CAPÍTULO XXXVI

El grueso de las mujeres de la federación esperó en la Gran Caverna a que llegaran noticias de la batalla, pero el pequeño grupo que se encontraba en el campamento del Ciervo Rojo cuando los hombres partieron se quedó allí. A ellas se habían sumado otras nueve jóvenes de la tribu del Ciervo Rojo, cuya tarea consistía en vigilar que Vili no escapara.

Vili no dio crédito a sus ojos cuando vio que le habían dejado bajo la custodia de mujeres, desatado. Y así fue. Los hombres montaron en sus caballos y salieron del campamento, sin maniatarle. Estaban locos, pensó Vili, pero no cometió la estupidez de expresarlo en voz alta.

La decisión de los hombres aún le asombró más cuando vio a las mujeres que iban a vigilarle. ¡Eran jóvenes de la edad de Siguna! Los hombres habían acompañado a las muchachas a la cueva del prisionero y luego se marcharon. Aquel jefe de cabello negro les arrancaría el corazón cuando se enterara de lo que habían hecho, pensó Vili.

El primer turno de guardia estaba compuesto por tres chicas armadas con lanzas y jabalinas. Entró por la tarde. Vili decidió esperar a que oscureciera. Tendría que correr el riesgo de ser despedazado por el lobo y los perros, pero las chicas no serían problema.

Se quedó junto a la puerta y aguardó. Las chicas eran bonitas, pensó, y se podría obtener más provecho de ellas si trabajaban en la tienda de un hombre, en lugar de permitir que jugaran con armas de hombres. ¡Qué idiotas eran aquellos montañeses!

Una de las muchachas, una belleza de cabello negro y largas piernas, observó que él las miraba. Hizo un comentario a las otras, que rieron.

Sus risas no molestaron a Vili. Estaba demasiado ocupado en devorar con los ojos el cuerpo de la muchacha morena. Notó que su falo empezaba a endurecerse. Agradecería cualquier oportunidad de demostrarle qué clase de arma manejaba un hombre de verdad, pensó. Se acercó poco a poco a la entrada de la cueva y apoyó el codo contra la arcada rocosa, mientras sus ojos recorrían ávidamente el cuerpo de la muchacha.

Las tres chicas se volvieron cuando él llegó a la arcada. Advirtió que las tres empuñaban lanzas.

—Atrás —ordenó la muchacha de cabello negro, e hizo un gesto con la mano para subrayar la orden.

Vili sonrió.

—Prefiero estar aquí —dijo en el idioma de sus carceleras.

—Atrás —repitió la chica. Al ver que él no se movía, avanzó un paso. Vili cruzó los brazos con indiferencia, el hombro derecho apoyado todavía contra la arcada, los ojos clavados en la lanza. Si se acercaba lo suficiente, podría cogerla…

—¡Ay!

Se llevó la mano al brazo izquierdo y miró a la chica. La lanza se había movido con tal rapidez que no le dio tiempo a reaccionar.

—Atrás —insistió la muchacha.

Vili notó sangre caliente bajo sus dedos. Poco a poco, sin apartar los ojos del rostro sereno de la chica, retrocedió.

Se quitó la camisa, furioso, y examinó su brazo. La herida no era grave. ¡Pero dolía! Apretó los labios y miró hacia la entrada de la cueva. Me las pagará, juró. Como no tenía nada para contener la hemorragia, tuvo que utilizar la camisa.

Poco después, Siguna entró en la cueva llevando un recipiente con agua y varias prendas de ciervo.

—¿Cómo está tu brazo, Vili? —preguntó.

Estaba desnudo hasta la cintura, y la camisa ensangrentada ya no se podía utilizar.

—Duele —replicó irritado—. Y tengo frío.

—Te conseguiré otra camisa, pero antes te curaré la herida —prometió Siguna. Dejó el recipiente con agua sobre una roca—. Acércate a la luz.

Vili no quería que la muchacha de cabello negro comprobara el alcance de su herida, pero sabía que era preciso curarla, o se infectaría. Se acercó a su hermana y dejó que examinara el brazo.

—No es nada —dijo Siguna—. La limpiaré y vendaré con las hierbas que me dio Nel. Cicatrizará enseguida.

—¿Qué clase de mujeres son ésas? —preguntó Vili—. ¡Me atacó! No hice nada y me atacó.

—Lara te ordenó entrar en la cueva y tú no le hiciste caso —replicó Siguna. Tenía la cabeza inclinada sobre la herida, y Vili apretó los dientes para no dar a aquella chica la satisfacción de verle encogerse de dolor—. Ya te hablé de las chicas del Ciervo Rojo, Vili. Saben manejar un arma. Cazan como los hombres. No las subestimes, o saldrás malparado otra vez.

Terminó de limpiar la herida y aplicó las hierbas. Vili guardó silencio hasta que finalizó.

—Me pilló desprevenido —dijo con altivez.

Siguna envolvió su brazo con un trozo de piel de ciervo y procedió a sujetarlo con dos tirillas.

—Siguna —musitó—. ¿Qué está pasando?

Siguna acabó de atar la última tirilla.

—No puedo decírtelo, Vili.

—Esos montañeses no huyeron. Se estaban preparando para luchar. Era evidente.

Siguna levantó la vista, suspiró y asintió. Vili frunció el ceño.

—No volverá a coger por sorpresa a mi padre, como en aquella montaña. Bragi y yo exploramos todo el territorio paralelo al río.

—Lo sé.

—Siguna —susurró—. Has de ayudarme a escapar.

Los ojos grises de su hermana expresaron pesar.

—No puedo.

—¿Por qué no? Bragi ya habrá informado cumplidamente a mi padre —razonó Vili.

—Siempre existe la posibilidad de que Bragi no haya conseguido regresar.

Vili resopló.

—Montaba en Viento Ardiente. Claro que habrá regresado.

—Pudo haber sufrido un accidente.

—No digas estupideces —se impacientó Vili.

Las chicas que vigilaban la entrada rieron. Vili y Siguna callaron y escucharon.

—No puedo, Vili —se disculpó Siguna—. Sabes demasiado. Sabes que las tribus han abandonado el campamento. Sabes que están dispuestas a luchar. No puedo liberarte para que comuniques la noticia a mi padre.

Vili apretó los labios.

—Ese jefe de cabello negro debe de ser un auténtico semental, para haberte rebajado a este estado de sumisión —se revolvió Vili.

Siguna descargó la mano sobre la mejilla de Vili. El impacto despertó ecos en la cueva.

—¡No sabes nada sobre él! —exclamó Siguna.

La reacción de Vili fue instantánea. La sujetó por el brazo y levantó el puño.

Se oyó un ruido de pies en la entrada y un grito de advertencia. Vili volvió la cabeza.

—No la toques.

La chica habló con suficiente lentitud y claridad para que Vili comprendiera. Su lanza le apuntaba.

Vili titubeó un momento. Podía utilizar a Siguna como escudo pensó. Quizá lograría huir. No obstante, aflojó la presa. ¿Qué diría su padre si averiguaba que Vili había conseguido la libertad a cambio de la vida de su hija? Retrocedió y soltó a Siguna.

La joven se alejó unos pasos. Se detuvo y alzó la cabeza. La expresión de Vili no se alteró.

—Lo siento, Vili —fue la sorprendente frase de Siguna.

La chica de la lanza siguió vigilando hasta que Siguna salió de la cueva. La chica de cabello negro, una vez más. Vili permaneció inmóvil, a la espera de que ella también se marchara, pero la joven se quedó allí, examinando su torso desnudo, tan descarada como Vili antes, cuando la había devorado con los ojos.

Vili sentía dolor en el brazo. Estaba más preocupado por su padre y la tribu de lo que quería admitir. Una chica le había herido y otra le había abofeteado. Ya estaba harto.

—¿Quieres sexo? —dijo, utilizando la palabra que le habían enseñado las mujeres del Clan que habían compartido su lecho. Hizo un gesto grosero—. Ven. Te lo daré.

Ante su asombro, la chica no se marchó, sino que sonrió y contestó algo que él no entendió. Vili frunció el entrecejo y meneó la cabeza. La chica esbozó una sonrisa aún más amplia. Era increíblemente bonita.

—¿Eres bueno? —preguntó.

Vili se quedó boquiabierto.

—Pareces bueno —continuó la muchacha. Recorrió con los ojos sus hombros y pecho, llegó a la cintura y siguió bajando.

¿Qué clase de mujeres eran aquéllas?

La muchacha soltó una carcajada de placer cuando vio su expresión. Luego se lamió los labios y salió lentamente.

Pocos minutos más tarde, otra chica se acercó a la entrada de la cueva y le arrojó una camisa. Vili se la puso y se tendió, decidido a dormir.

Transcurrió un día, y luego otro y otro. Casi a la hora de cenar del cuarto día, Kasar y Dai llegaron al campamento del Ciervo Rojo para informar sobre la batalla.

—Hemos vencido —dijo Kasar mientras desmontaba. Beki se precipitó hacia sus brazos.

Eken había regresado a la Gran Caverna, y Dai pudo relatar a Nel y a las demás mujeres una crónica más detallada de lo ocurrido en la llanura cerca del río Dorado, dos noches antes.

Todo el mundo lanzó exclamaciones de alivio cuando terminó de hablar.

—¿A quiénes hemos perdido, Dai? —preguntó Nel.

Se hizo un tenso silencio. Todas las mujeres miraron a Dai, temerosas de los nombres que fuese a enunciar.

Dai empezó por las otras tribus.

—De la tribu del Leopardo —dijo con gravedad, y citó los nombres.

Después de concluir la lista de las demás tribus, y de que se llevaran a una mujer sollozante, Nel preguntó con firmeza:

—¿Y la tribu del Lobo?

El rostro de Dai adoptó una expresión severa y paseó la vista alrededor del círculo de mujeres que quedaban.

—Somos una tribu pequeña y el dolor de cada muerte será más profundo todavía.

—¿Quién? —repitió Nel.

—Cree y Mitlik han muerto. Okal y Heno resultaron heridos, pero los chamanes opinan que se recuperarán. —Desvió la vista hacia un rostro concreto—. Lo siento muchísimo, Yoli —dijo con suavidad.

La joven se llevó la mano a la boca.

—¿Lemo?

—Sí —respondió Dai con hondo pesar.

—¿Muerto? ¡Dime que no está muerto, Dai!

—Ojalá pudiera. ¡Maldita sea, ojalá pudiera decirlo!

Yoli emitió un rugido animal y se desplomó. Beki la sujetó por la cintura.

—Lemo no —sollozó Yoli—. No puede ser cierto. Lemo no.

—Beki —musitó Nel—, llévate a Yoli a su cabaña y dale un poco de infusión.

Beki asintió.

—Ven conmigo, Yoli. Yo te cuidaré.

Yoli se dejó arrastrar, aturdida.

—Hay más —dijo Kasar cuando las dos mujeres se alejaron. Miró a Siguna—. También hemos perdido a Thorn.

Nel emitió un grito de angustia. Siguna inclinó la cabeza, sin decir nada. Estaba preparada para oír aquello, sabía que se estaba despidiendo de Thorn cuando le había besado junto al río, después de ver la sombra de la muerte sobre su cara. Contempló el suelo con ojos secos, mientras Kasar contaba cómo había ocurrido. Un pesado silencio cayó sobre el pequeño grupo. El dolor por los muertos había nublado la alegría de la victoria.

—Hemos perdido más hombres que las otras tribus —dijo Berta.

—La tribu del Lobo estaba en el centro, y fue allí donde se produjeron más bajas —explicó Dai.

Uno de los agotados caballos empezó a mover la cabeza. Nel cogió el cabestro y acarició su nariz.

La voz de Siguna, vacilante, rompió el silencio.

—¿Y mi padre? ¿Sabes qué suerte ha corrido mi padre?

Todos la miraron con ojos hostiles.

—Está vivo —dijo Dai—. Herido, pero vivo. Ronan nos ordenó recoger a los Domadores de Caballos heridos, y él estaba entre ellos. —Resultó evidente que Dai discrepaba de la decisión.

Siguna agachó la cabeza.

—Veo que habéis recuperado algunos caballos —dijo Nel a los dos hombres, con la mano apoyada todavía sobre la nariz del caballo de Dai.

—Sí. Recuperamos el caballo de Mait, y Ronan otros tres. Dedicamos todo un día a la búsqueda de nuestros sementales y yeguas dispersos. Ronan nos envió a Kasar y a mí, hasta que recuperamos el primer grupo. Los hombres continuaban buscando más caballos cuando vinimos a informaros.

—Debéis de estar cansados, después de cabalgar tantas horas —dijo Nel—. Vamos a prepararos algo de comer.

Siguna permaneció donde estaba, mientras los demás se alejaban hacia las chozas. Luego, se encaminó lentamente hacia la cueva donde retenían a Vili. Las chicas del Ciervo Rojo estaban congregadas en el exterior y hablaban en voz baja. Pasó por su lado sin dirigirles la palabra y entró en la cueva.

Vili estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Arrojaba piedrecitas al interior de un círculo que había trazado. Levantó la cabeza cuando Siguna apareció.

—Hemos sido derrotados —dijo la joven—. Padre sigue vivo.

Diversas expresiones cruzaron la cara de su hermano.

—No lo creo —dijo—. Les doblábamos en número. Es imposible que nos hayan derrotado.

Siguna se sentó a su lado.

—Así ocurrió.

Repitió la historia que Dai había contado.

—En nombre del Fulminador —exclamó Vili—. ¿Padre consiguió escapar?

Siguna negó con la cabeza.

—Dai dijo que estaba entre los heridos que recogieron en el campo de batalla.

Vili desvió los ojos hacia las piedras con que se había distraído. Tenía la boca apretada.

—Le han capturado, pues.

—Sí.

—¿Está malherido?

—No lo sé. Dai no lo dijo. Acababa de anunciar los nombres de sus muertos y no estaba de humor para hablar sobre padre.

Ninguno de ambos parecía consciente de que la lealtad de Siguna había experimentado un cambio tras conocer el desenlace de la batalla.

—¿Cuántos de nuestros hombres murieron?

—Más de doscientos, según dijeron.

—¡Más de la mitad! —exclamó Vili, incrédulo.

—Sí.

—¿Qué será de nuestros caballos? —preguntó Vili, un auténtico hijo de su tribu.

—No lo sé. Dai y Kasar dijeron que Ronan está tratando de recuperarlos.

Se hizo el silencio mientras los dos hermanos miraban las piedras del interior del círculo.

—Mató a todos los heridos que dejamos en la garganta —dijo Vili—. ¿Por qué no ha hecho lo mismo esta vez?

—No lo sé.

Vili respiraba con dificultad.

—¡No soporto la idea de padre en manos de sus enemigos! —rugió, y descargó un puño sobre la palma de la otra mano, una y otra vez.

—Ronan no le hará daño —dijo Siguna.

Vili le dirigió una mirada de desconfianza.

—Fíjate en cómo te han tratado —señaló la joven—. Este pueblo no es violento.

La furia de Vili aumentó.

—¿Doscientos muertos, y aún dices que este pueblo no es violento?

—Nosotros les obligamos a combatir —insistió Siguna—. Tú sabes que es verdad, Vili.

Vili tensó la mandíbula, lo cual puso de relieve aún más el hoyuelo del mentón. Frunció el ceño y empezó a acariciarlo con el dedo, en una imitación inconsciente del gesto de Fenris cuando estaba preocupado. De pronto, las lágrimas anegaron los ojos de Siguna.

—No puedo soportar la idea de que padre esté herido e indefenso —susurró con voz quebrada. Empezó a emitir roncos sollozos, como las personas que no están acostumbradas a llorar.

Vili se volvió hacia ella, el rostro contorsionado de dolor. Extendió el brazo derecho con brusquedad y la atrajo hacia sí. Siguna volvió la cabeza, sepultó el rostro en el hombro de su hermano y lloró. Al cabo de unos momentos, Vili apoyó la frente sobre su cabeza y dejó que sus propias lágrimas mojaran el suave cabello plateado de su hermana.

Media hora después, los dos hermanos seguían sentados en silencio, muy juntos, con las cabezas gachas. Arika entró en la cueva.

Ambas cabezas rubias se alzaron al mismo tiempo, y la relación que no se traslucía en sus facciones se hizo evidente en el idéntico movimiento de las cabezas.

—¡Señora! —exclamó sorprendida Siguna. No se apartó de su hermano.

Arika comprendió que corría el peligro de perder a Siguna. Sus ojos se posaron unos momentos en el apuesto muchacho que la miraba con sus ojos grises entornados, y entonces dijo a Siguna lo que había ido a comunicarle.

—He hablado con Dai. Fenris no está malherido. Tiene una herida en el hombro pero lo que le derribó fue un golpe en la cabeza. Encontraron a uno de vuestros hombres tendido sobre el cuerpo inconsciente de tu padre, evidentemente para protegerle.

—Surtur —dijo Siguna—. Tuvo que ser Surtur. —Se volvió y tradujo el mensaje de Arika a Vili.

Pese a la oscuridad de la cueva, Arika vio que las doradas mejillas del muchacho cobraban un súbito y nuevo color. Dijo algo, y Siguna asintió.

—¿Estaba vivo Surtur, el hombre que protegió a mi padre?

Arika negó con la cabeza. Los hermanos intercambiaron una mirada.

—¿Qué haréis ahora? —preguntó Vili.

—No lo sé. —Arika miró a Siguna—. Ignoro cuáles son los planes de Ronan, y creo que más me valdría averiguarlos. Voy a reunirme con los hombres en el río Dorado. ¿Queréis acompañarme?