CAPÍTULO XV

Ronan y Nel viajaron a la luz de la luna y siguieron el río Gran Pez hacia el sur, casi hasta el punto donde torcía al este y desembocaba en el río Estrecho. Ronan se detuvo una hora antes del alba.

—Descansaremos hasta mediodía, y luego continuaremos hasta la hora de la cena.

Nel asintió, fatigada. Apenas había dormido, nerviosa por la llegada de Ronan, y estaba tan cansada que apenas podía hablar. Dejó caer al suelo el fardo que cargaba a la espalda y se sentó a su lado.

—¿Quieres comer algo? —preguntó Ronan.

—No. —Nel apoyó la cabeza sobre las rodillas—. Sólo quiero dormir, Ronan. Estoy muy cansada.

—Pues duerme.

Ronan cogió el fardo de la muchacha y empezó a desenrollar sus pieles de dormir. Ella le miró mientras las extendía. Ronan se volvió.

—¿Agua?

Nel se lamió los labios resecos.

—Sí.

Cogió la vejiga de ciervo que él le ofreció y bebió el agua tibia.

Ronan había escogido un lugar situado en la linde del bosque; detrás de ellos había árboles y delante, el río. A la luz de la luna Nel divisó un pequeño rebaño de antílopes que bebía en el río. El ladrido de una hiena surgió del bosque. Los grillos chirriaban, las ranas croaban y en algún lugar aulló un lobo.

—Métete dentro, pececillo —dijo Ronan, y ella obedeció. Al cabo de pocos minutos ya dormía profundamente.

Fali comprendió lo ocurrido en cuanto despertó y vio que las pieles de dormir de Nel habían desaparecido.

—Él ha vuelto —dijo en voz baja. Cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos. El lugar de Nel seguía desierto—. Diosa, ¿qué haremos ahora? —preguntó la Anciana con voz plañidera.

Fali se puso en pie lenta y penosamente. Sus articulaciones siempre estaban rígidas por la mañana.

—Me lo temía —dijo a la choza vacía—. Nunca pensé que Arika se iba a deshacer de él con tanta facilidad. Ahora se ha llevado a nuestra Elegida. —Se pasó la mano temblorosa por delante de la cara—. Siempre me recordó a Mar.

Tenía que decírselo a Arika. Debían recuperar a Nel.

«Arika mandará llamar a los hombres del campamento de verano —pensó Fali—. Mandará llamar a Neihle. Neihle irá tras ella y la traerá de vuelta.»

Fali se encaminó a la puerta de la choza y levantó las pieles. Tyr estaba sentado fuera, sin duda esperando a que despertara. Se levantó cuando la vio.

—Oh, madre —dijo respetuosamente. Sus ojos azules eran graves—. Debo hablar contigo.

Fali le indicó con un gesto que entrara.

—Permite que encienda tu fuego —dijo Tyr cuando entró en la oscura tienda que olía a hierbas secas—. Aún no has tomado el brebaje.

—Eres muy amable, Tyr.

Era cierto que aún no había tomado el brebaje. Nel siempre le preparaba el brebaje de las mañanas. Fali sintió una punzada de dolor cuando pensó en lo mucho que añoraría a Nel. Se sentó con lentitud en su lugar acostumbrado y vio cómo Tyr encendía el fuego con las ascuas que la mujer guardaba entre las piedras del hogar.

—Ayer vi a Ronan —dijo Tyr mientras el brebaje se calentaba.

—Lo sabía —contestó Fali—. Cuando desperté esta mañana comprobé que las pieles de dormir de Nel habían desaparecido y pensé al instante en Ronan.

—¿De veras? —Tyr le dirigió una mirada de admiración.

—Conozco desde hace mucho tiempo los sentimientos de Nel. Y sospechaba que Ronan aún no había terminado con la tribu del Ciervo Rojo.

—Si crees que se la llevó para vengarse, madre, te equivocas.

Fali tendió a Tyr dos tazas hechas de huesos de cráneo de ciervo. Tyr las sumergió en el brebaje y las llenó.

—No sé qué pensar, Tyr. ¿Qué te dijo Ronan ayer?

Tyr le habló de los Domadores de Caballos.

Fali le escuchó en silencio y luego dijo,

—Si Ronan desea domar a los caballos, que lo intente él solo. No necesita a Nel. Debes seguirles, Tyr, y convencerles de que regresen.

—Ella no volverá sin Ronan.

—No sabe nada de los planes que le tenemos preparados. Cuando averigüe que será nuestra Señora…

Tyr meneó la cabeza.

—Lo sabe. Se lo dije.

Fali enderezó su viejo y frágil esqueleto.

—No te correspondía a ti decírselo, Tyr.

—Tal vez no. —Tyr clavó la vista en el líquido claro que llenaba su taza—. Pero nos iba a dejar, madre, y pensé que quizá podía retenerla con aquella noticia.

—¿Qué dijo? —preguntó Fali.

—No quiere. —Tyr vació su taza—. No quiere dejar a Ronan.

Fali masculló algo y luego habló con mayor claridad.

—¿Y qué dijo Ronan?

—Que fuéramos a buscarle cuando llegara la hora de elegir una nueva Señora, y entonces ellos decidirían.

—¿Ellos?

—Ésa fue su palabra.

—Sé lo que tiene en mente. Piensa casarse con ella —dijo Fali encolerizada—. Piensa casarse con ella y gobernar por su mediación.

Tyr se tiró de la trenza.

—Sí, creo que eso es lo que hará.

En el interior de la cabaña se hizo el silencio. Se oyeron los gritos de unos niños que jugaban a perseguirse.

—Bien —dijo Fali, apesadumbrada—, ha sucedido.

Poco a poco, con cautela, Tyr pronunció las palabras que había ensayado mentalmente durante toda la noche.

—Así ocurre en las tribus de la llanura, madre. El marido de la Señora es el jefe. —Cogió su taza y le dio vueltas con la vista fija en ella para evitar mirar a Fali—. Al fin y al cabo no difiere tanto de nuestra costumbre. El hombre que encarna al dios en los Fuegos es nuestro jefe. ¿Cuál es la diferencia?

Silencio. Cuando Fali habló, su voz estaba cargada de ironía.

—Existe una gran diferencia, Tyr, entre un jefe cazador que cambia con las estaciones y un jefe tribal permanente.

Esta vez fue Tyr quien guardó silencio.

Fali se inclinó hacia adelante.

—Nel posee una gran magia terrena —dijo—. Mantiene una estrecha relación con todas las cosas que la Madre ama. Desde hace mucho tiempo presentía que ella era la Elegida para gobernar la tribu. —Los huesos nudosos, casi esqueléticos de Fali, se estremecieron cuando dejó la taza en el suelo—. Arika lo sabe, pero Arika jamás permitirá que Nel la suceda si está casada con Ronan.

—Todavía no entiendo por qué es imposible ese matrimonio —insistió Tyr—. Otras tribus con un jefe varón siguen el Camino de la Madre. La mujer sigue siendo Señora de la Madre. Ningún hombre comete la estupidez de pensar siquiera que puede quebrantar algo tan sagrado. El jefe no es el hijo de un hijo, como pasa con los seguidores del Dios del Cielo. El jefe es el hombre que se casa con la Hija.

—Ronan es demasiado dominante —dijo Fali.

—Voy a decirte algo, madre, y hablo como alguien que le conoce bien. En toda su vida, Ronan sólo ha escuchado a una persona, y esa persona es Nel.

Fali le dirigió una mirada escéptica.

—Es verdad, y si era verdad cuando era tan sólo una niña, ahora aún lo será más, convertida en una mujer tan bella. La subestimas, madre.

De pronto, Fali aparentó un infinito cansancio.

—No sé —dijo—. No puedo juzgar. Soy vieja, Tyr. Soy vieja y me abruma la pena de haber perdido a mi hija.

—Me pidió que solicitara tu perdón, que la comprendieras.

—Demasiado bien lo comprendo. Ha elegido a Ronan. Por encima de la tribu y por encima de mí, ha elegido a Ronan.

Tyr contempló sus mocasines y no contestó.

—Debo decírselo a Arika. —Fali empezó a levantarse y Tyr fue en su ayuda—. Arika sabrá lo que hay que hacer. Arika sabrá cómo recuperarla.

Tyr miró en silencio a la Anciana, mientras ésta salía lentamente de la choza.

Arika se opuso a que Nel volviera.

—No enviaré a nadie en su busca —dijo la Señora, tras oír el relato de Fali—. Por encima de todo, la Señora ha de acceder de buen grado a dicho honor, y hoy Nel ha demostrado que en su caso no es así.

—¡No es eso! —exclamó Fali—. Es que su devoción hacia Ronan es muy fuerte… —Enmudeció al ver la cara de Arika, y agachó su arrugada cabeza.

—No puedo librarme de él —masculló Arika. Sujetaba un raspador y golpeó el suelo al ritmo de sus palabras—. Haga lo que haga, no puedo librarme de él.

—Siempre le has considerado un enemigo —observó Fali—, y confieso que yo también he percibido en Ronan cierto parecido con un hombre que conocí en cierta ocasión, un hombre que causó muchos problemas a la tribu del Ciervo Rojo, pero ahora pienso que tal vez nos equivocamos, Arika. Quizá la Madre ama a Ronan. Quizá por eso ha sobrevivido.

—Yo no opino lo mismo —replicó Arika. Profundas líneas se dibujaron en las comisuras de su boca.

Se hizo el silencio en la choza de la Señora. Fali se sumió en un sueño ligero, hasta que Arika volvió a hablar.

—Es una suerte que nunca haya destituido oficialmente Morna.

—¿No pensarás nombrarla tu sucesora? —pregunto con aspereza.

—¿Qué elección me queda?

—Sólo has dado a luz dos hijos, Señora —contestó Fali—, y de los dos, prefiero a tu hijo.

La ira alumbró en los ojos castaño rojizo de Arika.

—¡Nunca le daré oportunidad de poner las manos sobre la tribu! Mientras yo viva, eso no ocurrirá, Anciana.

—Te he oído, Señora… ¿Qué me dices de esos Domadores de Caballos? —preguntó de repente, como si se le hubiera ocurrido en aquel instante.

—Que mi astuto hijo se encargue de ellos.

—Ya.

Fali se levantó trabajosamente de la alfombra de piel de ciervo y salió de la choza de la Señora.

Arika fue a la choza de Morna para contarle que Nel se había marchado.

—Menos mal —contestó Morna—. La Anciana le ha concedido tanta importancia en los últimos tiempos que ya empezaba a comportarse como un chamán.

—Fali aprecia mucho a Nel —dijo Arika.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Morna. Levantó su cabeza rojo dorado—. Se habrá fugado con algún hombre, supongo.

—Sí. Exacto.

A pesar de sus palabras, Morna se quedó sorprendida.

—¿Con quién? ¿No es un hombre del Ciervo Rojo?

—No es un hombre del Ciervo Rojo.

—Entonces, ¿quién es, madre? —insistió Morna, impaciente.

—Ronan.

—¡Ronan!

—Sí, Ronan.

Un torrente de emociones cruzó el rostro de Morna.

—Supongo que no habrá mujeres en ese valle suyo —dijo con tono desdeñoso—, y Ronan no es hombre al que le guste yacer solo. Nel siempre le seguía como un cervato a su madre. Debió de pensar que yacer con ella sería mejor que nada.

Arika se volvió hacia la puerta. Morna había tenido celos de Nel desde que su belleza empezó a vislumbrarse. Arika nunca había sido celosa, y detestaba que su hija lo fuera.

—Ignoro sus motivos —dijo Arika—, pero Nel se ha ido con él. Pensé que debías saberlo.

Apartó las pieles y se marchó.

Morna, ya a solas, frunció el ceño. A petición de Arika, aquel año no había ido al campamento de verano, y ya odiaba el verano, encerrada en el poblado con los viejos, los niños y maridos idiotas como Tyr.

La idea de Nel y Ronan juntos roía sus entrañas.

—¡Me alegro de que se haya marchado! —gritó.

Y era verdad. Se alegraba. Sin embargo, no la alegraba que lo hubiera hecho con Ronan.

Morna se acercó a la puerta de la choza, apartó las pieles y contempló el apacible campamento. Las únicas personas visibles eran mujeres y niños. Morna ya estaba harta de mujeres y niños.

«Me da igual lo que diga madre —pensó desafiante—. Si quiero ir al campamento de verano, iré.» Su estado de ánimo mejoró.

Volvió a entrar en la cabaña y empezó a reunir sus cosas.

El sol brillaba con fuerza cuando Nel despertó aquella tarde. Se incorporó y vio que las pieles de dormir de Ronan estaban vacías. Había una liebre empalada asándose sobre las cenizas de una hoguera. Ronan había estado ocupado mientras ella dormía.

Nigak apareció por el recodo del río. Levantó las orejas en cuanto vio a Nel. Corrió hacia ella y procedió a lamer frenéticamente su cara.

—Iba a despertarte ahora mismo —dijo la voz de Ronan.

Nel levantó la cabeza y el corazón le dio un vuelco cuando le vio detrás de Nigak. Las puntas de su pelo goteaban después de lavarlo en el río, y por alguna razón aquella visión familiar llenó de lágrimas los ojos de Nel. Ladeó la cabeza para que no se diera cuenta.

—Se está haciendo tarde —le oyó decir.

—Estaba cansada —murmuró Nel a modo de disculpa. Olfateó el aroma de la liebre asada—. La comida huele de maravilla. Estoy muerta de hambre.

—Tienes tiempo de lavarte antes —dijo Ronan.

Nel levantó la cabeza.

—Ya no soy una niña, Ronan. No es necesario que me digas cuándo debo lavarme.

—Me alegra saberlo —repuso Ronan. Sacó la liebre del palo. Miró a Nel y enarcó las cejas—. No tardes mucho.

Nel casi se negó. Pero supuso que una negativa sólo serviría para convencerle de que sí era una niña, así que se levantó con dignidad y bajó al río.

Nel estaba sumida en un mar de confusiones. Los acontecimientos se habían precipitado desde que Ronan apareció hasta que se había marchado con él, y no había tenido tiempo de pasar revista a sus sentimientos. Al principio había dado por sentado que volvía para llevársela y casarse con ella, una perspectiva que Nel había soñado durante años. Después había dicho que necesitaba su ayuda para domar caballos. Lo había dicho como si fuera casi lo único que deseaba de ella, pensó mientras avanzaba sobre las piedras de la orilla. Y aún la trataba como si fuera una niña… ¡diciéndole que fuera a lavarse la cara y las manos! Los demás hombres del Ciervo Rojo tenían muy claro que ya no era una niña.

Sumergió las manos en el agua y se mojó la cara. Recordó que Ronan también había advertido los cambios producidos en ella.

«Sigo siendo la misma por dentro», le había asegurado. Pero no era verdad.

Un temor espantoso se apoderó de Nel. Quizá Ronan ya estaba casado. En ese caso, ¿qué iba a hacer?

—¡Nel!

Hasta la llamaba como a una niña desobediente, pensó iracunda Nel.

—Ya voy —contestó, y salió del agua.

En cuanto Nel bajó al río, Ronan empezó a trocear la liebre asada. Eligió los trozos más tiernos para Nel y, mientras silbaba entre dientes, los ensartó en otro palo. Esperó, y al ver que no regresaba, la llamó. Comenzó a devorar su parte sin esperarla.

Masticó lentamente mientras la veía caminar desde la orilla rocosa hasta el lugar abrigado bajo los árboles donde habían instalado el campamento. El sol de la tarde arrancaba destellos del lacio cabello castaño de Nel. Cada vez le costaba más relacionar a esa esbelta y hermosa muchacha con la niña esquelética de piernas como palillos que había vivido durante años en su recuerdo.

Quería casarse con ella. Por eso nunca había buscado esposa entre las mujeres que se habían unido a la tribu del Lobo. Siempre había sabido que un día volvería por Nel y se casaría con ella.

Pero ahora que estaban juntos de nuevo, no sabía cómo proceder. Cualquier muchacha del Ciervo Rojo que hubiera emprendido este tipo de viaje con él esperaría que compartieran las pieles de dormir, pero Nel siempre le había considerado como un hermano mayor. Quizá la asustaría si intentaba comportarse como un amante. No quería asustarla.

Decidió que debía darle tiempo. Debía acostumbrarla poco a poco a la idea de su matrimonio. La misma forma en que había accedido instantáneamente a irse con él demostraba su inocencia. No le había interrogado acerca de sus intenciones, asumiendo que todo continuaría entre ellos como siempre.

Tendría que reprimirse, pensó con firmeza. Tendría que concederle tiempo.

Nel volvió a la hoguera, le dirigió una mirada de reproche, aceptó su comida en un digno silencio y se sentó a comer. Cuando terminó la liebre, se quitó un mocasín, flexionó el pie y se inclinó para frotarse el empeine.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Ronan.

—No. Tropecé con una piedra anoche y me arañé un poco el pie, pero eso es todo. Estoy bien.

—Déjame ver.

Ronan se arrodilló y tomó el pie en su mano. El pie esbelto y bien arqueado era del color del marfil, limpio y frío, por haber entrado descalza en el río. Ronan contempló los dedos rectos y fuertes uñas rosadas.

—Ahí —señaló Nel, indicando una marca azulina en la punta más elevada del arco del empeine.

—Ya lo veo.

Su mano parecía muy oscura en comparación con aquella piel pálida y delicada. La cabeza de Nel estaba tan cerca de ella que percibió la fragancia de su cabello. Sostuvo su pie casi con reverencia y la miró a los ojos. Tenía pestañas negras y muy largas. Nunca se había fijado en la incongruencia de pestañas tan oscuras y cabello tan claro. Ella le devolvió la mirada.

—Mi pobre pie se está congelando —dijo con tono de reproche—. El agua del río baja helada.

Ronan dejó caer el pie como si le quemara.

—Lo sé —dijo con voz ronca, y carraspeó. Se apartó de ella—. No creo que ese morado te impida andar.

—Ya te he dicho que no —se impacientó Nel—. Podemos irnos cuando quieras.

Ronan se puso en pie de un salto.

—Recoge tus cosas y vámonos —contestó, y fue a recoger las suyas.

Seguían la misma ruta que Ronan había recorrido tres años antes, cuando le habían expulsado de la tribu del Ciervo Rojo: hacia el sur siguiendo el curso del Gran Pez, hacia el este por la orilla del río Estrecho, a través del Paso del Búfalo, hasta llegar a los terrenos de caza de la tribu del Búfalo. Después continuarían hacia el sur, siguiendo el Atata hasta las Altas, y cruzarían al otro lado. Si el tiempo no desmejoraba y caminaban a buen paso, realizarían el viaje en siete días.

—Tendremos que dar un rodeo para evitar el campamento de verano —explicó él, y Nel asintió.

Ronan desechó la senda del río en cuanto se desviaron hacia el este, y eligió una serie de sendas utilizadas por los ciervos, que corrían entre los frondosos bosques de las colinas. La tarde era silenciosa, pero numerosos animales salvajes se ocultaban tras los pinos y abedules del bosque. Los ojos de Ronan no cesaban de escudriñar los alrededores, y sujetaba con fuerza la lanza en su mano izquierda, dispuesto a defenderles.

Divisó ciervos entre los árboles, un movimiento tembloroso en el límite de su campo visual. A media tarde vio las inconfundibles huellas de un oso, y su vigilancia se intensificó. Nigak no dio señales de olfatear al oso y las huellas pronto desaparecieron. La tarde ya estaba muy avanzada cuando Ronan divisó un magnífico ciervo rojo, de espléndida cornamenta helicoidal, tendido sobre una roca cubierta de musgo, en mitad de la colina que se alzaba a su izquierda.

—Mira —susurró a Nel. El ciervo se fundía hasta tal punto con la roca y la colina que apenas se distinguía.

—Ha elegido un puesto de observación perfecto —contestó Nel, y por su tono Ronan adivinó que sonreía.

Llevaban caminando unas cinco horas, cuando Ronan oyó gruñidos de animales entre los árboles cercanos. Se detuvo y examinó el rostro de Nel en busca de señales de cansancio.

—Jabalíes —anunció—. ¿Quieres que nos detengamos y que vaya a cazar uno para cenar?

Nel dejó en el suelo la lanza y cambió de lado el fardo que cargaba a la espalda.

—¿Estamos cerca de la cueva que me dijiste?

—Faltan todavía dos horas.

—Resistiré otras dos horas.

—¿Estás segura? —Se había sentido culpable al ver su rostro exhausto cuando habían descansado por primera vez—. Llevamos una buena ventaja a cualquier mensajero, si es que lo han enviado.

—Estoy segura —contestó Nel, y le indicó con un gesto que avanzara.

Una hora después, Ronan descubrió el rastro de un leopardo. Durante toda la tarde había estado atento a los rastros de leopardos y osos, pues sabía que los leopardos habitaban el territorio que circundaba el campamento de verano del Ciervo Rojo. En vida de Ronan, la tribu había perdido más de un hombre a causa de los leopardos. Ronan paró, se agachó y examinó los excrementos que jalonaban la senda. Estaban calientes.

Nel se acercó. Ronan levantó la vista.

—Leopardo —dijo.

Instintivamente, Nel escudriñó las copas de los árboles.

Ronan meneó la cabeza.

—Avanza por la senda. —Echó un vistazo a su lanza, como para comprobar su estado—. Habrá que ir con cuidado.

Llamó a Nigak con un silbido, pero no obtuvo respuesta.

Continuaron caminando.

Tardaron cinco minutos en avistar al leopardo. Se encontraba acuclillado entre la maleza, a la derecha de la senda, y espiaba a un joven antílope que apacentaba en un pequeño claro del bosque. Ronan y Nel se inmovilizaron, guardaron un silencio absoluto y presenciaron la escena.

El leopardo estaba pegado al suelo; casi tocándolo con el vientre. Su postura y la piel moteada conseguían que resultara prácticamente invisible para el antílope, que apacentaba con absoluta tranquilidad. Mientras Ronan y Nel observaban, el leopardo empezó a avanzar con sigilo. De pronto, el antílope levantó la cabeza. El leopardo se quedó petrificado, con una pata todavía levantada. El antílope paseó la vista por el claro, su mirada pasó justo por encima del leopardo, y luego bajó la cabeza para continuar pastando. El leopardo reanudó su lentísimo avance. Una vez más, el antílope levantó la vista. Una vez más, el leopardo se quedó inmóvil. Esta vez, sin embargo, Ronan creyó que el antílope había descubierto al depredador, porque le había mirado directamente. El leopardo no se movió. El antílope siguió mirando. Poco a poco, centímetro a centímetro, el leopardo aplastó el cuerpo contra el suelo. El antílope volvió a apacentar. Al cabo de unos momentos, el leopardo empezó a deslizarse de nuevo hacia adelante.

Durante diez minutos, Ronan y Nel contemplaron en fascinado silencio la escena interpretada por el leopardo y el antílope. Éste levantaba la vista una y otra vez. El leopardo se quedaba inmóvil y el antílope aparentaba no ver nada. Por fin, el leopardo llegó a un punto desde el que podía alcanzar al antílope de un salto. Ronan sintió que sus músculos se tensaban cuando vio que el leopardo se preparaba. Contuvo el aliento.

Un aullido estremecedor de Nigak vibró en el aire. Ambos animales reaccionaron al instante: el antílope huyó hacia el bosque y el leopardo salió en su persecución. Al principio el antílope corrió en línea recta, pero después empezó a zigzaguear entre los árboles. De esta forma ganó terreno al leopardo. Al cabo de unos segundos los dos animales habían desaparecido de la vista de Ronan.

—Le has estropeado la tarde al leopardo, Nigak —dijo Nel.

El lobo jadeaba, con la lengua fuera y las orejas caídas a los lados. Parecía muy satisfecho de sí mismo. Nel rió.

—Afortunado antílope —dijo.

—Y desafortunados nosotros —replicó Ronan—. Estoy seguro de que ese leopardo tiene cachorros que alimentar. El antílope les habría mantenido ocupados hasta que hubiéramos salido de su territorio. Ahora saldrá a cazar de nuevo.

—¿Hasta dónde hemos de llegar?

—La cueva está a menos de una hora. Estaremos más seguros en ella que acampados en el bosque, en compañía de un leopardo hambriento.

Nel asintió, se echó el fardo a la espalda y emprendió la marcha.

Ronan había descubierto la cueva durante el segundo verano pasado en el campamento de verano. Había ido con Cala en una ocasión, pero creía que nadie más conocía su existencia. Estaba lo bastante alejada del campamento y lo bastante escondida para que, aun en caso de que Arika ordenara perseguirles, Nel y él se encontraran a salvo.

Llegaron una hora antes del ocaso.

—Llevo un poco de fruta y carne seca en mi fardo —dijo Nel mientras subían la última parte de la colina que conducía a la caverna—. Podemos cenar eso. Está demasiado oscuro para que vayas a cazar.

—De acuerdo.

La cueva no se adentraba en la colina, pero era de un tamaño respetable. Lo primero que vio Nel cuando entró fueron los restos de la hoguera que Cala y Ronan habían encendido.

—Ronan —exclamó—, alguien más ha estado aquí.

Por alguna razón que no comprendió, Ronan no quiso decirle que había estado con Cala en la cueva.

—No —contestó con tono indiferente—. Son los restos de fuego que encendí la última vez que estuve aquí, hace años.

Nel continuaba mirando las piedras y las cenizas.

—Será mejor que vaya a recoger leña para encender un nuevo fuego antes de que oscurezca —dijo Ronan para distraer su atención—. ¿Puedes ir a buscar un poco de agua fresca? Por allí hay arroyo.

—De acuerdo —dijo Nel. Se alejó de las piedras y recogió vejigas que utilizaban para transportar agua.

Cuando cayó la noche, Ronan ya había encendido un buen fuego. Mientras comían Nigak salió a cazar su cena. Nel procedió a extender sus pieles de dormir. Ronan continuó sentado al lado del fuego y contempló a la joven agacharse y erguirse, agacharse y erguirse.

La cintura de Nel era flexible y esbelta, y él sintió deseos de rodearla con sus manos. Observó la suave curva de los pechos bajo la camisa de ante, y deseó posar las manos sobre ellos…

Nel terminó de arreglar las pieles y volvió junto al fuego. Estiró sus largas y esbeltas piernas para calentarlas. Sin decir nada, desató la tirilla de cuero que sujetaba su trenza y se soltó el pelo.

Hacía mucho tiempo que Ronan no yacía con una chica. Por lo visto, los hombres que seguían al Dios del Cielo tenían actitudes diferentes hacia las mujeres de las tribus que seguían a la Madre. De hecho, la última chica con que había yacido pertenecía a una tribu del llano, seguidora de la Diosa. Se habían conocido por casualidad en uno de los periódicos viajes de exploración de Ronan, se lo habían pasado muy bien, y una sonrisa había sellado su despedida. Había ocurrido el otoño pasado. Mucho tiempo. Miró de nuevo a Nel y la devoró con los ojos.

Ella había soltado su trenza y recorría con un peine de hueso toda la longitud de su lustroso cabello. La miró, y la tensión creció en su interior. Su cabello de color cervato le llegaba a la cintura, y parecía tan sedoso y suave como el interior de una bellota, Un mechón caía como una cascada sobre su pecho turgente. Ronan tuvo que reprimir el deseo de tocarlo.

En cualquier otra chica habría considerado el peinado del cabello como una invitación, pero ésta era Nel. Por increíble que pareciera, aquella mujer tierna y hermosa que estaba sentada a su lado y le hacía hervir la sangre con su perfecta e inviolable inocencia, era Nel.

Nunca se había preguntado cómo sería Nel cuando creciera. Sabía que jamás habría imaginado aquello.

Nel alzó la cabeza y agitó su cabellera. Una fragancia de hiervas invadió el olfato de Ronan. Ella advirtió que él la miraba y sonrió. Una sonrisa de niña en su bello rostro de mujer.

—Como ves, ni siquiera has de decirme que me peine —dijo.

Ronan se esforzó en reprimir su excitación. No fue fácil. La nariz de Nel era una versión más pequeña y menos arqueada de la suya. La luz del fuego teñía de rosa sus pómulos altos. Los dientes que dejaba al descubierto la sonrisa de pilluelo eran blancos y regulares.

—Nel, si te hubieras quedado y celebrado los Sagrados Esponsales en los Fuegos de Invierno, ¿a quién habrías elegido como pareja? —se oyó preguntar.

La sonrisa se desvaneció. Su expresión se volvió cautelosa.

—No lo sé —contestó.

A Ronan no le gustó aquella expresión cauta. Le ocultaba algo.

—¿No te gustaba ningún chico en particular? —insistió.

—Pues claro que no.

Su cautela aumentó.

—No es una pregunta tan tonta. —Incluso él notó que su voz sonaba áspera. Intentó suavizarla—. La mayoría de las chicas, cuando llegan a la edad de la iniciación, ya tienen un chico favorito.

—¡Dices eso porque las chicas siempre te iban detrás! —replicó Nel.

—No es verdad.

—Ya lo creo, y bien que lo sabes. —Echó el pelo a un lado para volver a hacerse la trenza.

—No estábamos hablando de mí, sino de ti.

—No hay nada que decir sobre mí. Sin embargo, siempre se puede decir algo interesante sobre ti. La mitad de las mujeres de la tribu lloraron tu partida.

—Si alguien te oyera, pensaría que me he pasado la vida de chica en chica —protestó Ronan.

—De hecho, pasaste gran parte de tu vida de chica en chica —prosiguió Nel—. Me acuerdo de Borba, Iva, Cala…

Ronan la miró fijamente. Casi había terminado la trenza. Se sentía al límite de sus fuerzas.

—Bien, debo decirte que no he tenido tiempo para chicas durante estos últimos tres años. He estado demasiado ocupado fundando una tribu.

Nel ató la tirilla que sujetaba el extremo de su trenza, y agachó la cabeza para que Ronan no pudiera ver su cara. Por un momento sus dedos se inmovilizaron.

—Así pues, ¿no te has casado? —preguntó.

Silencio. Nel levantó la cabeza y le miró de reojo.

—¿Pensabas que me había casado? —preguntó él con cautela.

—La idea me pasó por la cabeza —admitió la muchacha.

Ronan se levantó.

—Bien, pues no me he casado.

Se dirigió a la puerta de la cueva y salió en busca de Nigak.