CAPÍTULO XVI

Nel, arrebujada en sus pieles, fingía dormir cuando Ronan regresó. Estaba bien despierta, y aliviada por la noticia de que Ronan no tenía esposa. Puede que aún la considerara una niña, pero ahora al menos tenía la posibilidad de hacerle cambiar de idea.

Mantuvo los ojos cerrados mientras él añadía más leña al fuego y después se introducía entre sus pieles de dormir. Ronan estaba molesto por aquellas bromas sobre las chicas. «Qué extraño —pensó—, nunca se había molestado por eso.» Y se durmió.

Poco después de medianoche empezó a llover. Nel despertó y oyó el tamborileo de las gotas sobre la piedra caliza de la ladera. Siempre había detestado la lluvia, sobre todo porque la asociaba con el día en que su madre murió. Aún recordaba lo mojado que estaba su padre cuando entró en la choza donde ella esperaba mientras su madre daba a luz un nuevo hijo. Aún recordaba el olor de sus pieles mojadas. Siempre recordaría el continuo repiqueteo de la lluvia, como el tambor de un chamán, sobre las pieles de la choza. No recordaba las palabras de su padre, pero jamás olvidaría el sonido y el olor de la lluvia.

Llovía también el día en que Ronan y ella se habían jurado amistad con sangre. Él la había encontrado llorando en el bosque y le propuso el vínculo.

Una ráfaga de viento empujó un chorro de lluvia hacia la boca de la cueva, y mojó el fuego que Ronan había encendido. No se oían ruidos de animales en el exterior, sólo el de la lluvia. Ronan se incorporó, como si se tratara de una silenciosa advertencia.

—Volveré a encenderlo —dijo, cuando reparó en que Nel también había despertado.

La joven salió de sus pieles de dormir, se arrodilló temblorosa sobre ellas y vio cómo Ronan añadía más leña y alimentaba con hojas secas lo que quedaba de las ascuas. Las hojas prendieron y las brillantes llamas iluminaron y broncearon su cara y su garganta. La tirilla que ataba el cuello de su camisa se había soltado y llevaba la camisa abierta, dejando el pecho al descubierto. Se había quitado la cinta de la cabeza y su cabello negro resbalaba sobre su frente. Lo echó hacia atrás y miró a Nel.

—¿Te encuentras bien? —preguntó con ternura.

Los ojos de la muchacha se desviaron hacia el arco de la entrada de la cueva, la oscuridad y la lluvia.

—Llueve —dijo tontamente con un levísimo temblor en la voz.

Ronan cogió sus pieles de dormir y las puso junto a las de Nel. Después se dejó caer a su lado y extendió sus pieles sobre los dos. Atrajo a Nel y la abrazó.

—Muy bien, pececillo —dijo. Su aliento acarició con la suavidad de una pluma la sien de Nel—. No te preocupes. Ahora estás conmigo.

El aire olía a humo y lluvia. Nel volvió la cara hacia la suave piel de su cuello y aspiró el perfume de Ronan. Sus brazos le proporcionaban calor y seguridad. Se acurrucó contra él, cerró los ojos y volvió a dormir.

Cuando Nel despertó a la mañana siguiente, estaba sola. Apoyó las manos sobre las pieles en que Ronan se había tendido, pero ya no notó el calor de su cuerpo. Se sintió extrañamente desolada.

Estaba oscuro pero había dejado de llover. Sobre el fuego colgaba un cráneo a modo de recipiente, donde se calentaba la infusión de la mañana. Ronan probablemente había ido a comprobar si sus trampas para aves habían cobrado alguna pieza. Nel se incorporó sin prisas, suspiró y llevó la infusión a ebullición.

Ronan volvió poco después y se detuvo un momento en la entrada, con dos guacos en la mano. Nel se volvió y sus ojos se encontraron. Él sonrió, pero no era la sonrisa que Nel recordaba, sino la que hubiera dirigido a una extraña.

—Desayuno —anunció, y entró en la cueva.

Nel desplumó las aves en silencio, mientras Ronan seleccionaba piedras y las colocaba sobre el fuego para que se calentaran. Una vez desplumadas las aves, las asó sobre las piedras al rojo vivo. Eran deliciosas, pero a Nel le costó tragar la carne.

¿Qué ocurría?, se preguntó mientras observaba con disimulo el semblante hosco de Ronan. Se había portado con mucha delicadeza la noche anterior, pero ahora se comportaba como si acabaran de conocerse.

—Apaga el fuego —dijo con aquella voz fría y eficiente que Nel empezaba a detestar.

No la había llamado «pececillo» en toda la mañana, pensó afligida. Apagó el fuego, obediente, se echó al hombro su fardo y le siguió por la senda de los ciervos.

El segundo día del viaje fue similar al primero. Se ciñeron a sendas forestales que utilizaban los animales y al atardecer acamparon en una cueva. Ronan cazó un jabalí en mucho menos tiempo de lo que había supuesto, y al terminar de cenar aún gozaron de varias horas de luz solar.

Se sentaron alrededor del fuego y, por primera vez en su vida, Nel se preguntó de qué podían hablar Ronan y ella. Se mordió el labio inferior y le observó por el rabillo del ojo. Tenía la vista fija en el fuego humeante, y el ceño fruncido. Estaba muy tostado por el sol y una barba incipiente asomaba en su barbilla. Como la mayoría de los hombres del Ciervo Rojo, se afeitaba la barba con una hoja de pedernal cada mañana, pero al caer la noche ya volvía a crecerle.

¿Qué pasaba?, se preguntó Nel desesperada. ¿Por qué la trataba con aquella cortesía distante? ¿Qué había hecho ella? ¿La mentaba haber ido a buscarla? ¿Se había enfadado por su comportamiento infantil de anoche?

El hecho de que temiera preguntarle qué ocurría daba cuenta de su inquietud.

—Háblame de tu tribu —dijo de pronto—. Sólo sé lo poco que me ha contado Tyr.

Ronan entornó los ojos y la miró sorprendido, como si se hubiera olvidado de su presencia.

—Muy bien —dijo—, pero vamos a sentarnos en otro sitio.

La cueva, situada a mitad de camino de la ladera, proporcionaba una estupenda vista de los territorios circundantes. Ronan apoyó la espalda contra la pared rocosa de la colina y le indicó con un gesto que se sentara a cierta distancia de él. No habían detectado señales de persecución, pero la vigilancia de Ronan no se limitaba a los seres humanos. Habían visto huellas de leopardo durante el curso del día.

Nel se sentó en el lugar indicado, dolida por estar tan lejos de él.

—Primero cuéntame cómo encontraste el valle —dijo.

Quedó patente que Ronan no tenía tantas ganas de encontrar un tema de conversación como ella, porque respondió a regañadientes.

—Lo descubrí poco después de abandonar la tribu del Búfalo. —Mientras hablaba, sus ojos continuaron escudriñando el terreno—. Los hombres del Búfalo me hablaron de las tribus de la Madre que habitan la llanura al otro lado de las Altas, y decidí ir a buscarlas. Ninguna tribu del Clan osaría incurrir en la maldición de la Señora, y consideré más prudente ir a un lugar donde no conocieran a la tribu del Ciervo Rojo. Así que Nigak y yo nos dispusimos a cruzar las Altas.

Se produjo un movimiento entre los árboles, un poco más abajo de la ladera, y Ronan calló para observar. Cuando estuvo seguro de que era un ciervo, reanudó su relato.

—Seguí el Atata, como me habían indicado los hombres del Búfalo, y tras dos días de ascensión llegamos a la cumbre.

Hizo otra pausa, como si reviviera en su mente aquel momento concreto. En cuanto había empezado a hablar, la tensión entre ambos se había disipado.

—Es sorprendente, Nel —dijo—, lo distinta que es la tierra en la parte despena de las montañas. Nuestra parte es estrecha y empinada, y los prados son muy pequeños, pero la parte más lejana es amplia y en declive, con grandes y anchos valles que en verano rebosan de hierba.

—¿Viven tribus en esas montañas?

Ronan meneó la cabeza.

—Hay campamentos de verano, pero no viviendas permanentes. Hay nieve siete lunas al año, y los animales descienden a las tierras bajas en cuanto empieza a nevar. Al igual que nosotros, los hombres siguen a los rebaños.

Ronan miró hacia el este.

—Antes de irme de la tribu del Búfalo había decidido que lo mejor sería presentarme como un hombre procedente de otra tribu del Clan —continuó—. Pensé que las tribus de la Madre no acogerían a un expulsado, de modo que me corté la trenza y fingí ser un seguidor del Dios del Cielo.

Su tono irónico no disimulaba por completo su profunda amargura. Nel guardó un tenso silencio.

—Las tribus de la Madre no quisieron saber nada de un hombre del Clan. —Ronan se encogió de hombros—. Tampoco me habrían aceptado de haber dicho la verdad, así que no puede decirse que cometiera una equivocación.

Nel sintió agolparse en su interior una intensa rabia que le quemaba el pecho. Imaginó la desolación, el aislamiento de Ronan, y su corazón ardió de furia. ¿Cómo pudo Arika hacerle aquello?

—… fue cuando encontré el valle. Estaba muy confuso, Nel. No sabía dónde ir. —Hablaba con ella como siempre había hecho, y Nel tuvo que reprimir las lágrimas—. Nigak y yo trepamos a las Altas, y Nigak lo descubrió. —Se volvió y dedicó al lobo una breve sonrisa—. Por eso le llamé el Valle del Lobo. Nigak empezó a perseguir a un caballo de un rebaño que nos cruzamos, y el caballo desapareció ante mis propios ojos en una pared de roca sólida. Cuando investigué, descubrí el sendero que conducía al valle.

La luz empezó amenguar. La noche se acercaba.

—Según Tyr, en la reunión dijeron que habías dado nombre al valle por ti, el lobo solitario.

Ronan enarcó una ceja.

—¿De veras? Bien, se equivocaron.

—¿Cómo es el valle de Nigak, Ronan?

—Es hermoso, pececillo —contestó—. Es difícil asegurar que no haya estado habitado jamás, pero no existen rastros de vida humana; ni refugios ni hogares. Sólo rebaños de caballos y antílopes. Íbices. Ovejas. Águilas.

Nel no habló; se limitó a respirar hondo. Sus dientes destellaron en la oscuridad.

—Te encantará —dijo Ronan.

Ella asintió.

—Cuando lo vi por primera vez, pensé: En un lugar así sobreviviré. Nigak y yo sobreviviremos.

Al captar la amargura de sus palabras, Nel hundió las uñas en sus palmas. Ronan escudriñó de nuevo la ladera.

—Viví solo durante varias lunas —dijo—, y después encontré a Bror.

—¿Quién es Bror? —preguntó Nel, pese al dolor que laceraba su pecho.

—Uno de mis hombres. La tribu del Íbice le expulsó y él decidió acudir a las tribus de la llanura. Le dieron la misma bienvenida que a mí y, como no contaba con la compañía de un lobo inteligente, se vio obligado a vagar por los prados de las Altas.

—¿Por qué le expulsó la tribu del Íbice?

Ronan la miró de reojo.

—Mató a su esposa.

—¡Oh! —exclamó Nel.

—No es tan grave como parece. —Ronan contó la historia de Bror—. Estaba sumido en la desesperación cuando le encontré —concluyó—, así que le llevé conmigo al valle y vivimos allí el resto del verano.

—Os ayudasteis mutuamente.

Vio que la boca de Ronan se curvaba en una mueca de ironía.

—No éramos exactamente una pareja feliz, pececillo.

—¿Quién fue tu siguiente adquisición?

—Asok. Es de una tribu de la llanura. Le expulsaron porque violó a una mujer.

—Eso es estupendo —comentó Nel.

—Asok dice que no fue violación, que ella accedió del buen grado. Sin embargo, la madre de la chica dijo que fue violación —añadió con sequedad—. La tribu sigue a la Diosa y la palabra de la mujer prevaleció. Asok fue expulsado. —El perfil de Ronan se veía más aguileño que de costumbre—. Yo no estaba en situación de cuestionar su historia.

Nel guardó silencio.

—Eso sucedió en otoño, durante la Luna del Búfalo —continuó Ronan—. En la Luna de la Caída de la Hoja se sumó Dai. —Miró a la joven—. Su hermano y él salieron a cazar, y la lanza de Dai mató a su hermano. Dai jura que fue un accidente, pero su padre no le creyó. Al parecer, no había muy buena relación entre ambos hermanos… o entre Dai y su padre.

Nel asintió y pasó el dedo índice por la piel de ante que cubría su rodilla.

—Ésos éramos el primer invierno —dijo Ronan—. Nos quedamos en el valle, y la primavera siguiente llegaron más hombres. Después tocó turno a las mujeres.

—¿Qué puede hacer una mujer para que la expulsen de su tribu? —preguntó Nel, asombrada.

—Bien, la mayoría de nuestras mujeres no fueron expulsadas —contestó con cierta ironía Ronan—. Se fueron por propia voluntad. Incluso hubo dos que trajeron a sus maridos.

Nel sonrió, más por el tono de voz que por las palabras.

—Cuéntame —pidió.

Le habló de Beki y Kasar, y de Lemo y Yoli. Le habló de las dos resueltas hermanas de Mait. Y de las dos mujeres que habían sido expulsadas por adúlteras.

—¿Sus tribus expulsaron a esas mujeres porque yacieron con hombres que no eran sus maridos? —preguntó Nel, incrédula.

—Sí. —Ronan se encogió de hombros—. En mi opinión, es el marido quien debería sentirse avergonzado de no satisfacer a su mujer, pero así es el Camino del Dios del Cielo.

Se produjo un silencio. Durante un rato habían recuperado su vieja camaradería, pero al mencionar el sexo había resurgido la reciente frialdad.

—Está oscureciendo —dijo Ronan con brusquedad—. Entremos en la cueva y encendamos el fuego.

Nel estaba sentada con las piernas cruzadas sobre sus pieles de dormir, con Nigak a su lado, y contempló a Ronan con preocupación. El fuego crepitaba en la entrada de la cueva, una advertencia contra los depredadores nocturnos, y sus llamas iluminaron con claridad la alta y delgada figura de Ronan cuando se acercó a ella. Se detuvo a prudente distancia, se sentó, sacó el cuchillo y una piedra de afilar. Nel aún no tenía sueño e intentó restablecer la camaradería que habían compartido poco antes.

—¿Cuántas mujeres de la tribu del Lobo siguen a la Madre? —empezó.

—Sólo dos —contestó Ronan—. Berta y Tora, las hermanas de Mait. Las otras proceden de tribus del Clan.

Nel observó las sombras que bailaban sobre su cara. Ronan estaba concentrado en la hoja de pedernal de su cuchillo.

—Las tribus del Dios del Cielo son duras con las mujeres —murmuró ella.

Ronan alzó la vista.

—He pensado lo mismo más de una vez —dijo, y volvió a concentrarse en la hoja.

¿Qué le pasaba?, pensó afligida Nel. ¿Por qué actuaba de una forma tan extraña? ¿Por qué no la miraba? Y ¿por qué sospechaba que no podía formularle aquellas preguntas?

Le hizo otro tipo de pregunta.

—¿Y los hombres? ¿A qué dios adoran?

—Los hombres aún están más divididos.

Nel meditó sobre aquellas palabras.

—¿Cómo mantienes la paz? —preguntó con curiosidad.

Los labios de Ronan se curvaron en una sonrisa irónica.

—Con dificultad.

Ella no le siguió la corriente.

—¿Cómo lo haces?

Ronan se encogió de hombros.

—Soy el jefe. Hacen lo que digo, o se van. Así lo hago.

Nel reflexionó sobre aquella filosofía tan simple y frunció el entrecejo.

—¿Todas vuestras mujeres están casadas? —preguntó.

Ronan emitió un resoplido de exasperación.

—¡Cuántas preguntas!

—Quiero saber —insistió ella.

—Todas están casadas, excepto Eken.

—Eken. ¿Quién es Eken?

Nigak, molesto por el tono de Nel, se levantó y fue a tenderse junto a Ronan, apoyando el morro en el muslo del joven. Ronan alisó el pelaje del lobo.

—Eken es la hermana de Fara —respondió, y contó la historia de las gemelas de Fara.

Nel agachó la cabeza para ocultar las lágrimas que resbalaban sobre su rostro. Él había salvado a las gemelas, pensó. Le quería tanto. Había salvado a las gemelas.

Ronan terminó su relato. Ella no le miró.

—¿Te casarás con esa Eken? —consiguió preguntar con voz ahogada.

—No. —Oyó que él dejaba el cuchillo en el suelo—. ¿Estás llorando?

Nel sacudió la cabeza.

—No llores, Nel. —Su voz sonó casi desesperada—. No soporto que llores.

—N-no puedo evitarlo —sollozó la muchacha, derrotada.

—Pero ¿por qué? Te aseguro que las gemelas están perfectamente bien.

—Ll-lloro porque las sa-salvaste.

Él murmuró algo que Nel no entendió.

—Y lloro porque te quiero.

Sus sollozos aumentaron de intensidad.

Ronan contuvo la respiración.

—¿Y por eso lloras? —le oyó preguntar al cabo de un momento.

Nel respondió con un doloroso gemido:

—¡Porque tú no me quieres!

Silencio.

—Claro que te quiero —dijo Ronan—. Siempre te he querido. Ya lo sabes. ¿Por qué, sino, habría vuelto a buscarte?

—¡Apenas me has hablado en todo el día!

Él no se acercó a consolarla.

—Lo siento. Pensaba en otra cosa. No era mi intención dejarte al margen, pececillo. Y ahora, ¡basta de lloriqueos!

Nel levantó la cabeza, con los ojos anegados en lágrimas.

—Aún piensas que soy una niña… Aún me d-dices que vaya lavarme al río.

Una extraña y tensa expresión apareció en el rostro Ronan.

—¿Qué quieres de mí, Nel? —Había sombras bajo sus ojos—. Tendrás que explicármelo, porque yo no lo sé.

Nel sorbió por la nariz.

—Quiero que te c-cases conmigo.

Él la miró en silencio.

—¿Te acuerdas cuando me preguntaste si me gustaba algún hombre? —Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y volvió a sorber. Le miró con decisión—. Bien, si no hubieras venido a buscarme antes de los Fuegos de Invierno, yo habría ido por ti. No pensaba aceptar a otro hombre.

Intercambiaron una mirada. Nel percibió el olor de la lluvia mezclado con el del humo. Una llamarada se alzó del fuego iluminó la cara de Ronan. Nel reconoció la expresión que había visto tantas veces cuando le había sorprendido mirando a Borba, a Cala, o a cualquiera de las demás chicas. Sólo que ahora iba dirigida a ella. Contuvo la respiración.

—Piénsalo, pececillo —dijo él—. ¿Estás segura de lo quieres?

Nel contempló su rostro duro, aguileño, ceñudo. Y estupefacta, comprendió que él lo deseaba ahora. Abrió los ojos de par en par. No tenía suficiente aliento para hablar, pero logró asentir con la cabeza.

«Sí —pensó sobre el retumbar de su corazón—. Sí, Ronan. Sé lo que quiero.»

Ronan apenas podía creer lo que acababa de suceder, lo que Nel acababa de decir. Había pensado que ella se alegraría de reanudar su antigua relación. Era por su bien que la había tratado como a la chiquilla que había conocido en otro tiempo.

Aún piensas que soy una niña, había dicho. Vaya, ¿acaso pensaba que él estaba ciego?

Cierto que había estado distante todo el día, pero era porque cada vez le costaba más fingir que era su hermano. Su comportamiento de la noche anterior había sido fraternal, y qué gran error había cometido. Su instinto le había impulsado a consolarla. Conocía su temor hacia la lluvia. Pero luego, cuando se había acurrucado contra él, pensó que iba a volverse loco. Nel se había dormido; él no había pegado ojo.

Contempló sus bellos ojos. Nunca se había fijado en que fueran tan verdes. ¡Cuánto la deseaba! Nel había asentido en respuesta a su pregunta, pero pensó que parecía dudosa. Tal vez no esperaba que reaccionara con tanta rapidez. Apartó la cabeza de Nigak de su pierna y extendió la mano.

—Ven aquí, pececillo —dijo quedamente.

La miró levantarse de las pieles, su cuerpo esbelto se desplegaba con gracia y agilidad. Atravesó el espacio que les separaba y cayó de rodillas ante él. Nigak se levantó y fue a dormitar en el lugar caliente que Nel acababa de abandonar.

Ronan cogió su cara entre las manos.

—¿Todavía eres virgen? —preguntó, aunque estaba seguro de la respuesta.

—Sí —susurró ella.

Lo lamentó. Ya había sido el primer hombre en otras ocasiones, y sabía que el coito era doloroso para una virgen. Echó hacia atrás el suave cabello de sus sienes. Tenía pequeños hoyuelos, delicadamente esculpidos en el hueso. La luz del fuego acentuaba la forma rasgada de sus ojos y les confería un aspecto misterioso y exótico. Acarició sus mejillas con los pulgares y notó sus huesos perfectos bajo la suave piel.

—Si quieres, podemos esperar —se oyó decir—. No has de yacer conmigo si no estás preparada, Nel. Esperaré.

«Debo de estar loco», pensó, y esperó la respuesta sin soltar su cara.

Nel se lamió los labios para humedecerlos. Todos los miembros de Ronan experimentaron una gran excitación. Había pasado demasiado tiempo desde que había yacido con una mujer. Se moriría si tenía que esperar. Ella le dirigió una leve y tímida sonrisa.

—Ahora —dijo.

Ronan se inclinó y apoyó la boca sobre la de ella. Sintió una feroz pasión. Sus labios eran muy suaves. Nel se entregó por completo, permitió que él la depositara sobre las pieles, alzó los brazos para rodear su cuello. Era tan tierna, dulce y suave… Ronan besó sus labios, sus mejillas, su cuello. Su piel era como terciopelo. Le quitó la túnica y hundió la cara entre sus pechos.

—Ronan —susurró la joven.

Deslizó las manos por debajo de su camisa y acarició la suave piel de su espalda. El tacto de sus dedos enloqueció a Ronan. El aroma de las hierbas con que se lavaba el pelo anegó su olfato. Apoyó la boca sobre su pecho perfecto y menudo, y oyó su gemido gutural. La sangre martilleó en sus oídos y comprendió que estaba perdiendo el control.

—Pececillo —dijo con un tono ávido que no reconoció. Llevó la mano hacia la cintura de Nel y levantó la cabeza para mirarla.

—Pececillo, no puedo esperar…

Ella sonrió. Ronan vio aquella sonrisa, pese a la bruma rojiza del deseo.

—De acuerdo, Ronan —dijo Nel. Cogió sus manos y le ayudó a desnudarla. El joven estaba cubierto de sudor.

—Nel —gruñó, y se zambulló en sus tiernas entrañas—. Oh, Nel…

Nel fue la primera en despertar, acurrucada en la curva del cuerpo de Ronan. Éste yacía despierto y procuraba controlar una tormenta de sentimientos desconocida para él.

Contempló la cabeza de color cervato apoyada en su hombro. Le había hecho daño. Comprendía que no había solución, pero le había hecho más daño del necesario. Se había mostrado demasiado ansioso, demasiado ávido. Él, que siempre se había enorgullecido de su capacidad de proporcionar placer. Había sido tan hábil como un toro, pensó. ¡Y con Nel! Pero la había deseado de una forma arrolladora. La había deseado más que a nada en toda su vida.

Nel se revolvió levemente en sus brazos y luego se inmovilizó de nuevo.

Ronan la abrazó y por primera vez en su vida comprendió el significado de la posesión sexual. Nel era suya. Siempre lo había sido, siempre lo sería. De nadie más. De él.

Inclinó la cabeza y hundió la boca en el sedoso cabello desparramado sobre su hombro.

La joven se revolvió otra vez.

—¿Ronan? —preguntó con voz que la falta de sueño enronquecido.

—Sí —contesto en voz baja—. ¿Te encuentras bien, pececillo?

—Mmmm.

Se durmió mientras hablaba. Al cabo de pocos minutos, los ojos de Ronan empezaron a cerrarse, y también él se durmió.