CAPÍTULO XXVII

Nel, Arika y los chamanes sólo tuvieron que ocuparse de dos torceduras de tobillo y un corte en una pierna. Los chamanes no podían creerlo, sobre todo cuando subieron a la garganta y vieron la carnicería que había tenido lugar.

Nel no fue. Ronan le aconsejó que no lo hiciera y ella accedió. Ya tenía bastante con las descripciones de los participantes en la masacre.

Los Domadores de Caballos habían dejado seis puñados de hombres en la garganta, muertos o demasiado malheridos para huir. Y habían dejado aún más caballos.

Un Ronan ceñudo dio la orden de que remataran a los hombres y caballos heridos, y que todos los cadáveres fueran despojados de sus armas. Las tribus recuperaron tantas flechas y lanzas como pudieron encontrar, en muchos casos arrancadas de los cadáveres. Después, los hombres de la federación se alejaron de la garganta y dejaron los cadáveres al cuidado de las hienas.

Los aproximadamente ciento cincuenta hombres y mujeres victoriosos no volvieron aquella noche al campamento de la Gran Caverna, sino que pernoctaron cerca de la cueva donde los hombres del Ciervo Rojo celebraban sus ritos de iniciación. Ronan ya había enviado mensajeros a las mujeres que aguardaban en la Gran Caverna para anunciar su victoria, y también había destacado espías en el campamento de los Domadores de Caballos, de modo que carecía de motivos para no entregarse a la alegría de la celebración. Pero no pudo hacerlo.

Se quedó contemplando la cueva y recordó el día de su iniciación. Se le antojó muy lejano, como si hubiera transcurrido toda una vida. Recorrió con un dedo las cicatrices de la iniciación en su brazo. Era imposible notarlas bajo la piel de su camisa, pero sabía que estaban allí.

Cuando no miraba la cueva, miraba el lugar donde Arika se sentaba, cerca del fuego. Neihle estaba a su lado, pero el otro estaba vacío. Morna, que durante tantos años había ocupado el lugar de honor junto a su madre, había regresado a la Gran Caverna con las demás mujeres, a causa de su avanzado estado de gestación.

Ronan contempló aquel espacio vacío. Durante toda su niñez había anhelado ocuparlo, ocuparlo como hijo de la Señora. Y ahora, al cabo de tantos años, al cabo de tantas amarguras, ella parecía dispuesta a aceptarle. Había cedido su liderazgo. Había dicho que la Diosa había bendecido a Ronan.

Meneó la cabeza, como para liberarla del humo que nublaba sus pensamientos. Una mano acarició su hombro y, sin volverse, supo quién era.

—Vamos a dar un paseo —le susurró Nel al oído.

Ronan asintió y se levantó. Los hombres del Lobo sentados a su alrededor levantaron la vista, vieron a Nel, sonrieron y reanudaron la cena y los relatos sobre la aventura de aquel día. Ronan y Nel se internaron en el bosque.

—Estabas muy serio —dijo Nel.

—Estaba pensando que debería sentirme de regreso a casa —explicó—. En esa cueva me iniciaron. Todos mis antiguos amigos estaban sentados alrededor de las hogueras, y también Neihle, que fue mi tutor. Sin embargo, tengo la impresión de que el muchacho que creció en la tribu del Ciervo Rojo era una persona, y yo otra diferente.

—Eres la misma persona, pero has recorrido un largo camino.

Ronan suspiro.

—Sí, supongo que tienes razón.

Caminaron unos instantes en silencio, absortos en sus pensamientos.

—Ronan…

Él levantó la cabeza, arrebatado de sus ensoñaciones por el tono perentorio de su mujer.

—¿Sí?

—Vayamos a la cueva sagrada.

Ronan frunció el ceño.

—¿Ahora?

—Sí. No estamos muy lejos. Podemos ir y volver antes de que amanezca. No hace falta que nadie sepa dónde hemos ido.

Ronan se detuvo y la miró.

—¿Por qué, Nel?

Ella evitó sus ojos. Ronan observó el tenso rostro y, de repente, lo comprendió. Su corazón se estrujó de dolor por ella. Sabía cuánto anhelaba un hijo. Si ella deseaba yacer con él en la cueva sagrada, la complacería, pero estaba convencido de que no serviría de nada.

—¿Quieres solicitar a la Madre la bendición de un hijo? —preguntó con ternura—. ¿Es eso?

—Sí. —Una mueca de dolor demudaba la boca adorable de Nel—. Creo que está enfadada conmigo, Ronan. Cree que la he abandonado. Por eso no me bendice con un hijo. Debo encontrar una forma de aplacarla, y he pensado que si tú y yo vamos a su lugar sagrado… —Levantó sus grandes y hermosos ojos—. ¿Comprendes?

Ronan acarició sus mejillas con los pulgares.

—Sí. Comprendo, pero no creo que la Madre esté enfadada contigo, pececillo. Creo que la Madre te quiere.

—Si es así —exclamó Nel, desesperada—, ¿por qué no me da un hijo?

Ronan ladeó la cabeza de Nel para que le mirara.

—Escucha, Nel. Creo que no comprendes la inmensidad del don con que la Madre te ha bendecido. Te ha dado el don de dominar los animales. ¿Ignoras que, de no ser por ti, jamás habríamos logrado domar nuestros caballos?

—Lo habríais conseguido. Fíjate en lo bien que se lleva la tribu con ellos.

—No —replicó Ronan—. Ahora sabemos manejarles, pero de no ser por ti, ni siquiera habríamos conseguido acercamos a ellos. Quizá habría podido coger un potrillo, educarlo y domarlo como tú hiciste con Nigak, pero jamás habría conseguido domar una manada de potros que corrían en libertad. Jamás. En lo concerniente a tratar con animales, tú eres un gran chamán.

Ella le miraba, trataba de comprender.

—Nel, estoy convencido de que, a cambio de un don tan grande, la Madre te exige un sacrificio.

Silencio. Ronan vio que los ojos de Nel se dilataban hasta ennegrecerse casi por completo.

—Es un sacrificio excesivo —susurró por fin.

—¿Por qué?

Nel apartó la cara.

—Porque el sacrificio te incluye a ti —dijo, sin mirarle.

Ronan meneó la cabeza.

—Te tengo a ti. No necesito hijos.

Los hombros de Nel se hundieron.

—Dices eso para que me sienta mejor.

—No es verdad. Mírame, Nel. Lo digo en serio. Me da igual que no tengamos hijos.

Nel se volvió a regañadientes. Le miró fijamente, y él sostuvo su mirada. Las lágrimas anegaron los ojos de la joven cuando comprendió que su esposo decía la verdad.

—No llores, pececillo —dijo en voz baja—. No llores, por favor. Ya sabes que no soporto verte llorar.

Extendió los brazos.

Cuando la estrechó contra sí, tuvo la impresión de que era muy menuda y liviana. Olió las hierbas con que se lavaba el pelo. Ningún cabello olía como el de Nel. Por ninguna otra persona había sentido aquella ternura. Quizá tendría que haber callado, pero no podía soportar su tristeza.

—Si quieres, te acompañaré a la cueva sagrada. Celebraremos los sagrados esponsales en el lugar de la Madre, pero no quiero que sufras una decepción si no tenemos un hijo, Nel.

Notó que ella se estremecía e intentó consolarla. Nel rodeó su cintura con los brazos y le estrechó con fuerza. Ronan sufría por ella, pero sabía que había dicho la verdad. Sabía desde hacía mucho tiempo que la Diosa no daba nada sin exigir algo a cambio.

Había ocultado a Nel que, en el fondo, se alegraba de no tener hijos. Callaría dicho secreto para que ella no sospechara que su, alegría provocaba la ira de la Madre.

Las mujeres de su linaje siempre habían tenido mala suerte en sus embarazos. La madre de Nel había muerto. Arika casi había muerto al dar a luz a Morna, y nunca más había podido tener hijos. Morna tampoco tenía buen aspecto. Ronan prefería que Nel siguiera gozando de buena salud.

Y él también estaba contento con la situación actual. Había oído demasiadas protestas de hombres malhumorados por su forzada continencia durante las lunas de embarazo y lactancia. Si tenía que hacerlo, lo haría, pero le gustaba tener a su esposa para él solo. Guiaba y aconsejaba a su tribu; no necesitaba hijos.

Acarició su cabello con la boca.

—Tú me bastas, pececillo —añadió con tono algo quejumbroso—. ¿Yo no te basto, pececillo?

Nel aflojó su presa, sorbió por la nariz y agachó la cabeza. Su cara estaba bañada en lágrimas.

—Sí —dijo con voz ronca—. Siempre me has bastado.

Se miraron a los ojos.

—¿Aún quieres ir a la cueva sagrada? —preguntó Ronan.

—Sí. —El tono de su voz había experimentado un cambio sutil.

Ronan la miró fijamente.

—Se lo diré a Bror, para que nadie se ponga nervioso y empiece a buscamos.

Nel asintió.

Ronan levantó un dedo y tocó su boca.

—No tardaré mucho —prometió, y corrió hacia las hogueras como si tuviera alas en los pies.

En cuanto los hombres regresaron a la Gran Caverna, Siguna buscó a Thorn. Quería ir a la garganta, en busca de su padre.

—No puedo dejarle allí —insistió—. Si está muerto, he de enterrarle.

—No le vi caer, Siguna —repitió Thorn con paciencia—. Mait tampoco le encontró entre los muertos. Mait fue uno de los que fue a recuperar nuestras armas, y no vio al kain. Se lo pedí expresamente, porque sabía que querrías averiguarlo.

—Debo asegurarme —dijo Siguna—. Es mi padre.

No estaba furiosa ni histérica. Mantenía una calma absoluta, y su determinación también era absoluta. Thorn, igualmente decidido a retenerla, no sabía qué hacer.

—Los cadáveres han estado expuestos a los carroñeros un día y una noche —replicó por fin—. No creo que te apetezca ver lo que hay en esa garganta, Siguna.

Ni la menor señal de terror se dibujó en su hermoso rostro.

—Da igual. Quiero asegurarme de que mi padre no está allí.

Thorn apretó los labios para disimular su propio terror.

—Entonces iré yo —dijo—. Sé cómo es el kain. Si le encuentro, si todavía son reconocibles sus rasgos, prometo que le traeré para que puedas enterrarle.

Siguna ni siquiera pestañeó.

—No lo entiendes. He de ir en persona, Thorn —repitió—. Es mi padre.

Thorn la traspasó con la mirada.

—¡Ya sé que es tu padre! —Se miraron—. Tienes razón. No lo entiendo. ¿No confías en mí?

Siguna hizo un además de impaciencia.

—Vamos a ver a la Señora —dijo.

Thorn adoptó una actitud cautelosa. No le hacía ninguna gracia el tiempo que la muchacha dedicaba a Arika en los últimos tiempos. Desde que había empezado a hablar con la Señora, Siguna había cambiado. A Thorn no le gustaba. De hecho, Thorn estaba algo celoso del vínculo que se había establecido entre Siguna y la Señora del Ciervo Rojo.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué pinta Arika en esto?

—Ella comprenderá por qué he de ir.

—Siguna —Thorn empezaba a perder la paciencia—, ¿quieres ser sensata? ¡Es absurdo que vayas a esa garganta!

—Es absurdo porque tú no lo entiendes, Thorn —repuso la joven con calma—. Iré a la Señora.

—Muy bien. Te acompaño.

Los dos jóvenes se encaminaron a la parte de la cueva ocupada por el Ciervo Rojo.

Arika estaba bendiciendo a un bebé de la tribu, pero cuando finalizó sus cánticos escuchó la petición de Siguna, sin dar muestras de horror o desagrado.

—La visión te resultará insoportable —se limitó a observar.

—Lo sé —replicó Siguna. Estaba pálida y tensa, y la miraba con sus ojos grises abiertos de par en par—. Debo comprobar que mi padre no yazca en ese desfiladero, pasto de buitres y depredadores. —Alzó la cabeza—. Para ti es un simple enemigo, pero para mí es mi padre.

Thorn se había mantenido en silencio hasta aquel momento, pero se vio obligado a intervenir.

—Señora, ya le he dicho que iré a la garganta y buscaré al kain. No es necesario que Siguna se someta a esta horrible prueba.

Los ojos de Arika se desviaron hacia Siguna.

—¿Es una exigencia de tus dioses? —preguntó.

—No sé mucho acerca de dioses —contestó Siguna—. Las mujeres de mi tribu no reverencian un mundo sagrado, como las del Ciervo Rojo. Es una tarea que yo misma me he impuesto.

—¿Amas a tu padre?

—Amo a mi padre, pero ésa no es la cuestión.

—Tienes razón —admitió Arika—. Ésa no es la cuestión. —Se volvió hacia Thorn—. Se ha de permitir a la muchacha ir en busca de su padre.

Thorn reprimió la réplica que acudió a su boca.

Siguna inclinó su cabeza plateada.

—Te doy las gracias, Señora, por comprender y permitir mi deseo.

Thorn no podía hacer nada. Nadie llevaría la contraria a Arika, ni siquiera Ronan.

—No puede ir sola —adujo Thorn.

La Señora le miró de hito en hito. Thorn apretó los dientes, pero no se dejó intimidar.

—Será mejor que la acompañes —dijo Arika.

—¡Pero debo ir sola! —protestó Siguna—. Sólo puedo confiar esta tarea a mis ojos.

—Y tú serás la única que se encargará de la búsqueda —prometió Arika—. Ve, hija mía. No hay tiempo que perder.

Cuando los dos jóvenes desaparecieron por la curva del túnel, Arika se volvió hacia una de las matriarcas que habían escuchado la conversación.

—He ahí una muchacha que comprende la sagrada importancia del deber.

—Eso pensaba yo —repuso la matriarca.

—El ambiente de las tribus que siguen al Dios del Cielo será irrespirable para esa muchacha.

—El chico parece muy interesado —comentó la matriarca—. Si se casa con ella, la muchacha irá a vivir a su tribu.

—Él está más interesado en ella que ella en él —replicó Arika.

La matriarca suspiró.

—Es una pena que no se pueda decir lo mismo sobre Ronan y Nel.

El rostro de Arika se ensombreció.

—Vamos —dijo con brusquedad—. Debo visitar a los heridos.

Nube eligió el camino más seguro que descendía entre las colinas, mientras los hombres que le seguían repasaban mentalmente su lucha contra los Domadores de Caballos.

«Necesito averiguar la clave de nuestro éxito y cómo podré utilizarla la próxima vez», pensó Ronan.

Reconoció con pesar que la sorpresa nunca volvería a tener el mismo efecto devastador que en la garganta. El jefe de los Domadores de Caballos jamás volvería a caer en una trampa semejante.

Aquel Fenris era listo. Casi había logrado que los hombres de Ronan rompieran filas. Si lo hubiera conseguido… Ronan apretó los labios cuando pensó en lo que habría ocurrido si sus hombres hubieran abandonado su casi inexpugnable formación para internarse en la garganta.

Los arqueros de los riscos no habrían podido disparar. Los jinetes enemigos habrían gozado de una buena oportunidad para romper la muralla defensiva y salir de la garganta. Si Ronan no hubiera retenido a sus hombres, los buitres habrían devorado algo más que cadáveres de Domadores de Caballos.

Fenris se había dado cuenta. Ronan había captado la expresión de amarga decepción del kain al comprender que los lanceros no se iban a mover de su sitio. La sensación fue muy extraña, pero durante una fracción de segundo Ronan experimentó cierta afinidad con el jefe de la fuerza enemiga. Supo exactamente lo que Fenris sentía.

Nube llegó al final del sendero y Ronan le condujo en dirección al campamento de los hombres. Las colinas estaban muy tranquilas, pensó, mientras paseaba la vista en derredor. Los carroñeros estaban en otro sitio.

Aquella compacta formación de lanceros había funcionado extraordinariamente bien, pensó, mientras cambiaba su lanza a la mano izquierda. Había derrotado a los caballos. Ahora tenía que imaginar la manera de que esa formación funcionara cuando no tuviera un desfiladero donde acorralar al enemigo.

De pronto, Nube piafó y alzó la cabeza. Ronan se olvidó de sus preocupaciones y divisó a la solitaria mujer que le aguardaba al borde del camino. Se armó de valor instintivamente y tiró de las riendas. Era Morna.

Hacía una luna que convivían en el mismo espacio, pero nunca habían coincidido en el mismo grupo. Ronan aún tenía una cuenta pendiente con su hermana, pero ella no le había dirigido la palabra. Se habían comportado como si fueran invisibles, una táctica apoyada por los demás hombres y mujeres de sus tribus. Todos sabían las acusaciones y rencores que pendían entre Ronan y Morna, y preferían fingir que los ignoraban.

Durante un breve y terrible instante, Ronan tuvo la sensación de que había retrocedido en el tiempo. Volvía a ser un muchacho, y Morna iba a proponerle un pecado indecible. Nube intuyó la tensión de su jinete, pateó el suelo y se removió inquieto.

Luego, el tiempo se precipitó y Ronan vio el cuerpo hinchado de su hermana. Azuzó a Nube y avanzó a su encuentro.

—Tú —dijo, un eco inconsciente de las palabras pronunciadas cinco años antes—. ¿Qué haces aquí?

Ella le dedicó una sonrisa burlona.

—No he venido para lo que piensas, Ronan. —Apoyó una mano blanca y delgada sobre su estómago prominente—. Estoy a punto de parir.

Ronan la observó con cautela.

—No deberías haberte alejado tanto. Te queda poco para dar a luz.

—Lo sé. Estos dos últimos días he notado presagios de muerte en el viento.

Ronan enarcó las cejas.

—La única muerte que presagiaba el viento era la de los Domadores de Caballos. Estás fatigada, Morna, eso es todo.

—No.

Morna sacudió la cabeza y su pelo rojo dorado ondeó sobre sus hombros. Incluso ahora, cuando el cansancio se veía impreso en cada arruga de su cara, cuando las sombras oscurecían sus ojos y sus mejillas se ahuecaban, incluso ahora, era hermosa.

—Supe que estaba condenada en cuanto me quedé embarazada —dijo. Se encogió de hombros—. Es el castigo que la Madre me impone. Lo sé muy bien.

Ronan estaba aterrado.

—¿El castigo por lo que me hiciste? —preguntó con voz quebradiza.

Los ojos de Morna centellearon, como en los viejos tiempos.

—Te lo merecías —dijo—. No; es por otra cosa.

Ronan no quiso preguntar a qué se refería.

—Moriré —agregó con escalofriante indiferencia—, pero mi hijo vivirá. Será un chico, y mi madre no le querrá. Por lo tanto, Ronan, os lo dejaré a ti y a Nel.

Ronan se quedó petrificado.

Una sonrisa encantadora iluminó el rostro de Morna.

—No tendría que habértelo dicho hasta el último momento, pero quería ver tu expresión.

Ronan recuperó la voz.

—Nel no puede amamantar a un niño —graznó.

—Otra lo hará por ella, pero escogeré a Nel como madre. —Apoyó la mano en su costado y se inclinó hacia adelante—. Una vez tenga a mi hijo en sus brazos, jamás le apartarás de él, Ronan.

Él la miró y vio que Morna se encogía al mirar sus ojos. Después se recobró y volvió a esbozar su sonrisa burlona.

—¿No te hará gracia, Ronan, ver a mi hijo cada noche junto al hogar, ver a tu amada Nel apretándole contra su corazón?

Ronan no podía moverse. Sus miembros se negaban a reaccionar. Pensó que ni siquiera tendría fuerzas para desmontar de Nube.

—Tal vez el padre de tu hijo tenga algo que decir sobre tus planes —dijo con voz ahogada.

—Ronan. —Una alegría pérfida iluminó el rostro de Morna—. ¿De veras piensas que alguien sabe quién es el padre?

Ronan estrujó la crin de Nube, para no arrojar la lanza contra su hermana.

—Me odias —dijo Morna—. Bien, yo también te odio.

—¿Por qué? —Era lo único que nunca había entendido, por qué ella le odiaba tanto—. ¿Por qué? Morna, ¿por qué me odias?

—Porque yo te deseaba y tú no me deseabas. Por eso te odio.

No se le ocurrió ninguna respuesta. Exhaló un largo y estremecido suspiro y, a continuación, azuzó a Nube para alejarse de la inquietante presencia de Morna.