ÉSA fue la pregunta que Adolfo Suárez le hizo al rey, a quien no reconoció. Fue la última conversación entre ambos. Al recordarla, a don Juan Carlos se le escapa un gesto de emoción. Aquí se cuenta cómo el autor descubrió la enfermedad del presidente y cómo éste no pudo llegar a ser testigo de su reconocimiento público.
El hombre de Estado que desmontó pieza a pieza el andamiaje del franquismo no recuerda que lo hizo. El hombre que el rey Juan Carlos utilizó para construir la democracia en España no sabe que él fue artífice de aquel prodigio. El presidente del Gobierno que condujo a España a la Constitución de la concordia y el consenso y a la celebración de las primeras elecciones libres no recuerda ni uno solo de aquellos pasos. No ha podido ser testigo de cómo la sociedad española pronuncia su nombre con afecto, le disculpa los errores, le reconoce su labor histórica. Aquel presidente no recuerda que lo ha sido.
El 15 de junio de 2007, al cumplirse treinta años de las elecciones democráticas, el Consejo de Ministros presidido por José Luis Rodríguez Zapatero acordó concederle el Toisón de Oro, un gran collar con las armas del duque de Borgoña, máxima distinción que otorga la Casa del Rey. María Teresa Fernández de la Vega, como portavoz del Gobierno de Zapatero, lo justificó así: «El tiempo siempre hace justicia, especialmente con los líderes que lucharon por cambiar el ritmo de la sociedad. Si conseguimos avanzar hacia un sistema democrático, fue gracias a personas como Adolfo Suárez que pudieron personificar todo el coraje y toda la valentía con que los españoles estaban empujando la transición de la dictadura a la democracia».
Trece meses después, el 16 de julio de 2008, los reyes don Juan Carlos y doña Sofía acudieron al domicilio del presidente a hacer entrega del presente. Fue un acto íntimo. No fue siquiera un acto. Más bien una visita del motor al ejecutor. Se llevó a cabo sin cámaras ni prensa. La única y entrañable foto que da testimonio del encuentro la hizo Adolfo Suárez Illana y quedará para la historia como un símbolo del reencuentro de dos hombres que trabajaron y construyeron juntos hasta que la política los separó.
Allí estaban todos los hijos de Adolfo, con la excepción de Sonsoles, que vivía en el extranjero. El presidente vestía pantalón gris y camisa azul clara de manga larga. El rey, un traje azul. Don Juan Carlos abrió los brazos, se dirigió hacia él, le dijo «querido Adolfo», le recordó cuánto tiempo hacía que no se veían, le preguntó cómo estaba, y el héroe de la Transición no lo reconoció. El héroe de la Transición le preguntó:
—¿Tú también vienes a pedir dinero?
Y el rey respondió:
—Naturalmente. Yo vengo a pedir dinero donde sé que hay…
Fue la última conversación entre estos dos protagonistas de la historia. Cuando la recuerda, aunque han pasado cinco años, a don Juan Carlos todavía se le escapa un gesto de emoción.
Mi última conversación con Adolfo Suárez fue seis años antes, el 5 de febrero de 2002. Ese día teníamos un almuerzo algunos de los colaboradores de su etapa de presidente del Gobierno. Se trataba de un almuerzo frecuente, que se celebraba con periodicidad más o menos trimestral. Acudíamos Alberto Aza, Eduardo Navarro, el general Casinello, José Luis Graullera, Aurelio Delgado, Manuel Ortiz y Rafael Anson, que en cada ocasión nos regalaba una exhibición práctica de su sabiduría gastronómica, aliciente añadido para esos encuentros tan nostálgicos como amistosos.
Este cronista había pensado: ¿y por qué no invitamos a Adolfo Suárez? Así que una vez terminado el almuerzo anterior le llamé, se lo comenté y le invité a asistir al siguiente, que sería el 5 de febrero: «Encantado, Fernando. Si me acuerdo, voy», a lo que yo repliqué: «Si el problema es de acordarte, no te preocupes, que yo me encargo». De modo que el día anterior por la tarde empecé a llamarle, pero nadie cogía el teléfono en su casa. Tuve que repetir la operación el mismo día 5.
—Presidente, llamo para recordarte la comida de hoy.
—Pero ¿cómo me lo dices el mismo día?
Y el cronista y el hombre histórico se liaron en la discusión habitual del «te lo he dicho, no me lo has dicho», hasta que el propio Suárez zanjó la conversación:
—Lo que tú quieras, Fernando, pero aquí el único que tiene que cuidar a su mujer soy yo.
El teléfono se me cayó de las manos. La gran Amparo, Amparo Illana, hacía un año que había fallecido.
Pero él seguía estando a su lado. La seguía cuidando. No había renunciado a su presencia en su vida.
Durante la larga enfermedad de Amparo, Adolfo apenas si se había separado de ella. Alguien me contó que había acudido a una manifestación contra el terrorismo y no había podido quedarse hasta el final, porque fue informado de un agravamiento de la enfermedad de su esposa, quien había tenido que ser ingresada de urgencia en el hospital. Un extraño sentimiento de culpabilidad se apoderó de él. Empezó a pensar cómo había podido abandonarla. Se prometió a sí mismo no volver a dejarla sola. Y lo cumplió durante todos los días y todas las noches de su vida.
Y allí estuvo, sin notar el paso de las horas. Sentado en una silla, agarrando su mano con la suya en el que sería el lecho de muerte; le hablaba, le leía, rezaba con ella… y soñaba con ella. En aquella habitación se reconstruyeron recuerdos y se fabularon viajes, casas, aventuras y castillos de felicidad que la vida les había negado. El cronista no ha conocido un caso de mayor entrega a la compañera de su vida.
Siempre que le llamaba por teléfono le oía decir: «Amparo, es Fernando», y acto seguido le iba transmitiendo palabra a palabra toda la conversación a su esposa inmóvil, que perdía por minutos alientos de vida. En aquella alcoba, efectivamente, Adolfo y Amparo, Amparo y Adolfo trazaron hermosos proyectos de futuro, aunque ambos tuvieran la seguridad de que no los podrían realizar.
Miento: Adolfo Suárez siempre tuvo la seguridad de que podrían llevarlos a cabo. El día que Amparo falleció, por la noche, ante ella de cuerpo presente, el Adolfo viudo cogía al cronista del hombro y así era su lamento: «Se me fue a morir en el peor momento; cuando teníamos grandes proyectos a punto de comenzar». Por eso, al volver a casa, quise escribir un artículo sobre la fuerza del amor en una persona que acababa de cumplir los setenta años. Me propuse hacer un ensayo sobre el hombre que necesita ver el cadáver de su cómplice para renunciar a sus últimas ambiciones humanas. Pero, cuando me sentaba a escribir, me salía un Adolfo Suárez que no conocía: el hombre que en los últimos tiempos no había podido distinguir la realidad de sus ensoñaciones; quizá las ensoñaciones que no había podido transformar en realidad.
Diez meses después, el 24 de diciembre de 2002, el cronista hizo lo que venía haciendo cada Nochebuena desde que Adolfo Suárez dimitió como presidente del Gobierno: felicitarle por Navidad. Desde la conversación anterior todo el mundo ya conocía su enfermedad, que nadie sabía explicar con exactitud, pero que era lo más parecido al alzheimer. La señora que le atendía, María Elena, respondió con una crudeza que aún hoy me estremece: «No se lo voy a pasar, don Fernando. Ni él sabrá quién le llama, ni usted va a saber con quién está hablando».
A partir de ese momento supe de la evolución de Suárez por su hijo Adolfo, que tiene la delicadeza de llamarme cada vez que ingresa en el hospital. El día del velatorio de Santiago Carrillo en la sede de Comisiones Obreras, Adolfo hizo el comentario más pesimista a un grupo de periodistas: su padre estaba muy decaído.
Jaime Lamo de Espinosa acudió a visitarlo en uno de sus ingresos rutinarios de revisión médica en la clínica Cemtro de Madrid. Lo encontró en la habitación, sentado en una silla, con el periódico en la mano. Le saludó con afecto, y Suárez le correspondió con una sonrisa; pero sólo con una sonrisa. No fue posible la conversación. Por otros conocidos con quienes he comentado su estado de salud supe que, cuando se le citaban nombres de personas, sonreía si el nombre le sugería amistad y se quedaba serio si no tenía un sentimiento grato. Y agradecía, como todos los enfermos que han perdido su capacidad mental, las caricias y gestos de afecto.
De vez en cuando, un nombre, una escena le traían el recuerdo más sorprendente. Por ejemplo, en una ocasión su hijo Adolfo le comentó que venía de almorzar con su viejo amigo Jaime Lamo de Espinosa. Y el Suárez que no recordaba que había sido presidente completó el nombre de su ex ministro: «Y Michels de Champourcin».
Las imágenes, las personas, las escenas, los afectos, se fueron borrando de su cabeza, uno a uno, sin dejar ningún vestigio. Se le borró todo. Cuando falleció Marian, la hija que más tiempo le ocupó, la que le llevó a escribir el prólogo de su libro de lucha contra el cáncer, su hijo Adolfo le dio la noticia. «Papá, Marian ha muerto». Y de la boca del padre sólo salieron tres palabras:
—¿Quién es Marian?
En octubre de 2012 comenté algunas de estas dolientes nostalgias con el rey Juan Carlos: «Creo, señor, que hoy no sería posible la foto de su mano sobre el hombro de Suárez». Y el rey se limitó a decir:
—No, hoy ya no sería posible.
Así se fue desvaneciendo el gran protagonista de la España política del último tercio del siglo XX. Y a medida que se iba desvaneciendo la persona, se agrandaba su obra. A medida que él iba perdiendo la memoria, la sociedad española engrandecía su recuerdo.