CAPÍTULO XXIV

La senda paralela al río Dorado serpenteaba hacia el sur, ascendía y descendía, y la tenue línea de montañas, antes tan distantes, se acercaba cada vez más a los Domadores de Caballos. Fenris ordenó un alto entre las estribaciones, en una zona de colinas suaves y prados rebosantes de hierba. Se montaron las tiendas y los caballos fueron a pastar.

Los invasores habían avanzado con parsimonia después de abandonar sus cuarteles de invierno. Fenris inspeccionó el territorio con satisfacción y decidió que acamparían en aquel lugar hasta que la hierba se agotara. Enviaría grupos de hombres para investigar las tribus locales.

Después de asignar guardias al rebaño, Fenris se dirigió a la enorme tienda que le albergaba a él y a su familia, acompañado de Surtur y los otros anda. Tenía hambre. Las mujeres se habían dedicado a recoger plantas, bayas y raíces a lo largo del río, y los cazadores habían aportado algunos antílopes. La cena estaría preparada.

El aroma a comida recibió al kain cuando apartó la cortina de su tienda, y Fenris vio la gran olla (un cráneo de buey almizcleño) que hervía en el fuego. Las demás tiendas del campamento eran pequeñas y albergaban a pocas personas, pero la tienda del kain era muy grande, con varias pieles cosidas y extendidas sobre largos retoños de árbol, que la tribu transportaba mediante trineos. La tienda estaba enclavada en el centro de la tribu, y el hogar no sólo era de Fenris, sino también de sus anda: el jefe entre sus hombres.

—¡Teala, tengo hambre! —rugió Fenris a su esposa cuando entró.

—Pues siéntate y come.

Teala se apartó del grupo de mujeres y señaló la olla. Después cogió los tazones de hueso que la tribu utilizaba para comer.

El resto de anda desfilaron detrás de Fenris, cogieron sus tazones y los hundieron en la olla. Los dos hijos mayores de Fenris entraron en la tienda y se reunieron con los hombres. Los perros acechaban en la puerta de la tienda, esperando su turno. Las mujeres se habían sentado a la izquierda de la hoguera, también a la espera. Los niños se habían acurrucado a lo largo del perímetro, con sus grandes ojos hambrientos clavados en los hombres, con la esperanza de que quedara algo para ellos.

Los hombres comieron en relativo silencio y hundieron sus tazones una y otra vez en el estofado. Después tendieron los tazones a las mujeres, que recogieron el resto y lo repartieron entre los niños y ellas. Arrojaron los huesos a los perros.

Mientras las mujeres comían, los hombres hablaban. Fenris estaba sentado en el centro, con sus hijos a un lado y Surtur al otro. Escuchaba sus relatos ya conocidos sobre cacerías y caballos, y observaba a Siguna. Sabía que sus hombres le consideraban un loco por permitir tanta libertad a la muchacha. Bragi, uno de sus mejores guerreros, la quería por esposa, y Fenris sabía que aquel emparejamiento le convenía. Valía la pena que Bragi se emparentara con ellos, pero Fenris vacilaba. A Siguna no le gustaba Bragi.

Hasta Teala pensaba que la muchacha era demasiado osada, pero Teala siempre había sentido celos de la madre de Siguna. Fenris sospechaba que su esposa se había alegrado en secreto cuando Embla murió durante su segundo embarazo. A Teala no parecía importarle las demás mujeres que entraban en la tienda de su marido; al fin y al cabo, eran cautivas e inferiores a ella. Pero Embla había sido de la tribu… y muy hermosa. Siguna se le parecía.

Fenris había querido a Embla, pero sabía que no era motivo suficiente para tener tanta debilidad por Siguna. Ésta no era como su madre. Siguna era como él. Lamentaba profundamente que no hubiera sido un chico.

Bostezó. Afuera estaba oscureciendo. En esa época del año los días eran largos; al anochecer siempre se sentía cansado. Surtur observó el bostezo de su kain y dijo:

—Es hora de ir a dormir.

Fenris asintió y observó a sus anda, que se encaminaban a sus tiendas y sus mujeres. Sus hijos también se marcharon a dormir con los demás jóvenes, bajo las estrellas. En la tienda del kain, una mujer cuidó del fuego mientras las demás acostaban a los niños. Fenris paseó la vista entre sus mujeres, pensando en la noche que se avecinaba. Sus ojos se detuvieron en Kara.

Kara procedía de una tribu que habían conquistado el pasado otoño. Era muy bella, de lustroso cabello negro y grandes ojos oscuros. La había dejado en paz durante el invierno, para que olvidara su dolor. Después, una luna atrás, la había llevado a su lecho.

Al kain no le gustaba penetrar mujeres secas y de cuerpo rígido. Le gustaban calientes, húmedas, receptivas, y a lo largo de los años había aprendido a transformarlas. Había valido la pena esperar a la pequeña Kara.

—Kara —dijo, e indicó que se sentara a su lado. Vio que Teala fruncía el ceño cuando la muchacha de pelo negro se levantó y cruzó la tienda. Durante los últimos tiempos, había elegido a Kara con una frecuencia que desagradaba a su mujer.

Fenris se encogió de hombros. Kara se arrodilló a su lado y Fenris contempló sus grandes ojos oscuros, tan diferentes de los ojos claros de su pueblo. Se sentía predispuesto al juego amoroso.

—Será una noche estupenda, gacela —le susurró al oído, sonriente—. Yo me encargaré de ello.

Vio con satisfacción que la joven se ruborizaba. Esperó a que los demás se acostaran, se tendió y alargó la mano hacia la muchacha.

Thorn y Mait, junto con un pequeño grupo de hombres de su tribu, se encontraban echados en tierra, detrás de los árboles que limitaban el bosque, espiando el campamento de los Domadores de Caballos. Sus caballos estaban atados más allá, ocultos a la vista.

Durante los últimos dos días, los ojos de Thorn habían seguido a la esbelta muchacha de cabello plateado que entraba y salía con tanta desenvoltura de la tienda del jefe; iba a buscar leña y agua y ayudaba a cuidar de los niños. Las demás mujeres colaboraban en el trabajo, pero esa chica no, trabajaba sola. De no haber sido tan rubia, Thorn habría pensado que era cautiva.

Ahora estaba sola y se dirigía al río con una cesta en las manos. Llegó a la empinada orilla del río, bajó hasta la orilla y empezó a recoger hierbas comestibles. Thorn vio que una silueta se alejaba de los caballos encerrados cerca del campamento y seguía a la muchacha hasta el río. El hombre descendió por la orilla, que les ocultaba a la vista del campamento, pero no a la de Thorn, que les espiaba desde un lugar más elevado.

La chica giró en redondo cuando oyó al hombre; luego, irguió la cabeza y le dio la espalda. Mientras Thorn observaba, el hombre la atrajo con una mano mientras con la otra atenazaba sus pechos. Intentó derribarla, pero la joven le abofeteó y le arañó la mejilla. El hombre la soltó y se llevó la mano a la cara. La muchacha huyó orilla arriba. Corrió como un gamo hacia la seguridad del campamento. Su cesta quedó olvidada a la orilla del río.

—Un pretendiente muy educado —gruñó Kasar.

—Tengo la impresión de que se quedarán aquí una buena temporada —observó Heno—. La partida de caza salió hace dos días. Buscarán más carne de la necesaria para la cena de hoy.

—Es cierto —dijo Mait—. Además, las mujeres han descargado todos los trineos.

—Me atormenta ver a tantas mujeres del Clan bajo el yugo de esos asesinos —dijo Kasar, con el semblante sombrío.

—Tendríamos que enviarles a Berta —dijo su marido con voz lúgubre—. Las metería en cintura en un abrir y cerrar de ojos.

Los demás hombres rieron.

—Heno, el mayor placer de tu vida reside en tus trifulcas con Berta —señaló Kasar.

Heno sonrió a regañadientes.

Thorn no había apartado los ojos de la muchacha de cabellos dorados.

—¿Quién crees que es? —preguntó.

—¿A quién te refieres?

Thorn miró a Mait como si estuviera loco.

—A la muchacha de los cabellos como rayos de luna.

—Ah… —dijo Kasar—. La muchacha de los cabellos como rayos de luna. —Soltó una risita—. Creo que Thorn se ha enamorado.

Thorn se ruborizó.

—¡No es verdad!

—Dibuja su retrato, Thorn —sugirió Heno.

—¡Sólo me estaba preguntando quién era!

—Hay muchas mujeres en ese campamento —señaló Kasar—, pero sólo te interesa ésa.

—Dejadle en paz —intervino Mait. Se volvió hacia Thorn—. Vive en la tienda del jefe, Thorn. Debe de ser una de sus mujeres.

—No lo creo —contestó Thorn—. Ese canalla no se habría atrevido a tocarla si perteneciera al jefe.

—Es cierto —admitió Heno—. Está claro que el jefe les impone respeto.

Se hizo el silencio y los hombres volvieron a observar el campamento. Un grupo de hombres entró al galope, arrastrando tres búfalos mediante trineos.

—¡Búfalos! —exclamó con reverencia Mait—. No me había fijado en que había búfalos en esta zona.

Arrojaron los enormes cadáveres en medio del campamento, ante los ojos fascinados de los hombres del Lobo. Las mujeres acudieron a toda prisa y, al cabo de un rato durante el cual el búfalo fue objeto de la admiración general, los hombres fueron conducidos a sus tiendas con toda ceremonia y, presumiblemente, agasajados por sus esposas. Otras mujeres se encargaron de cepillar los caballos y llevarles al abrevadero. Las demás mujeres empezaron a descuartizar los búfalos.

—¡Las mujeres de esta tribu trocean la carne! —exclamó Heno, sorprendido.

—Otro trabajo para Berta —murmuró con picardía Kasar.

Heno le traspasó con la mirada.

—Díselo, y ella te troceará a ti.

Mait rió.

Los hombres del Lobo reemprendieron su vigilancia. Después de trocear los cadáveres, algunas mujeres cogieron las pieles y las clavaron en el suelo para rasparlas. Era preciso limpiarlas de grasa y carne mientras conservaban el calor, pues de lo contrario se ponían tan rígidas que resultaba muy difícil curtirlas. El raspado de pieles era un trabajo de mujeres en todas las tribus que los hombres del Lobo conocían, y ver a las mujeres arrodilladas sobre una piel era una escena familiar. Habían trabajado las pieles durante todo el tiempo que los hombres habían vigilado el campamento, y las herramientas utilizadas por las mujeres les resultaban familiares: el raspador, que en esta tribu era una piedra oval, plana y afilada, usada con ambas manos para limpiar la superficie interior del pellejo; el descarnador, hecho de cuerno y pedernal, utilizado para reducir el grosor de la piel; el hueso, para raspar la superficie de la piel a fin de que absorbiera la grasa y la mezcla de sesos e hígado utilizados para curtirla; y el omóplato, que se empleaba para suavizar la piel cuando estaba preparada.

Mientras un grupo de mujeres trabajaba en el raspado preliminar de las pieles, otro grupo se encargaba de la carne, que cortaba en tiras para que se secaran al sol.

No se veía ni rastro de los hombres; debían de estar echando la siesta después de sus esfuerzos en los territorios de caza.

—Empiezo a pensar que me gustan algunas características de esta tribu —comentó Heno.

Mait resopló.

—Pienso que deberíamos mantener la vigilancia durante un día más —dijo Kasar—. Después, dos de nosotros regresaremos para informar a Ronan. ¿Estás de acuerdo, Heno?

—Sí. Dos que regresen ahora y dos que lo hagan cuando los Domadores de Caballos re emprendan la marcha.

—Yo me quedaré —se ofreció Thorn.

—Muy generoso de tu parte, Thorn —sonrió Kasar.

—Yo acompañaré a Thorn —dijo Mait.

Heno negó con la cabeza.

—No creo que sea buena idea dejar solos a esos cachorros. Kasar o yo nos quedaremos con Thorn.

Mait frunció el entrecejo.

—¡Ya no soy un niño, Heno!

Se produjo un silencio, mientras Heno miraba al hermano de su mujer.

—Supongo que sí —dijo por fin—. Siempre pienso en ti, como el niño que tanto preocupaba a Berta cuando os encontré. Tienes razón. Ya no eres un niño. De acuerdo: Thorn y Mait se quedarán.

Los dos muchachos intercambiaron una sonrisa.

—Gracias, Heno —dijo Mait.

Heno arrugó el ceño, gruñó y no consiguió engañar a nadie.

—Mi padre me ha dado permiso para coger un caballo e ir al bosque a recoger hierbas —dijo Siguna con altivez al guerrero que vigilaba los caballos del kain, que no iban con el resto de la manada sino que se guardaban en un corral, cerca del campamento.

Los dos hombres que vigilaban a los caballos eran jóvenes, amigos de su hermano mayor, y ambos la contemplaron con admiración.

—¿Qué caballo, Siguna? —preguntó Skyr.

Ranúnculo —contestó la muchacha, y señaló una yegua amarillenta.

—Iré a buscarlo —dijo Skyr.

Siguna vio cómo Skyr se encaminaba hacia Ranúnculo con el cabestro en las manos y lo deslizaba sobre su morro. Sacó a la yegua del corral.

—¿Te subo? —preguntó a Siguna.

Ella le dedicó una mirada desdeñosa, luego saltó y cayó sobre el lomo de la yegua. Aferró las riendas, chasqueó la lengua y, sin mirar atrás, se alejó al trote.

Recorrió un buen trecho, siguiendo una senda frecuentada por ciervos, contenta de haber abandonado el campamento y las incesantes regañinas de Teala. Por fin, desmontó en un claro, donde había hierba para Ranúnculo, y se resignó a buscar hierbas. Fenris montaría en cólera cuando averiguara que había mentido a los guardias, y sería mejor que regresara con algunas hierbas. Siguna dejó a Ranúnculo junto a una roca y se encaminó hacia el bosque.

Un semental relinchó en las cercanías. Siguna levantó la cabeza y retrocedió hacia Ranúnculo. Oyó el ruido de unas ramas al partirse y un nuevo relincho. Entonces oyó el sonido de unos cascos.

Siguna regresó junto a Ranúnculo y asió el cabestro. La yegua se movió con nerviosismo.

El fragor de los cascos se acercaba y, de pronto, ante la estupefacción de Siguna, un caballo gris oscuro, montado por un muchacho, irrumpió en el claro. El semental se detuvo y miró a la yegua; el muchacho, que parecía un cervato sobresaltado, miró a Siguna.

—Vaya —exclamó el chico.

El semental piafó y pateó el suelo. El muchacho palmeó su cuello arqueado y siguió mirando a Siguna.

—¿Entiendes lo que digo? —preguntó.

Siguna, el miembro de su tribu que conocía mejor el idioma de los cautivos de su padre, le entendió. Asintió.

—Creo que si le dejo acercarse a la yegua y olerla, no pasará nada —dijo el chico—. Es muy joven aún; no intentará nada.

—Te entiendo —contestó con cautela Siguna—, pero desmonta.

El muchacho saltó al suelo, sin dejar de murmurar para sí. Aferró con fuerza las riendas y acercó el semental a Ranúnculo. Ambos animales intercambiaron olfateos, acompañados de relinchos y saltitos. Los dos jóvenes sujetaron las riendas de sus excitados caballos y se apartaron unos pasos. No obstante, al cabo de un rato, los dos caballos decidieron que la hierba del claro era un manjar y bajaron la cabeza para pastar uno al lado del otro. Siguna se volvió hacia el chico.

Vio que era muy poco mayor que ella, de lacio cabello castaño y ojos castaños de largas pestañas. De nuevo, se le antojó que parecía un cervato.

—Montas a caballo —dijo, expresando lo que más la asombraba del encuentro.

Distinguió cautela en los grandes ojos del desconocido.

—Sí. Hablas muy bien mi idioma.

—He conocido a algunos miembros de tu pueblo —contestó Siguna, prudente.

Volvieron a mirarse.

—¿Toda la gente de estas montañas monta a caballo? —preguntó Siguna.

La expresión del muchacho era severa. No respondió.

—¿Qué haces aquí solo? —insistió Siguna.

—Yo podría hacerte la misma pregunta.

—No te entiendo.

—¿Qué estás haciendo aquí sola?

—Estoy recogiendo hierbas.

—Te has alejado mucho de tu campamento para recoger hierbas.

Siguna entornó los ojos, suspicaz.

—¿Cómo sabes dónde está mi campamento?

—Lo he visto.

De repente, la joven comprendió.

—Nos has estado espiando, ¿verdad?

Las fosas nasales del muchacho se dilataron.

—Tu pueblo no se ha mostrado muy cordial con el mío.

—Thorn —llamó una voz desde el bosque.

—¡Estoy aquí, Mait! —gritó el chico—. Acércate con cuidado, hay una hembra.

Siguna y el chico guardaron silencio y oyeron el ruido de otro caballo que se aproximaba. Bellota levantó la cabeza y relinchó a su amigo.

—¿Otro semental? —preguntó Siguna.

—Sí. De tres años. Puede que no dé problemas.

Un segundo muchacho montado a caballo entró en el claro y se repitió la historia de antes. Cuando los tres caballos volvieron a pastar, Siguna inspeccionó al muchacho llamado Mait. Era más moreno que el llamado Thorn, de cabello y ojos castaño oscuro. Sus mejillas de tono oliváceo eran suaves e imberbes.

—¿Qué vamos a hacer con ella? —preguntó Mait a Thorn—. Si dejamos que regrese a su campamento, les dirá que tenemos caballos.

—Tienes razón —admitió Thorn.

Era extrañísimo, pensó Siguna, pero no tenía miedo. Debería estar asustada. Hasta los muchachos imberbes de su tribu eran capaces de asesinar a una chica que se interpusiera en sus planes. Sin embargo, por algún motivo, ella no creía que esos chicos fueran a hacerle daño.

—Hemos visto que entrabas y salías de la tienda del jefe —dijo Thorn—. ¿Quién eres?

—Soy su hija —respondió con orgullo, y alzó la barbilla—. Me llamo Siguna.

Un destello de alivio cruzó el rostro de Thorn. Siguna se preguntó por qué.

—Me temo, Siguna —dijo lentamente, para que pudiera entenderle—, que tendrás que venir con nosotros. No te haremos daño, pero no podemos dejar que alertes a los tuyos.

—¿Y si nos prometieras no decir nada? —sugirió Mait, esperanzado.

Siguna sacudió la cabeza.

—Jamás traicionaré a mi padre.

Mait suspiró.

—Lo suponía. —Se tiró del labio inferior y murmuró—: ¿Qué dirá Ronan cuando volvamos con la hija del jefe de los Domadores de Caballos?

—No creo que le haga mucha gracia, pero aún le haría menos que la dejáramos libre.

—Es verdad, pero ¿no crees que cuando la tribu la eche de menos saldrá en su busca?

—Mira, enviaremos la yegua de regreso con las riendas cortadas. Pensarán que Siguna sufrió un accidente en el bosque. La buscarán, por supuesto, pero como no la encontrarán, pensarán que ha muerto.

Mait asintió con solemnidad.

—Y tendremos que ocultar nuestro rastro.

Mait volvió a asentir.

—Que monte en uno de los caballos, y nosotros nos turnaremos en andar —dijo, y los ojos cristalinos de Siguna se abrieron de par en par.

—Sí —dijo Thorn, que no consideraba nada extraño el que un hombre caminara mientras una mujer cabalgaba—. Sé que debíamos quedarnos aquí hasta que los Domadores de Caballos reemprendieran la marcha, pero temo que la situación ha cambiado.

Siguna, que había seguido casi toda la conversación, comprendió que los desconocidos habían sometido a su pueblo a una estrecha vigilancia.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó.

—A nuestro campamento —contestó Thorn—, y a la presencia de nuestro jefe.

Por primera vez desde que se habían encontrado, Siguna tuvo miedo. Adoptó la expresión gélida que siempre utilizaba para disimular el miedo.

—¿Me convertirá en una de sus mujeres? —preguntó.

Los muchachos la miraron horrorizados.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Thorn.

—En nuestra tribu, un hombre sólo tiene una mujer —explicó Mait—, y Ronan está casado con Nel. No serás la mujer de ningún hombre, Siguna. Deseamos mantener en secreto que montamos a caballo, y no podemos enviarte de vuelta a tu tribu.

—¿Qué haréis conmigo, pues? —preguntó Siguna, desconcertada.

—Eso lo decidirá Ronan —replicó Mait. Se volvió hacia Thorn—. Será mejor que nos marchemos.

—Tienes razón.

Thorn cogió las riendas de la yegua de Siguna y la apartó de los dos potros. Cortó con su cuchillo el cuero trenzado y palmeó a la yegua en el flanco para que huyera. Al principio el animal se resistió a alejarse, sobre todo cuando Bellota levantó la cabeza y la llamó, pero Thorn le arrojó algunas piedras, hasta que la yegua trotó por la senda de los ciervos. Cuando volvió al claro, Siguna estaba montada en Bellota, y Mait en Escarcha, sujetando las riendas de la joven.

Mait sonrió.

—Tú abrirás el camino.

Thorn hizo una mueca.

—Vámonos —dijo.