de nosotros creía en Suárez, pertenecíamos más bien al sector decepcionado por la caída de Areilza. Nos contó detalladamente lo que pensaba hacer: amnistía, legalización de todos los partidos políticos, elecciones libres, reforma total del Estado, reconciliación… Era un lenguaje insólito en aquella España, pero increíble en un presidente del Gobierno que, encima, venía de ser secretario general del Movimiento. Como es natural, ninguno de los presentes le hicimos caso. Es más, pensábamos que nos estaba vendiendo una mercancía en la que no creía».
Vaya si creía. Un año después, los mismos periodistas le solicitaron un nuevo encuentro en el mismo lugar, como el propio Suárez les había sugerido en el almuerzo de la sorpresa. Bajaron la cabeza (es un decir), reconocieron su error inicial y le regalaron una colección completa de El guerrero del antifaz. Para los demócratas Suárez estaba comportándose como el presidente guerrero del antifaz. «Ha sido —afirma ahora Oneto— el gran descubrimiento».
¿Ambicioso? Por supuesto. Todo el mundo posee ambiciones, él no las negaba, pero no hasta el punto de supeditar a ellas el conjunto de su trayectoria. Él mismo confesó con frecuencia su ambición. Pero ha sido injusto reducir a eso su carrera política. Matizo: ha sido lo más injusto que se llevó a cabo con su biografía. Por encima de ese ¿defecto? ha estado siempre su pasión por el trabajo que se le había encomendado.
Fue también un hombre de lealtades. La primera, a Su Majestad el rey. «Servía tanto al rey, que parecía que quisiese devolverle el favor de su nombramiento de presidente», se asombra todavía hoy Otero Novas. Todas las personas que compartieron responsabilidades con él lo subrayan: lo hacía todo pensando en la consolidación de la monarquía y de don Juan Carlos. En la redacción de la Constitución, todo su esfuerzo se centraba en asegurar el consenso sobre la monarquía, como si lo demás fuese accesorio. Cuando le asaltaba una duda, preguntaba a los expertos, singularmente a Pérez Llorca, por sus efectos sobre la Corona. Alberto Aza lo comenta con este matiz: «Lo que quería era consolidar la monarquía de don Felipe. —Y añade con ironía—: Y no de don Felipe González precisamente…».
En este sentido de su afán por conseguir la estabilización de la Corona, me parece especialmente sugestivo el análisis que el 7 de abril de 2013 publicaba Jordi Barbeta en La Vanguardia: «[…] la audacia de un líder capaz de conseguir, como hizo Adolfo Suárez, que un rey propuesto por un dictador fuera legitimado por las urnas. El éxito de la operación consistió en incluir en el mismo pack la monarquía y la democracia».
«Suárez, hijo y nieto de republicanos, mataba por el rey porque lo veía como la clave de bóveda del gran acuerdo entre los españoles», escribió Pedro J. Ramírez en un memorable artículo titulado «Nostalgia de Adolfo Suárez», y explicaba el sentido del consenso: «Frente a la tradicional denostación de los “pasteles”, Suárez aportó a nuestra historia la santificación del consenso, no como abdicación pasiva ante al adversario, sino como la culminación de los trabajos de Hércules en pro de la transigencia mutua».
Su palabra talismán era «dignidad». Aspiraba a la dignidad del Estado. No soportaba que se pusiera en duda la dignidad de las instituciones, empezando por la que él representaba. Y se la imponía a sí mismo en dos aspectos: en su vestuario, siempre impecable, y no por coquetería, sino porque entendía que así debía vestir el presidente del Gobierno. ¿Cómo haces para tener el traje siempre tan perfectamente planchado?, le preguntó Esther Esteban en un viaje electoral. «Porque me he traído seis», explicó él.
A su economía personal la trató como a la nacional: cuando se dedicó a la política no era su prioridad. O no conocía el valor del dinero, por lo menos el de bolsillo, o era muy generoso. «Generoso —matiza Aurelio Delgado—, porque tiene unos principios muy interiorizados». «Y dadivoso; bueno, dadivoso, y generoso», añade Ventura Pérez Mariño, que me aporta otro dato: Suárez fue el mayor donante particular de UNICEF, con una cuota anual de medio millón de pesetas. Una vez almorzó con alguien en el hotel Ritz —¡milagro, no comió la tortilla francesa sola, sino acompañada de una fabada!— y, quizá deslumbrado por el ambiente, dejó una propina de un solo billete, pero de 5.000 pesetas. Ganó algo de dinero con la venta de su casa de Palma. Telefónica, a petición del rey, le dio un puesto bien remunerado después de abandonar la política. No gastaba nada y encomendaba todas las compras a su esposa. Tenía un odio antiguo y, por tanto, muy asentado, a la banca, a pesar de sus amores interesados con Mario Conde y sus partidos de golf con Emilio Botín. Y hoy sería uno de los desahuciados porque no pudo pagar la casa de Ávila.
En los contactos con sus equipos, mandaba y escuchaba. Fue el presidente del Gobierno que mejor supo prestar oídos, según reconocen todos cuantos han tenido relación con los inquilinos de La Moncloa. Soltaba y recogía ideas. Parecía una esponja. Cualquier iniciativa que se le planteaba, él la meditaba. Me ha ocurrido en algunas ocasiones que le exponía algún proyecto, y lo rechazaba con expresiones tan amables como «eso es una gilipollez», y al día siguiente me llamaba para ponerla en práctica. Si estaba conciliador, se le podía escuchar: «Oye, Fernando, que lo he pensado mejor». Si el día no estaba para generosidades, se atribuía la paternidad: «Oye, Fernando, he pensado que…».
Con sus hijos arrastró un largo pesar por no haberlos atendido como debiera. Tan largo, que no lo había superado veinticuatro años después de su salida de La Moncloa, según confesión escrita al autor de estas páginas que resumo en el epílogo. Sufrió lo indecible y gastó su patrimonio en atender a Marian y su costoso tratamiento del cáncer. En Mozambique conoció al novio de Sonsoles, le gustó y la animó al matrimonio, pero, como era de raza negra, se guardó el secreto y no le dijo una palabra a Amparo.
Con respecto a sus relaciones de amistad, su enfermedad le dejó con la sensación de que algunos le habían abandonado, y era cierto. Renunció a asistir a fiestas y saraos sociales. Se agarró con firmeza a los amigos que le quedaban. Comenzó a apreciar los cariños que le dedicaban los periodistas, y los llamó o les escribió a muchos de ellos para agradecerles sus comentarios. El matrimonio Aza concibió un hijo en las vacaciones de «descompresión» que hicieron los íntimos de Suárez tras la dimisión por varios escenarios americanos y, como la estancia más larga fue en Contadora, él decidió por su cuenta llamarle «Contador». Un día estuvo en la embajada de España en Londres, y Juan González Cebrián le confesó que lo que más echaba en falta de España era el Cola Cao. Desde entonces, cada vez que Suárez viajó a la capital inglesa, le llevó un bote. Pequeños detalles de un gran hombre…
Si nos adentramos en el aspecto sentimental, se puede decir que fue víctima de muchos rumores, aunque ninguno demostrado. Era un guapo tímido y fiel a su esposa. Cuando se veía asediado por alguna mujer en sus viajes electorales no sabía cómo reaccionar. Al final de un mitin, una señora agraciada no se anduvo por la ramas: se acercó a él y con una mano le abrazó y con la otra quiso comprobar el tamaño de sus testículos. Los agarró, supo de su dimensión, los sobó… Suárez se agarrotó, y no supo decirle siquiera: «Señora, por favor…». Pero la escena se agotó en sí misma. No hubo segunda parte.
Pero, por encima de estos detalles humanos, el paso de Adolfo Suárez por la política, como chusquero o como capitán general, ha servido para algo fundamental: para que las dos Españas volvieran a hablarse, las mismas que llevaban casi medio siglo sin dirigirse la palabra. Para que se sentaran en los mismos escaños. Para que vivieran en el mismo país, en las mismas condiciones y con las mismas oportunidades. Y hay que decirlo: porque así lo quería el rey.
Ese hecho ya se vislumbraba poco después de aprobada la Constitución. El 12 de enero de 1980, Antonio Fontán escribía en el diario El País: «Bajo la cúpula histórica de la monarquía recobrada, se puso fin a la larga etapa de las guerras intestinas y de la discordia civil, que han martirizado reiteradamente a España. Por primera vez somos, de una manera estable, un país sin exiliados y sin presos políticos».
Para terminar esta semblanza introduzco algunos comentarios que he recogido para la realización de este libro, como los de S.M. el rey Juan Carlos I: «Después de haber trabajado tanto con él, codo a codo, aprecio su lealtad, su franqueza, su forma de decir las cosas sin rodeos. Ha sido un gran servidor de España, y no siempre fue bien entendido. Ha sido fiel a uno de sus principios: tomar en cada momento las decisiones que había que tomar».
José Pedro Pérez-Llorca se refirió a él como una «Buena persona, inteligente y muy trabajador. Un auténtico patriota, de absoluta incapacidad para poner el interés del partido por encima del interés de España. Si eso a veces es un defecto político, en aquel momento de España fue una enorme virtud», y Javier García Vila me confesó que sus «recuerdos de Suárez están asociados al coraje y a la valentía personales. Las decisiones que adoptó eran imposibles sin una gran valentía, incluso física. Tuvo la absoluta grandeza de dinamitar un sistema de arriba abajo, quizá la única forma de hacerlo. La historia le distinguirá como uno de los grandes políticos de todos los tiempos».
Agustín Linares dijo de él: «Fue un gran comunicador. Convencía a cualquiera. Daba confianza», y su gran amigo Jaime Lamo de Espinosa resaltó que «Suárez aparece como el restaurador, como Cánovas del Castillo, el hombre que hace la reforma, como armonizador de los intereses todos de una sociedad que anhelaba un sistema nuevo con la práctica y el ejercicio real de los derechos y deberes de una democracia. Éste es el gran mérito de Adolfo Suárez como ingeniero y arquitecto de la Transición española».
No quiero dejar sin plasmar las palabras de Alberto Recarte: «Lo que más me impresionó fue su respeto a las instituciones. Tenía muy clara la división de poderes y la necesidad de consagrar y respetar el Estado de derecho. Creo que su gran aportación ha sido poner límites a los diversos poderes y, al mismo tiempo, dar poderes a las instituciones del Estado», ni las de Juan Pablo Fusi, que en su libro Historia mínima de España, afirmaba lo siguiente: «Se acertó en lo sustancial: en el hombre, Adolfo Suárez, un político procedente del franquismo, un hombre joven, con indudable atractivo político y personal, que supo entender muy bien el clima moral del país a favor de la democracia y, con el apoyo del nuevo rey, resolver la Transición con audacia, decisión y desenvoltura sorprendentes».
Estamos, pues, ante un acierto histórico. Pero, para llegar a él, hubo que apañarse con auténticos malabarismos que, en su conjunto, resultan una enorme lección de arte de la política, conocimiento del escenario y capacidad de maniobra. Se lo intentaré contar con detalle.