CAPÍTULO XXXV

La luz de la luna bañaba el mundo de un brillo plateado. En el silencio de la noche, casi doscientos hombres alzaron sus lanzas y sus escudos, y siguieron a sus líderes. Luego, todavía en silencio, comenzaron a descender por la colina sembrada de árboles, hacia la pradera donde los Domadores de Caballos dormían en sus tiendas.

Fenris había ordenado encender grandes hogueras para ahuyentar a los depredadores que iban a beber al río por la noche, y Ronan estaba seguro de que había hombres apostados para vigilar las hogueras y el prado circundante. Sin embargo, ningún grito se elevó del campamento. Ningún centinela vio a los hombres que bajaban sigilosamente por la colina.

Cuando casi llegaron a la llanura, los hombres de las tribus ocuparon las posiciones indicadas, detrás de sus jefes. Después, las alas izquierda y derecha quedaron compuestas por cuatro hileras más que el centro, formado por los hombres del Lobo bajo el mando de Bror y los restos de las tribus del Zorro y el Oso, conducidos por Matti.

—Te he reservado el trabajo más difícil —había dicho Ronan a Bror en el campamento, antes de partir—. Te pido que el centro resista, y no te doy los hombres suficientes para lograrlo.

Bror pensaba ahora en aquellas palabras, mientras ocupaba su lugar en primera línea y miraba a los hombres situados a su espalda. Su mirada se posó en Heno, que estaba justo detrás de él. Heno sonrió y levantó un poco su lanza. Bror le devolvió la sonrisa y volvió la vista hacia el frente, con el corazón henchido repentinamente de amor hacia los hombres que formaban la hermandad conocida como tribu del Lobo.

Nada se movía en el campamento cercano al río, iluminado por las hogueras. El silencio envolvía el mundo. Bror se preguntó cómo lograban Thorn y Mait mantener tan silenciosos los caballos. Entonces, desde el extremo del ala derecha, se oyó el grito de Ronan.

—¡Ahora!

Bror empezó a avanzar a buen paso, y vio que los hombres situados a sus lados le seguían, mientras los de detrás ocupaban sus puestos en la hilera.

El campamento de los Domadores de Caballos distaba unos cuatrocientos metros. Se encontraban a mitad de camino, cuando el estruendo de cascos de caballos procedente del valle informó a Bror de que Thorn y Mait habían cumplido su cometido.

Del campamento se elevaron numerosos gritos, y la luz de las hogueras reveló a los hombres que se levantaban de sus pieles de dormir y aferraban las lanzas. Sin embargo, las tribus siguieron avanzando con parsimonia. Ronan quería que los hombres permanecieran juntos, en lugar de separarse y recorrer el campamento en busca de probables víctimas.

—Concededles la oportunidad de que se acerquen a nosotros —había instruido a los hombres horas antes—. Que se arrojen sobre nuestra línea. ¡No rompáis la formación!

Bror vio que los Domadores de Caballos se aprestaban a formar una barrera de contención. Desde el lugar que ocupaba en la primera fila, oyó a un hombre rugir lo que debían de ser órdenes. Entonces, el primer grupo de enemigos avanzó con las lanzas apuntadas hacia los hombres de las tribus.

—¡Calma! —gritó Bror a sus hombres. Levantó el escudo, con la lanza preparada. Vio al hombre que corría hacia él y se dispuso a luchar.

La primera oleada de Domadores de Caballos se estrelló contra la línea de la federación y fue abatida. Bror pateó un cadáver. La lanza del hombre había rebotado en su escudo. Bror sonrió.

De pronto, la noche vibró con los relinchos de un semental, seguidos de una cacofonía de gemidos y retumbar de cascos. Ya no había por qué preocuparse de que montaran en sus caballos, pensó con alegría Bror. Los caballos habían huido.

Otra oleada atacó la línea de la federación, y luego otra, pero las tribus no cedieron terreno.

La misma voz profunda de antes se hizo oír, incluso sobre el ruido de los caballos, y los Domadores de Caballos adoptaron una formación más organizada. Atacaron de nuevo, y esta vez a cada hombre que mataba Bror le seguía otro. Cada vez eran más numerosos y Bror se vio obligado a retroceder. Examinó desesperado ambas alas de la federación y vio que resistían. Sólo el centro, carente de suficientes hombres, retrocedía.

—¡Resistid! —aulló Bror a los hombres que le rodeaban—. ¡Resistid!

Vio que Dai conseguía avanzar un paso. Enseguida, Okal se colocó al lado de Dai. Bror se adelantó y los hombres del Lobo le siguieron.

Los Domadores de Caballos les superaban ampliamente en número, pero sus lanzas más cortas y la falta de escudos les hacían vulnerables. Tampoco estaban acostumbrados a mantener un frente constante y actuar con movimientos regulares, al contrario que los hombres de la federación. Eran extremadamente valientes, cargaban una y otra vez en grupos desesperados, con la intención de practicar una brecha en la muralla de la federación, pero las tribus eran conscientes de su superioridad y, si bien los incesantes ataques revelaban su inferioridad numérica, la imagen de la matanza que ya habían consumado les proporcionó ánimos para seguir adelante.

La lucha prosiguió en el valle iluminado por la luna.

Bror no supo muy bien cuándo ocurrió, pero de pronto se dio cuenta de que el centro estaba sometido a una salvaje presión. Era como si el enemigo hubiera localizado por fin el punto débil de la disposición de Ronan.

Los Domadores de Caballos asaltaron el centro una y otra vez. El brazo, la muñeca y el hombro de Bror estaban dolidos, de tanto parar golpes con el escudo. Vio que Cree se desplomaba a su lado. El hombre que le había derribado cogió el escudo de Cree y se abalanzó hacia Bror.

Bror paró los lanzazos con el escudo, pero ya no podía devolverlos con tan mortífera eficacia porque el enemigo también utilizaba escudo. Bror miró un momento la cara de su implacable enemigo y reconoció a Fenris.

—Mierda —masculló.

Fenris gritó algo a sus hombres y, con un poderoso golpe, obligó a Bror a retroceder. Bror intuyó que la hilera situada detrás de él empezaba a ceder.

—¡Resistid! —gritó, furioso.

Por fin, la debilidad del centro fue aprovechada. Fenris apartó de un empujón a Bror y otro hombre siguió a su kain. Los Domadores de Caballos habían roto la línea.

—Corre —gritó Dai a Bror—. ¡Retrocede hacia la colina, Bror! ¡Nos reagruparemos allí!

Bror, al comprender que ya no había línea que mantener cohesionada, siguió el consejo de Dai y corrió. Se volvió en cuanto se refugió entre los árboles de la colina. La mayoría de sus hombres habían llegado allí antes que él: y estaban esperando a que los Domadores de Caballos les siguieran. Bror lo deseo con todas sus fuerzas.

Sin embargo, pronto resultó evidente que Fenris no iba a perseguirles. Había introducido una cuña de sus hombres entre las dos alas de Ronan, y se disponía a aprovechar su ventaja.

El desenlace dependería del éxito que las tribus hubieran alcanzado hasta aquel momento, pensó Bror mientras gritaba a sus hombres que volvieran a formar. ¿Habrían matado a suficientes hombres de Fenris?

—¿Cargamos de nuevo? —preguntó Matti con ansiedad.

—Espera —dijo Bror—. Veamos dónde nos necesita más Ronan.

Los hombres del centro esperaron en tensión. Bror observó si los Domadores de Caballos todavía contaban con fuerzas suficientes para intentar una maniobra envolvente.

No ocurrió nada. Daba la impresión de que Fenris había concentrado sus tropas supervivientes en el centro. Combatían en dos flancos, pero eran suficientes para mantener su posición. La batalla prosiguió, sin que ningún bando pareciera capaz de asestar el golpe definitivo.

Entonces, mientras Bror observaba, el extremo del ala derecha de la tribu se desgajó y dio media vuelta en ordenada formación hacia la retaguardia del centro.

¡Ronan estaba superando la táctica de los Domadores de Caballos!

Bror, con una amplia sonrisa en su cara manchada de sangre, gritó a sus hombres que le siguieran y corrió a reunirse con su jefe.

La sorpresa del nuevo ataque por la retaguardia acabó de confundir a los Domadores de Caballos. Muchos hombres, al ver que los guerreros de las tribus bajaban desde las montañas, no se dieron cuenta de que el centro de Ronan estaba roto, y pensaron que se trataba de una nueva fuerza. Los Domadores de Caballos, aterrados y confusos, giraron en redondo y huyeron.

Muchos hombres de las tribus ardían en deseos de perseguirles, pero la voz de Ronan, milagrosamente audible por encima del tumulto, ordenó que permanecieran donde estaban. Al cabo de pocos minutos cayó el silencio sobre la llanura sembrada de cadáveres. La batalla había terminado. «Hemos ganado», pensó Bror, incrédulo y estupefacto.

Mientras el sol ascendía lentamente sobre el horizonte, continuaba la limpieza posterior a la batalla. Los muertos y heridos de la federación ya habían sido recogidos, y el total ascendía a treinta y un heridos y dieciocho muertos. Los cuerpos todavía dispersos por la llanura pertenecían a los Domadores de Caballos.

Fue Dai quien informó a Ronan de que habían encontrado a Fenris.

—Está vivo —dijo Dai—. Recibió un golpe en la cabeza y tiene una herida en el hombro. Por lo visto, uno de sus hombres le vio caer y le protegió con su cuerpo. Tuvo suerte. En cualquier caso, Fenris está vivo y el otro muerto.

—¿Está malherido? —preguntó Ronan.

—Creo que cayó a consecuencia del golpe en la cabeza. La herida del hombro no parece grave. —Dai se meció sobre los talones y suspiró—. ¿Le ponemos con los demás?

Ronan había ordenado que separaran a los Domadores de Caballos heridos de los muertos, al contrario que en la garganta, cuando los heridos habían sido rematados. Sus hombres preferían matarlos.

Ronan asintió lentamente.

—Ocúpate de que curen su herida, Dai. Me gustaría hablar con él antes de tomar una decisión.

Dio la impresión que Dai iba a decir algo, pero se encogió de hombros y fue a cumplir las órdenes.

Al amanecer ya se conocía el paradero de todos los hombres de la federación, excepto Thorn y Mait.

—Ellos se encargaron de dispersar a los sementales —dijo Ronan cuando fue informado de su ausencia—. No me extrañaría que hubieran quedado atrapados por la estampida. Regresarán, no temáis.

—Ojalá tengas razón —dijo Rilik, el padre de Thorn, con semblante preocupado—. Ojalá no cayera y fuera arrollado.

—Thorn no —dijo Ronan—. Ese chico es capaz de montar en cualquier cosa.

Rilik sonrió, pero la preocupación persistió en sus ojos.

El sol era una bola amarilla brillante en el transparente cielo azul cuando Ronan fue en busca de Fenris. El padre de Siguna. Su enemigo.

Habían agrupado a los Domadores de Caballos heridos al abrigo de algunos árboles pequeños que crecían en el punto donde el prado se encontraba con la colina. Según habían informado a Ronan, el número de heridos ascendía a cuarenta y ocho. Los muertos superaban la cifra de doscientos. El plan de Ronan había resultado eficaz.

Cuando Ronan se acercó a los prisioneros, el kain estaba incorporado, con la espalda apoyada contra un árbol y la cabeza caída sobre el pecho. La hombrera de su piel de ante estaba manchada de sangre seca. Parecía dormido. Ronan se detuvo y lo examinó unos momentos.

Ése era el responsable de las muertes de incontables miembros del Clan. Ése era el hombre que había esclavizado a incontables mujeres del Clan. Le resultaba extraño tenerle así, herido y vulnerable, a su merced. Debería odiarle, pensó, y avanzó unos pasos. Debería odiar a ese hombre.

—Fenris —dijo con voz potente.

No obtuvo respuesta. Repitió el nombre y esta vez el kain alzó la cabeza lentamente, como si le doliera, y vio a Ronan. Dijo algo en un idioma desconocido.

—¿Me entiendes? —preguntó Ronan en el idioma del Clan.

El hombre asintió y se humedeció los labios con la lengua.

—Entiendo… un poco —dijo con una voz profunda que había perdido toda su fuerza. Los ojos del kain eran gris oscuro, en lugar de claros como los de su hija—. ¿Quién… tú?

—Soy el líder… El kain… de estos hombres.

Fenris forzó la vista, como si intentara enfocarle. Ronan advirtió un gran morado en su sien izquierda. En una ocasión, él había recibido un golpe semejante y tuvo dolor de cabeza durante varios días.

—¿Qué… quieres? —preguntó Fenris.

Ronan le miró. A pesar del dolor, de las heridas de la derrota, Fenris aún conseguía parecer autoritario. Ronan se dio cuenta de que no sabía contestar a la pregunta del kain. No sabía qué quería de Fenris. Sólo sabía que quería algo.

—Tu hija está bien —improvisó.

Fenris frunció el ceño, sin comprender.

—Siguna. Está bien. Está con nosotros.

La comprensión alumbró lentamente en los ojos del kain.

—¿Siguna? ¿Siguna está viva?

Ronan asintió.

—Mis hombres la capturaron en el bosque. Está bien.

Un relámpago de alegría cruzó el rostro de Fenris. Luego apretó los labios.

—¿Ella tu mujer?

—¡No!

Por alguna razón que no pudo concretar, era muy importante para Ronan que Fenris supiera que Siguna estaba bien y era respetada.

—No es la mujer de ningún hombre. Está bien. —Como Fenris le miró sin comprender, Ronan puso sus manos a la espalda—. Ningún hombre la ha tocado. No es nuestra costumbre.

—Ningún hombre tocar —repitió Fenris, y su expresión se suavizó—. Es bueno que Siguna esté viva. —Movió la cabeza para mirar a los hombres que le rodeaban, y su cara se tensó de dolor—. Tú matarnos.

—Vosotros matasteis a mi pueblo —replicó Ronan con aspereza—. Vosotros matasteis a muchos hombres.

—Sí.

—¿Por qué?

Fenris suspiró y sus ojos grises se encontraron con los de Ronan.

—No sé.

Parecía verdaderamente perplejo, pero Ronan no supo si era por su pregunta o por su falta de respuesta. Miró una vez más a los ojos del kain y reconoció por fin que existía un extraño vínculo entre aquel hombre y él. En el fondo, siempre lo había sabido; ahora por primera vez lo admitía.

«No puedo matarle —pensó—. No sé por qué, pero no puedo matarle.»

Frunció sus cejas negras, como si sintiera el dolor de Fenris en su propia cabeza.

—No te mataremos —dijo.

El kain pareció escéptico, pero su expresión fue cambiando poco a poco.

—¿Es cierto? —preguntó asombrado.

—Es cierto.

Fenris guardó silencio mientras asimilaba aquella asombrosa noticia. Contempló la llanura sembrada de cadáveres, los restos de su derrota.

—Hombres muertos —señaló—. Quemar.

Ronan se sintió horrorizado. Las tribus del Clan siempre enterraban a sus muertos con reverencia.

—¿Fuego? —preguntó, para asegurarse de que había entendido bien.

—Sí. Demasiados muertos. Peligroso. Quemar.

Ronan comprendió con una mezcla de asombro y respeto involuntario que el kain le estaba dando órdenes. Una vez más, Fenris se humedeció los labios agrietados.

—Ordenaré a un hombre que te traiga agua —dijo con brusquedad Ronan. Dio media vuelta y se marchó.

Fenris tenía razón, pensó Ronan mientras atravesaba la llanura. Había demasiados Domadores de Caballos que enterrar. No podía dejarlos tirados mucho tiempo, o la llanura se llenaría de depredadores. Haría lo que el kain había sugerido y los quemaría.

Levantó la cabeza y divisó al muchacho y el caballo, que bajaban lentamente por el río. Levantó la mano para protegerse del sol. Un muchacho guiando a un caballo. La luz del sol arrancó destellos de un cabello oscuro. Mait. El corazón le dio un vuelco. ¿Dónde estaba Thorn? Sus piernas le impulsaron y echó a correr.

A medida que la distancia entre Mait y él se acortaba, Ronan observó por primera vez que Mait no caminaba porque su caballo fuera cojo. Caminaba porque el caballo cargaba otro peso. Ronan aminoró el paso de forma inconsciente. No quería ver lo que temía descubrir sobre el lomo de Escarcha.

Mait reparó en que su jefe se acercaba y se detuvo. Cuando Ronan llegó a su lado, el rostro del muchacho estaba cubierto de lágrimas. Miró al caballo y vio el delgado cuerpo tendido de través, brazos y piernas oscilando en lados opuestos. Vio la enmarañada masa de cabello castaño. Sintió una especie de puñetazo en el estómago.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó con voz ronca a Mait—. ¿Se cayó?

—No. Quedamos atrapados en medio de la estampida, pero los dos nos mantuvimos montados. Sucedió después de que lográramos apartar a nuestros caballos de los demás y regresáramos. —Mait levantó un puño para frotarse los ojos, un gesto infantil insufriblemente conmovedor—. Estábamos atravesando el bosque, por encima del nivel del río. Thorn iba en cabeza. —Tragó saliva—. Uno de los Domadores de Caballos que huían debió vemos y aguardó al acecho. Saltó sobre Thorn, le derribó de Bellota y montó en el caballo. Thorn intentó aferrar el morral de Bellota y el hombre… el hombre… —Mait se echó a sollozar.

Ronan le rodeó con su brazo y el muchacho hundió la cara en su hombro.

—Atravesó a Thorn con su lanza —balbuceó Mait—. Le atravesó con la lanza y huyó al galope. Yo salté de Escarcha y corrí hacia él, pero… pero… ¡Oh, Ronan, estaba muerto!

Ronan continuó abrazándolo mientras contemplaba con ojos secos y escocidos el fláccido y esbelto cuerpo que colgaba sobre el caballo. Uno de los motivos por los que había escogido a Thorn para ahuyentar los caballos era alejarle de la lucha. Sin embargo, había enviado al muchacho a la muerte.

«Soy muy listo —pensó con amarga ironía—. Gracias a mi inteligencia, he matado a Thorn.»

Mait estaba recuperando la serenidad, y dejó caer el brazo.

—Si hubiera dejado que el hombre se llevara a Bellota —dijo Mait, destrozado—. ¡Si no hubiera cogido el cabestro!

Ronan asintió. A continuación, cogió las riendas de Escarcha.

—Vamos —dijo a Mait—. Hemos de ir a buscar a Rilik.