Nel notaba el ardor del sol en su cabeza mientras contemplaba el rebaño de caballos que la tribu había encerrado en el espacio abierto delimitado por el risco, el lago y una larga valla construida a base de retoños de árboles y ramas. Todos los caballos eran sementales jóvenes, capturados cuando Impero los había expulsado del rebaño principal, a raíz de que sus hembras habían parido nuevos potrillos. Los hombres de la tribu montaban ya en los de tres años, aunque sólo Nel, Beki, Thorn y Mait, todos ellos de poco peso, montaban a los de dos.
Los caballos la vieron y cuatro de ellos se acercaron a la valla, con la esperanza de recibir una golosina. Nel había descubierto que a los caballos les encantaban las hierbas silvestres que crecían en los bosques de las elevaciones, y solía tener siempre a mano provisiones que utilizaba como sobornos o recompensas.
—Lo siento, Ortiga —dijo. Enseñó su palma vacía y palmeó una nariz rosada—. Lo siento, Bellota, Trébol, Nep.
Los caballos relincharon y se alejaron. Nel les vio reunirse con el rebaño.
Esos sementales jóvenes eran de color oscuro, pero a muchos se les aclararía el color a medida que crecieran. El color predominante del rebaño principal era gris tirando a blanco, y era normal ver a una yegua de un blanco casi puro acompañada de un potrillo castaño oscuro.
Nel oyó el ruido de unos cascos y se volvió hacia la pared del risco, justo cuando dos caballos se encabritaban y golpeaban mutuamente con los cascos delanteros. Nel frunció el ceño. Reflexionó por enésima vez que sería más fácil mantener encerradas a las yeguas que a los sementales. Los Domadores de Caballos montaban en yeguas. Ronan decía que el jefe montaba el único semental de la tribu.
El problema al que Nel y la tribu del Lobo se enfrentaban era que, si intentaban separar algunas yeguas del rebaño de Impero, el semental les atacaría.
—Nos ha facilitado la mitad del trabajo al expulsar los potros jóvenes —había dicho Ronan cuando discutieron por primera vez el proyecto de domar los caballos—. Podemos dirigir los potros hacia el corral y trabajar con ellos sin temor a que Impero trate de liberarles. Y si los mantenemos separados del rebaño principal, no creo que Impero se oponga a su presencia en el valle.
Nel se había mostrado de acuerdo, y así había sido. De hecho, construir la valla del corral había resultado un trabajo bastante más difícil que encerrar la pequeña manada de potros. No le había costado mucho a Nel, con su fino instinto para con los animales. Como siempre mantenía una calma total y no realizaba movimientos inesperados, pronto pudo tocarlos. Por lo demás, los potros tampoco se habían mostrado ansiosos de abandonar su encierro, sabedores de que los dientes afilados y fuertes cascos de Impero les esperaban al otro lado de la valla.
La tribu contemplaba con admiración a Nel cuando domaba caballos. Era infalible en todo lo relacionado con animales; sabía cuándo un potro joven estaba asustado y cuándo era arisco, cuándo era necesario tranquilizarle y cuándo se requería mano dura. La tribu había confeccionado riendas, a imitación de los cabestros utilizados por los Domadores de Caballos, y Nel había acostumbrado a los potros a llevarlos.
Un día de finales de otoño, poco antes de que nevara, Nel había montado en su primer caballo. Para la ocasión había elegido a Risueño, un robusto potro gris oscuro de carácter pacífico. Le había acostumbrado durante días a su peso, apoyada sobre su flanco, con los brazos caídos sobre su lomo, mientras le recompensaba con golosinas. Ronan, por fin, había cogido a Nel por la cintura y la había depositando sobre el suave lomo de Risueño.
Resultó sorprendentemente fácil. Al principio, el potro permaneció inmóvil y agitó las orejas en señal de sorpresa. Volvió la cabeza y la miró. Nel palmeó su cuello, le habló y chasqueó la lengua apremiándole a avanzar. El potro obedeció. Nel cogió la sedosa crin con una mano y sujetó las riendas con la otra, y la tribu del Lobo contó con su primer jinete.
No siempre había sido tan sencillo, por supuesto. No todos los caballos eran tan mansos como Risueño, y costó bastante a la tribu acostumbrarse al trote rápido de los caballos. Ningún jinete se había quedado sin su colección de moraduras, a causa de las caídas ocurridas cuando el caballo se detenía o daba la vuelta bruscamente. Sin embargo, en su segundo año de aprendizaje todos los hombres y mujeres de la tribu del Lobo sabían cabalgar, unos mejor que otros, pero todos se sostenían sobre los caballos.
Había suficientes caballos para que montara toda la tribu, sin contar el siguiente grupo de potros que Impero expulsaría en primavera, cuando nacieran los nuevos potrillos.
Ya había demasiados caballos para aquel corral, pensó Nel. Durante los dos últimos inviernos la tribu había cortado la hierba de otras partes del valle, secándola, almacenándola y alimentando con ella al rebaño en invierno. Era un trabajo fatigoso, e innecesario si pudieran soltar los caballos para que apacentaran por el valle. Con sólo poner una valla en la entrada al paso todo el valle se convertiría en un corral. Pero no podían hacerlo por culpa de Impero y las yeguas.
Nel suspiró.
—¿Estás preocupado por Ronan? —preguntó Beki.
Nel se volvió y miró a su amiga. Meneó la cabeza.
—Me estaba preguntando dónde pondremos a los nuevos potrillos.
—Tal vez podríamos sacar a Impero y las yeguas del valle.
—Tal vez, pero nos quedaríamos sin la fuente de nuevos caballos.
—Si guardamos algunas yeguas, los sementales se pelearán por ellas —volvió a suspirar Nel—. Cuando un semental ve una yegua, sólo piensa en una cosa.
—En eso no se diferencian mucho de los hombres —dijo con sequedad Beki, y las dos mujeres rieron.
Los ojos de Nel ascendieron por el risco hacia los lejanos picos de las Altas, que se elevaban hacia el cielo azul.
—Me pregunto cómo les irá —dijo.
Los ojos de Beki siguieron la mirada de Nel.
—Tengo un mal presentimiento sobre lo que descubrirán, Nel.
El rostro de Nel adoptó una expresión extrañamente grave.
—Y yo, Beki. —Apartó la vista de los picos cubiertos de nieve.
Fenris aguzó la vista y contempló la larga caravana de caballos y personas que avanzaban junto al río en la dirección que él había elegido. Sus exploradores habían informado que el río ascendía hacia las montañas del sur, y que en aquellas montañas vivían muchas tribus. Botín para sus hombres, pastos para los caballos: ésas eran las cosas anheladas por el kain de una tribu como la de Fenris, y al sur se dirigían, siguiendo el curso del río que las tribus de la zona llamaban río Dorado.
La tribu tardó menos de un día en levantar el campamento, un campamento que había sido su hogar durante todo el invierno. Las mujeres dispusieron las tiendas y los utensilios domésticos en trineos tirados por caballos. Los hombres dispusieron sus tesoros en los caballos de carga y montaron en sus corceles. El resto del rebaño abría la marcha, seguido por algunos hombres montados, los trineos, los demás hombres montados y, por fin, las mujeres y los niños a pie. Era impresionante ver avanzar con tanta rapidez un campamento tan enorme.
Fenris miró hacia las montañas y, no por primera vez, meditó en la debilidad de los pueblos del sur. La vida había sido fácil para ellos, pensó. La caza era abundante y fácil de cazar; las tribus del sur desconocían la lucha por la vida que había endurecido a los pueblos del lejano norte. Las tribus del Clan sólo sabían cazar y hacer dibujos en las cavernas. Hasta el momento, Fenris y sus hombres les habían devastado casi sin lucha.
—Kain —dijo Surtur, uno de los anda, los hombres que componían su élite de guerreros.
Fenris vio que Surtur señalaba a una solitaria silueta que se había separado del grupo de mujeres y niños y continuaba inmóvil junto al río.
Fenris enarcó sus espesas cejas rubias.
—¿Voy a buscarla? —preguntó Surtur.
—No, yo lo haré.
Fenris espoleó al caballo y se alejó.
La muchacha le vio acercarse, inmóvil a la orilla del río, y ni siquiera se inmutó cuando se detuvo a escasos centímetros de ella, sino que descubrió sus pequeños dientes blancos en una mueca que no era una sonrisa.
—¿Por qué te has apartado de las mujeres? —preguntó Fenris. Sus ojos grises, de cuyas comisuras irradiaban blancas arrugas, estaban oscuros de irritación.
La ira del kain, que habría aterrorizado a cualquier otra mujer y a casi todos los hombres de la tribu, no pareció amedrentar a la joven. Se encogió de hombros.
—No quiero andar —contestó.
—Eres una mujer, Siguna. Caminarás.
La muchacha sacudió la cabeza con vehemencia, y su pelo plateado se desparramó sobre los hombros.
—He dicho que no quiero andar —repitió.
Intercambiaron una mirada áspera.
—Te ataré a mi caballo y te arrastraré —dijo el jefe.
—¡He cabalgado todo el invierno! —exclamó la joven. Su piel clara enrojeció de ira—. Cabalgo tan bien como cualquier hombre. ¡Lo sabes! No andaré.
—En ese caso tendré que arrastrarte.
La chica ni siquiera pestañeó. Lo haría, y ella lo sabía. Sus hombres pensarían que actuaba correctamente al disciplinar a una mujer. Apretó los dientes.
—Adelante, arrástrame —dijo.
Una bandada de gansos se alzó del río, y graznó en el aire prístino, recalentado por el sol. Sus alas batieron entre las dos siluetas inmóviles y el cielo.
La cara de Fenris no cambió de expresión, pero de repente extendió su mano grande y callosa hacia ella.
—Cabalga conmigo un rato, y luego camina —dijo.
El rostro de la joven, rígido y obstinado hasta ese momento, se iluminó con una sonrisa de placer. Extendió la mano, apoyó el pie sobre el de Fenris y se dejó caer sobre el lomo del caballo, delante de él. Se apoyó contra su ancho pecho.
—Gracias, padre —dijo, complacida.
Thorn observó al hombretón rubio, montado sobre el semental pardo, depositar a la esbelta muchacha, aún más rubia, sobre el caballo. Luego, los dos galoparon valle arriba, seguidos de una nube de jinetes.
—Saben montar, desde luego —murmuró, sabiendo por experiencia propia lo difícil que era sostenerse sobre un caballo. El hombretón sostenía a la muchacha y guiaba al caballo sin aparente esfuerzo. El cabello de la chica era del color de luz de luna, pensó.
—Sí, saben montar —contestó Ronan—. Como temíamos, suben río Dorado arriba.
—En efecto —dijo Kasar con voz sombría. La tribu del Leopardo, donde había nacido, habitaba no lejos del lugar donde el río Gran Pez confluía con el río Dorado.
—Ojalá hubiéramos venido a caballo —dijo Ronan—. ¡Nos desplazaríamos con mucha más rapidez!
—Tú mismo dijiste que era muy difícil ir en caballo por las Altas con la nieve —replicó Kasar—. Nuestros caballos son jóvenes y carecen de experiencia; no son como ésos. —Señaló a la tribu que avanzaba paralela al río.
—Tendremos que adelantamos a sus intenciones —dijo Ronan, e indicó a sus hombres que se pusieran a cubierto en el bosque—. Vamos a hacer lo siguiente —continuó, cuando todos se reagruparon—. Kasar, tú irás a la tribu del Leopardo; Thorn, a la del Búfalo; Mitlik, a la del Ciervo Rojo; Dai, a la de la Ardilla; Heno, a la del Zorro; y Okal, a la del Oso. Diréis a los jefes y hombres importantes de esas tribus que se reúnan con nosotros en la Gran Caverna cuando la luna esté llena. —Un músculo se agitó en la mandíbula de Ronan—. ¡Debemos unirnos, si no queremos que estos invasores destruyan las tribus de las montañas como han destrozado las de las llanuras!
Los hombres congregados alrededor de su jefe asintieron con gravedad.
—Yo regresaré al valle del Lobo y conduciré al resto de los hombres y caballos a la Gran Caverna —prosiguió Ronan—. Creo que los caballos son importantes; ellos serán quienes alienten a nuestro pueblo y le proporcionen valentía para no rendirse.
Más asentimientos solemnes.
—Si me retraso, obligad a los jefes a esperarme.
—Ronan —dijo Mitlik—, me envías a la tribu del Ciervo Rojo. ¿Quieres que traiga a la Señora?
En el repentino y tenso silencio que se produjo, una ardilla descendió por el árbol junto al cual se habían reunido y se escabulló en el bosque.
—Si desea venir, que venga —contestó al fin Ronan—. De Io contrario, procura que vengan algunos hombres. Habla con Neihle, el hermano de la Señora, y con Tyr. Ellos dos escucharán mis palabras.
Mitlik asintió.
—Vámonos —ordenó Ronan—. No hay tiempo que perder.
Nel había cabalgado en su caballo favorito, un corcel de color cobrizo con tres patas blancas al que había llamado Pie Blanco, hacia el angosto extremo sur del valle, donde el río escapaba por un corte en la pared de la muralla. En esa parte del valle, el río nunca se helaba, la corriente fluía con gran rapidez y los animales abrevaban allí durante todo el invierno.
Impero y las yeguas estaban pastando a lo largo de la pared este cuando Nel y Pie Blanco se acercaron. En aquel punto, la pared del risco alcanzaba una altura sobrecogedora y caía en vertical, como cortada por un cuchillo. Sin embargo, por encima del nivel del valle se suavizaba, formaba grietas y barrancos donde crecían matas de enebros, pinos negros y rosas alpinas. No había nieve en las laderas bañadas por el sol. Las yeguas y sus crías, absortas en la búsqueda de forraje, no prestaron atención a Nel y su montura.
Alarmado de inmediato por la presencia de otro macho, Impero relinchó, bajó la cabeza y se lanzó al galope; apartó a las yeguas y sus crías del prado y corrió alrededor hasta que formaron un grupo compacto. Una vez agrupadas detrás de él, trotó desafiante hacia Pie Blanco, alzó la cabeza al cielo y lanzó una resonante invitación a la batalla.
Pie Blanco temía al semental, el padre y protector que, de manera inexplicable, se había convertido en su enemigo implacable, pero algo en su sangre se alteró al escuchar aquel desafío. Se encabritó, relinchó y golpeó el aire con las patas delanteras.
Nel, con una mano aferrada a la crin del potro, utilizó la otra para palmearle el lomo y llamar su atención. En cuanto el animal posó las patas en tierra, le hizo girar en redondo y luego le espoleó hasta alejarle del semental. Galoparon a lo largo del río hasta el extremo sur del valle y no se detuvieron hasta llegar a la pared.
Impero les seguía mirando, con su cuello musculoso y cubierto de cicatrices, bien erguido, las fosas nasales dilatadas. Thorn debería dibujarle así, pensó Nel. Su aspecto era magnífico. El semental giró en redondo, se precipitó sobre el rebaño de yeguas y potrillos, los obligó a dispersarse y les dio así permiso para proseguir su búsqueda de comida. Mientras volvían a los niveles inferiores del risco, el caballo blanco montó guardia, con la atención dividida entre las yeguas y su cría de tres años, Pie Blanco, al que intuía como un rival en potencia.
«Bien —pensó Nel resignada—, está claro que he de abandonar cualquier idea de conservar más de un semental con las yeguas. Si al menos Pie Blanco quisiera luchar…»
De momento, Pie Blanco era inmune a los desafíos, porque ni siquiera los relinchos de Impero podían oírse por encima del rugido atronador del agua al atravesar la cañada abierta en la pared del risco y caer desde sesenta metros de altura hasta un gigantesco charco de revuelta agua blanca, en la base del risco situada fuera del valle.
Pie Blanco había crecido acostumbrado al fragor de la cascada y no tenía miedo. El joven semental permaneció inmóvil y sereno, en tanto Nel palmeaba su cuello. Después emprendieron el regreso, pero esta vez siguieron el muro occidental del valle, donde aún quedaban manchas de nieve.
Mait la recibió en el corral con la noticia de que Ronan había vuelto. Nel pidió a Mait que condujera a Pie Blanco con los otros caballos y rodeó el lago a pie, a la mayor velocidad que le permitían sus pies calzados con botas.
Al parecer, toda la tribu se había reunido en el espacio abierto entre las chozas y el lago. Todo el mundo se volvió a mirarla, pero Nel hizo caso omiso y corrió como una gacela para recibir el abrazo de Ronan, que la alzó en el aire.
—Has vuelto —dijo Nel, sin aliento.
—Sí, he vuelto. —Apretó la áspera mejilla contra la suya—. Me estás estrangulado, Nel.
A juzgar por la forma en que abrazaba su cuello, debía ser verdad. Nel jamás mencionaba a nadie, y mucho menos a él, cuánto la aterrorizaban aquellas expediciones de espionaje. Echó la cabeza hacia atrás para examinar el rostro de Ronan. Estaba sin afeitar y tenía aspecto de cansancio, pero por lo demás aprobó lo que vio.
—Te he echado de menos —dijo.
—Yo también a ti, pececillo —contestó él a su oído, y se agachó para depositarla en tierra.
Nel miró alrededor, comprobó que Kasar no estaba con Beki, y comprendió por fin que Ronan había regresado solo. Esperó hasta asegurarse de que su voz no delataría el pánico que sintió.
—¿Bajan hacia el sur? —preguntó.
—Sí —admitió Ronan, con voz extrañamente suave. Bajan hacia el sur.
Para sorpresa de Ronan, y algo de disgusto, todos los hombres de la tribu insistieron en acompañarle a la reunión que se celebraría en la Gran Caverna.
—No podéis venir todos —replicó.
—¿Por qué? —preguntó Crim.
—No podemos dejar desprotegidos a las mujeres y los niños. —Su voz, paciente y contenida, sugería que habrían debido tenerlo en cuenta.
Se encontraban todos reunidos en la tienda de Bror, mujeres, niños y hombres, y aunque el fuego no estaba encendido la cercanía de tantos cuerpos proporcionaba calor suficiente. Habían sacado los perros fuera, pero los niños pequeños correteaban por el suelo, entre los pies de los mayores. Ronan soltó la tirilla que ataba su camisa en la garganta.
—¿Has enviado mensajeros a la tribu del Ciervo Rojo? —preguntó Bror.
—Sí.
—Lo hemos discutido durante tu ausencia —prosiguió Bror—, y hemos decidido que no puedes arrojarte solo en manos de tus enemigos.
La impaciencia se dibujó claramente en el rostro de Ronan.
—No me «arrojo» solo. Me llevaré a la mayoría de hombres, y también los caballos, pero no puedo llevarme a todos los hombres, porque algunos han de quedarse a cazar para las mujeres y los niños.
—¿A quién piensas dejar en el valle? —Era la voz nasal de Cree—. ¿A los hombres de la Diosa?
—Se me ocurre lo más razonable —contestó Ronan—. Tú mismo has admitido que vosotros no os jugáis tanto en esta lucha como los miembros del Clan.
—Si piensas reunirte con la tribu del Ciervo Rojo, necesitarás el apoyo de los hombres que adoran a la Diosa —replicó Cree.
El rostro de Ronan empezaba a adoptar lo que Mait siempre definía como «aspecto siniestro». Al jefe no le gustaba que sus hombres intentaran desbancarle.
—Entonces, ¿a quién habéis elegido para que se quede con las mujeres? —preguntó Ronan con aquel tono plácido que todos habían aprendido a oír con desconfianza—. ¿A ti, Bror?
Bror frunció el ceño y no contestó. Fue Berta quien respondió al encolerizado jefe.
—Nadie tendrá que quedarse con las mujeres, Ronan, porque las mujeres también irán.
Ronan volvió la cabeza bruscamente. Miró con asombro el rostro sereno de Berta.
—No podéis —dijo.
—Claro que podemos —replicó la mujer, sin perder la compostura.
Ronan miró a Nel, cuyo rostro mostraba la misma serenidad que el de Berta. Ella le miró a los ojos. Ina, la hija de dos años de Berta y Heno, se sentó sobre el pie de Ronan.
—Ir con Uonan —dijo satisfecha, y le dedicó una sonrisa beatífica.
—Las mujeres están decididas, Ronan —dijo Crim, sonriente.
—¡No podemos bajar por las Altas cargados con niños!
—Será más fácil de lo que piensas —dijo Beki mientras cogía a la hija de Berta—. Cargaremos los bebes a nuestras espaldas.
Por primera vez desde que se había sentado, Nel habló:
—Los Domadores de Caballos se desplazan con toda su tribu. No cabe duda de que también hay mujeres y niños.
Ronan miró a su esposa y luego escudriñó los rostros de sus rebeldes seguidores. Se mesó el cabello y agachó la cabeza para ocultar la cara. Todos contemplaron con nerviosismo los dedos largos y delgados hundidos en su espeso cabello, negro como ala de cuervo.
Bror respiró hondo.
—No tenemos la menor intención de desoír tu autoridad o conspirar a tu espalda —dijo—. Sigues siendo nuestro jefe. Por eso consideramos que debemos acompañarte.
—Entiendo. —La voz de Ronan sonó apagada.
Mait dirigió una mirada angustiada a Nel, que observaba a su marido.
—Ronan, ¿de qué te ríes? —exclamó.
—¿Qué te divierte tanto? —preguntó Asok, indignado.
Ronan levantó su cara congestionada.
—Imaginarme entrando en la Gran Caverna, seguido por una caravana de niños lloriqueantes.
—No permitiremos que los niños lloren —prometió Fara.
—Eso no estaría nada mal, para variar —replicó Crim.
Ronan se sosegó.
—Gracias a todos. Es conmovedor que os preocupéis tanto por mí, pero nunca hemos sacado los caballos del valle. No puedo, confiar en ellos, habiendo niños de por medio.
—Los sacamos durante tu ausencia explicó no hubo ningún problema.
Ronan miró de nuevo a Nel.
—¿Sacasteis los caballos del valle?
—Están muy bien enseñados —le calmó ella—. Estoy segura de que se portarán bien.
—Desiste —le aconsejó Crim—. Nosotros ya lo hemos hecho.
—¡Ir con Uonan! —chilló Ina, complacida por el sonido de sus palabras.
Ronan soltó una risotada.
—Muy bien —dijo tras recuperar el aliento—, pero si digo que debéis volver al valle, espero que me obedezcáis. Ignoramos qué decidirán las tribus.
—Precisamente por eso vamos a acompañarte —dijo Bror, y el resto de la tribu asintió en señal de aprobación.