CAPÍTULO XXIX

Cuando el niño despertó Eken le dio de mamar. Nel había abandonado la Gran Caverna poco después de su conversación con Arika, y aún no había vuelto cuando la luz del día palidecía. Las mujeres de la tribu acostaron a sus hijos y se reunieron alrededor del hogar, en la cámara de la cueva que habían ocupado.

—Sería una crueldad por parte de Ronan prohibirle que conserve el bebé —dijo Beki, desafiante.

Las mujeres del Lobo se miraron. Fue Fara quien respondió:

—Más que nadie, sé lo tolerante que es Ronan respecto a los niños. —Su dulce rostro se veía muy preocupado—. Sin embargo, no creo que sea justo esperar de él que acepte en su corazón al hijo de Morna.

—Es el hermano de la madre del niño —repuso Berta.

—Me cuesta creer que una persona como Morna estuviera destinada a ser la Elegida —terció Tora. Volvió sus ojos castaños hacia su hermana—. Morna ha hecho esto para romper el matrimonio de Ronan.

Berta suspiró.

—¡Eso no ocurrirá! —dijo Yoli—. Ya has oído lo que Nel dijo a la Señora, Tora. Dijo que si Ronan no aceptaba al niño, lo devolvería a Arika. Nel no permitirá que Morna destruya su matrimonio.

—Me da igual lo que Nel haya dicho —replicó Beki—. Sé que si Ronan la obliga a abandonar el niño, jamás le perdonará.

Un pesado silencio cayó sobre la cámara.

—Temo que Beki esté en lo cierto —dijo Berta—. Nada hay en el mundo más poderoso que el deseo de una mujer de tener hijos. La Madre lo pone en su corazón y ningún hombre puede impedirlo.

—El hecho de que algunos niños de la tribu del Ciervo Rojo se parezcan a Ronan como dos gotas de agua no ayuda —dijo con tristeza Fara.

Yoli suspiró.

—¡Nadie sería mejor madre que Nel! —exclamó Berta—. Es injusto que no tenga hijos.

Eken, que había dado de mamar al huérfano y también a su hijo, intervino:

—Es un bebé muy hermoso. Quizá cuando Ronan lo vea…

Tora sacudió la cabeza.

—Los hombres no sienten igual que las mujeres.

Nadie la contradijo.

Se oyeron unos pasos en la entrada de la cámara. Después, la silueta de un hombre apareció en el umbral. Agachó la cabeza para no golpearse con el arco de piedra. Se enderezó y miró al grupo de mujeres que le observaban. Era Ronan.

—¿Dónde está Nel? —preguntó, tras comprobar que no se encontraba presente.

—No lo sabemos —contestó Berta—. Habló con Arika poco después de… —Agitó la mano—. No la hemos visto desde entonces.

El rostro de Ronan se veía cansado y macilento.

—¿Dónde está el bebé? —preguntó.

—Ahí al lado, durmiendo con los demás niños —respondió Eken—. Le di el pecho después de dárselo a mi Melie.

—¿Quieres traerlo? —pidió Ronan.

—Bien. —Eken se puso en pie—. Claro, Ronan, iré a traerlo.

Lanzó una rápida mirada a Fara antes de desaparecer en la cámara contigua, donde dormían los niños.

—¿Quieres que te dejemos solo, Ronan? —preguntó Fara.

Él la miró como si no comprendiera. Luego asintió.

—Sí. Eso estaría… bien.

Las mujeres se incorporaron en silencio y se encaminaron hacia la puerta, mientras Ronan se adentraba en la cámara. Se quedó de pie junto al hogar, las manos enlazadas a la espalda, la cabeza gacha, hasta que Eken regresó con el niño en brazos. Vaciló un momento y se acercó a él.

—Aquí está —dijo, y se lo enseñó.

Ronan bajó la vista.

Era un niño muy hermoso, en efecto. Su carita estaba bien formada, con la piel sonrosada, sin aquel rojo profundo de casi todos los recién nacidos. Su cabello ensortijado era de color castaño, y los ojos que parpadearon soñolientos en dirección a Ronan eran de un gris claro y brumoso.

—No se parece a Morna —dijo Ronan con expresión impenetrable.

—No. —A Eken le costó deshacer el nudo que se había formado en su garganta—. Se parece a él.

Ronan continuó mirando al niño sin la menor expresión. Eken lo sostuvo como si fuera una ofrenda. Se oyó un leve sonido y Nel entró en la cámara.

Nel acababa de pasar las horas emocionalmente más agotadoras de su vida, y así lo aparentaba. Cuando por fin entró en la sala y vio a Ronan con el niño, aún ignoraba lo que iba a decir. Había dedicado horas y horas a intentar resolver el conflicto, y sus pensamientos aún eran confusos.

Había dicho palabras acertadas a Arika un rato antes, palabras que habían herido, palabras que querían herir. «Tanto Ronan como yo sabemos lo que es crecer en un lugar donde no te quieren», había dicho, y Arika se había derrumbado.

Palabras acertadas, pero Nel sabía que este niño era deseado. Ningún niño del mundo era más deseado que éste.

Una parte de ella le decía que Ronan acabaría por aceptar al niño como propio. Ella conseguiría hacerle comprender que la Madre les había enviado ese niño, se decía una y otra vez. Era lo que ella pensaba. Con todas sus fuerzas. Seguro que lograría contagiar dicha convicción a Ronan.

Pero su parte objetiva y racional le decía que era injusta, que descargaba un peso demasiado grande sobre su marido al pedirle que aceptara al hijo de su hermana. Temía que si obligaba a Ronan a quedarse con el niño, en contra de sus instintos, corría el peligro de envenenar lo más preciado en el mundo para ella: su matrimonio.

No había nada por lo que valiera la pena correr ese peligro, pensó.

Y entonces, entró en la cueva y vio a Ronan y al niño. Sin pronunciar palabra, Eken se acercó a ella, depositó al bebé en sus brazos y salió. Ronan y Nel se quedaron solos y se miraron.

Ronan fue el primero en hablar.

—No se parece a Morna.

Nel contempló el rostro soñoliento del bebé. Respiró hondo.

—Ronan —dijo—. Ronan…

Ronan se acercó a ella y bajó la vista hacia el niño. Éste bostezó y exhibió sus encías sonrosadas.

—Morna me anunció hace una semana que iba a hacer esto —dijo Ronan.

Nel apartó los ojos del niño.

—¡No me lo dijiste!

Él meneó la cabeza.

—Fue una escena espantosa.

—Ronan. —Nel sujetaba al bebé como si se estuviera ahogando y el niño fuera su único medio de mantenerse a flote—. No intentaré decirte nada bueno sobre Morna. Lo hizo para vengarse, lo entiendo muy bien, pero… En ocasiones… En ocasiones, no hay mal que por bien no venga, Ronan. He estado pensando. Tú y yo celebramos los sagrados esponsales en el lugar sagrado de la Madre, y yo le supliqué un hijo. Y ahora, tan poco tiempo después, han puesto a este niño en mis brazos. —Respiró hondo—. ¿No crees que tal vez el deseo de la Madre es que nos lo quedemos?

Ronan escrutó el rostro de Nel, los círculos morados bajo sus ojos. Se le antojó tan menuda e indefensa como el niño que sostenía en sus brazos. Sus ojos regresaron de nuevo al bebé. No se parecía en nada a Morna.

«No creo que los bebés puedan ser perversos.» Él lo había dicho, y era cierto.

—Creo que tienes razón, pececillo —se oyó decir con firmeza.

Nel levantó la vista, sin dar crédito a sus oídos. Ronan se encolerizó de súbito ante la certeza de que aquello significaba tanto para ella. Era como si le hubiera expulsado del centro de su vida.

—No soy un monstruo —dijo—. ¿Acaso pensabas que iba a arrebatártelo de los brazos?

Ella movió la cabeza con vehemencia. Ronan vio que luchaba, por contener las lágrimas, lo cual le hizo sentir como un verdadero monstruo, y extendió las manos para abrazarla. A tal fin, también tuvo que rodear al niño con sus brazos.

Nel se apretó contra él y empezó a emitir desgarradores sollozos. Lloraba con tanta fuerza que Ronan temió por un momento que dejara caer al bebé, de modo que Ronan lo cogió. El niño empezó a llorar.

—Vaya —exclamó Ronan—. Si esto continúa así, Nel, te advierto que cambiaré de opinión.

Nel rió al oírle. Fue un sonido tembloroso y acuoso, pero risa a fin de cuentas.

—Dámelo —dijo. En cuanto lo cogió, el niño dejó de llorar.

—Por lo visto, tienes la misma habilidad con los niños que con los caballos y los lobos —observó Ronan.

La sonrisa de Nel fue casi radiante. Levantó la cara y le dio un beso en la mejilla.

—Te quiero tanto. No hay otro hombre en todo el mundo como tú.

Ronan contempló a su diminuto rival.

—Procura no olvidarlo —le dijo, y sólo bromeaba en parte.

El día después de su devastadora derrota en la garganta, Fenris reunió a sus anda alrededor del hogar. Eran sus capitanes, los guerreros a los que había delegado el mando sobre los demás jinetes de la tribu. Dos días antes eran ocho. Ahora, su número se había reducido a seis.

Mientras los hombres de semblante sombrío se sentaban alrededor del hogar, en la tienda del kain, dos nuevos rostros se les unieron: Vili, el hijo mayor del kain, y Bragi, su amigo. Los muchachos ocuparon los lugares de los que habían muerto en la garganta, bajaron los ojos respetuosamente y aguardaron.

Fenris apoyó sus grandes manos en las rodillas.

—Bien, parece que tenemos un enemigo —empezó.

Las seis gargantas emitieron gruñidos.

—Cobardes —espetó Surtur—. Tuvieron miedo de salir y pelear como hombres.

—Exacto —gruñó otro hombre.

El kain expresó su desacuerdo.

—Fue una trampa astuta —dijo con frialdad—. Pensada y ejecutada con inteligencia. —Sus ojos grises escrutaron el círculo de rostros—. Han pasado muchos años desde que una fuerza nos opuso resistencia, pero estos montañeses parecen dispuestos a expulsamos de sus territorios de caza.

—Nos sorprendieron una vez —gruñó Surtur—. No volverán a conseguirlo.

Los demás hombres empezaron a conversar. Sólo Fenris y los muchachos guardaron silencio. Por fin, las voces enmudecieron y las caras se volvieron hacia el kain.

En silencio, Fenris cogió su lanza y la clavó en tierra. Los hombres contemplaron con feroz anticipación la temblorosa asta. Aquello era lo que estaban esperando. La lanza era la señal de que el kain iba a hablar palabras de guerra.

—He perdido seis puñados de mis mejores guerreros —dijo Fenris—. Y os digo que les vengaré. He convocado al Fulminador, y me ha contestado.

Los hombres murmuraron entre sí. Fenris volvió a hablar:

—Conquistaré estas montañas, hermanos míos. Descenderé como el rayo sobre la tierra de mis enemigos, y para vosotros serán sus más bellas mujeres y sus caballos más veloces. Las bestias de sus territorios de caza caerán bajo vuestras lanzas, y sus hijas servirán a la puerta de vuestras tiendas.

Un rugido surgió de las gargantas de los hombres, y los dientes de Vili centellearon en una amplia sonrisa.

Fue Surtur el encargado de realizar la respuesta ritual.

—Tú eres nuestro kain, y donde vayas te seguiremos. Si alguna vez te fallamos, a ti te corresponde abandonamos y expulsamos, solitarios, a la tierra yerma.

Éste era el vínculo que unía al kain ya sus guerreros en la tribu de los Domadores de Caballos. Un silencio reverente descendió alrededor de la hoguera, mientras los hombres atesoraban las palabras en sus corazones. Desde los bordes de la tienda se oían los murmullos de las mujeres que acallaban a los niños.

—Calla, hijo mío, calla. Tu padre está reunido con sus anda. Has de callar.

—Me pregunto cómo aprendieron a domar caballos —murmuró Vili.

—Eso no importa —replicó Fenris—. Lo importante es que lo han hecho. —Apretó la boca de una manera que destacaba su barbilla—. He dicho que perseguiré a esos montañeses y lo haré, pero nunca más me internaré como un ciego en unas montañas que desconozco.

Los semblantes de los hombres asintieron sombríamente.

—Seguiremos el curso del río Dorado, tal como habíamos planeado —continuó Fenris—. Nuestros exploradores han informado que el terreno está despejado. Hay tribus que habitan junto al río. Tribus sin caballos. Mis exploradores las han visto.

—En efecto —dijo Skoggi, el jefe de los exploradores.

—Atacaremos esas tribus —concluyó Fenris.

Gruñidos complacidos acogieron sus palabras y luego se hizo un silencio expectante.

—Nuestra furia teñirá de sangre las montañas —prometió Fenris.

Sonrisas.

—Obligaré a esos montañeses a salir en mi busca, y entonces los aniquilaremos.

Un bullicioso grupo de niños jugaba en un pequeño claro cerca de la Gran Caverna. Habían informado a Thorn que Siguna cuidaba de los niños, y él había ido en su busca.

La plácida escena no delataba el inminente conflicto que aguardaba a los adultos de las tribus confederadas. A un lado del claro, un grupo de niños se turnaba en utilizar el columpio que Neihle había hecho, sujetando una enredadera a los extremos de medio tronco ya una gruesa rama de un abedul que se alzaba en el claro.

Un grupo de chicos y algunas muchachas del Ciervo Rojo se dedicaba a jugar con lanzas pequeñas y aros hechos de madera descortezada. Thorn recordaba muy bien el juego, y contempló a los niños con una sonrisa melancólica. El juego era de concepción simple, pero difícil de ejecución. Un niño hacía rodar una serie de aros sobre el terreno y, a medida que corrían, otro niño lanzaba las lanzas a su través de tal forma que, cuando la lanza se clavaba en el suelo, el aro giraba alrededor. Algunos aros giraban con fuerza y salían despedidos de manera errática. Thorn comprobó complacido que los niños de las lanzas no solían fallar.

Se alejó de los niños y vio que Siguna caminaba hacia él; el sol arrancaba destellos de su cabello plateado. Mientras Thorn la observaba, notó una leve punzada en el corazón. Era tan hermosa, pensó. Anhelaba dibujar su retrato, pero en aquellos días había pocas posibilidades para la intimidad. Tampoco quería dibujar su cara en las paredes de la Gran Caverna, sino en la cueva del valle, quería incluirla entre los retratos que había hecho del resto de la tribu. De hecho, deseaba algo más que el retrato de Siguna. Cuando el conflicto hubiera finalizado, quería compartir su casa con ella.

Siguna le dedicó una breve sonrisa cuando se detuvo a su lado.

—¿Qué haces aquí, Thorn?

—Te buscaba.

Las horas pasadas en la garganta habían sido penosas en extremo, y aunque Siguna había insistido estoicamente en buscar a su padre, Thorn sabía que la experiencia había sido dolorosísima para la joven. Lo había sido para él, que no conocía ni apreciaba a los hombres transformados en una horripilante carroña.

Miró a Siguna a los ojos y experimentó alivio al ver que había desaparecido la sombra que los nublaba durante los últimos días. Sonrió.

—Nunca había visto a Nel tan feliz —comentó.

—Sí —dijo Siguna.

—Ronan es el único hombre que conozco que la dejaría quedarse con el bebé. Nadie creía que lo haría.

Siguna le miró con curiosidad.

—¿Qué habrías hecho tú, Thorn?

Thorn la miró, sorprendido.

—¿Habrías permitido que se quedara el niño? —insistió Siguna.

—Bueno… —Thorn apartó de su frente un mechón castaño—. Supongo que sí.

Siguna sonrió.

—Eso pensaba.

Thorn contempló su rostro encantador. Ardía en deseos de confesarle lo que sentía hacia ella, pero sabía que no era el momento apropiado.

—¡Aiiii!

El chillido agudo se impuso a los gritos de los niños que jugaban.

Thorn y Siguna se volvieron en redondo para ver qué ocurría.

Un grupo de niños había recogido bellotas en el bosque y se las arrojaban unos a otros. Mientras Thorn observaba, un muchacho avanzó audazmente hacia el enemigo, lanzando sus bellotas con mortífera puntería, al tiempo que se protegía de los proyectiles enemigos utilizando una chaqueta de reno como escudo.

—Vaya —exclamó Siguna, y se dispuso a interrumpir la batalla.

—Espera. —Thorn la cogió del brazo.

La joven se detuvo, sorprendida por la fuerza de su mano, y le miró.

—Alguien puede perder un ojo, Thorn. He de pararles.

Dio la impresión de que Thorn no la escuchaba. Tenía la vista clavada en el chico de la chaqueta. Luego abrió los dedos lentamente y la soltó.

Después de que Siguna detuviera la batalla y encauzara a los muchachos hacia una actividad más pacífica, volvió junto a Thorn.

—¿Por qué me impediste que detuviera el combate? —preguntó con curiosidad.

—Por nada. —Thorn la miró, con expresión distraída—. Debo irme, Siguna.

—¿Adónde?

—Necesito hablar con Ronan —dijo y, sin más, se marchó.

Ronan estaba sentado y contemplaba con aire pensativo la lanza que sujetaba en la mano. Había hecho lo mismo durante las últimas noches, y ni Bror ni Crim, que compartían su tienda, habían osado preguntarle en qué pensaba.

Había transcurrido media luna desde la batalla en la garganta del Volp, y las tribus se habían enterado de que los Domadores de Caballos habían levantado el campamento y se desplazaban de nuevo río Dorado abajo. Ronan había reaccionado con el anuncio de que trasladaría a los hombres de la federación al poblado del Ciervo Rojo, situado a orillas del río Gran Pez, pasados unos días.

Entretanto, contemplaba la lanza. Por fin, Bror no pudo resistir más la curiosidad.

—¿Qué tiene de especial esa lanza, Ronan, que llevas dos noches consecutivas mirándola con tal fascinación?

Ronan no apartó los ojos del arma.

—No es de las nuestras. Es una de las que los Domadores de Caballos llevaban en la garganta.

—Sí —dijo Bror—. Eso ya lo veo.

Ronan dirigió su brillante mirada hacia su amigo.

—¿En qué la distingues?

Bror parpadeó.

—El asta de madera no es tan larga con la de las nuestras.

Ronan gruñó y tendió la lanza hacia Bror, que estaba sentado frente a él.

—¿En qué más se diferencia?

Bror la examinó con aire pensativo, y después la alzó como para lanzarla.

—Es más ligera —dijo.

Ronan sonrió complacido.

—Sí. Es más corta y más ligera. Todas sus lanzas son así, Bror. Recogimos las suficientes en la garganta para comprobar que todas son iguales.

—Pienso que las fabrican así porque van a caballo —dijo Crim—. Con lanzas más largas y pesadas correrían el riesgo de perder el equilibrio.

—Exacto. —Ronan sonrió.

Bror dejó la lanza en el suelo.

—De acuerdo —suspiró, resignado—. Me rindo. ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que nuestras lanzas, más largas y fuertes, alcanzarán al enemigo antes de que él nos alcance a nosotros.

Los dos hombres le miraron en silencio.

—Ronan —dijo Crim—, es cierto que eso constituiría una ventaja si hombres a pie lucharan contra hombres a pie, pero ellos van a caballo y nosotros no contamos con tantos caballos.

—Derribamos sus caballos en la garganta —adujo Ronan.

Bror dio un puñetazo en el suelo.

—¡Gracias a la garganta!

—Exacto, pero nada nos impide volver a utilizar la misma táctica. Es verdad, jamás dispondremos de un lugar tan ideal como la garganta, pero existen varios puntos a lo largo del río Gran Pez donde es posible contener a un invitado indeseable. Tendremos que abrir nuestras líneas mucho más que en la garganta, desde luego. —Entornó los ojos—. Imaginaos, hilera tras hilera de lanceros, codo con codo, situados en el lugar donde el valle del Ciervo Rojo se abre a sus espaldas.

—Imposible —dijo Crim.

—Los Domadores de Caballos tendrían que atacar colina arriba —señaló Ronan.

Oyeron las voces de los hombres que vigilaban el fuego.

—Da igual. Hombres a pie serían arrollados por los caballos —dijo Crim.

—Creo que podremos resistir durante bastante tiempo. Recordad que Fenris ignora de cuántos hombres disponemos. Si conseguimos resistir lo suficiente, creo que dará media vuelta.

Se hizo el silencio mientras los hombres recreaban en su mente la imagen que Ronan había pintado con sus palabras. Súbitas carcajadas se alzaron de los hombres que vigilaban el fuego.

—Quizá utilicen jabalinas y flechas contra nosotros antes de atacar —comentó Bror.

Ronan sonrió con auténtico placer.

—Thorn ha ideado una defensa contra esa eventualidad.

Bror y Crim le miraron expectantes.

—Ha diseñado algo que protegerá a nuestros hombres de las armas enemigas.

—¿Qué es? —preguntó Bror.

—Algo así. —Ronan cogió una piedra y dibujó en la tierra una forma rectangular.

—Podemos fabricarlos de madera y poner una especie de asa en la parte interna. ¿Entendéis? Los hombres lo sostendrían ante ellos, y evitarían ser alcanzados por las armas de los enemigos.

—Vaya —exclamó Crim—. Ya lo entiendo.

—¿Fue idea de Thorn? —preguntó Bror.

Ronan sonrió.

—Se le ocurrió mientras contemplaba a un grupo de niños que se arrojaban bellotas.

Bror gruñó.

—Llevar esas ideas a la práctica nos costará bastante tiempo —observó Crim—. Los hombres tendrán que practicar para no romper la formación. Y habrá que fabricar esos escudos.

Ronan alzó la cabeza.

—Lo sé.

—¿Crees que los Domadores de Caballos nos concederán ese tiempo?

—Si no lo hacen, tendremos que distraerles.