Al cabo de una hora los jefes de la federación se habían reunido en lo que, en tiempos normales, era la cueva de los hombres del Ciervo Rojo. Se sentaron en círculo sobre alfombras de ciervo, alrededor del hogar, con semblante sombrío.
—La situación es ésta —dijo Ronan—. Mañana, Fenris conocerá el emplazamiento de nuestro campamento y el número de nuestros hombres. Es de esperar que ataque sin más dilación.
—Podemos retroceder al campamento de verano del Ciervo Rojo —dijo Arika.
—Buena idea —aprobó Unwar—. Allí aguardaremos hasta que lleguen los hombres de la Ardilla. Sin ellos, nos doblan en número.
—Por no mencionar que todos los enemigos van montados —recordó Haras.
Matti, el joven elegido en representación de las tribus del Zorro y el Oso, escuchaba en silencio, con ojos brillantes y expresión serena.
—En particular, no quería que averiguara nuestro número —dijo con amargura Ronan—. Por eso aposté hombres, para que interceptaran a los exploradores.
—Tal vez el chico iba solo —dijo Unwar.
—Es el hijo del jefe —indicó Haras—. ¿Enviarías a tu hijo solo a una misión semejante?
Unwar gruñó se encogió de hombros, expresando que Haras estaba en lo cierto.
—Creo que Fenris actuará con rapidez —repitió Ronan—. No nos permitirá trasladarnos a otro sitio.
—La Señora tiene razón —dijo Unwar—. Deberíamos retroceder al campamento de verano del Ciervo Rojo.
—Si lo hacemos, dejaremos desprotegidas a las mujeres y niños de la Gran Caverna —protestó Haras.
—Traslademos también a las mujeres y los niños —sugirió Arika.
—He estado pensando… —empezó Ronan.
Todas las cabezas se volvieron hacia él. Ronan enlazó las manos sobre la rodilla y contempló con aire pensativo sus dedos entrelazados.
—Desde el primer momento, mi plan ha sido hacer creer a los Domadores de Caballos que somos más numerosos de lo que en realidad somos. Fenris es un hombre demasiado inteligente para permitir que sus hombres arriesguen la vida en lo que él considera una batalla perdida. No tiene motivos para ello, sobre todo porque existen presas más fáciles en otros lugares. —Frunció el ceño—. Sin embargo, ahora hemos de suponer que Fenris conoce el número de nuestras fuerzas. No volverá grupas con tanta facilidad como yo esperaba, así que hemos de cambiar nuestra estrategia.
—¿De qué forma? —preguntó un sombrío Haras.
—El arma más eficaz que poseemos es la sorpresa —contestó Ronan—. La sorpresa nos dio la victoria en la garganta. Estoy convencido de que debemos apoyarnos en la sorpresa.
—¿Cómo? —preguntó Arika.
—Aun a caballo, no pueden trasladarse en un solo día desde el poblado del Zorro al río Gran Pez. Tendrán que acampar en algún lugar y creo que el más probable es ese gran prado en forma de media luna, más abajo del Gran Pez. —Miró al jefe del Leopardo—. ¿Sabes a qué lugar me refiero, Unwar?
Unwar asintió con un gruñido.
—Sería el lugar apropiado para acampar. El río les proporcionará agua; y el prado, hierba para los caballos.
—Las montañas se elevan al borde del prado —explicó Ronan mientras escrutaba los rostros—. Y las montañas están cubiertas de hayas y pinos. Ocultaremos todas nuestras fuerzas en esas montañas, y los Domadores de Caballos no se enterarán.
—¿Qué estás sugiriendo, Ronan? —preguntó inquieto Haras.
—Creo que deberíamos atacarles mientras estén acampados junto al río Dorado.
—¿Atacar? —repitió Haras.
—¡Estás loco! —exclamó Unwar.
—¿Por qué? —preguntó Arika.
Matti guardó silencio.
Haras se inclinó hacia adelante.
—Ronan —dijo con tono mesurado—, piensa en lo que estás diciendo. Los Domadores de Caballos son guerreros consumados. Han saqueado y destruido incontables tribus del norte. Ahora vienen por nosotros. Nos sobrepasan en número. Los hombres de la Ardilla han prometido ayudarnos; estarás de acuerdo conmigo en que la prudencia aconseja esperarles antes de entrar en acción.
—Haras tiene razón —intervino Unwar—. Estoy de acuerdo en que tu liderazgo ha sido eficaz, Ronan, pero esta propuesta es una locura. Las montañas constituyen nuestra única protección. Descender de las montañas equivale a morir aplastados bajo los caballos de los enemigos o atravesados por sus lanzas.
—Y si eso ocurriera, piensa en la suerte que correrían nuestras mujeres e hijos —añadió Haras.
Un pesado silencio cayó sobre los jefes, mientras recreaban en su mente aquella espantosa imagen. El sol del verano caía de refilón sobre la entrada de la cueva y una mancha de luz bailó sobre la cabeza de Ronan.
—¿Por qué? —volvió a preguntar Arika a su hijo.
—Creo que es la única forma de derrotarles. —Ronan entornó los ojos—. Imagínate la escena. Atacaremos a la luz de la luna, cuando estén durmiendo. El detalle más importante de este plan es que no podrán montar a caballo, y a pie somos mejores guerreros que ellos. Nuestras lanzas son más largas y pesadas, y contamos con los escudos. La moral de nuestros hombres es alta; aún recuerdan la victoria en la garganta. Su adiestramiento ha sido duro y tienen confianza.
A lo lejos, se oyó un relincho.
—Creo que nuestra formación resistirá —afirmó Ronan—. Creo que venceremos.
Matti, con su fino rostro radiante de alegría, habló por primera vez:
—Estoy de acuerdo.
—Yo no —gruñó Unwar—. Creo que deberíamos retroceder al campamento de verano del Ciervo Rojo y esperar a los hombres de la Ardilla.
—¿Quieres decirme qué impedirá a los Domadores de Caballos seguirnos hasta el campamento de verano? —preguntó Ronan—. Dudo que nos concedan el tiempo suficiente para que los hombres de la Ardilla se reúnan con nosotros.
Unwar frunció el ceño.
—Decidamos lo que decidamos —dijo Arika—, hay que hacerlo rápido. Sería fatal que nos sorprendieran ahora.
Los cuatro hombres se mostraron de acuerdo. Arika paseó la vista por el círculo de caras.
—Somos un puñado, de manera que la decisión adoptada por tres de nosotros será la decisión del consejo.
Todos miraron a Ronan.
—Creo que deberíamos atacar mientras los Domadores de Caballos sigan en el río Dorado —dijo, con semblante sereno y resuelto.
Matti habló a continuación.
—Yo apoyo a Ronan.
Unwar fue el siguiente.
—Creo que deberíamos trasladarnos al campamento de verano y esperar a los hombres de la Ardilla.
Todos miraron a Haras.
—Lo siento, Ronan —dijo el jefe del Búfalo—, pero estoy de acuerdo con Unwar.
Ronan inclinó la cabeza. La mancha de sol dotaba a su cabello de una negrura de pantera.
—Bien, somos dos contra dos —dijo.
Todos miraron a Arika, excepto Ronan.
—Señora —dijo Haras—, tu voz decidirá esta cuestión.
Arika contemplaba como en trance la cabeza de Ronan, y no se dio cuenta de que le habían hablado.
—Mi sueño… —murmuró en voz baja—. Es igual que en mi sueño.
Los hombres guardaron un respetuoso silencio. Ronan estaba como petrificado, su cabeza bañada por la luz del sol.
Por fin, Arika respiró hondo.
—¿Has visto algo que deberíamos saber, Señora? —preguntó Haras.
Arika parecía conmocionada. Ronan, sabedor de que el sueño tenía relación con él, miró a su madre con ojos sombríos. Arika sostuvo su mirada y volvió a respirar hondo, pero su voz, cuando habló, fue clara y acerada como el hielo:
—Lo que vi me dice que si seguimos a Ronan venceremos —dijo, sin apartar los ojos de su hijo—. Creo que deberíamos atacar.
Siguna y Tyr acompañaron a Vili a lo que había sido la cueva de las mujeres. Tyr destacó una guardia, y Siguna llevó a su hermano un poco de comida. Vili seguía pálido y tenso. Aceptó agradecido la infusión caliente y la fruta.
Siguna permaneció sentada en silencio y miró a su hermano mientras éste comía y bebía. La presencia de Vili le acercaba a su padre, pensó con una punzada de dolor. Tenían el mismo cabello, los mismos ojos, incluso el mismo hoyuelo en el mentón.
—¿Cómo está padre? —preguntó Siguna.
—Está bien. —Vili se enjugó la boca con el dorso de la mano y contempló a su hermana con semblante sombrío—. Cree que estás muerta.
—Ya te lo dije: me capturaron. No pude enviarle ningún mensaje.
—Experimentó un gran dolor. Siempre fuiste su favorita, y lamentó amargamente tu supuesta pérdida.
Siguna reconoció una leve nota de celos en la voz de Vili. Éste era hijo de Teala y durante toda su vida había escuchado cuán injustamente Fenris había preferido a Siguna sobre él.
—Lo siento —dijo la joven, y agachó la cabeza—. No quería entristecerle.
Vili terminó la infusión.
—Quizá sea mejor que te crea muerta —dio con calma—. Sería peor para él pensar que estos montañeses te han violado.
—¡Nadie me ha violado!
Vili la miró con incredulidad.
—Es verdad —dijo Siguna, con tono más moderado—. Esta gente no trata a las mujeres como los hombres de nuestra tribu. Aquí respetan a las mujeres. Las reverencian, incluso.
—Las mujeres de nuestra tribu son respetadas y reverenciadas —se indignó Vili—. ¡Mi madre siempre ha tenido en sus manos la responsabilidad de la tienda del kain!
—¿Y las mujeres que fueron obligadas a serviros contra su voluntad? —replicó Siguna.
—Ah, ésas. —Su hermano se encogió de hombros—. Eran simples cautivas.
Oyeron las voces de los hombres que vigilaban en el exterior de la cueva. Hablaban de una cacería de jabalíes en que los dos habían participado.
—Bien, yo soy una simple cautiva —dijo Siguna—, pero me han tratado con el mismo respeto que los hombres del Clan deparan a sus esposas.
Vili entornó los ojos.
—Al parecer te gusta vivir aquí.
—En efecto —contesto Siguna, desafiante.
Vili apretó los labios y por un momento recordó a su padre.
—En ese caso, en verdad estás muerta para nosotros —dijo brutalmente. Apartó la cara—. Vete.
Siguna se puso en pie, miró de nuevo a su hermano y luego salió.
Vili pasó el resto de la mañana esperando que fueran por él. Querrían obtener información sobre las intenciones de su padre, y cuando descubrieran que no pensaba proporcionarla, le matarían. A Vili no se le ocurría otro motivo de que siguiera con vida.
La mañana transcurrió. Nadie vino. Nada ocurrió. En el campamento reinaba una febril actividad. Vili se asomó a la entrada de la cueva.
Los dos hombres armados con lanzas que montaban guardia le miraron, intercambiaron unas palabras y le indicaron por gestos que retrocediera unos pasos. Vili obedeció y ellos se limitaron a observarle con ojos atentos.
Algún tipo de ejercicio se estaba llevando a cabo en el río. Vili aguzó la vista para intentar distinguir qué sujetaban los hombres ante ellos. ¿Sería un arma nueva?
Fuera lo que fuera, era evidente que aquellos montañeses estaban decididos a combatir. Una buena noticia, pensó Vili. No llegaban a la mitad de los hombres que tenía su padre, y contaban con pocos caballos. Bragi informaría a Fenris sobre la configuración del terreno, y no habría más sorpresas desagradables como la ocurrida en la garganta.
Una muchacha muy bonita llevó el almuerzo a Vili, pero aunque Vili trató de chapurrear el idioma que había aprendido de los cautivos de su padre, ella se limitó a sonreír, meneó la cabeza y salió de la cueva.
Después de comer, Vili empezó a pasearse. ¡Aquella incertidumbre era terrible! Había sido un error enfadarse con Siguna; al menos habría respondido a algunas preguntas. Se sentó y contempló el vacío hogar. La guardia del exterior cambiaba cada dos horas, y existían pocas posibilidades de que los hombres descuidaran la vigilancia. La tarde avanzó, y Vili, que no había pegado ojo en toda la noche, se durmió.
El sol estaba bajo en el cielo cuando Vili despertó. El primer rostro que vio fue el de Siguna, y el alivio asomó a sus ojos. Hizo ademán de incorporarse, y entonces reparó en que la acompañaba el hombre de cabello negro que era su jefe. Los dos estaban hablando en el idioma del Clan. Vili elevó una plegaria al Fulminador, pidiéndole fuerzas para afrontar su destino.
Siguna observó que se había despertado.
—Éste es el líder de los montañeses, Vili —dijo—. Acaba de decirme que si no hubieras sido mi hermano seguramente te habría matado.
Una chispa de esperanza alumbró en el corazón de Vili. Se incorporó.
—¿No va a matarme?
—No.
Un enorme lobo entró en la cueva. Vili se quedó petrificado. El lobo se acercó al hombre, que bajó la mano para acariciar la cabeza. El hombre dijo algo a Siguna. Vili captó la palabra «escapar».
—Ronan dice que si intentas escapar el lobo te cogerá —tradujo Siguna—. Los hombres de la tribu abandonarán mañana este lugar, y las mujeres te vigilarán.
El hombre llamado Ronan dijo algo acerca de los perros.
—También están los dos perros lobo de su mujer —añadió Siguna.
Vili se puso en pie poco a poco. No era tan alto como el jefe.
—¿Adónde van? —preguntó a su hermana, sin apartar la vista del lobo.
—Eso no te importa.
Los ojos grises de Vili se clavaron en Siguna.
—¿Eres tú una de las mujeres que va a vigilarme?
—No. Ni te retendré ni te liberaré, hermano, pero te quedarás aquí hasta que la batalla entre tu tribu y la mía haya terminado.
Vili escuchó aquel «mía» con estupor. Pese a sus recriminaciones, no había dudado de que le ayudaría en todo cuanto pudiera.
—¿Cómo puedes traicionar a tu padre? —preguntó, incrédulo—. Siempre ha sido muy bueno contigo.
Siguna palideció. El jefe le dijo algo con voz penetrante. Ella le dirigió una mirada reveladora y meneó la cabeza.
—No puedes entenderlo —dijo a Vili.
Pero Vili pensaba que sí, y contempló con una mezcla de ira y curiosidad al jefe de los montañeses. Estaba casado, según Siguna, y tenía todo el aspecto de un hombre satisfecho con los placeres de la cama. Sin embargo, era evidente que a Siguna le atraía. Ella, que jamás había demostrado la menor inclinación hacia ningún hombre de su tribu, que incluso había rechazado a Bragi, se sentía atraída hacia aquel hombre de cabello negro y nariz aguileña que se erguía a su lado.
«Nadie me ha violado», había dicho aquella mañana. Tal vez no, pensó Vili con cinismo, pero aquel bastardo no sólo la había tratado con respeto y reverencia, como ella había afirmado horas antes.
El jefe le estaba mirando con los ojos entornados. Vili pensó que parecía tan peligroso como el lobo que le acompañaba. Por primera vez, experimentó dudas acerca del resultado de la inminente batalla.
—¿Qué clase de armas eran las que vi cargar a los hombres esta mañana, río abajo? —preguntó a Siguna.
—¿Armas? Eran lanzas, Vili.
—Las otras armas —explicó—. Así. —Dibujó un escudo en el aire.
—¡Oh! —dijo Siguna, y miró a Ronan.
El jefe sonrió, y un escalofrío recorrió la espina dorsal de Vili. La cabeza negra se movió para indicar una negativa.
—No es asunto tuyo —dijo Siguna.
Tenía que huir, pensó Vili. Tendría que burlar al lobo y a los perros y huir. Las mujeres eran lo de menos. Era fácil poner una lanza en la mano de una mujer, pero era imposible enseñarle a lanzarla.
—Ronan ha enviado a buscar a las chicas del Ciervo Rojo para que te vigilen —dijo su hermana.
—¿Las chicas del Ciervo Rojo?
—El Ciervo Rojo es una tribu gobernada por una mujer —explicó Siguna—, y todas las chicas saben utilizar las armas. ¿Recuerdas la batalla de la garganta?
Vil asintió, sombrío. Por supuesto que recordaba la batalla de la garganta.
—Muchos arqueros eran chicas del Ciervo Rojo.
—No te creo —contestó Vili.
Siguna sonrió.
—Espera y verás.
Thorn estaba hablando con los guardianes de Vili cuando Siguna y Ronan salieron de la cueva. Ronan clavó la vista en el rostro del muchacho y se despidió de Siguna, con la excusa de que iba a inspeccionar a sus hombres.
Siguna se quedó donde estaba y contempló a Thorn mientras se acercaba. Aún conservaba el aspecto de cervato que tenía cuando le había conocido, pero desde la batalla de la garganta su rostro de largas pestañas había perdido parte de su inocencia.
—¿Cómo está tu hermano? —preguntó.
—Aliviado, creo. Esperaba que le mataran.
Thorn asintió, y ambos caminaron en silencio hacia el campamento.
—¡Ojalá pudiéramos encontrar un lugar donde hablar a solas! —dijo el joven.
Siguna le miró de soslayo. Se había dado cuenta del interés que Thorn sentía hacia ella. Le gustaba. Le gustaba más que todos los chicos a los que había conocido. Le consideraba su amigo, pero no sentía por él lo que Thorn sospechaba.
El muchacho le dirigió una mirada anhelante. Tendría lugar una batalla, pensó Siguna. Morirían hombres. Sería compasivo concederle unos momentos de su tiempo.
—Podemos ir a pasear un rato junto al río —sugirió.
El rostro de Thorn se iluminó.
Caminaron a lo largo de la orilla y, en cuanto doblaron el recodo y quedaron fuera de la vista del campamento, se detuvieron. Siguna se volvió hacia Thorn y descubrió una extraña mirada en aquel rostro imberbe y juvenil. Era la misma mirada, dura y penetrante, que había visto en la cara de Ronan cuando se habían encontrado en las colinas. No la asustaba percibir aquella mirada en el rostro de Thorn, y su respiración no se aceleró ni su corazón martilleó en su pecho.
—Siguna —dijo Thorn, casi sin aliento—. Te quiero.
La joven exhaló un largo, lento y contenido suspiro, pero no dijo nada.
—He querido contener mi lengua —prosiguió Thorn—. Sé que te hemos robado tu libertad. Sé que te debates entre dos lealtades. Sé que no debería decirte esto ahora, pero…
Se mordió el labio y enmudeció, sin querer presionarla con las palabras lógicas: «Pero tal vez no vuelva a tener la oportunidad.»
Cometería una equivocación si le daba falsas esperanzas, pensó Siguna. Era mejor aclararlo todo ahora. Decidió contarle su conversación con Arika, pero se detuvo cuando vio la sombra que cruzó el rostro de Thorn. Ya era tarde, y los rayos oblicuos y anaranjados del sol agonizante les bañaban. Siguna levantó la vista. No había nubes ni aves en el cielo. Sin embargo, estaba segura de haber visto aquella sombra. El miedo estrujó su corazón cuando comprendió lo que había visto.
—No pido que me respondas ahora —musitó Thorn— pero cuando todo esto haya acabado, ¿considerarás el casarte conmigo?
Siguna fue incapaz de contestar.
—El valle del Lobo te encantaría —prosiguió Thorn—. Lo sé. —La miró, presa de la angustia.
—Lo pensaré —se oyó decir Siguna con voz extrañamente profunda.
Una sonrisa radiante iluminó la cara de Thorn. Levantó la mano derecha y acarició su mejilla con un dedo vacilante. Siguna se acercó, le ofreció sus labios y sintió la presión de los suyos. Aquel contacto tan suave provocó un dolor lacerante en su corazón. Rodeó su cintura con los brazos y la estrechó vigorosamente.
—¿Por qué lloras? —preguntó Thorn, preocupado, cuando ella le soltó. Los ojos de Thorn brillaban de felicidad.
Siguna sacudió la cabeza, como para aclarar sus pensamientos.
—Lloro porque te vas —dijo.
Él sonrió y cogió sus manos.
—Volveré. No temas, Siguna y cuando vuelva, me darás tu respuesta.
La joven se llevó una mano a la mejilla y no contestó.