Aquella noche, la llegada de Nel se comentó con diversos grados de entusiasmo en todas las chozas de la tribu del Lobo.
Berta y Tora estaban encantadas de que otra mujer seguidora de la Madre se sumara a la tribu.
—No es que no me gusten Fara, Beki, Yoli y las demás —confió Berta a su hermana, mientras quitaban los restos de la cena—, pero sus costumbres no son las nuestras. Es bueno que Nel haya venido.
—Sí —corroboró Tora.
Las hermanas estaban solas en la tienda de Berta, donde ambas familias habían cenado. El bebé de Berta empezó a berrear, y Tora, al ver que Berta continuaba ocupada, cogió a la niña y le dio de mamar. La niña, acostumbrada por igual a la leche de su tía que a la de su madre, calló al instante.
—Los hombres casados se reúnen esta noche —dijo Berta mientras terminaba de fregar los recipientes de barro en que habían servido la carne de venado.
—Sí —asintió Tora—. Asok me lo ha dicho.
—¿Qué opina Asok sobre el rito de la llamada del caballo? —preguntó Berta a su hermana.
Tora encogió un hombro con cuidado, para no molestar a la niña mientras mamaba.
—Asok fue educado en el culto a la Madre, de modo que la llamada del caballo le resulta familiar, pero ha prestado oídos a Heno y a los demás hombres que siguen el Camino del Dios del Cielo, y creo que le gusta lo que dicen.
Berta terminó con los cacharros y los guardó en su sitio. Se volvió hacia T ora.
—Pobre Ronan —dijo—. Casi siento pena por él. Algunos hombres se enfadarán, tome la decisión que tome.
—Veremos hasta qué punto es un jefe inteligente —observó Tora, y las dos mujeres intercambiaron una mirada; sus ojos castaños proclamaban un secreto regocijo.
A Fara y Crim no les había hecho tanta gracia la aparición de Nel. Habían cenado a solas en su choza, pues Eken estaba pasando la semana en la choza lunar.
—Yo esperaba que terminara casándose con Eken —suspiró Fara—. Ella también lo esperaba; por eso se negó a casarse con otro.
—Lo sé —dijo Crim. Quería mucho a su cuñada—. ¿Cómo reaccionó cuando se lo dijiste?
—No habló mucho, pero pareció… afligida.
—¡Bien, no será por falta de hombres que deje de casarse! —exclamó Crim.
—Lo sé, pero su corazón suspiraba por Ronan. No tendría que haberle hecho esto.
—Él no la alentó —observó con objetividad Crim—. Todo era cosa de Eken.
—Tendría que habernos dicho que estaba casado —insistió Fara—. Eken no se habría forjado falsas esperanzas.
—No estaba casado. Yo pensaba lo mismo que tú, y por eso le pregunté por qué no había hablado nunca de su esposa. Dijo que Nel y él habían pronunciado las palabras del vínculo tan sólo media luna antes.
—Entonces tendría que habernos dicho que pensaba casarse.
Crim se encogió de hombros.
—Hacía tres años que no veía a Nel, Fara. Es probable que ni siquiera supiera lo que iba a pasar entre ambos… No pensarías que un hombre como Ronan se iba a pasar toda la vida sin una mujer —añadió, al ver la expresión descontenta de su esposa.
—Pues claro que no —replicó Fara, irritada—. Por eso estaba tan segura de que se casaría con Eken.
—Bien, Eken tendrá que casarse con otro. Tanto Dai como Okal la aceptarían al instante, y los dos son hombres valientes y atractivos.
—No son Ronan —gruñó Fara.
—Ni yo tampoco —intervino su marido—, y parece que estás contenta.
—Oh… —Fara le miró y luego sonrió—. Pero Eken tampoco puede casarse contigo.
—Exacto —dijo Crim—. Pobre muchacha.
Su mujer fingió arrojarle una olla. Crim lanzó una carcajada y salió de la tienda para acudir a la reunión de los hombres casados.
Bror había entrado muchas veces en la cabaña de Ronan, pero esta vez lo hizo con una reticencia inusual. Ahora había una mujer en la cabaña de Ronan, una mujer en la vida de Ronan. El corazón de Bror se afligió cuando pensó que las cosas ya nunca serían iguales para ellos.
Bror tuvo que agachar la cabeza para pasar por la puerta, y cuando se enderezó examinó la choza a toda prisa, en busca de la intrusa. Sus músculos tensos se relajaron cuando vio que no estaba. Ronan levantó la vista de la correa de cuero que estaba reparando y sonrió.
—Siéntate, Bror.
Indicó con un gesto que tomara asiento en su lugar habitual, junto al hogar casi apagado. Mientras lo hacía, Bror continuó buscando en la cabaña las huellas de su nuevo ocupante.
Una hilera de prendas de vestir colgaba de la pared derecha, gracias a unos ganchos clavados en los retoños de árboles que formaban el armazón de la cabaña. Bror reconoció las ropas de Ronan, pero acompañadas de un chaquetón de piel, una camisa y unos pantalones de ciervo de una talla más pequeña. Bajo las ropas, las botas de reno de Ronan destacaban en su solitario esplendor. «Esta chica tendrá que confeccionarse una túnica de piel y unas botas si quiere quedarse aquí a pasar el invierno», pensó Bror.
A lo largo de la pared derecha, cerca de los ganchos para la ropa, vio dos jarras de agua y un pequeño montón de leña y astillas para el fuego. Las armas de Ronan estaban apoyadas contra el rincón como de costumbre, junto a las pieles de ciervo sobre las que dormía Nigak.
Ante la pared posterior se alineaban tres largas mesas de piedra, sobre las cuales había diversos objetos: puntas de lanza y de flecha, tirillas de piel de diversa medida, utensilios de comer, una cesta llena de bayas rojas, otra llena de té seco, y una lamparilla de piedra.
Dos pieles de dormir impecablemente enrolladas descansaban junto a la pared izquierda, y otro montón de pieles raspadas esperaban a ser cortadas en la forma que Ronan necesitara. El estante de secado también estaba en la pared izquierda.
El hogar se encontraba en el centro de la cabaña, bajo el agujero practicado para que saliera el humo. El suelo que rodeaba el hogar estaba cubierto de alfombras de reno.
La esposa de Ronan no había aportado gran cosa a su nuevo hogar, pensó Bror mientras tomaba asiento.
—Bien —dijo Ronan. Dejó en el suelo la tirilla de piel—. ¿Con qué problemas te has encontrado?
Bror sonrió.
—¿Tan seguro estás de que he tenido problemas?
—En caso contrario, te pasaré el mando ahora mismo.
Bror soltó una carcajada.
—Conseguí solucionar casi todos los problemas. Sin embargo, hay dos que exigirán tu atención.
—Dos —dijo Ronan, animado—. Menos mal.
—Espera a saber cuáles son.
Ronan enarcó las cejas.
—Adelante.
—Los hombres de las tribus de la Diosa han solicitado celebrar una ceremonia llamada el rito de la Llamada del Caballo —empezó Bror. Vio que una expresión cautelosa aparecía en el rostro de Ronan, que asintió con semblante afligido. Ambos sabían lo peligrosa que podía llegar a ser la palabra «rito» en una tribu tan diversificada religiosamente como la suya—. Las tribus de la llanura cazan el caballo para subsistir, y el propósito de esta ceremonia en particular es conseguir que los rebaños de caballos aumenten.
—Mmmm —gruñó Ronan con suspicacia—. ¿En qué consiste?
—Los jóvenes solteros de la tribu encarnan a los sementales. Cada noche, las mujeres jóvenes, tanto casadas como solteras, recubren su desnudez con una piel de caballo y van al lugar donde se celebra la danza ceremonial. Cuando termina la danza de los sementales, cada mujer se acerca al hombre de su elección, le ofrece comida y le invita a dar un paseo por el bosque. Ya puedes suponer qué ocurre a continuación.
Ronan gruñó.
—Según los hombres de la Diosa, el rito representa a las mujeres de la tribu copulando con un semental, lo cual, por supuesto, complace al Dios Caballo, quien envía más potrillos a los rebaños y se compromete a guiarlos hacia los territorios de caza de la tribu.
—¿Copulan de verdad o sólo es una ceremonia simbólica? —preguntó Ronan.
—¿Después de que la danza ha enardecido a los jóvenes sementales? ¿Tú qué crees?
Una arrugada delgada y profunda como una herida de cuchillo apareció en el ceño de Ronan.
—¿Es una propuesta de los hombres de la Diosa? —preguntó.
—De los hombres solteros de la Diosa, apoyados, debo añadir, por los hombres solteros del Dios del Cielo. Es un buen ritual, me dijeron, porque la tribu del Lobo también caza caballos.
—Y a los hombres casados no les hace nada de gracia.
—Los hombres casados no lo tolerarán. Heno ha sido muy elocuente al respecto.
—Me lo imagino —murmuró Ronan—. ¿Qué les has dicho?
—Que debíamos esperar a tu regreso —respondió al instante Bror—, que tú decidirías.
—¿Y tú qué opinas, Bror? ¿Hablan en serio?
—Todos hablan en serio. Es la historia de siempre, Ronan. No hay suficientes mujeres para tantos hombres.
Ronan gruñó.
—Casi temo preguntarte cuál es el segundo problema.
—La caza no ha ido muy bien estas últimas semanas. No tenemos suerte con los renos; alguno de nosotros les habrá ofendido.
—¿Quién acusa a quién? —preguntó Ronan con tono de resignación.
—Lo de siempre. Cree acusa a los hombres del Dios del Cielo de falta de respeto. Dice que matan hembras de reno, y por eso la Madre, enfadada, se ha llevado los rebaños. —Bror se mesó el rizado cabello negro que caía sobre su ancha frente—. Por otra parte, Heno acusa a los hombres de la Diosa de no respetar los tabúes sexuales correspondientes. Dice que se acuestan con sus mujeres antes de ir a cazar, y por eso los renos se han marchado.
—Heno fue expulsado de su tribu por dormir con su esposa antes de ir a cazar —dijo con ironía Ronan.
—Por eso sabe lo poderoso que es el tabú. Así lo ha dicho.
—Vaya.
—Ésos son los dos problemas que no he podido solucionar.
—Así pues, tenemos una situación que enfrenta a los hombres solteros con los hombres casados, y otra situación que enfrente a los hombres del Dios del Cielo con los hombres de la Diosa —recapituló Ronan.
—Sí.
—A veces me pregunto si esto terminará algún día, Bror —dijo Ronan con voz cansada.
—¿Qué es lo que nunca terminará? —preguntó una nueva voz, grave pero inequívocamente femenina.
Bror volvió la cabeza y vio a la esposa de Ronan entrar por la puerta, con dos vejigas de ciervo llenas de agua. Nigak le siguió. La joven sonrió a Bror y vertió agua en los jarrones alineados junto a la pared derecha. Después se sentó al lado de Ronan, con tanta naturalidad, pensó Bror con un resentimiento que intentó disimular, como si fuera su casa. Nigak se tumbó en su esquina habitual.
—La misma historia de siempre —contestó Ronan—. Las costumbres de la Diosa siempre parecen entrar en colisión con las costumbres del Dios del Cielo.
Resumió lo que Bror acababa de contarle.
Nel se volvió hacia Bror.
—¿Qué dicen las mujeres sobre esto? —preguntó.
—¿Sobre qué?
Bror sabía que había reaccionado con brusquedad, pero no pudo evitarlo. Desde lo de Eda, tenía miedo de las mujeres.
—Sobre la ceremonia de la Llamada del Caballo —dijo con paciencia Nel.
Bror sacudió la cabeza y lanzó una mirada de desesperación a Ronan, que se apiadó de él.
—Creo que esta ceremonia recuerda a la de los Fuegos del Ciervo Rojo, Nel —dijo.
Los grandes ojos verdes se apartaron de Bror. Nel contestó a su esposo lentamente.
—Los fuegos son algo más que una plegaria a la Madre por la caza y la fertilidad de los rebaños, Ronan. También influye en la vida de la tribu. —Desvió su desconcertante mirada hacia Bror—. ¿Por qué sólo los hombres solteros encarnan a los sementales?
Bror contestó dirigiéndose a Ronan.
—Eso pregunté yo también. La única respuesta que obtuve fe el habitual «Así fue desde el principio».
Oyeron el sonido de pasos que se aproximaban a la choza y un hombre apareció en el umbral. Era Heno.
—Ronan —dijo—, los hombres casados de la tribu desean hablar contigo.
Ronan se levantó con parsimonia, caminó hasta la puerta y agachó la cabeza para salir. Bror y Nel, sentados en silencio, oyeron su voz con toda claridad.
—He estado hablando con Bror y me ha contado las diferencias surgidas en el seno de la tribu. Me ocuparé mañana por la mañana de ellas, en la asamblea general.
—¿Te ha contado Bror que los hombres casados de la Diosa se han puesto de acuerdo con los hombres casados del Dios del Cielo en lo tocante al problema de la Llamada del Caballo? —preguntó una voz nasal con un tono que bordeaba la insolencia.
—Me lo ha contado, Cree —contestó Ronan.
—En ese caso, debes comprender…
—Tú has de comprender, Cree —le interrumpió Ronan con voz fría y autoritaria—. Me ocuparé del problema mañana, después de haber reflexionado. Podéis volver con vuestras esposas.
Se oyó el sonido de pies. Los hombres se marchaban, pensó aliviado Bror. Entonces se oyó una voz que Bror reconoció como la de Heno:
—Recuerda, Ronan, ahora tú también eres un hombre casado. ¿Te gustaría ver a tu bella esposa copulando con Bror?
Siguió un silencio cargado de tensión, y luego el sonido de unos pasos que se alejaban apresuradamente. Ronan volvió a la tienda cuando los pasos se apagaron por completo, pálido de ira bajo su piel bronceada. Bror era incapaz de mirar a Nel, y apretó los puños.
—Ya te dije que iba en serio —comentó a Ronan.
—Es cierto. —Unos instantes de silencio—. Lamento que oyeras eso —añadió Ronan en voz baja.
Al principio, Bror supuso que Ronan estaba hablando a su mujer, pero luego vio que la mirada sombría de su jefe estaba clavada en él. Se sonrojó, pero enseguida se serenó. Se puso en pie.
—Está oscureciendo. Buenas noches, Ronan.
Desvió fugazmente los ojos en dirección a la muchacha, murmuró algo que consideró cortés, y salió.
El silencio se prolongó en la tienda durante un buen rato.
—Pobre hombre —dijo por fin Nel.
—Sí —suspiró Ronan—. Es un buen hombre, pececillo. —Volvió a suspirar—. Por eso sufre, claro.
La tienda estaba casi a oscuras y Ronan cogió la lamparilla de piedra que descansaba sobre una roca, a poca distancia del hogar. La lamparilla era similar a todas las que Nel había visto en su vida, un recipiente ahuecado de esteatita lleno de grasa animal, que se fundía a medida que la llama la calentaba. Sin embargo, en lugar del musgo que la tribu del Ciervo Rojo utilizaba como mecha, aquella lámpara tenía un trozo de planta muy delgado, en forma de sierra y que flotaba a lo largo del borde del recipiente. Nel descubrió que era muy eficaz; cuanto más larga era la mecha más luz producía, y si se quería menos, se cortaba.
Después de que Ronan encendió la mecha con un carbón alojado entre las piedras del hogar, Nel dijo:
—¿Cómo vas a resolver las disputas?
—El problema de la caza es fácil de resolver —contestó Ronan, mientras colocaba la lamparilla sobre la roca. Se volvió hacia ella—. Lo que más me preocupa es el problema de las mujeres.
—Al parecer, nadie ha preguntado su opinión a las mujeres —observó Nel.
—Bror no quiere acercarse a las mujeres, Nel. Ésta es la principal dificultad de dejarle al mando de la tribu. Los hombres respetan a Bror. Incluso le temen un poco, y esto es bueno. Los hombres necesitan tener un poco de miedo de su líder, pero no se implicará en nada relacionado con mujeres.
—Tendrás que reunirte con las mujeres, Ronan —dijo Nel—. No puedes tomar ninguna decisión hasta conocer sus deseos.
Ronan había dejado la lamparilla casi detrás de él, y la cálida luz iluminaba su cabeza y hombros. Dedicó a Nel su sonrisa más seductora.
—Ahora que soy un hombre casado, pienso que alguien debería ayudarme en este problema de las mujeres.
Ella no le devolvió la sonrisa.
—Yo no las conozco, Ronan.
Él restó importancia a sus palabras con un gesto de indiferencia.
—Eso da igual. Eres mi esposa, lo que te convierte en la principal mujer de la tribu. Eso incluye a las mujeres del Dios del Cielo. —Se inclinó un poco hacia adelante, imponiéndose a ella con la voz y el cuerpo—. También eras la Elegida de la Madre; eso, por lo que se refiere a Berta y Tora.
Sus ojos se veían grandes y brillantes a la luz de la lamparilla.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Nel.
—Lo que dijiste que yo debía hacer: hablar con ellas. Averiguar lo que opinan al respecto. Hablarán contigo con más sinceridad que conmigo.
Nel le miró en silencio.
Ronan le cogió las manos. Ella las sintió fuertes y calientes alrededor de sus diminutos y fríos dedos.
—No me negarás tu ayuda, ¿verdad, pececillo? —preguntó Ronan con tono zalamero.
Nunca le negaría su ayuda, y él lo sabía. Suspiró.
—Soy mucho más escéptica sobre mi eficacia que tú, Ronan, pero hablaré con las mujeres e intentaré averiguar qué piensan acerca de esta ceremonia.
Ronan la rodeó con sus brazos y la atrajo a su lado. Inclinó la cabeza y ella le ofreció su boca.
Por la mañana, Nel se dirigió en primer lugar a la choza de Berta. Encontró a las dos hermanas ocupadas en sujetar una piel de reno con estacas para rasparla. La invitaron a tomar té y Nel aceptó.
—He venido en representación del jefe —dijo, después de intercambiar las cortesías de rigor—. Desea conocer la opinión de las mujeres de la tribu acerca de la ceremonia de la Llamada del Caballo.
Berta y Tora intercambiaron una mirada enigmática.
—Nosotras no representamos a las mujeres de la tribu —contestó Berta.
—Lo sé —dijo Nel—. He venido a veros antes que a las demás porque sois seguidoras de la Diosa. Éste es un rito de la Diosa; al menos eso ha dicho Bror al jefe.
Hizo una pausa, y las dos cabezas morenas asintieron.
—Sí —dijo Berta—. Es un rito del Pueblo del Alba y también del Pueblo del Río.
—¿Es uno de vuestros ritos importantes?
Berta y Tora se miraron. Se encogieron de hombros.
—Hay muchos ritos en nuestra tribu —contestó Tora—. La Llamada del Caballo es uno de ellos. No es ni más ni menos importante que los demás.
—Entonces no es uno de los principales ritos.
—No —dio Berta—. Los ritos principales son los ritos de los Fuegos.
Nel asintió.
—¿Sabéis por qué los sementales han de ser encarnados por hombres solteros? —preguntó.
De nuevo se encogieron de hombros.
—Así fue desde el principio —respondió Tora.
—¿Se consideraría una irreverencia que los hombres casados también encarnaran a los sementales? —insistió.
Las hermanas cambiaron una mirada.
—Nunca se ha hecho —dijo Tora.
Nel bebió un sorbo de infusión.
—Sé que nunca se ha hecho, pero ¿qué ocurriría si se hiciera ahora?
Berta frunció el ceño.
—No existe poder de lo desconocido si una mujer yace con su marido —dijo. Alzó la cabeza, como si comprendiera de repente—. Quizá por eso los hombres solteros encarnan a los sementales. —Miró a Nel—: Si tú eres de la Diosa, lo comprenderás.
—Soy de la Diosa —confirmó Nel—. Comprendo las cosas de la Madre, pero en nuestra ceremonia de los Fuegos, que es un rito de la fertilidad muy poderoso, una mujer puede yacer con su marido.
Berta respondió con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes blanquísimos y fuertes.
—¿Puede yacer o debe yacer?
Nel enarcó sus delicadas cejas.
—Puede yacer —contestó.
Se hizo el silencio. Nel bebió otro sorbo. Las hermanas se miraron.
—¿Ronan quiere que los hombres casados encarnen a los sementales? —preguntó por fin Tora.
—Es una posibilidad —admitió Nel.
Las hermanas meditaron en silencio.
—En el Pueblo del Alba —observó Berta—, una mujer puede abordar a un número ilimitado de hombres durante la Llamada del Caballo.
Vaya, pensó consternada Nel.
—Algunas mujeres de nuestra tribu han yacido con dos puñados de hombres en la misma noche —añadió con orgullo Tora.
—Vaya —exclamó Nel.
Las hermanas sonrieron plácidamente.
—Eso es posible en vuestra tribu, Tora —dijo Nel—, y en la mía. Pero no es posible en las tribus que siguen al Dios del Cielo.
—Las mujeres de esas tribus son idiotas —replicó Berta.
—No son idiotas —repuso Nel—. No tienen la culpa de haber sido apartadas de la Madre.
—Viven oprimidas bajo el pie de los hombres —dijo Tora.
Nel aparentó sorpresa.
—¿Y Beki? ¿Vive Beki oprimida bajo el pie de Kasar, o Yoli bajo el de Lemo?
—Son diferentes —contestó Berta, con un encogimiento de hombros.
—Estoy pensando en Yeba y Tabara —intervino Tora. Sus ojos castaños centellearon—. ¿Sabes qué le pasó a Tabara por yacer con un hombre que no era su esposo?
—Fue expulsada —dijo Nel.
—Fue expulsada, sí, pero su marido se quedó con sus hijos.
—No lo sabía —repuso Nel en voz baja.
—¿Te imaginas atrocidad semejante? ¿Quitarle sus hijos? ¿Acaso los llevó el marido en su seno? ¿Les dio su sangre? ¿Los parió con dolores y sufrimientos? —El aspecto de Tora enfurecida era magnífico—. Hombres —siseó—. ¡Los hombres no saben nada!
—Pobre Tabara —susurró Nel, apenada—. ¿Todavía sufre?
—¿Que si sufre? —Fue Berta quien respondió en esta ocasión—. Pues claro que sufre. Llevó a esos niños debajo de su corazón. Crecieron en el interior de su corazón. Nunca saldrán de él. Así es una madre. —Dirigió una mirada iracunda a Nel—. ¿Acaso saben esto los hombres?
Nel negó con la cabeza.
—Lo único que conocen los hombres es un momento. Después, su vida y su cuerpo continúan inalterados. Es la mujer quien lleva el fruto de ese momento en su útero durante nueve largos meses. No le corresponde al hombre dictar las normas de la copulación, sino a la mujer.
—Ronan piensa que el problema de la Llamada del Caballo se a suscitado porque los hombres solteros quieren una mujer —dijo Nel.
—Pues claro que ha sido por eso —replicó Berta.
—Si no les corresponde a los hombres dictar las normas, sino a las mujeres —dijo Nel—, ¿cuál creéis que debería ser la norma de la Llamada del Caballo?
Silencio.
—No podéis quejaros de que los hombres dicten las normas, si dejáis que lo hagan —razonó Nel.
Silencio.
—Quizá deberíamos reunir a las demás mujeres y discutirlo en grupo —concluyó Nel.
—Sí —sonrió Berta—. Eso deberíamos hacer.